Palacios y Pereira habían seleccionado a veintitrés personas que dejaron joyas caras en las manos de don Simón. En sus oficinas, ayudados por dos agentes más, y con los números de teléfono que les proporcionó el joyero, comenzaron la búsqueda de información. Varios no respondieron personalmente, sino que saltaron sus contestadores, los obedientes aparatos que sirven para evitar atender a quien no queremos. Dejaron el mensaje de que la Policía quería hablar con ellos, y que no se preocupasen pero respondieran lo antes posible. Quizás alguno cogiese el pasaporte y saliera disparado al aeropuerto, al saber que las autoridades se habían fijado en él.
—¡Tengo a uno! —gritó Pereira—. Permítame un segundo señor —le dijo a quien estaba al otro lado de la línea.
—Pon el altavoz —le pidió el teniente—. Señor…
—Mendieta, Julio Mendieta —apuntó su ayudante.
—Teniente, yo sí tengo algo que decir sobre lo que me ha preguntado el oficial.
—Dígame, señor.
—Yo llevé una joya de mi madre a reparar con don Simón. Eso sucedió hace un año. Eran unos aretes de diamantes. Me los devolvieron, se los llevé a mi madre, y hace cinco meses fue asesinada. Los pendientes desaparecieron, junto a algunas otras cosas.
—Oiga, me asombra lo que me dice, porque hemos repasado nuestros expedientes, en busca de algo así, y no hemos visto su nombre. ¿No hubo una investigación?
—Por supuesto que sí. La Policía de Villegas se encargó del caso. Y no me han comunicado que hayan avanzado en él.
—¿Villegas? —Palacios miró a su ayudante—. ¿No hemos cruzado información con ellos?
—No lo sé. Se supone que sí.
—Eso, señor, lo vamos a ver internamente. Tengo algo más que preguntarle: ¿recibió usted la visita de alguien extraño? Me refiero a que alguien que le preguntase sobre su madre. ¿Ocurrió en Villegas?
—En Olalde, pero lo atendieron de Villegas. No recuerdo ninguna visita extraña.
—Una mujer, una vendedora. Alguien que le quisiera vender algo y le preguntase sobre su familia.
—No. Nadie me intentó vender algo.
—Bien, señor Mendieta. Si recuerda algo, le ruego que me llame, o a mi gente. El sargento le dará el número.
—¿Se van a hacer ustedes cargo del caso de mi mamá?
—Estamos en ese caso, y en todos los parecidos.
—Esperemos que ustedes le dediquen más atención.
—Lo estamos haciendo. Por eso usted ha recibido esta llamada.
Cuando colgó, el teniente apretó los dientes, mirando a Pereira, que supo que no tardaría en estallar. El error no era suyo, pero sí de la Policía, los ineptos que siempre hay en todas partes.
—¿Cómo se nos ha pasado este caso?
—No lo sé, pero lo voy a averiguar.
—Mientras, sigamos con las llamadas.
—Jefe, tengo algo.
Mario, que estaba dedicado a preguntar en la gaseras por alguien que hubiera trabajado en alguna de ellas, durante la época en que Susana estuvo en la joyería, también se había encargado de leer los expedientes de los crímenes imputados al Mataancianas. En su primer repaso, el de los bienes declarados como sustraídos, no había encontrado un Mendieta que llevase unos pendientes de diamantes.
—Y yo —dijo Pereira, que se adelantó por ser sargento—. No nos pasaron el caso Mendieta porque los de Villegas no le dieron tratamiento federal, sino que se lo imputaron a una banda de desvalijadores de casas que operan en la comarca.
—¿No recibieron la solicitud de verificar si había características comunes con nuestro asesino serial?
—Sí, pero los de Villegas son muy aferrados a sus propios delincuentes.
—¡Imbéciles! ¿Qué tienes tú?
—Un caso en el que no reportan una joya robada, pero en el que la señora asesinada tiene una hija que sí llevó una a la joyería. O coinciden los apellidos, porque son bastante comunes, o no mencionaron la joya.
—Eso hay que verificarlo de inmediato. Pereira, llama.
El sargento marcó y estuvo de suerte. Hizo la presentación obligada y luego preguntó por la joya: un brazalete. Con una mano, indicó a Mario que les dijese a los demás que se callasen y puso el altavoz.
—Sí, oficial —decía una mujer—, yo llevé el brazalete a reparar con don Simón. Me lo devolvió y lo tengo en mi poder.
—¿En su poder? —intervino Palacios—. ¿Era suyo o de su madre?
—De mi madre. ¿Por qué me pregunta eso? ¿Quién es usted?
—Señora, es el teniente Palacios. Teniente, ella es la señora Eugenia Monforte; su madre se llamaba Eugenia también, pero Serra.
—Me explicaré, señora Monforte. Hemos establecido que el asesino de su madre también asesinó a otras ancianas, y que todas ellas llevaron joyas a don Simón.
—¿Y él mató a mi madre? ¡No es posible!
—No, señora, no. Alguien que trabajaba con él supo de las joyas. Don Simón no tiene nada que ver.
—¡Ah, bueno! ¿Y saben quién es?
—Lo sabemos. Estamos intentando atrapar a esa persona. Usted dice que no le dio la joya a su madre, pero a ella la mataron para robársela. Eso nos indica que el asesino sabía que la debía tener ella, y no usted. ¿Es así?
—Sí. Yo pensaba llevarle el brazalete, pero hubo una fiesta y le dije que me lo prestase. Y así fue. Jamás imaginé que la mataron por el brazalete.
—Eso parece. Hay algo muy importante que necesitamos saber.
—Dígame, teniente.
—¿Recibió una visita de una desconocida, entre esas dos fechas, entre la que usted le llevó el brazalete a don Simón y la de la muerte de su madre? Recuerde, por favor.
—¿Una mujer?
—Una vendedora.
—Pues sí. Yo soy ama de casa, y a mi puerta acuden muchos vendedores.
—Ella es alta, delgada, guapa, elegante, y quizá con una hermosa peluca. En alguna ocasión intentó vender parcelas.
Se hizo el silencio. Todos se colocaron alrededor del teléfono, esperando con ansiedad la respuesta. Mario hacía gestos, indicando que eso sucedió hacía medio año, por lo que podía traerlo a la mente con facilidad.
—Sí. Lo recuerdo. Era una mujer alta y delgada, de larga cabellera negra. Me pareció una peluca. No me interesaban las parcelas, pero ella me dijo que había nacido en Fresnedo, y resulta que yo también. No la conocía, pero me dio detalles de que estuvimos en la misma escuela, aunque en épocas distintas. Charlamos un buen rato.
—Y se interesó por su madre. ¿No es así?
—Sí. Me pareció normal, ya que hablábamos de conocidos comunes, y mi madre también los conocía.
Palacios les guiñó un ojo a los demás. La mujer usaba siempre la misma técnica: ése era el talón de Aquiles de los asesinos seriales. Encontrarían a alguien que acabase de recibir su visita y sería su última hazaña.
—Una última pregunta: ¿no le dijo su apellido o le dio alguna seña por la que la podamos localizar? ¿Un pariente en Fresnedo?
—Me parece que dijo que era Ponce. Y yo conocía a algunos Ponce, por lo que me pareció que podía ser pariente de ellos.
—¿Susana Ponce? ¿Le dijo Susana?
—Sí, Susana. ¿Es su verdadero nombre?
—Eso parece, pues ya son dos los que coinciden. Le tendrá cariño a su nombre. ¿Algo más en lo que nos pueda ayudar?
—Pues… no sé. Quizá recuerde algo, pensaré en ello.
—Le damos el teléfono donde nos pueda localizar, a mí o a alguno de mis hombres. Y gracias, señora Monforte.
Apenas colgó, Palacios les dijo a sus hombres:
—Hay una mujer en peligro, y es alguna de las que están ahí —señaló la lista—, o en los cuadernos de don Simón.
—Hemos llamado a todos los teléfonos, jefe —dijo uno de los agentes—. Hay ocho que no contestan; salta el contestador. Y cuatro que ya no son los teléfonos de los que buscamos.
—Localizad a esos cuatro como sea, y a los otros ocho en donde se os ocurra, pero quiero hablar con ellos.
—Sí, jefe —dijo Pereira—. Vamos a seguir intentándolo. Mandaremos unos oficiales a sus domicilios.
—Una mujer va a morir, y nosotros podemos evitarlo.
—Jefe, cuatro de los doce son de la zona entre Manzanos y Ciudad Valdés —dijo Mario.
—Pues esos cuatro son los más urgentes. Que nadie se mueva de su silla hasta que tengamos algo —ordenó, con voz de mando—. Y quiero a todo el mundo movilizado en la calle, llamando a las puertas que sean necesarias.
Marcia y su gente, incluido el Gordo, llegaron a Arteaga y fueron al lugar en donde habían encontrado el auto robado. Como el jefe había supuesto, lo lógico de quien supone que le siguen era llegar al centro, caminando o en autobús, tras abandonar el auto. La multitud de gente del centro le ayudaría a ocultarse, y luego abordaría un autobús de cercanías, uno de los que siempre van atiborrados y que salen con mucha frecuencia. El chófer no se fijaría en él, ocupado en cobrar y conducir. Para los autobuses de trayectos largos hay que comprar el billete en la taquilla, y ahí radica el peligro, porque el vendedor se fija más en los usuarios. Y lo mismo en los autobuses que cuentan con cobrador y conductor, porque el primero, desde que arranca el vehículo está pendiente de los pasajeros, ya que no tiene otra cosa que hacer.
—Son varios los que pudieron llevarle —dijo un policía.
—No tantos —opinó el jefe—. Hay que ver cuáles salieron desde que se produjo el robo del auto. Tardaría un rato en llegar desde la gasolinera, pero eso no importa mucho. Tendrán un horario que podamos verificar.
—Sí, pero algunos chóferes ya se han ido a sus casas, porque terminaron sus turnos.
—Pues movilicen a quien sea, denles unas fotos y que vayan a localizarlos en donde estén, pero que nos identifiquen a Manuel —ordenó Marcia—. Jonás, te encargas de que no haya un conductor que no vea la fotografía.
—Sí, jefa. Nos movilizamos de inmediato.
—¿Dónde establecemos el cuartel general? —preguntó Josué.
—En algún hotel en la carretera —opinó Carvajal—, para poder salir disparados si hay algo.
—Buena idea —dijo la teniente—. Busca algo en la carretera, y que tenga ventanas sobre la calzada. No se te ocurra uno que mire al campo.
—No soy tan tonto.
—Eso se lo dices a quien no te conozca.
Josué se fue arrastrando los pies, mascullando algo en voz baja.
La mañana del sábado, desde que rayó el día, hubo agitación. Los federales de Marcia Valcárcel estaban desayunando a las seis de la mañana. La teniente y el Gordo, quienes se habían alojado en habitaciones separadas, aunque, cuando se hizo el silencio en el hotel, usaron solamente una, aún no habían bajado a desayunar. En la calle, varias unidades de Policía local y estatal esperaban órdenes. Otras estaban en las terminales de autobuses, mostrando la fotografía de Manuel Sarabia, y varias más recorrían la ciudad, los talleres mecánicos y los domicilios de algunos conductores, dedicadas a lo mismo. Alguien tuvo que verlo. Le encontrarían.
Carvajal bajó y se sentó en una mesa del fondo. Estaba pidiendo el desayuno cuando apareció Marcia. En una mesa, algunos sonrieron, y Jonás dijo en voz baja:
—Jezabel se está divirtiendo a lo grande.
—De que es grande no hay duda —añadió otro federal.
—Y su esposo en otro caso —susurró Josué.
—¿Anda en Manzanos en el caso del Mataancianas? —preguntó otro detective.
—No, ya no —precisó Jonás, quien se enteraba por medio de su jefa—. Se fueron a San Pedro, siguiendo la pista de una joya.
—¿Y qué opina de la golfa de su esposa? ¿No se lo huele?
—El pobre hombre es feliz con su trabajo, y le importa un comino su esposa.
—Típico policía, casado con el cuerpo —observó un detective.
—Cuerpo sí, y más público que un parque.
—Silencio, que se acerca la jefa —anunció Josué.
La mujer saludó a sus hombres, y con descaro fue a reunirse con el Gordo. Éste estaba sonriente, mirando a la mesa de las murmuraciones, con superioridad. Podía jurar que hablaban de él y de Marcia, pero le importaba un comino. Había asumido que ella tenía pareja, por intuición, ya que la mujer no le había dicho nada, y le daba igual.
—Me parece que debemos darnos prisa en encontrar a Sarabia —dijo en cuanto la mujer se acomodó a su lado.
—¿Por qué dices eso?
—He estado leyendo sobre los otros casos y he analizado las fechas. Más de la mitad de los asesinatos los ha cometido en fin de semana.
—Como dices, es la mitad. Los otros han sido en medio de la semana.
—Sí, pero ésos siguen una línea más o menos recta, la de un desplazamiento, y se producen casi seguidos. Esto nos indica que viajaba, que cambiaba de residencia. Pero en el momento que se asentaba, al menos por un tiempo, mataba los fines de semana y formando un círculo con el centro en el pueblo donde vive.
—Eso no lo habríamos descubierto. Enrique, no debiste dejar la federal. Si quieres, yo te ayudo a regresar.
—No, Marcia. Éste es un caso especial, porque el tipo se metió en mi jurisdicción. Pero una vez terminado, yo sigo apresando ladrones de gallinas.
Un agente entró en el comedor, corriendo. Se detuvo a unos pasos de la puerta, miró hacia la mesa de los murmuradores y luego ubicó a los jefes. Fue hacia allí con rapidez y se quedó un momento ante ellos, sin decir palabra, recobrando el aliento.
—Le hemos localizado, jefe —comunicó, por fin, de corrido.
—¿Dónde está?
—Fue a Molinar. Un conductor le identificó.
—Se terminó el desayuno —les dijo la teniente a sus hombres—. Nos vamos a Molinar. Reunid a los hombres. Necesitaremos a todo el mundo.
Ella no había probado bocado, por lo que se guardó un pan dulce en el bolsillo y se puso otro entre los dientes, que fue comiendo camino a la calle. Todos salieron y se metieron en sus autos. Al cabo de unos segundos, la silenciosa carretera, aún bajo la penumbra del amanecer, se llenó de rugidos de los motores. Salían rumbo a Molinar, con el sigilo que caracteriza a la Policía federal. No hicieron sonar las sirenas, quizá porque se les olvidó.
No tardaron mucho en llegar a su destino, ya que los motoristas de la Policía de carreteras les abrieron paso. Si se trataba de una operación encubierta, todo el mundo entre Arteaga y Molinar se enteró que los federales llegaban.
Por el camino, en cada zona habitada se quedó un coche patrulla, para investigar si Sarabia se había bajado del autobús allí. Cuando llegaron a la terminal, dos vehículos y dos motoristas componían la comitiva. Marcia y Enrique iban en el ostentoso coche negro, junto con los bíblicos, quienes, en el asiento delantero, se hacían señas y guiños.
En la terminal no había casi nadie. Era muy temprano para viajes turísticos, y los sábados poca gente acudía a su trabajo. Pero ellos no querían interrogar a los pasajeros, sino certificar si Sarabia viajó de nuevo o se quedó en la población.
—Comencemos a indagar —dijo Marcia.
Ocho policías, cada uno con una fotografía, se lanzaron a la tarea de preguntar a los conductores que llegaban o salían, a los pasajeros y en las tiendas que ya estaban abiertas. Lo seguirían haciendo en cuanto otras levantasen sus persianas, y así ampliarían el círculo lentamente. Los que se quedaron atrás, en la carretera, al incorporarse, serían destinados a todos los talleres mecánicos en particular, y a cualquier otro negocio en lo general. Tenían que peinar la población.
Como había anunciado, Manuel no fue con sus compañeros a tomar cerveza al terminar la media jornada del sábado. En su cabeza estaba la obsesión por la rubia. Necesitaba encontrarla. Entonces, aquel tipo que la acompañaba sabría lo que era enfrentarse con él. Quizá fuese divertido, ya que el fulano no parecía un pusilánime como los anteriores. Posiblemente le daría pelea y la cosa se pondría interesante.
Solamente era una corazonada, pero creía firmemente que ellos no se habían detenido en Arteaga por casualidad, por huir de él, sino que vivían allí. No había podido ver bien el negocio ante el que se pararon, pero recordaba dónde fue.
Después de despedirse de los compañeros, quienes volvieron a insistir en que olvidase a sus tíos, o en que los visitase otro día y fuese con ellos a una parranda que duraría hasta el domingo por la noche, se encaminó a la terminal. Eran las tres de la tarde del sábado.
Llegó por una calle lateral. Le asombró el revuelo que encontró. En la calle por la que apareció, había unas patrullas estacionadas y varias motos. Unos uniformados estaban deteniendo a gente, a los que mostraban una fotografía. Se quedó pegado a la esquina y asomó la nariz. Podía jurar que le buscaban. Habían tardado en dar con él, pero ya auguró que algún día sucedería.
Lo lógico, lo que cualquier mente normal hubiera pensado, era marcharse en sentido contrario, lo más lejos posible, quizás hasta Arrecife; pero el raciocinio de Manuel era especial: no se alejaría sin comprobar si «su rubia» seguía en Arteaga. Había decidido cerciorarse, y la Policía no se lo impediría.
Había comprado ropa y su aspecto había cambiado bastante con un corte de pelo, un buen afeitado y la nueva indumentaria. No lo suficiente como para no parecerse al de la fotografía, pero sí para no ser reconocido por todo el mundo. Una foto robot había estado en la televisión por mucho tiempo, y nadie le había delatado, a pesar de que anduvo por todas partes con la faz descubierta. Burlaría de nuevo a la Policía, y más si ellos le buscaban en Molinar, mientras él estaba en Arteaga.
Dio media vuelta y se alejó de la terminal. Durante media hora caminó por calles concurridas, con la idea de que cuanta más gente le rodease más difícil sería que un policía le identificase. Por el camino, compró un periódico; lo colocaba ante él, como si leyese, cada vez que se detenía en alguna esquina. Llegó al otro extremo de la ciudad y se acercó a una parada de taxis. Se subió en el primero, desplegó el periódico, como parapeto entre el taxista y él, y dijo:
—A Arteaga.
La gente de Marcia seguía investigando si Sarabia había subido a otro autobús o si se había quedado en Molinar. También estaban recorriendo la ciudad y mostrando la fotografía a todo el mundo. Manuel sabía que ya no podría regresar en busca de sus pertenencias, pero llevaba su mochila, por lo que no necesitaba nada más. El dinero también iba con él. Una vez terminado el asunto de Arteaga, se marcharía bien lejos, a la costa o quizás a la zona minera. Con algunos cambios, tal vez con barba o bigote, pasaría desapercibido, porque era sabido que la gente no presta mucha atención a los pasquines de la Policía.
El conductor puso música. El cliente estaba interesado en las noticias. Aunque no ocupaba ya la primera plana, la carnicería de Figueroa seguía en el candelero. La Policía no soltaba prenda, y los reporteros solamente tenían los testimonios de algunos vecinos. En una página interior, en un recuadro poco notorio, volvían a hablar del Mataancianas, e instaban a las autoridades a atrapar al asesino y a dejar a un lado tanta declaración vacía de contenido.
—¿Ha escuchado que la Policía anda buscando al Mataancianas en Molinar? —preguntó el taxista.
Su idea de la realidad era el producto típico de la información boca a oreja y de las acciones policiacas. Los policías son tan herméticos que obligan al pueblo a elucubrar y a sacar conclusiones. Mostraban una fotografía, pero sin explicar de quién se trataba, y por ende, cada quien supuso lo que quiso.
—A ver si atrapan de una vez a ese hijo puta —respondió Manuel, sin bajar el periódico.
El conductor tenía al Mataancianas como su criminal favorito, ya fuese para repudiarlo o ensalzarlo, por lo que comenzó a relatar la vida y obra del asesino, de quien sabía todo lo que habían publicado.
—Me mostraron la fotografía del tipo —dijo el taxista—, para ver si le había visto.
—¿Y cómo es él?
—Un tipo flaco, de pelo oscuro. Tiene cara de asesino.
—Si es un asesino, tendrá cara de eso.
—Es cierto.
El conductor siguió hablando del criminal. Manuel supuso que no podría continuar sin que el hombre viese su rostro. Ya era mucho leer el periódico. El taxista terminaría sospechando que se ocultaba. Sin apartar el diario de entre ambos, Manuel gruñía de vez en cuando y hacía algún lacónico comentario, para que el narrador supiera que estaba atento. Y lo estaba, pero a la carretera, calculando lo que faltaba para llegar a Arteaga. Cuando vio las primeras casas, le dijo:
—Doble en la primera a la derecha.
Enfilaron por la calle elegida. Había muy pocas casas, porque aún estaban en los suburbios. No se veía a nadie en la calle. Manuel calculó que era la hora de la comida o de la siesta.
—Es la tercera casa.
El conductor detuvo el auto y miró hacia atrás. El periódico se le pegó en el rostro, a la vez que un afilado estilete se le clavaba en la garganta. Soltó un chorro de sangre. El diario tenía muchas páginas, que sirvieron de escudo para que no salpicase hacia la parte trasera. La sangre se deslizó por el respaldo del asiento, sobre el taxista. Manuel empujó al hombre hacia atrás, contra su portezuela. Seguidamente, asomó el flequillo por la ventana, mirando a ambos lados de la calle. Estaba solitaria. Limpió la hoja de su cuchillo en la parte superior del asiento delantero derecho y luego metió el arma en su mochila. Después bajó del vehículo, revisó con más detenimiento su entorno, comprobó que no había nadie y caminó en dirección opuesta a la carretera, con destino a un conjunto de edificios de Arteaga.
—Hablaba demasiado —musitó.