Palacios atendía una llamada. Pereira tenía su cuaderno ante él, con un bolígrafo en las manos. Estaban solos en la habitación, pues Mario bajaba maletas al coche. Habían decidido abandonar Manzanos, ya que allí no descubrirían nada más, porque prácticamente habían interrogado a toda la población. Los detalles que les faltaban no los conseguirían en el pueblo, a no ser lo que ponía en la tarjeta que la pelirroja le entregó a Sofía, y eso lo sabrían telefónicamente, o yendo a San Pedro y hablando con Adriana. Precisamente, la mujer le llamó para evitarle el viaje a la capital, aunque éste ya estaba decidido. No tenían idea de hacia dónde dirigirse para hallar a la pelirroja o al gasero, quienes ya casi seguro eran la misma persona, por lo que investigarían en la joyería el asunto del mono naranja o las huellas que todavía no coincidían ni tenían dueña.
—Susana Mendiluce —dijo el teniente, repitiendo lo que leía Sofía—. Inversiones que reditúan. Bienes Raíces. Calle Sánchez Belmonte número 125, y el teléfono es: 4 589 741, con clave de San Pedro. Lo tengo. Se lo agradezco mucho.
Cuando colgó, inmediatamente marcó el número que Pereira le ponía ante los ojos. Alguien contestó al otro lado de la línea, y el teniente preguntó si era la empresa de bienes raíces. Colgó al cabo de pocos segundos.
—Un hotel —le dijo a su ayudante—. Estaba alojada en un hotel. Se habría puesto de acuerdo con la telefonista para que le pasase las llamadas de «negocios».
—Eso sucedió hace un par de meses, por lo que ya nada se podrá obtener en el hotel.
—No, ya nada. ¿Crees que alguien más, de las otras víctimas, o sus familiares, puede tener una tarjeta como ésa?
—Habrá que investigarlo. ¿Vamos a ir a la joyería?
—Es lo primero que haremos en San Pedro. Llegaremos de noche, pero mañana estaremos allí en cuanto abran —aseguró el jefe.
—Así que nos vamos, ¿no?
—Yo sí. No sé si tú tienes aún algo pendiente.
El sargento se rascó la cabeza. Era una pregunta sencilla, siempre y cuando se conociese la respuesta, y podía asegurar que aún no tenía una.
—Sí —aceptó por fin—, pero tendría que invertir mucho tiempo, y no me sobra.
Pereira cerró el cuaderno y cogió su maletín. El jefe le imitó y agarró el suyo. Antes de llegar a la puerta, preguntó:
—¿Es de las que se casan?
—Al menos, lo pretende.
—Como todas. Y la mayoría lo consigue.
Pereira no pestañeó, aunque tenía a alguien en la mente, y le producía un poco de risa. Era sabido que ella se esforzó en conseguirlo y que lo logró, si bien pronto se arrepintió de todo el esfuerzo dedicado.
Claudio llamó a la puerta. Miró hacia los lados y atrás, para ver si había gente. No pasaba nadie por la calle. Sólo se veía a unas mujeres que paseaban carritos de bebés por el parque. Posiblemente le verían desde alguna ventana, pero su presencia no les parecería extraña.
Una señora de edad abrió la puerta y se asombró al ver al hombre alto vestido de gasero. Éste se había quitado las gafas oscuras, se las había metido en el bolsillo del mono y exhibía una amplia sonrisa. Conocía perfectamente su poder: le infundiría confianza a la mujer y la impulsaría a conversar.
—Buenos días, señora. Nos han informado de una fuga de gas, y estoy revisando la instalación de cada casa. Sólo necesito ver la exterior, pero quiero que me de permiso para ir a su patio trasero.
—¿Y es peligroso, joven? —La mujer se asustó.
—Eso es lo que quiero averiguar. ¿Puedo ir a su patio?
—Pase, pase. Eso del gas siempre ha dado miedo, pero mis hijos insistieron y…
—No es necesario que entre, porque lo puedo ver dando la vuelta a la casa.
—Mejor si pasa y revisa también en mi cocina. A mí me dan tanto miedo estas cosas…
La mujer se separó de la puerta. Claudio entró. Sus ojos se movieron rápidos, para examinar lo que había en la sala, ante la que pasaron rumbo a la cocina. Parte de esta pieza se distinguía bien, al estar la puerta abierta, y pudo contemplar un mueble al fondo, del que destacaba una vajilla costosa, que indudablemente estaría acompañada de cubertería de plata.
—¿Y usted limpia una casa tan grande? —preguntó el hombre, en el umbral de la cocina—. Mi apartamento es más pequeño que su cocina.
—No, yo no la limpio. Viene una joven dos veces por semana.
—Voy a ver si hay fugas en su cocina, y luego verifico el calentador de agua.
—Gracias, joven. Me sentiré mucho más segura.
Claudio se puso a revisar la conducción del gas y los quemadores, poniendo la nariz sobre cada uno, como un experto. Mientras, seguía la charla con la mujer.
—Dígale a la persona que la ayuda que los limpie un poco mejor, porque las ranuras están un poco sucias, y eso hace que quemen mal. Y si queman mal, se escapa el gas y puede intoxicarse usted.
—Se lo diré mañana mismo. Usted ya sabe que no hacen las cosas como una. No es su casa, joven, y solo quieren terminar pronto, cobrar e irse.
—Pues dígale que un técnico los ha revisado y que están muy sucios. ¿Vamos a ver su calentador?
—Está en la calle, en el patio.
La mujer avanzó lentamente. Arrastraba ambas piernas, debido a algún problema circulatorio. Claudio le ofreció su brazo y una sonrisa. La mujer se colgó de él, agradecida. La compañía no sería algo muy habitual, por lo que suponía una agradable novedad.
—Es usted muy amable, joven. Y no es normal. Ya ve que, hoy en día, hay muy poca educación.
—No todos, señora, no todos. Cuando yo trabajaba en San Pedro, en la empresa nos obligaban a atender bien a los clientes.
—¿Usted viene de San Pedro? Ya me parecía a mí que no era de aquí.
—Sí, estuve allí diez años. Pero me trasladaron hace tres meses.
—Mi hijo vive en San Pedro, y trabaja allí.
—¿Y viene de vez en cuando?
Ya estaban ante el calentador, tras haber salido de la cocina y haber bajado los dos peldaños. Claudio se detuvo y esperó a que la señora le respondiera.
—No mucho. Justo por Navidad. A su esposa no le gusta este pueblo. Yo creo… —bajó el tono de voz— que no le gusto yo.
—¡No, eso no, señora! Es que a la gente de la ciudad no le gustan los pueblos pequeños.
—Bueno, si es eso… Pero yo creo que no viene porque no le gusto yo.
—A mi esposa tampoco le agrada mucho este pueblo. Ella sí nació en la capital, y es difícil que se acostumbre. Y más por su empleo.
—¿De qué trabaja?
La señora Cabañas había olvidado que el asunto importante era la fuga de gas. Posiblemente recibía pocas visitas, y ninguna de un joven tan simpático. Era un descanso después de tantas horas de televisión y radio. No tenía ninguna prisa en que él se fuese.
—En San Pedro trabajaba en una joyería. Era la que valuaba las alhajas. Un buen empleo, pero cuando murió el dueño, el hijo se hizo cargo y era… Bueno, que mejor dejó el empleo.
—Mi hijo llevó una joya de la familia a reparar a San Pedro. Eso fue hace algunos años. Era un collar al que se le había roto el cierre. Ya no lo uso. Hace años que no voy a fiestas.
Claudio dio un par de pasos, para meter la nariz bajo el calentador. No debía demostrar interés. La mujer siguió hablando de su collar.
—Lo heredé de mi madre, y ella de la suya. Ha estado mucho tiempo en la familia.
—Yo no sé mucho de esas cosas. La que sabe es mi esposa. Aquí no encontró trabajo en una joyería y…
—Es que no hay joyerías.
—Trabaja en la boutique de Arteaga, la de la carretera.
—Sí, la conozco. ¿Así que trabaja ahí?
—No ha encontrado otro empleo. Pero venden solamente bisutería. No sé para qué emplearon a mi mujer, si de nada sirve valuar esas baratijas. Su calentador está bien. Voy a seguir revisando otras casas. Puede estar usted tranquila.
La mujer, previendo que él se despediría, le agarró del brazo. Claudio miró a la mujer y entendió que deseaba seguir conversando. Requería eventualmente una charla, porque la mayoría de los días no salía de casa, recibía pocas visitas y se aburría de los programas televisivos. Él aceptaría, aunque con poco interés, permanecer algo más en la casa, porque quizá podría descubrir nuevos detalles.
—¿No quiere tomar un café? —ofreció ella—. Mi hijo me regaló una cafetera por Navidad, y no la he usado, porque yo no puedo tomar café.
—Bueno… Sería cosa de un cuarto de hora. Es que tengo que seguir revisando. Pero es usted tan agradable que acepto.
—Pues vamos a la cocina. ¿O prefiere en la sala?
—Donde usted guste señora.
—Como le digo, no le gusta venir al pueblo. Y eso que él nació aquí. Pero es que su esposa…
—No tiene caja fuerte —dijo Claudio—. Así que yo puedo encargarme de ella.
—Además, yo no podría, porque acabado el trabajo, debemos salir corriendo.
La pareja estaba en la habitación del hotel, sobre la cama, él desnudo y ella con un camisón transparente. Habían cenado poco antes, y era el momento de narrar sus experiencias y planes. Él comió en Molinar, ya que la señora Cabañas no le dejó ir en un buen rato, en el que le contó su vida y obra, la de sus hijos y nietos, y por fin, sin que él «lo sugiriera», le mostró el collar de la abuela, su preciada joya. Y de paso, también sacó la cubertería de plata, la que le regalaron sus padres con ocasión de su boda, hacía casi sesenta años.
—Tendría que ser el domingo —dijo Susana—, por la noche, después de cerrar.
Saltó de la cama y fue a la cómoda que estaba frente a la cama. Allí había tres pelucas colocadas sobre los soportes de alambre: una era de tono rubio platino; otra, negro azabache; la tercera, pelirroja, de un tono pálido, como rosa.
—Usaría la negra. Hace ya algún tiempo que no me la pongo. ¿Cómo me veo?
Susana se colocó la peluca, se miró al espejo y luego dio media vuelta. Claudio bostezó, pero acertó a decir:
—Tan guapa como siempre. Si es de noche, la peluca te ayudará. Usa ropa oscura y gafas.
—Voy a entrar por detrás, por el callejón. La puerta no ofrecerá dificultad, porque la cerradura es de las sencillas.
—¿No cierran por dentro?
—La principal sí, pero salimos por atrás. Y solamente le echan la llave.
Claudio estaba pensativo, y ella lo advirtió. Se quitó la peluca, fue a la cama y lo abrazó.
—Si damos los dos golpes, será suficiente para mi boutique.
—No me gusta que sea el domingo. Sería mejor el sábado.
—¿Por qué?
—Primero, porque el domingo no trabajan las gaseras, y será sospechoso que vaya a revisar. Me refiero a los vecinos. Incluso ella no esperará verme un domingo con ropa de trabajo.
—Vete con ropa normal.
—Sí, pero es más fácil reconocerme. ¿Y los guantes? Sin ellos, dejaría huellas. Hoy no, porque solamente me quité los guantes para coger la taza del café, y luego, en un descuido, limpié el asa con el pañuelo.
—Puedes llevar guantes de goma, los más ligeros, metidos en el bolsillo. Llamas al timbre con un pañuelo. Lo puedes llevar en la mano, como si tuvieras tos.
La mujer no aceptaría una negativa. Ella tenía en la mente su boutique, y si el modo de que se convirtiera en realidad era que él efectuase aquel trabajo, habría que buscar la forma de llevarlo a cabo.
—Puede ser. Y de noche me vería mal con gafas oscuras.
—¿Por qué no llegas a media tarde y te escondes? ¿No hay un lugar para hacerlo?
—Podría ser detrás de la casa. Lo voy a pensar. Hoy es jueves. Veré que excusa invento para ir con la señora, y cómo hago para ocultarme.
—Sí, cariño. Yo lo tengo todo pensado.
Susana volvió a bajar de la cama. Dio unos pasos de baile por la habitación, demostrando que estaba eufórica. Luego se acercó a la piecera y comenzó a explicar, lentamente, con misterio:
—Guardan la combinación bajo la caja registradora. No sé cómo todavía necesitan leerla. En un descuido le eché una ojeada y vi los dos primeros movimientos: izquierda seis y dos vueltas a la derecha. Pero no necesito aprenderla, porque no se la llevan a su casa. Estará allí el domingo.
—¿Y si cambian de opinión?
—Por si acaso, intentaré verla. La sacan al menos dos veces al día. Mañana comienza el fin de semana, y lo harán varias veces. Será el momento para que ponga atención.
—¿No desconfían de que quieras ayudarlas este fin de semana?
—No. Ellas mismas me ofrecieron que me quedase para ver cómo funcionan cuando hay mucha venta. Les viene bien que las ayude.
Para celebrarlo, dio otras dos vueltas en redondo y regresó a la piecera. Claudio conocía su carácter y su manera de comportarse, por lo que sabía que estaba disfrutando de su éxito por anticipado. No cortaría su entusiasmo; dejaría que ella misma diera por terminada su celebración.
—La cerradura de atrás, como te he dicho, no dará problemas. Lo único malo es que desde la boca del callejón se distingue perfectamente la puerta, y cualquiera que pase puede verme. He pensado poner unas cajas de cartón. Bastará con dos, porque me puedo agachar.
—Eres maravillosa. Voy a extrañar, cuando tengamos la boutique, estos momentos en los que planeas tus golpes. Lástima que cuando hay cajas fuertes yo no pueda ayudarte. Soy muy torpe para eso.
—Cariño, tú te ocupas de los otros casos. Bueno, pues con esto, sería todo. Tú me esperas fuera, con el coche en marcha. Incluso podrías llevar las cajas, antes de que yo llegue, y apilarlas. Luego te vas al auto y me esperas.
—¿Antes de que llegues? Bueno, es posible. Venden cajas que se arman en unos segundos. Y para esa hora yo ya habré terminado mi trabajo. Espero que no lo descubran hasta el día siguiente. Me dijo que de noche no recibe visitas.
La mujer fue hacia la cama, acercó sus labios a los de él y le dio un beso. Claudio intentó abrazarla, pero ella se escurrió entre sus brazos.
—Un momento más, amor. Antes quiero repasar mi plan, para que no tenga fallas.
—¿Qué fallas puede tener? Cuando estés dentro, vas a la caja, la abres y te llevas todo lo que hay dentro. Lo metes en una bolsa de plástico y sales.
—Me pueden ver al salir. Si llevo la bolsa, puede ser sospechoso.
—Te doy unos minutos y acerco el coche a la boca del callejón, con lo que tapo la vista. Y te puedo hacer señas, cuando no pase nadie.
—Eso me parece bien. No creo que haya nada más que planear.
—Pues ven a la cama y dejamos el trabajo para otro momento. Vamos a pasar un rato divertido.
—Tú ya sabes dónde están las cosas de la señora, ¿no?
—Te he dibujado la casa entera. Ella guarda el collar en su cuarto. No sé dónde, pero no hay caja fuerte. Lo pondré patas arriba, y ya. La cubertería está en la sala. Y no pienso llevarme nada más.
—¿No irá alguien a visitarla?
—No van durante el día, así que menos en la noche. No te preocupes por eso. De lo mío, yo me encargo. ¿He fallado alguna vez? He suspendido algún golpe, si he barruntado algún peligro, pero nunca he fallado. Ven ya, que tengo sueño.
La mujer se puso de rodillas en el extremo inferior de la cama y comenzó a reptar hacia su esposo. Claudio bostezó.
Era viernes por la mañana. Antes de las nueve, el trío de Palacios estaba a la puerta de la joyería Bruselas, en la calle Moliere, de San Pedro. No habían intentado localizar a don Simón, por teléfono, porque el teniente quería hablar cara a cara y no concederle la posibilidad de pensar.
Fue un joven flaco y despeinado quien levantó la persiana y luego abrió la puerta. Los tres detectives irrumpieron en el establecimiento. Tras un mostrador se hallaba don Simón, un hombre de más de setenta años, medio calvo, con algo de pelo blanco sobre las orejas, y otro poco sobre el labio superior. El hombre era madrugador como pocos. A él le asombró que estuviesen esperando a que abrieran, lo que significaba mucha urgencia por comprar. Los que llegan antes de que se abra una joyería, son compradores seguros, no gente que va a perder el tiempo.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó.
—Somos de la Policía, don Simón —anunció el teniente.
—¿La Policía…? Yo nunca compro a particulares, sean o no robadas las joyas.
—No se trata de eso, señor, sino de que nos informe usted sobre una posible empleada suya.
—Tengo dos. Y por cierto, aún no han llegado. Viven un poco lejos, pero eso no justifica que diariamente lleguen tarde. Este muchacho también vive lejos, pero él es puntual.
—No creo que actualmente trabaje con usted —dijo el teniente—. Pero pudo trabajar hace algún tiempo.
—¿Y cómo se llama?
—No lo sabemos. Pero es una mujer inconfundible: alta, delgada, guapa, de muy buen tipo. Posiblemente pelirroja.
—O usaba peluca —amplió Mario.
—Guapa… —musitó Don Simón—. Pues guapa…
De pronto, se le iluminaron los ojos. Sus labios dibujaron una sonrisa de satisfacción y respondió:
—Hace cosa de un año. Susana. Sí, trabajó aquí muy poco tiempo. Ella sabía bastante sobre joyas. Se quedó poco tiempo, pero sí era muy guapa.
—¿Sabe usted su apellido?
—No. Ni siquiera la contraté. Me dijo que quería aprender el negocio, porque su padre le pondría una joyería en Ciudad Valdés. Estuvo un par de meses. Luego se fue. Su esposo era un tipo muy celoso y no quería que trabajase.
—¿Conoció a su esposo?
—Lo vi en la puerta un par de veces. Como Susana atraía tanto a los hombres, se me llenaba la joyería de moscones que venían a perder el tiempo. Bueno, traían algo para reparar o compraban cualquier cosa. Me fue bien cuando ella estuvo aquí. Pero al esposo no le gustaba que los clientes anduvieran tras ella. Se entiende, ¿no?
—No sé —dijo Pereira—. Yo soy soltero.
—¿No habrá forma de averiguar su apellido o el nombre de su esposo, la dirección o dónde puedan estar? —preguntó Palacios.
—No. Me temo que no.
—¿Y sus otras empleadas no lo sabrán?
—Son nuevas. No duran mucho conmigo. Es que les pago poco, y se van pronto.
—Y si lo sabe, ¿por qué no les paga más? —inquirió Mario.
—Porque el negocio no da para mucho.
Palacios se quedó pensativo. Había imaginado conseguir mayor información, pero estaba exactamente igual que cuando llegó. Solamente sabía que ella estaba casada, lo que podía asociarla con el gasero. Pereira también cavilaba, pero él ya tenía una nueva pregunta.
—¿Usted registra las direcciones de sus clientes y las joyas que le traen?
—En algunos casos, sí. Si compran al contado y se llevan la joya: no. Pero si me dejan algo a reparar, sí que llevo un registro.
—¿Tiene registrada a la señora Núñez, de Manzanos?
—Sería cuestión de revisar mis libros.
—¿Nos permite hacerlo? —preguntó el teniente.
—No veo por qué no. Si son policías, imagino que estará bien.
El hombre se separó del mostrador y fue hacia la puerta del fondo. En ese momento entraba una jovencita, corriendo y mirando su reloj.
—Se me hizo tarde, don Simón —dijo, con voz suplicante.
—Lo mismo que toda la semana. Vamos, les enseñaré mis libros.
El trío magnífico abandonó la joyería a la una de la tarde. Habían logrado dos docenas de nombres de clientes, de los muchos que estaban anotados en los libros de don Simón. La selección se hizo en función del valor de la joya, considerando que un reloj de poca monta, que llevaron para arreglarle una manecilla, no tenía importancia alguna; así lo habría considerado Susana, que tuvo acceso a los libros y que anotaría sus prospectos.
Palacios les indicó que el valor de la joya era primordial, pero también que la propietaria fuese una mujer, o que la joya tuviese valor o antigüedad, lo que estaba señalado por la valuación, además de por una «A» al final de la descripción del trabajo. En este último caso, tanto podía significar que pertenecía a la madre de quien la llevó o a su abuela, si bien también a la esposa o que se la dejaron a él; pero era un importante indicio de que seguramente Susana investigó tales cosas. La señora Núñez aparecía con el nombre de Sofía, su hija, la que se encargó de la reparación.
—¿Y ahora? —preguntó Mario cuando estuvo dentro del auto.
—Viene la parte más tediosa —respondió Pereira—. Hay que llamar a cada uno de ellos. Como, en algunos casos, ha pasado bastante tiempo, cabe la posibilidad de que hayan cambiado de teléfono o de ciudad.
—Y si los localizamos, ¿qué les decimos? —persistió el jovencito.
—Jefe, ¿de dónde has sacado a éste?
—De la misma academia que a ti. La diferencia es que él empieza, y tú ya llevas un tiempo. Tienes mala memoria, pues eras igual de novato y preguntón. Así que explícale, como yo hice contigo.
—Primero hay que ver si alguno de ellos nació o vivió en la zona de acción del Mataancianas. Si es así, puede ser que su madre continúe allí, y tenga una joya que estuvo con don Simón —detalló Pereira.
—Como no son tantos, mejor llamaremos a todos —le corrigió el jefe—. Si una pelirroja, o rubia, como dice el joyero…
—O con una peluca de cualquier color —puntualizó Mario.
—… les ha visitado con la excusa que sea, tenemos una víctima potencial en la persona de un familiar —terminó el jefe.
—Así que ella se enteró de quién tiene joyas mientras trabajaba para don Simón —caviló Mario—. ¿Y el gasero? ¿No habría que preguntar en las compañías de gas de San Pedro? Mientras ella estaba en la joyería, quizás él trabajaba de gasero.
—¿Ves como no es tonto el niño? —le preguntó el teniente a su segundo—. No es mala idea.
—Pero sí va a ser tedioso —aseguró Pereira.
—Por eso, y para practicar, Mario se encargará de esa investigación.
—No debí haber abierto la boca.
—Tú y yo haremos las llamadas a los clientes de don Simón —propuso el teniente.
Marcia y su gente habían establecido el cuartel general en Arteaga, ya que fue cerca de este pueblo donde se vio por última vez a Calígula. Habían ido a la gasolinera en la que un tipo le robó su coche a otro con una pistola. Fueron acompañados por un policía local que los informó de lo que sabía, de la denuncia del tipo al que habían robado.
—Como encontramos el coche al cabo de unas horas, suponemos que el hombre lo recogió y siguió su camino. Vive en Ciudad Valdés, y tenemos su dirección, pero quizá con la denuncia nos baste.
—Si se trata de quien buscamos, nos sobra —dijo Marcia—. Tenemos una fotografía —se la mostró—, y necesitamos una identificación positiva. Luego procederemos desde donde abandonó el vehículo.
—Fue en una calle lateral, que desemboca en la carretera hacia Ciudad Valdés —puntualizó el agente.
—¿En qué dirección va esa calle? ¿Es de tránsito pesado? —preguntó el Gordo.
—No entiendo, jefe.
—Me refiero a si pasan camiones. Si va en dirección al centro, no pasan camiones, sea en un sentido u otro.
—No, no pasan camiones —aseguró el policía—. Solamente autos particulares y un par de autobuses. Y éstos en dirección al centro.
—¿Qué se te ocurre? —preguntó Marcia.
—Que tenía prisa y miedo, por lo que se fue al centro. De allí salen autobuses hacia cualquier lugar. Tenemos que preguntar a los chóferes, como siempre, pero ahora del transporte público.
Entraron en el restaurante y mostraron la fotografía a los empleados. La camarera que le sirvió el bocadillo le reconoció de inmediato.
—Sí, estuvo aquí, sentado en la barra. No le quitaba el ojo a una pareja que comía en aquella mesa. —Señaló hacia donde estuvieron Susana y Claudio—. Y luego salió tras ellos.
—¿Cómo era la pareja? —preguntó Marcia.
—De unos treinta años, o treinta y cinco, altos, guapos… —Ella se había fijado en el hombre.
—Es él —dijo la teniente.
—¿Fue el que robó el coche? —preguntó Carvajal.
—Eso no lo vi, pero seguro que fue él.
—Los que lo saben son los dos que estaban surtiendo gasolina —dijo el encargado—. Ellos vieron que se subió al auto.
Fueron a preguntar a los expendedores de gasolina. Le mostraron la fotografía, después de que el encargado les explicara lo que buscaba la Policía.
—Sí, éste es el tipo —dijo uno de ellos—. Andaba alrededor de las bombas, aguardando a que terminásemos. Yo creí que me iba a preguntar algo, pero no. Se subió a uno de los coches. Imaginé que le había invitado el conductor, porque iba solo.
—Al poco —continuó el segundo expendedor—, apareció el dueño del auto, gritando como un loco. Nos dijo que le amenazó con una pistola.
—Tenía una pistola —musitó Marcia—. Siempre imaginé eso. ¿Estáis seguros de que éste es el tipo que subió al coche?
Los dos expendedores confirmaron que era quien subió al auto. Una enorme sonrisa se dibujó en el rostro de la teniente. Por fin, después de mucho buscar, al fin sabían quién era y le podían llamar por su nombre: Manuel Sarabia, Calígula.
—Ahora hay que buscar en los autobuses —dijo Carvajal.
—Se ha reducido la ventaja —opinó Jonás.
—Y en los talleres mecánicos de la zona —agregó el jefe.