Eran las diez de la noche, y Palacios estaba muerto de sueño. No había noticia alguna, a pesar de que toda su gente andaba en la calle. Él se había quedado en la comisaría, con Mario, atento a los teléfonos. El teniente dormitaba, y Mario seguía en la computadora, esforzándose en descubrir algún detalle que le diese una pista, una luz, aunque fuese tenue.
—Lo tenemos a un paso, pero no lo cogemos —decía Mario—. Nos falta un detalle, y casi seguro que está ante nuestras narices. ¿Qué será?
Sonó un teléfono. Palacios despertó sobresaltado, y Mario corrió a contestar. Escuchó un instante y dijo:
—Jefe, es para usted. Parece importante.
—Pon el altavoz. ¿Quién habla?
—Me llamo Remigio Cabañas, teniente. Su hombre me ha explicado el caso, y yo sí tengo algo que decir.
—Adelante. Le escuchamos.
—Yo llevé un collar de mi madre a reparar a la joyería de don Simón. Y también recibí la visita de la mujer que ustedes dicen.
—¿Hace mucho de eso?
—Sí, bastante. Fue como hace cinco meses. Quería venderme unas parcelas en la playa.
—¿Le dejó alguna dirección, una tarjeta, algo…?
—Me dejó una tarjeta y me dijo que la llamase si cambiaba de opinión. Es que no me interesaban las parcelas.
—¿Hablaron de su madre, de su pueblo…?
—Sí. Comimos juntos. Ella invitó; aunque me obcequé en pagar, no lo permitió. Estuvimos un par de horas charlando, y en ese tiempo se habla de muchas cosas.
—¿Dónde vive su madre?
—En Molinar —susurró Mario—. Es una de las cuatro que buscábamos.
—Molinar —dijo el hombre.
—¿Ha hablado con ella últimamente, hoy o ayer?
—No, no he hablado con ella. Pensaba hacerlo mañana domingo. Es que ella es medio sorda y no contesta al teléfono. Llamo a una prima suya, y ella la acompaña cuando hablamos. Primero la llamo a ella, va a su casa y…
—Denos la dirección de su madre —le cortó Palacios—. Comunícame con la Policía de Molinar —le pidió a Mario.
—¿Ocurre algo grave? Me está usted poniendo muy nervioso.
Palacios dudó si decirle la verdad —tal vez se lo tomase con calma— o dejarle en la inopia, con lo que se pondría sumamente nervioso. De todas formas, que la Policía se preocupe por la madre de uno perturba a cualquiera.
—No sé si ocurre algo o no. Lo que sé es que la mujer que buscamos anda por esa zona y que vamos a hacer todo lo posible por capturarla.
—¿Cree que debo ir a Molinar?
—Eso depende de usted, pero ahora mismo mando agentes a vigilarla. De eso no se preocupe.
—¿Me podrá informar de si mi madre está bien?
—En cuanto lleguen los agentes.
—Tengo la llamada, teniente. Es el jefe de la Policía local: Aniceto Rebollo.
—Le llamamos dentro de un rato —le dijo Palacios a Cabañas.
—Estaré en ascuas, esperando su llamada.
Aniceto Rebollo, jefe de Policía de Molinar había salido de la comisaría, y estaba en un restaurante, con su esposa y otro matrimonio, cuando le comunicaron que le buscaban los federales.
—¡Otra vez esta gente! ¿No se han ido todavía de aquí?
—Éstos son otros, jefe. Son de la capital.
—¡Qué más da de dónde, si joden igual! Dales el número del restaurante, o mi portátil, o que te digan adónde les llamo. ¡Cómo molestan!
Esperó un minuto y sonó su portátil. Mario le dijo que le hablaría el teniente Palacios, de la federal de Homicidios. Y no tardó en sonar la voz cansada de Arturo:
—Rebollo, cabe la posibilidad de que el llamado Mataancianas ande por su pueblo.
—¿No era el Calígula, el que mata parejas?
—¿Quién? ¿Se ha comunicado con usted alguien de mi departamento?
—No sé de qué departamento es, pero anda por aquí una teniente neurasténica que ha movilizado a medio mundo. Creo que se fue a Arteaga.
—¿Cómo se llama?
—Arteaga. Es el pueblo que está a unos ocho kilómetros.
—¿Cómo se llama la teniente?
—¡Y yo qué sé! Oiga, ya están aquí. ¿Por qué no se ponen ustedes de acuerdo?
Palacios se quedó perplejo. Una teniente federal… Podía ser Marcia. Ella andaba por la zona. Pero tenía el portátil apagado, ya que no contestaba a sus llamadas. Llamaría a alguno de los suyos, para que le dijesen que encendiese el teléfono. Pero ella estaba en otro caso…
—¡Calígula! —exclamó.
—¿Y qué he dicho yo? —le preguntó Rebollo.
—Sí, sí. Es otro caso, jefe. El mío es el Mataancianas.
—¿Y también está en mi pueblo? Oiga, ¿no le parece mucho?
—Quizá, pero no podemos descuidarnos. Necesito que ponga vigilancia a una señora de su localidad. Se apellida Cabañas, Ángeles Cabañas, y vive en…
—¿Ángeles Cabañas? Sí, sí la conozco. Yo estudié con su hijo. Vive en San Pedro.
—Exactamente. Se llama Remigio Cabañas. Urge que le ponga vigilancia, y a un paso de ella, dentro de su casa. No debe verse a nadie cerca. No se le ocurra llevar una patrulla o hacer sonar las sirenas.
Rebollo movía la cabeza a los lados, deseando que el federal dejase de enseñarle su oficio. ¿Pensaba el tipejo que era como ellos, que todos llevan idéntico traje, con el mismo bulto junto al sobaco, y que no despistan a un recién nacido? Además les delata el perfume, un agua de colonia que parece jarabe para la tos, o la forma en que miran a la gente, como si le estuvieran escudriñando el alma.
—¿Y me va a explicar la razón?
—Yo salgo ahora mismo para allí. Usted meta un par de sus hombres en la casa, para que no se despeguen de la mujer. Que se esposen a ella. Y que esperen.
—Bien, bien. Ahora mismo mando… —pensaba decir una patrulla, con lo que le daría la razón al de Homicidios— a dos hombres.
—Yo estaré ahí dentro de un par de horas.
—¿Va a venir volando? —Se tapó la boca, para que no le oyese reír.
—¡Por supuesto! —exclamó Palacios—. Iré en un helicóptero.
Cuando Palacios colgó, el jefe cerró su portátil y les dijo a sus acompañantes:
—En helicóptero. A nosotros nos racionan la gasolina, y los federales vienen en helicóptero. Tenemos un Gobierno que va de lo sublime a lo ridículo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó su esposa.
—No sé. Se han debido volver todos locos. Hoy anduvieron unos revolviendo el pueblo, y ahora llegan otros orates a ayudarlos. Dicen que todos los asesinos más peligrosos del país están en Molinar.
—¡Santo Cielo, Aniceto! —gritó su esposa—. ¿Y qué vas a hacer?
—Una estupidez: poner dos hombres en casa de Ángeles Cabañas.
—¿Y para qué? —La esposa estaba lívida, y la otra señora tenía los ojos desorbitados.
—Porque dice un federal que el Mataancianas va a la casa de la Cabañas.
—¿Y te vas a quedar aquí, tan tranquilo? —le urgió la esposa.
—Voy a enviar dos agentes de paisano.
—¿Y por qué no vas tú? —le ordenó su señora—. Eso es muy importante, ¿verdad? —les preguntó a los componentes de la otra pareja.
Los dos asintieron con la cabeza. Rebollo supo que tendría que vigilar personalmente a la señora Cabañas, o su esposa le amargaría la noche. Si el asunto era muy serio, llegaría a oídos del gobernador, y éste era quien imponía las medallas. Su esposa solía tener buen olfato para eso.
Estaban a punto de pedir el postre, por lo que podía considerar que la cena estaba terminada. A su esposa la llevarían a casa sus amigos, y estaría pendiente al teléfono. Debía aconsejarle que no llamase a sus amigas, y mucho menos a su madre, porque entonces el Mataviejitas se enteraría de inmediato, ya que la señora tenía más audiencia que la televisión. Se despidió y salió del restaurante. Cuando estaban en el coche, llamó a comisaría y les dijo lo que debían hacer.
—¡Vaya día! —dijo, al girar la llave del arranque.
Pero su esposa tenía razón, porque el asunto tendría trascendencia, mucha más que cuando atraparon en Molinar al Cachondo, el tipo aquel que andaba mostrando sus vergüenzas (ya que no podía alardear de su atributo) a todas las mujeres con quien se topaba. Esto era serio, y lo del Cachondo…
El encargado de la recepción del hotelito giró la llave y se retiró de la puerta. Había llamado varias veces, sin que les abrieran. Él le había entregado la llave a Claudio, mientras que su esposa se dirigía al ascensor; y no habían bajado ni devuelto la llave, por lo que deberían seguir arriba. Marcia ordenó que se abriera la puerta, y Carvajal fue el primero en entrar. Luego ella, y detrás los bíblicos.
—Estaban empacando sus cosas —dijo el jefe.
—Pero las dejaron ahí. —Marcia señaló la cama, sobre la que había muchas prendas.
—La llave está sobre el tocador —observó Jonás.
—No se llevó las pelucas —dijo la teniente—. Eso es extraño. Una mujer deja todo menos sus pelucas.
—Si es que se va por su voluntad —manifestó el Gordo—. Me huele que Sarabia se nos ha adelantado.
—Eso parece —aceptó Marcia—. Y si es así, o nos damos prisa, u otra pareja será asesinada.
—¿Dónde habrán podido haber ido? —preguntó Jonás—. ¿Qué opina usted, jefe?
Era la primera vez que el federal tomaba en cuenta la opinión del Gordo. Hasta la fecha había acertado, o más bien, deducido los pasos del asesino, por lo que merecía su respeto. También había que considerar que era de la región, y al menos podía ocurrírsele un sitio en donde esconderse.
—Lo más seguro es que busque un lugar como los anteriores: cabañas, granjas abandonadas, cobertizos o un bosque —opinó Carvajal—. Él conoce bien la zona, porque la recorrió por sendas y vericuetos. Necesitamos a alguien que nos haga un plano de los lugares de tal tipo, propicios para lo que él planea.
—¡Jefa, le busca su…!
Josué había contestado su portátil y se lo ofreció a la teniente. Miró al jefe, y no terminó la frase. Éste cogió de un brazo a Jonás, y del otro a quien dirigía a la Policía municipal, y los sacó al pasillo. Marcia contestó:
—Sí. ¡Ah, eres tú! Se me ha acabado la batería. No he tenido tiempo de cargarla. Estamos a un paso del tipo. En Molinar. Sí, en Molinar ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Vienes en un helicóptero? ¿Te envían a ayudarnos? ¿Es tu caso? No entiendo. ¿La pelirroja…?
Marcia fue al tocador. Allí estaban las tres pelucas. Puso una mano sobre la pelirroja. Asintió con la cabeza, porque estaba perpleja. Tardó un poco en entender que no tenía una cámara en el portátil, así que mejor sería que se explicase con palabras. Le costó trabajo articular algunas.
—¿Buscas a una pelirroja? ¿Puede ser que use peluca? ¡Jefe! —gritó—. Voy a poner el altavoz, para que escuche el jefe.
El Gordo estaba en el corredor, escuchando la relación de lugares apartados en donde podría ocultarse Sarabia según el municipal. Entró, seguido de Jonás, a la vez que Marcia ponía el altavoz de su teléfono portátil.
—Escucha. Es mi esposo.
El Gordo sonrió y dijo:
—Es un gusto teniente. Soy el jefe Carvajal, de la Policía de Figueroa.
—Le estoy diciendo a Marcia que la Mataancianas es una pelirroja y que se supone que está en Molinar.
Marcia señaló las pelucas. Carvajal fue hacia ella y tocó la roja, como si ésta pudiera comunicarle algo. Luego dijo:
—Teniente, tenemos delante una peluca roja. Parece ser que su dueña fue secuestrada por Calígula. Y no sabemos su paradero, aunque puede que se haya dirigido a Molinar.
—¿Pueden describirme a la mujer? ¿Está acompañada de un hombre joven?
—Sí, se trata de una pareja joven. Nos han descrito a la mujer como alta, guapa y rubia, pero la peluca está en su habitación del hotel, de donde se han ido apresuradamente. Un momento… —El Gordo miró a Marcia—. ¿No se irían al escuchar el ruido de las sirenas que metimos al llegar?
—Es posible. ¿Cómo podemos saber si es la mujer que buscas? —preguntó la teniente.
—Se llama Susana. No sé si usa ese nombre siempre —dijo Palacios—, pero lo ha hecho varias veces, por lo que da a entender que no lo considera… de buena suerte.
—Susana y Claudio —le aclaró su esposa—. Deben de ser ellos.
—Entonces van hacia el sur —opinó Carvajal—. Su destino era Ciudad Valdés.
—Pero es muy probable que vayan a Molinar, porque allí vive su posible víctima. No os lo puedo explicar todo, pero ella se llama Ángeles Cabañas, y creemos que es la siguiente de la lista. Yo estoy en el helicóptero y tardaré aún una hora.
Marcia miró a Carvajal y le dijo con la mirada que su esposo tendría razón. Palacios era un buen policía, y su aseveración procedería de una investigación, no de una simple corazonada.
—Partimos hacia Molinar —anunció Marcia.
—El jefe Rebollo debe haber puesto gente a vigilar a la anciana.
La teniente salió al corredor, con el teléfono en la mano, seguida del jefe y sus dos hombres. Allí esperaban los tres municipales y el encargado del hotel.
—En marcha —les ordenó—. Necesito hablar con el jefe Rebollo, de Molinar. Y vamos hacía allí.
—¿Otra vez a Molinar?
—Otra vez.
Manuel había salido de Arteaga sin rumbo fijo, con el único propósito de alejarse de allí. No podía regresar a Molinar, porque la Policía ya habría dado con el taller, y en Arteaga, para entonces, todo el mundo conocería su rostro. La única solución era huir hacia Ciudad Valdés, y allí hallar la manera de ocultarse en algún remoto lugar del país, cuanto más lejano mucho mejor, y dejar pasar unos años. Dudaba mucho que pudiera abandonar su vicio, pero, al menos, durante un tiempo, la Policía pensaría en otros asesinos, sobre todo si modificaba su modus operandi.
Se había detenido en un cruce, indeciso. Por alguna razón, su corazón disentía con su mente y le dictaba que no se fuera. Ya le había pasado cuando se olió que la rubia no estaba muy lejos. Y atinó. Pero allí ya no había posibilidad de nada, porque la Policía habría hablado con la pareja, y estarían ojo avizor.
Un auto pasó ante él. Tardó un segundo en darse cuenta de que era conocido. Efectivamente, era igual que el de ellos. No podía decir que fuese el mismo, porque no acertó a ver a quienes viajaban en el interior. Su corazón le dijo que sí, aunque su mente le aconsejó seguir hacia Ciudad Valdés. Ganó la sinrazón y puso rumbo a Molinar. No debería aproximarse mucho, pero al menos lo suficiente como para saber si eran ellos. Aceleró para alcanzarlos, pero sin ser muy obvio. En esta ocasión usaría la prudencia; no les acosaría hasta saber adónde iban.
En un semáforo se aproximó a ellos, lo normal de quien espera en fila. Se caló la gorra hasta los ojos y observó los detalles del vehículo. No veía sus rostros, ni siquiera la cabellera de ella, pues la mujer se había arrellanado en el asiento, muerta de miedo, sin atreverse a moverse. Ni había despegado los labios en un buen rato, algo muy extraño en ella. El miedo le había atenazado la garganta y se le hacía difícil emitir sonidos.
—Son ellos —susurró Manuel, con la seguridad que le daba el deseo.
En ese momento, perdió la cordura. Estaban cerca de Molinar, y seguramente la Policía no habría suspendido la búsqueda, pero la rubia le atraía mucho para dejarla escapar. Tanta casualidad era mucha para no considerarla producto de su suerte. Los perseguiría para averiguar a dónde iban.
«Seguramente no viven en Arteaga —pensó—. Ella trabaja en la boutique, y él holgazanea en un café, esperando a que salga. Un parásito.»
Un poco antes de la entrada de la población, Claudio dobló a la izquierda. Era una manera más rápida, y mucho más discreta, de llegar a la zona residencial donde vivía la señora Cabañas. La había seguido de regreso cuando estuvo de inspección, una vez que se ubicó. La consideró la mejor para huir.
No tardaron mucho en llegar a la entrada del suburbio, en donde la carretera se iluminaba; además de álamos había farolas en las calles. No era muy propicia tanta luz, pero la hora sí, porque pasaban unos minutos de las once, lo que hacía que no hubiera un alma a la vista. El parque estaba vacío. Claudio estacionó allí.
Manuel se mantuvo a distancia, al percibir que la zona estaba iluminada. Supuso que ellos vivían allí. Sólo necesitaba saber dónde. Luego él buscaría la forma de saludarles a domicilio. Vio que detenían el auto en el parque, lo que le pareció extraño. Avanzó con las luces apagadas y metió el vehículo en una calle lateral. Bajó y fue acercándose, aprovechando las áreas de sombra, pegando el cuerpo a las paredes o resguardándose tras los árboles.
En el auto de la pareja, Susana estaba como incrustada en el asiento, sin moverse. Claudio salió, abrió el maletero y cogió el bolso de deporte con la ropa «de trabajo». Como la vez anterior, se vestiría en la foresta, oculto de las posibles miradas. No era una hora muy oportuna para llamar a una puerta y decir que iba a revisar el gas, pero la mujer se lo creería. Volvería al truco de la fuga, de la verificación y la salud de la mujer, hasta que ésta le abriese la puerta.
Manuel dio un rodeo, para evitar que la rubia le pudiera ver. Salió cerca del auto, pero tras unos arbustos. Claudio seguía en el bosquecillo, poniéndose el disfraz. Susana miraba hacia donde él había desaparecido, con los nervios de punta. Había perdido la pulsera que metió en la caja fuerte de las Martínez, y estaba de acuerdo con que debían hacerse con algo antes de seguir hacia Ciudad Valdés. En caso contrario, deberían buscar en otro pueblo. Su esposo sabría dónde, ya que él era el de los nombres, el valor y la descripción de las joyas. Ella le proporcionó la lista y le ayudó con las entrevistas, pero no guardaba tantos detalles en su memoria. Había olvidado al hijo de la mujer a quien su esposo robaría. Ni siquiera veía la televisión, leía un periódico o escuchaba la radio, y así se evitaba conocer los actos de su esposo. Sabía que las mataba, pero su mente se bloqueaba si lo oía, y él jamás se lo mencionaba. Decía que había conseguido esto o lo otro, pero jamás relataba la forma en la que lo obtuvo, como si fuera tan simple como abrir un cajón y llevárselo. Así lo hacía ella cuando podía sustraer algo de alguno de los negocios en los que había trabajado; jamás recurría a la violencia. Desde hacía años era experta en cajas fuertes, y había puesto en práctica esa habilidad cuando había sido necesario. Si se trataba de robar vitrinas o cajones, se encargaba él.
Claudio apareció de entre los arbustos, caminando hacia su automóvil. Manuel dio un salto, abandonó su escondrijo y corrió hacia el gasero. Éste no se percató de que no estaba solo, hasta que el loco se hallaba a tres pasos, apuntándole con la pistola y gritando:
—¡Al coche, cabrón, al coche!
Susana se dio cuenta de lo que ocurría cuando escuchó los gritos. No supo qué hacer y no acertó a mover la llave y a arrancar el auto. Solamente se llevó las manos a la cabeza y dejó escapar su histeria. Había reconocido al flaco, que se había quitado los lentes, aunque continuaba con la gorra. Era lo único que les faltaba para que aquel fin de semana fuese el peor de su vida. Todos los peligros que habían sorteado, los policías que habían burlado, las huellas y los rastros que no habían dejado, al final se amalgamaban para crear un tipo loco que les amargaría la noche, si les iba bien, o la vida, si su suerte estaba enojada con ellos.
Claudio se quedó firme al ver el arma ante sus narices. Era cierto que el demente, a quien también había reconocido, estaba armado, y lo que pudiera hacer era impredecible. La pistola aconsejaba no desobedecerle, por lo que prosiguió hacia el auto. Manuel se colocó a su espalda y le ordenó no detenerse, al empujarle con el cañón del arma.
—Entra. Deja ese paquete en el suelo.
—Es mi ropa —protestó Claudio.
—Estás vestido. Tira eso.
Manuel se acercó a la portezuela delantera y apuntó a Susana con la pistola. La mujer seguía gritando y mesándose los cabellos. Cerró los ojos, como si así el peligro desapareciese, como los malos sueños.
—Muévete al otro lado —le ordenó a la mujer—. Tú te metes atrás y pones las manos donde yo las vea. Y rápido, porque, si viene alguien, os meto un balazo a cada uno.
—¿Qué le hemos hecho? —preguntó la mujer, entre sollozos.
—¿No ves que es un loco? Lo que pretende está bien claro: te pretende a ti —le explicó su esposo, con más calma.
—Eres un tipo muy listo —dijo Manuel—. Y ya que se lo has aclarado, ahora no hay nada más que decir, por lo que los dos cerráis la boca.
Claudio rumiaba la posibilidad de arrebatarle la pistola al tipo, pero, por el momento, se metería en el auto. Él se descuidaría en un momento dado; entonces aprovecharía la oportunidad. Susana no pensaba nada: seguía llorando y mesándose los cabellos. Manuel miraba hacia las casas, esperando que alguien apareciese, más bien que no lo hiciera, porque sus planes para la pareja no eran pegarles dos tiros allí mismo.
—¡Muévete, Susana! —le gritó su marido mientras entraba en la parte de atrás del auto.
—¿No oyes, imbécil? —le preguntó Manuel—. Me parece que quieres morir.
Quizá la palabra logró conectar con la parte no aturdida del cerebro de la mujer, que se movió al otro asiento. Manuel entró y puso su pistola mirando hacia Claudio.
—Dile que nos saque de aquí —le dijo al esposo.
—Yo puedo conducir —propuso él.
—Sí, pero no me fío. Que conduzca ella, aunque sea despacio.
Susana se secó las lágrimas y consiguió poner el coche en marcha. Comenzó a circular lentamente, mientras se calmaba. Pronto enfilaron hacia la salida del barrio y entraron en la carretera que se uniría a la autopista en unos pocos kilómetros.
—¿Adónde vamos? —preguntó Claudio.
—Os lo diré cuando sea el momento. Ahora sigues la carretera hasta unirte a la de Ciudad Valdés. Luego vemos lo que sigue. Y no quiero protestas ni lloros. Tengo poca paciencia…, y tú —movió el cañón de la pistola hacia Claudio— te mueres el primero.
Los tres se quedaron en silencio. Susana tema los ojos fijos en la carretera; no miraba hacia el arma. Claudio, en cambio, no prestaba atención a la ruta; esperaba un descuido de su secuestrador para quitarle la pistola. Por su parte, Manuel los vigilaba a ambos, a la vez que echaba esporádicas ojeadas a la carretera. Estaba feliz porque, a pesar de que la Policía le pisaba los talones, la rubia estaba a su lado. ¡Vaya noche que le esperaba! Como despedida de la región, no pudo soñar algo mejor.
Jonás se puso al volante y voló rumbo a Molinar. En el camino, Carvajal consiguió que le comunicasen con su colega Rebollo. Éste se encontraba en casa de la señora Cabañas. Marcia escuchaba, sentada junto al Gordo en el asiento trasero del ostentoso automóvil federal. Josué iba de copiloto y no despegaba la oreja de lo que hablaban los jefes. Algo aprendería de aquel rural que resultó muy buen policía.
—Soy Enrique Carvajal, jefe de Policía de Figueroa. Creo que nos vimos hace unos meses.
—Te recuerdo. ¿Estás con alguno de los locos tenientes federales?
Marcia arrugó el ceño. Ella era, sin duda, una de los mencionados. Y casi seguro que su esposo componía el plural de la frase. Carvajal sonrió.
—La teniente Valcárcel te está oyendo. El otro es su esposo. —El Gordo no tuvo que estrujarse el magín para adivinar quiénes eran los tenientes.
—¿Y qué caso ves tú, porque yo ya no me entero de nada?
—La teniente lleva el caso del asesino serial de parejas, al que llaman Calígula, el que estuvimos buscando esta mañana. Creo que estabas fuera.
—He llegado esta tarde de Ciudad Valdés. Y me encuentro que mi pueblo es un circo de dos pistas, con payasos incluidos. Y ahora está la cosa peor, porque el otro teniente dice que van a asesinar a la señora Cabañas. ¿Es el mismo tipo en los dos casos?
—No. Son caminos cruzados. La teniente perseguía a Calígula. Sabrás que mató a una pareja en mi pueblo. Y su esposo, que también es teniente federal, persigue a una pareja cuyos componentes resultan ser los asesinos de ancianas. Una pareja asesina que ha sido elegida como víctima por el otro homicida. ¿Cómo lo ves?
—¡Caramba, qué casualidad! Eso sí es justicia ciega. ¿Y dónde están ahora?
—Pues la pareja debería estar ya en Molinar e ir directamente hacia ti. ¿No han aparecido aún?
—Aquí no ha venido nadie. La señora está como un flan, y ya no sé qué decirle.
—Es raro que no hayan llegado, si nos llevan ventaja. Nosotros estamos cerca. Un momento…
Josué había sacado su portátil. Se lo ofreció a la teniente siseando:
—Es su esposo, jefa.
—Nos estamos comunicando con el teniente del caso de los mataviejitas. Viene en helicóptero.
—Eso me dijo. Pues no, nadie hasta el momento.
—¿No han pasado autos por delante de la casa?
—Sí. Hace unos diez minutos llegaron dos, pero pasaron de largo.
Marcia estaba hablando con su marido. Le pidió un segundo, porque quería decirle algo a Enrique. Este hizo lo mismo con el jefe de Molinar.
—Dice que está ya muy cerca. Quiere saber dónde deben aterrizar para no estropear la trampa.
—Dile que no aterrice, y que tampoco se acerque al pueblo. Que vaya a la carretera sur, a ver si localiza un auto de color crema, un Nissan estándar. Dale la descripción que nos proporcionaron en el hotel.
—¿Crees que se esté escapando?
—Creo que se van, pero contra su voluntad. Aniceto, ¿puede uno de tus hombres dar un paseo y verificar si hay un auto cerca? Uno que posiblemente no debería estar ahí.
—Dice Arturo que se ve un automóvil crema en la autopista, no lejos de la intersección con la de Molinar.
—¿Pueden bajar un poco y ver quién conduce?
Marcia le pasó el mensaje a su esposo. Este dijo que lo intentarían.
El helicóptero no tardó en colocarse encima del auto de color crema y encendió su reflector sobre él. Luego fue descendiendo, a cierta distancia, y a la izquierda del vehículo, para intentar ver a quien manejaba. Lo consiguió.
—Es una mujer rubia. Y parece que hay dos hombres con ella —dijo Palacios—. No la conozco, pero me parece que es la que busco.
Los tres ocupantes del automóvil se habían percatado de la presencia del helicóptero antes de verlo, cuando el sonido de sus hélices denunció que se acercaba. Y cuando el haz de luz les llegó desde el cielo, no tuvieron duda de que los buscaban. Ninguno de los tres se alegró de la intervención de la Policía. Suplicaron en silencio que se fuesen: nadie los había llamado.
—Písale fuerte —le ordenó Manuel a Susana.
—Mejor si conduzco yo —propuso Claudio.
—Tú no te muevas, y tampoco hables. Si tu mujer no es capaz de perderlos, tú te mueres.
—Acelera, amor —le pidió Claudio a su mujer.
Marcia seguía escuchando a su esposo, que le iba narrando lo que sucedía, que, de momento, se concretaba en no perder de vista al vehículo. Carvajal hablaba con Rebollo.
—Están en un auto en la carretera. Parece ser que salieron de Molinar. Es posible que Sarabia, o Calígula si lo prefieres, los haya atrapado antes de que llegasen a casa de Cabañas.
—Me dicen que hay un auto fuera, en una calle lateral. Parece que lo han escondido.
—Entonces, los tres van en el auto crema.
—Voy a unirme a su persecución —dijo Rebollo.
—Deja a tu gente con la mujer.
—Eso voy a hacer.
El helicóptero seguía a la izquierda del auto que conducía Susana, iluminándolo con su reflector. La mujer, cegada por la luz, aminoraba la velocidad. Manuel lo percibió y se dio cuenta de que estaba perdido, y más con aquellas rémoras.
—Vete acercando a la orilla y te preparas para detenerte —le ordenó a Susana.
Pensaba salir e intentar la huida. Antes les metería unos tiros, porque por su culpa la Policía le podía echar el guante. Ni por un instante pensó que fue su terquedad, su temeridad y poco juicio los que le habían colocado en tal situación.
—No puedo conducir así. Vienen camiones de frente, con sus luces, y la del helicóptero me ciega. ¿Qué vamos a hacer si nos orillamos?
—Yo sabré qué.
Claudio miraba hacia la izquierda, al potente haz de luz. Había esperado que Manuel se deslumbrase y poder atacarle, pero el foco también le cegaba a él, por lo que no encontraba el momento de intentar arrebatarle el arma. Miró hacia el secuestrador, y lo que tuvo en primer plano fue el cañón de la pistola apuntando a su cabeza. Salió una bala que le dio en plena frente. Claudio fue impulsado hacia atrás, contra el asiento. Susana escucho el disparo, aunque no sabía a qué le había disparado el demente, aunque podía adivinarlo. Giró el cuello y se quedó agarrotada al volante: su esposo estaba muerto, aplastado contra el respaldo trasero. La calma con la que se había conducido en el último cuarto de hora desapareció. La mujer se llevó las manos a la cabeza tras soltar el volante.
—¿Qué has hecho, hijo de puta? ¡Le has matado, cabrón!
Manuel quiso coger el volante con la mano derecha, pero ésta estaba ocupada en sostener la pistola. Intentó controlar el vehículo, pero sin soltar el arma, y lo único que consiguió fue empujar el volante a la izquierda, lo que produjo que se saliera del carril. Durante unos segundos, no muchos, el auto crema avanzó por la vía del sentido contrario. Y no fueron muchos porque un camión que venía a gran velocidad, y muy cerca de la doble raya, vio la maniobra del auto e intentó evitarlo. Lo consiguió parcialmente, pero lo golpeó de refilón y lo mandó hacia la cuneta de la derecha. Ésta no tenía nada que detuviera el coche. Tras el metro y medio de grava había un empinado talud, con un bosque abajo.
Susana seguía con las manos en el rostro, sin atreverse a mirar a su esposo. Y tampoco captaba que no conducía el automóvil y que éste se movía sin guía. Manuel sí lo entendía, pero ya no podía hacer nada, porque se dirigía directamente hacia el talud. Por fin dejó caer la pistola y agarró el volante con su mano derecha, pero ya no había remedio: el vehículo comenzó a bajar, a gran velocidad, hacia los árboles. Chocó contra el primero que encontró en su descenso y se empotró contra él. El volante se incrustó contra el asiento del conductor. Susana estaba en medio; quedó atrapada allí, herida de muerte. Manuel tuvo más suerte, ya que únicamente quedó encerrado entre el asiento y el tablero. Si bien el accidente no le había causado la muerte, no lograba moverse. La puerta se había combado, al quedar el motor empotrado en el árbol. Abrirla era imposible. Pero no notaba que tuviera nada roto y comenzó a intentar soltarse.
—Baja donde puedas —le ordenó Palacios al piloto del helicóptero.
—Voy a ver si puedo en esa pequeña explanada. Habría que detener la circulación.
—Baja lo que puedas, y yo salto.
El piloto se acercó a un pequeño claro a unos cien metros. Palacios, saltó cuando estuvo a un metro del suelo. Pereira también cayó al llano. Mario se quedó en el aparato, no muy decidido a imitarlos. Abajo, los dos hombres corrieron hacia el coche. El talud era empinado, por lo que más que bajar se deslizaron con los traseros sobre la hierba. Al cabo de unos minutos estuvieron junto al coche. El helicóptero se elevó, yendo en busca de otro lugar para aterrizar. Unas sirenas sonaban, indicando que llegaban refuerzos.
Palacios y Pereira se aproximaron al auto. El primero le hizo una seña a su segundo, para que fuese por la izquierda, mientras él avanzaba por la derecha. Ambos llevaban sus pistolas en las manos. Pereira, agachado, llegó detrás del automóvil y vio una enorme mancha roja en el vidrio y una cabeza pegada a la sangre. Luego se colocó junto a la ventanilla del conductor. Y allí vio a la rubia, que tenía la cabeza echada hacia delante, sobre el tablero. Dirigió la mirada al copiloto. Sarabia empujaba con ambas manos el tablero, sobre el cual ya no había vidrio, pues éste, hecho añicos, estaba dentro del coche. Si ponía las dos manos encima, no podía estar armado. Su pistola se hallaba a sus pies, fuera de su alcance en tal situación. Pereira se lo dijo a su jefe:
—El tipo que busca tu mujer está vivo. Los otros, los nuestros, están muertos.
—Lástima. Me hubiera gustado escuchar la declaración de la pelirroja. ¿Hay peligro?
—No tiene el arma en las manos. Se le habrá caído.
Palacios se acercó a la ventanilla. Manuel detuvo sus intentos de liberarse y miró con odio al teniente. Éste se quedó absorto en el rostro del hombre. Como estaba fuera de sí, en su faz se reflejaba toda la podredumbre de su interior. Echaba chispas por los ojos, porque ardía por la rabia de no poder escapar, de que le hubieran atrapado porque un árbol los ayudó.
—¿Tú eres Calígula? —le preguntó.
—Yo soy —respondió Sarabia con arrogancia—. ¿Quién carajo eres tú?
—¿Y has matado a toda la gente que dicen?
—¿Me vas a tomar declaración aquí, cabrón? ¡Sácame y luego me preguntas!
—Jefe, la gasolina se está metiendo en el coche. El tanque se ha roto y el auto está cuesta abajo.
—Yo no estoy dentro. Es este hijo puta el que puede morirse. ¿Así que has matado a cuánta gente?
—No llevo la cuenta, cabrón. ¡Sácame de aquí!
—Pereira, me apetece fumarme un puro. Cuando logro echar el guante a un tipo de éstos, lo celebro con un puro.
—¿Estás loco, jefe? Huele mucho a gasolina.
Palacios puso la cabeza cerca de la ventanilla del copiloto. No tenía vidrio, pero Manuel solamente saldría si lograba librase del abrazo del asiento y el tablero. El teniente sacó uno de sus malolientes puros y se lo mostró al psicópata.
—¿No te apetece uno? Calma los nervios. Y tú lo necesitas.
—¿Estás loco, cabrón? ¿Qué pretendes?
—Jefe, no juegues con esas cosas.
—Tienes razón. Vámonos, y que los de las tenazas saquen a este tipo.
Palacios se retiró del vehículo y puso sus pies en dirección a la carretera. Pereira respiró aliviado y también comenzó a ascender el talud. El teniente prendió su puro, le dio una bocanada y guardó el encendedor. Avanzó dos o tres metros, se detuvo y miró a su ayudante.
—¿Sabes?, Pereira…
—¿Qué? —El ayudante se detuvo y se centró en el rostro de su jefe.
—He decidido dejar de fumar. Y esta vez va en serio.
Palacios levantó la mano izquierda, en la que llevaba el puro. Hizo un gesto de asco con la boca y lanzó el puro a unos metros. Cayó junto al automóvil. Pereira alzó ambas manos y se las llevó a la cabeza. Una chispa prendió sobre la hierba y, al cabo de unos segundos…
El teniente Arturo Palacios estaba recostado en su sillón del despacho de San Pedro, lanzando volutas de humo hacia el techo. Había prometido dejar de fumar, o, de no conseguirlo, comprar unos puros mejores, al menos que no oliesen como la cañería atascada de un retrete público. Pereira entró, apartando el humo con ambas manos, como si fuese una densa cortina. No era tal, pero el aroma multiplicaba por diez la neblina.
—Acaba de llegar el análisis de las huellas de la pelirroja —dijo, poniendo sobre el escritorio del jefe una carpeta.
—Tíralo a la basura. Qué más nos da si los del anterior asesinato son de ella o no.
—No me atreví a leerlo, porque si no coinciden, deberemos seguir con la investigación y buscar a otra persona.
—¿Para qué? —preguntó el jefe, despidiendo más humo hacia el techo.
—Porque sabemos que la pelirroja estuvo en la habitación de la señora Núñez y que las huellas deben ser de ella. Y como nos figuramos que estuvo en el caso de…
—Mercedes… Solana —recordó el teniente.
—Pues no nos extraña que también sea suya. Pero… y si…
—En caso de que no correspondan a la misma persona, algún estúpido jefazo puede ordenarnos seguir investigando.
—Me gustaría volver a Manzanos.
Palacios cerró los ojos. A él le gustaría ir a Figueroa y charlar con el gordo jefe de Policía. Quizá tras unas copas confesaría si se acostó con su esposa, como sucedió tres meses atrás en… Marcia pensaba que él no se había enterado. Pero, en fin, cuando el aburrimiento es más fuerte que la pasión, hay que encender ésta en otra chimenea. Él lo hacía de vez en cuando, y no se avergonzaba.
—¿Vas a asistir a la boda de ella? —le preguntó a su ayudante.
—He estado pensando en darle una oportunidad.
—Me parece una estupidez.
El teniente pensó en Marcia y en que ella ignoraba que él estaba al tanto de sus amoríos. Posiblemente también ella conocía los suyos, el asunto con Olga, la camarera del Brasil, o sus visitas a Maribel, la viuda de su ex compañero Gonzalo. Quizás incluso se habría enterado de que él estaba pagando los estudios del hijo de su amigo. Por tanto, si lo hacía por venganza, era mucho más justificable que por vicio o por experimentar.
—La vida es muy cabrona —dijo—. Tira eso a la basura y vete a Manzanos a ver si… Me importa un pito a qué, pero vete de una vez.
—¿No leo el análisis?
Palacios cerró los ojos, desentendiéndose del asunto. Le había costado mucho convencer a sus jefes de que la pareja era el Mataancianas, y solamente faltaba que la huella en uno de los casos no fuera de la pelirroja. Pereira dio media vuelta y fue hacia la puerta, tras dejar la carpeta sobre el escritorio de su jefe. Antes de salir, dijo, sin mirar hacia atrás:
—Al final, no han conseguido saber si la primera huella es humana o de un simio.
El teniente esbozó una sonrisa. De las manos carbonizadas de Susana no obtuvieron una huella, por lo que debieron creerle, basándose en las declaraciones, tanto de la señora Cabañas, de don Simón y de los demás, y debido a su relación con Claudio. Por tanto, ¿qué importaba si coincidían las otras dos o no? No podían cotejarlas con el original.
—¿Y si buscamos alguna en la tienda de Arteaga o en el hotel? —preguntó Pereira, abriendo la puerta.
—Si siembras ideas de ese tipo, prepárate para afrontar lo que puedas cosechar.
—Imagino que es nuestra obligación.
—No podemos malgastar el dinero de los contribuyentes. Además, el jefe ya ha declarado a la prensa que ha cerrado los dos casos que tanto preocupaban. ¿Quieres decirle que existe la posibilidad de un equívoco?
—¿Me puedo tomar tres días más de permiso?
El Gordo, Carvajal, estaba dedicado a la delicada tarea de no hacer nada. Aquella mañana la ocupó en un accidente de tránsito, en el que solamente se habían producido daños materiales, y estaba agotado. Esa misma noche pensaba efectuar la inspección de rutina al bar de Clemente, y necesitaba descansar previamente. Luego sudaría un rato y se iría a casa a tomar unas copas y a ver la televisión. Mientras llegaba la hora, se entretenía viendo una revista de mujeres a medio vestir: era de ropa interior, no pornográfica.
Llamaron a la puerta. Imaginó que sería Cristóbal, porque Torres jamás pedía permiso si sabía que estaba solo. En cambio, el novato siempre esperaba a que le permitiese pasar.
—Pasa —dijo el jefe.
Se abrió la puerta y el Gordo miró por encima de la revista. Se quedó boquiabierto al ver a Marcia en el umbral. Como si le hubiese sorprendido leyendo el Kama Sutra, dejo caer la revista al suelo y se puso en pie.
—¿Qué… te trae…? ¡Vaya sorpresa! —exclamó.
—¿Puedo pasar?
—Por supuesto.
El Gordo no supo si ir hacia ella y abrazarla, o quedarse donde estaba y esperar, por lo que simplemente señaló la silla. Marcia rodeó el escritorio y le dio un fugaz beso en los labios. Luego fue a la silla, se sentó y cruzó una pierna sobre la otra. Llevaba falda y enseñó un muslo premeditadamente.
—Perseguimos a un tipejo que ha matado a su esposa y a su suegra. Las últimas noticias es que tomó este rumbo.
—Me alegra que te hayas acordado de mí.
—Usa un auto verde, y tenemos la impresión de sus neumáticos. Se me ocurrió que quizá quisieras echar una ojeada.
—Pues…
—Pero puede ser… más tarde, o quizá mañana. Ya que pasaba por aquí, se me ocurrió saludarte y pedirte ayuda.
—Un buen detalle. Ya sabes que puedes contar conmigo.
—Me refiero a que la fonda está repleta, y no quiero dormir en el auto.
Marcia sonrió, a la vez que Carvajal tragó saliva. Le encantaba que ella fuese tan directa.
—¿Has pasado por la fonda a reservar la habitación o te has enterado por teléfono?
—Cuando pasé por delante, me pareció que estaba llena. Debe de haber alguna convención ganadera.
—La Asociación Nacional de Criadores de Lombrices.
—¿No podrás alojarme una noche?
—El alojamiento casero es caro, y más con la atención personal del dueño.
El Gordo se frotó mentalmente las manos. La inspección podría esperar un par de días, ya que el bar de Clemente seguiría allí mucho tiempo.
—¿Crees que no podré pagar? —Marcia se puso en pie, levantó la falda y mostró las piernas.