Manzanos era un pueblo tranquilo, agrícola, situado a unos doscientos kilómetros al sur de Figueroa, en la misma autopista. Debido a su clima templado, lo elegían muchos jubilados para retirarse. A poca distancia había una cascada, una laguna y un bosquecito, destino de los paseos de los desocupados. Contaba con la ventaja de que, al no estar cerca de una playa, no era destino turístico, por lo que los precios no se disparaban, y se respiraba la tranquilidad de los lugares a los que «la civilización» afortunadamente ha olvidado. Aunque, como en el caso de Figueroa, eso estaba cambiando.
Aquella tarde de lunes, poco después del mediodía, algo sacudió el pueblo, todavía amodorrado por la inactividad del fin de semana, que se desvanecería entre el martes y miércoles. Una voz atronó en la zona residencial Los Álamos, al este de la población, e hizo que los vecinos saliesen de su letargo, las calles se llenasen de curiosos y sonasen las sirenas de la Policía. Facunda, una anciana del barrio, fue a casa de Simona Núñez, a la charla de todos los mediodías, poco antes de la comida, y se encontró con que su amiga había fallecido. Llamó a otras vecinas, éstas a una ambulancia, y con los paramédicos llegó una patrulla de la Policía. Misteriosamente, la ambulancia regresó a la clínica sin cadáver, cerraron la casa, un uniformado se quedó dentro de la patrulla, en la calle, ante la fachada, y a las cuatro y media de la tarde llegaron más vehículos con sirenas, de los que descendieron gentes con traje que irrumpieron en la vivienda, mientras más agentes acordonaban el jardín y el patio trasero. Algo muy extraño acontecía, algo que intrigó a los vecinos.
El teniente Arturo Palacios contemplaba absorto el cuerpo sin vida de la anciana. Ésta estaba sentada en un sillón frente al televisor, que continuaba encendido, ya que él había dado orden de dejar todo como lo encontraron, y, aunque no incluía el aparato, sus hombres le obedecieron sin pensar. La mujer tenía la cabeza hacia la derecha, apoyada contra una oreja del sillón, como si durmiese. Pero tenía roto el cuello, porque alguien, tras colocarse tras ella, le hizo girar la cabeza con un rápido movimiento. La mujer no se dio cuenta de lo que le ocurría.
Palacios era un hombre de unos cincuenta años, diminuto, delgado, con rostro afilado, gestos nerviosos y un carácter muy explosivo. Fumaba unos asquerosos puros, más bien los mascaba, y los tiraba a la mitad, prometiendo, por la memoria de su madre, que no encendería jamás otro. Las promesas no se cumplían, y él volvía a comprarlos, morderlos, semifumarlos y tirarlos con la punta llena de saliva. Se quitaba con asco los trozos de tabaco que quedaban en su boca.
—¿Es el mismo tipo?
Preguntaba uno de sus hombres, Aurelio Pereira, que fue boxeador de joven y tenía el típico rudo y aguerrido tipo de los púgiles. Pero de lo anterior solamente se le ajustaba el aspecto, puesto que era un hombre sumamente calmado, en lo que difería por completo de su jefe, quien no tenía traza de violento, y en cambio explotaba a la menor provocación. Podía decirse que constituían el estereotipo de la pareja de detectives de película, el bueno y el malo, aunque con los papeles invertidos.
—Creo que sí —respondió el teniente—. No varía mucho en su forma de actuar. Llegó por detrás y le dio un rápido giro al cuello, y se lo rompió. Y seguro que ha desvalijado la casa.
—Parece que sigue una ruta fija.
—Va hacia el sur. No se desvía mucho de la autopista A-3.
—Es la cuarta en estos tres meses, y la séptima en total. ¿Por qué descansa? Bueno, no digo que debería matar ancianas todos los días, pero se toma su tiempo.
—Imagino que no actúa mientras le dura el dinero.
Palacios se colocó detrás de la anciana. Tendría más de ochenta años, y la pobre no pudo ofrecer gran resistencia a la agresión, y eso si estaba despierta y logró darse cuenta. En caso de que dormitase, apenas debió de sufrir. Palacios se percató de que él no podía repetir la operación del asesino, porque sus brazos no pasaban sobre el respaldo del sillón y alcanzaban la cabeza de la mujer. Debía empinarse mucho, y eso le restaba efectividad a la acción.
—Ponte tú —le pidió a su ayudante.
Pereira medía, más o menos, un metro setenta y cinco, unos diez centímetros más que el jefe. Puso sus brazos sobre el respaldo del sillón y las manos a ambos lados de la cabeza de la muerta. Él sí alcanzaba, aunque un poco forzado. De puntillas podía hacerlo, y no requería estar mucho tiempo en tal posición.
—Al menos alguien como tú. Ya lo habíamos calculado, pero este sillón es una buena referencia.
Un agente de uniforme se unió a la pareja. Se notaba que no era de los de Palacios, pues éstos, solamente dos, no usaban uniforme. Además el color azul claro le delataba como funcionario del Estado, no federal.
—El dormitorio está revuelto. Se ha llevado todo lo que había de valor.
—No lo dudábamos. ¿Cómo van con las huellas?
—Ahora les pregunto.
—Dile a Mario que baje.
Mario Ortúzar era el segundo de los federales que acompañaban al teniente Palacios. Él estaba con los técnicos en dactiloscopia, buscando lo que pudiera darle una idea del asesino. Imaginaban que se trataba de un hombre, por la fuerza y la estatura. Eso no descartaba a mujeres, pero también contaban con la información de un testigo que dijo haber visto a un hombre merodeando alrededor de la vivienda de una de las asesinadas. Usaba guantes, porque jamás dejó una huella. Encontraron, en un caso, la marca de la suela de un zapato, impresa en una alfombra del vestíbulo, y, aunque no podían asegurar que fuera de él, reforzaba la hipótesis de un hombre alto.
—¿Me ha llamado, jefe?
Mario era un jovencito, apenas salido de la academia, a quien le encargaban los trabajos más aburridos, como buscar huellas en todas las paredes y muebles.
—¿Hay algo?
—No mucho. Hemos encontrado algunas huellas, pero parecen de mujer.
—¿De la víctima?
—Y de alguna otra. Aún no sabemos si recibía visitas, ya fuesen amigas, parientes o servicio doméstico.
—No tenía criada —apuntó el uniformado—. Creo que sí que tenía dos hijas o tres, y una venía de vez en cuando. Ninguna de ellas vive en el pueblo. Al menos, mensualmente la visitaba una asistente social del Seguro. Eso se hace con todos los pensionados de edad avanzada.
—¿Alguna de ellas subiría a su alcoba? —preguntó el teniente.
—Es posible que su hija sí, al menos para arreglar la ropa. La asistente social no tendría por qué, a no ser que la señora estuviera en cama.
—Hay que enviar las huellas a analizar. Y ahora vamos a hablar con los vecinos. ¿Nos acompañas? —le pidió al policía de la localidad.
Abandonaron la casa, y al salir a la calle vieron que una multitud se amontonaba tras el cordón de retención que había organizado la Policía local. Conocían ya la noticia, porque se filtró por el medio habitual: un agente que llamó a su casa y le dijo a su esposa que no lo divulgase. Ésta se lo comunicó a su madre, con la misma indicación. Y la suegra del Policía se lo dijo a medio mundo, recomendando discreción. Y fue «a discreción», tipo metralleta, como la noticia recorrió la población.
Al primer vistazo, Palacios captó que sería difícil conseguir testigos. En Manzanos, al menos en las afueras, las casas disponían de abundante terreno, por lo que se ubicaban las unas bastante separadas de las otras. Por otra parte, todas ellas contaban con árboles frutales o de ornato, lo que impedía que se apreciasen bien las fachadas o las traseras de las casas. Por tal causa, enterarse de lo que acontecía en la puerta del vecino estaba reservado a quien transitase por la calle, ya que a él le quedaba la fachada de frente. Los consultados no vieron nada, con excepción de Manuela, una empleada doméstica que se encontraba arreglando el jardín de su casa, aquella mañana, cuando vio…
—Era un hombre de la compañía del gas.
—¿Entró por delante o tocó el timbre? —le preguntó Pereira.
—No, fue directamente atrás, a donde está el calentador del agua, junto a la puerta de la cocina. Pensé que habría una fuga.
—¿Cómo era el hombre?
—Pues un poco más alto que usted, y vestía la ropa de los gaseros. Y la gorra. Me parece que también llevaba gafas de sol.
Pereira era el encargado de anotar los datos obtenidos, mientras su jefe llevaba a cabo el interrogatorio. Éste era de rutina, como de manual, y cualquier otro detective lo hubiera llevado a cabo, pero el teniente quiso enterarse de primera mano.
—¿A qué hora, más o menos, lo viste?
—A las nueve y media. A las diez entré en la casa, porque suelo escuchar un programa de radio mientras limpio.
—¿Viste cuándo salió?
—No. Ya no estaba yo en la calle.
—¿En qué llegó? ¿En un coche?
La empleada doméstica hizo memoria. Luego negó con la cabeza, aunque lo reforzó con palabras.
—No vi ningún coche delante de la casa. Si llegó en coche, lo dejó por ahí.
Señaló las calles laterales, las que no se veían del todo desde su casa, pues se percibía justamente la conjunción con la alameda central. Podía ser que alguien prefiriera dejar el auto en una de ellas, por tranquilidad, aunque en la principal tampoco había mucho tránsito rodado, si acaso algunos niños en bicicletas.
—¿Y llevaba algo en las manos? ¿Herramientas?
La mujer puso las manos ante sí y fue abriendo la distancia entre ambas, para dimensionar lo que quería definir.
—Sí, ese estuche alargado que usan ellos. Era un gasero, o al menos vestía como ellos. Ya ve que van de color naranja.
—Los de algunas compañías —dijo Palacios—. Tenemos que investigar si una de ellas envió a alguien. Lo más seguro es que no.
—¿Cuántas gaseras trabajan esta zona? —preguntó Pereira—. ¿Todos visten de anaranjado?
—No, hay también los de verde. Pero la mayoría sí van de naranja.
—¿Algo más que recuerdes?
La mujer negó con la cabeza. Palacios miró hacia la casa del crimen. Mario salía y se dirigía hacia ellos. El teniente fue a su encuentro.
—La anciana tenía una caja fuerte disimulada en la pared, tras un cuadro. El tipo la abrió con la combinación. No la forzó.
—Así que el tipo conocía la combinación. Eso es medio sospechoso. Me parece que alguien trata de inculpar de este asesinato al Mataancianas.
—Es lo malo de que salga en la tele. Luego todos los desquiciados quieren imitarle o cargarle sus asesinatos.
—¡Jefe! —Pereira se acercaba, y tras él llegaba una señora de edad.
Palacios aguardó a que le explicasen qué ocurría. Fue el agente quien lo hizo, mientras la señora, de unos setenta años, asentía con la cabeza.
—Primero, que el tipo llevaba guantes, lo que es normal en los del gas.
—Lo suponíamos, pero con el disfraz de gasero nadie lo percibe como anormal. Si llevas guantes con este calor, te tachan de loco; pero en su caso es comprensible. Muy astuto.
—Y lo segundo: doña Florinda —cogió del brazo a la mujer que le acompañaba— dice que una mujer vino dos veces a visitar a la señora Núñez. ¿No es así, doña Florinda?
Se notaba que doña Florinda deseaba tener su minuto de gloria, aunque fuese ante la Policía. Luego narraría a sus amigas que ella había sido quien les había puesto sobre la pista que hizo que resolviesen el crimen, si lo resolvían. Y si no, ella había cumplido su parte, y la Policía no solucionó nada: algo muy natural.
—Una mujer joven, como asistente social —explicó Florinda.
—¿Y no sería asistente social? —inquirió Palacios.
—No la que nos visita normalmente —arguyó la señora, molesta por que el policía dudase de ella o de su conocimiento de si era o no la asistente.
—¿Y si suplía a la que los visita normalmente?
—No, porque ella también vino por esos días. Y la otra solamente visitó a Simona. —Le guiñó un ojo al teniente, dando a entender que no sería detective, pero tampoco boba.
—¡Ahhh! —El teniente movió la cabeza hacia los lados—. ¿Y cómo era ella?
—Alta, joven, delgada, guapa y… pelirroja. Eso fue lo que me llamó la atención, además de que vestía muy bien.
—¿Que fuese pelirroja?
Realmente era de llamar la atención, porque, aunque había mucha gente curioseando, ninguna de las mironas era pelirroja. No es muy común tal color de cabello, y menos en el trópico, por lo que la señora tenía razón en resaltar tal detalle.
—¿Conoce usted a las hijas de la señora Núñez?
—Sí, a las dos, y a su nuera. No, no era ninguna de ellas. Esas desagradecidas nunca vienen a visitar a su madre.
—Entiendo. ¿Y entró en la casa?
—Sí, y se quedó un buen rato las dos veces.
—¿No percibió algo sospechoso? ¿No podría adivinar de quién se trataba? ¿Una vendedora?
—No la hubiese metido en su casa.
—¡Claro! —aceptó Pereira—. ¿Y si le iba a mostrar algo? ¿Unos cosméticos?
—¡Vaya edad la de Simona para cosméticos! No, nada de eso. La conocía de algo o era una pariente. Su hermano se fue de Manzanos hace años, y creo que tiene hijos.
—Una sobrina… —Palacios hizo un mohín con la boca—. Podría ser.
No obtuvieron mucho más en el barrio, por lo que la investigación se trasladó a las gaseras. La de los «naranjas» era Gasera del Sur, la que más clientes atendía, y no habían recibido ninguna queja ni les habían reportado una falla que justificase enviar a un técnico. Por otra parte, ellos llamaban en la puerta del frente, y no iban directamente hacia donde pudiese hallarse la falla. Llamaban y se identificaban. No, no era uno de los suyos. En cuanto al uniforme… Pereira se puso uno que le prestaron, una gorra y las gafas, y la testigo encontró que el «otro» no llevaba aquellas letras en la espalda.
En la oficina de la Policía municipal, Palacios obtuvo un dato que habían pasado por alto: en el asesinato de la segunda anciana de la lista, un hombre vestido con ropa naranja, de gasero, fue visto en la esquina de la calle, a varios metros de la vivienda donde se efectuó el crimen. No estaba ante la casa, o junto a ella, por lo que solamente alguien lo mencionó cuando le preguntaron si vio gente alrededor. Respondió que había unos niños jugando, una mujer llegaba con paquetes de su compra, pasó un coche con dos jóvenes, y un empleado de una compañía de gas atravesaba la calle en la esquina. Muy buena retentiva la del testigo, pero en ese momento ninguno de los descritos fue considerado sospechoso.
—Dos veces andaba cerca el del gas —dijo Palacios—. Voy a pedir al capitán que envíe a unos muchachos para que vuelvan a interrogar a los testigos de los otros casos, y que insistan con lo del gasero.
—¿Y la pelirroja? —preguntó Pereira—. ¿Crees que tiene algo que ver o será coincidencia?
—Lo que sea, pero debemos investigar. A ella hoy no se la ha visto, pero me gustaría saber qué relación tenía con la señora Núñez. Y me parece sospechoso que el ladrón conociese la combinación.
—Imagino que alguna de las hijas sí, por si… le ocurriera algo a su madre.
—Pero la pelirroja no es una de sus hijas.
—¿Y si es una amiga de alguna de ellas? La dejaba entrar en su casa.
—Me huele medio mal este asunto.
Palacios se quedó pensativo. Pereira abrió una libreta y buscó en una página. Leyó en voz baja, y luego en voz alta:
—A todas les robaron, pero ninguna tenía caja fuerte.
—¿Ves cómo huele mal? En este caso, alguien quiere despistarnos.
Pereira siguió leyendo su libreta, en voz baja, buscando algún detalle en el que no hubiera reparado. No había nada, al menos algo que coincidiera con el caso que les ocupaba. Lo del gasero era una pista, pero no leyó nada de una pelirroja.
La teniente Marcia Valcárcel, tras la pizza, había aceptado tomar café con el jefe Carvajal, y ambos charlaban en el despacho de éste. Ella había determinado que el asesino iba rumbo al sur, ya que cometió los dos anteriores asesinatos más al norte, y avanzó en dirección meridional, pero necesitaba asegurarse, lo que haría si el psicópata no modificaba su patrón de conducta, y por ende abandonaba el automóvil y se subía a un autobús. Requería saber hacia dónde, y para ello movilizó a todos los federales a lo largo de la autopista. Eran las cinco de la tarde, y aún no tenían noticias.
Mientras esperaba, le hablaba a Carvajal sobre los otros casos. El jefe sorbía las palabras de ella, sumamente asombrado de tanta barbarie. Y también lo estaba de no haber oído cosas sobre el tipo, aunque desde que se recluyó en el pueblo se había olvidado de las noticias, a no ser las locales, la de los bares o la barbería. La mujer estaba empezando una historia truculenta en la que el protagonista era Calígula.
—La pareja estaba en un supermercado, y no se percataron de que un tipo los seguía. Cuando preguntamos a los empleados, uno nos dijo que el sospechoso anduvo en los mismos pasillos que la pareja. Como la mujer estaba muy bien, el empleado supuso que era el típico fisgón, el que babea ante una buena hembra.
—¿No avisaron a la Policía? ¿O a la seguridad del supermercado?
—No había razón para ello. Que un tipejo se masturbe mentalmente viendo a una mujer, aún no es delito.
Carvajal soltó una carcajada. Hacía unos años que estaba viudo, y no solía charlar con mujeres tan… «explícitas» ya que las del pueblo empleaban un lenguaje menos gráfico. Le gustaba la teniente, aunque sabía que ella se iría al día siguiente, y lo único en común que obtendría sería el café de aquella tarde. Lástima, porque en Figueroa no había mujeres como ella, liberadas pero no tanto como las del bar de Clemente.
—Cuando salieron del supermercado, subieron a su camioneta. Se dirigían a una cabaña en las montañas, no lejos de allí, donde proyectaban pasar el fin de semana. Un empleado de limpieza estaba arrojando basura a un contenedor cuando vio a la pareja, que salía del estacionamiento. Y seguidamente se fue otro coche. No le prestó ninguna atención, pero luego lo recordó. Conocía a la pareja, porque eran asiduos, y, si bien no sabía sus nombres, los identificó de inmediato. A quien conducía el otro auto apenas le vio de refilón, pero era flaco como nuestro homicida.
—¿Cómo supisteis que estaban muertos? ¿Supongo que alguien descubrió los cuerpos?
—No, no fue una llamada, como ahora. Ellos salieron hacia la cabaña la tarde de un viernes, y el lunes ninguno se presentó a trabajar. El martes, la madre de la mujer llamó a la Policía. Sabía adonde habían ido, por lo que unos agentes se dirigieron directamente a la cabaña. Fue algo horroroso. ¿Quieres oírlo?
Carvajal estaba interesado, y la imagen espeluznante de horas antes comenzaba a difuminarse, aunque un remanente no abandonaría su mente hasta al cabo de varias semanas o, quizá, de meses. Aun estimando lo espantoso de la narración, escuchar sería más digerible que ver. Aseveró con la cabeza.
—Me gustaría, aunque imagino que me pondrá los pelos de punta. ¿Algo como lo de los Méndez?
—Mucho peor, porque Calígula contaba con tiempo. Intuyó que tenía todo el fin de semana y se cebó en ellos.
—Me parece que para escuchar eso necesitaría una copa.
—¿Es una invitación? —A Marcia se le iluminaron los ojos.
Carvajal miró su reloj. Eran ya las siete de la tarde, por lo que podía decir que había terminado su horario, pero si consideraba que éste terminaba cuando ya no quedaban cosas pendientes, seguía en servicio activo.
—Podemos ir a algún bar —propuso.
—Nosotros pasaremos aquí la noche; partiremos mañana —dijo ella, como aceptación—. Tenemos todavía algunos datos que recabar. Enviaré a mis hombres a localizar al conductor del autobús, cuando sepamos que se fue en uno. Luego, que nos proporcione la dirección o nos diga en qué parada se apeó.
—Bien, digeriré mejor la historia con una copa en la mano. ¿Usted bebe?
—Fuera de servicio.
Ella le guiñó un ojo, y Carvajal intuyó que no tomaría limonada. Volvió a reafirmarse en que le gustaba la teniente, lo que nunca antes había pensado de alguien con rango.
—Pues vamos —sugirió.
Antes de salir del despacho, aparecieron los hombres de la teniente, acompañados por Cristóbal. Se les notaba, en los rostros, que habían conseguido algo. Y lo dijeron de corrido.
—Dejó el coche en la intersección de un camino vecinal, cerca de una parada de autobús.
—¿Sabemos qué autobús cogió? —preguntó Marcia.
—Si fue como a las once de la noche —explicó el jefe—, sólo pasan dos, y uno llega únicamente a Puente de Salces. Quizás haya pernoctado allí, porque no hay otro transporte hasta la mañana. El segundo va hasta Ciudad Valdés y suele pasar alrededor de las doce de la noche. En la otra dirección, solamente los de San Pedro y uno de Villegas, pero no tan tarde. Imagino que no esperó al de las cinco de la mañana.
—¿Y si hizo autostop? —propuso la teniente.
—No creo que, en plena noche, alguien se arriesgue a llevarlo. Lo que no entiendo es por qué abandona el auto.
—Porque es robado —aclaró Marcia—. Sabe que la Policía de carreteras anda tras los autos robados, y que no lo puede tener mucho tiempo en su poder. Lo usa lo necesario, y pronto lo cambia por otro. Por carretera procura viajar en autobús y de noche. A esa hora hay menos retenes, se tarda menos de un punto a otro, e incluso los viajeros van dormidos y prestan poca atención a los demás.
—Entonces hace unas dieciocho horas que llegó a Ciudad Valdés —opinó Carvajal—. No creo que se haya dirigido a Puente de Salces, porque es un lugar muy pequeño; ni siquiera encontraría dónde quedarse. Por otra parte, el autobús es local, así que el conductor prácticamente conoce a todo el mundo, por lo que nos daría detalles de él.
—Pero hay varios pueblos entre éste y Ciudad Valdés, y puede bajar en cualquiera. Que den la alerta en cada población de la carretera —ordenó Marcia—. Nos vamos mañana temprano. Necesito que se interrogue a todo conductor de autobús que haya pasado por aquí, en cualquier sentido, anoche, a partir de las nueve.
—¿En qué podemos ayudar? —ofreció Carvajal.
—Me parece que el problema ya ha salido de su pueblo —dijo Valcárcel—. Mi gente buscará a los chóferes, y espero que para mañana tengamos un lugar adonde dirigirnos. Hoy solamente me queda pendiente la copa a la que me va a invitar.
—Y me termina de relatar el caso de la pareja de la cabaña.
—Si aguanta, le relataré un par de ellos más. —Se dio la vuelta hacia sus hombres, para recordarles—: Necesito saber mañana temprano adónde nos dirigimos.
—Movilizaré a nuestra gente de Ciudad Valdés, para que nos echen una mano con las compañías de autobuses —dijo el joven.
Un día antes, cerca de las diez y media de la noche, un camionero se detuvo al ver al hombre que le hacía señas con los brazos en alto. Estaba junto a un automóvil rojo, en la intersección de un camino vecinal y la autopista. Parecía que se le había averiado el vehículo y que necesitaba ayuda. Él tenía el hábito de ayudar, por la simple razón de que vivía en las carreteras y algún día necesitaría que alguien le echase una mano. No entendía a los que pensaban que a ellos jamás se les estropearía el vehículo y pasaban de largo ante un problema.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó, asomándose a la ventanilla.
—Me he quedado sin gasolina. He avisado a mi mujer —señaló hacia atrás, donde debía de haber alguna casa—, para que venga a buscarlo. Pero me urge estar en Bañuelos mañana temprano, y el autobús ya se está tardando.
—Yo voy hasta Ciudad Valdés. Le puedo dejar en Bañuelos.
—Si me lleva, le invito a cenar.
—Pues suba, y no se hable más del asunto. ¿Tiene que recoger equipaje?
—Esta mochila.
El autostopista cogió su mochila y subió a la cabina del camión. Cuando se sentó y le dio la mano al conductor, de reojo miró hacia el coche que se quedaba en el camino vecinal. Esperaba no haber olvidado nada importante.
—Me llamo Manuel —dijo.
—Yo… Bueno, me llaman Navas.
—¿Llevas mucho en la carretera?
—¿Mucho…?
Navas había conseguido con quién charlar, y eso le ayudaría a no dormirse. Llevaba una racha que… Manuel parecía de los que escuchan.
Marcia y Enrique ya habían tomado la primera copa, y eso dio motivo para que se tuteasen. Al pedir la segunda ronda, la teniente continuó su narración:
—Cuando se realizó la reconstrucción de los hechos, se dedujo que Calígula llegó tras ellos a la cabaña, en un auto robado que después fue localizado en una barranca. La pequeña casa se ubicaba en la zona boscosa, al sur de Villegas. No estaba sola, pero sí a cierta distancia de las otras. El espacio era amplio, y resultó que muy pocos acudieron aquella tarde de viernes a disfrutar de la tranquilidad. Hacía frío, y eso jugó a favor del asesino.
—¿Elige por casualidad o conoce a sus víctimas? —preguntó el jefe.
—Debe de ser casualidad, porque no es posible que conozca a una pareja en cada pueblo. Imagino que fue tras ellos, sin saber adónde, y tuvo suerte.
—¿Y si hubiera habido vecinos?
—Lo mismo que aquí. Si los amenaza, no gritan. Hay que considerar que son una pareja, y uno, además de su vida, mira por la del otro. Juega con ventaja.
El jefe asintió con la cabeza. Debía reconocer que él estaba ya un poco obsoleto en deductiva de homicidios, y si eligió regresar a su pueblo en parte fue porque reconoció sus carencias y previo un tedioso futuro persiguiendo a ladrones de autos. Por otra parte, cuando se envejece, se valora más la tranquilidad, y la ambición es mucho menor, además que muy distinta.
—Como tuvo la fortuna de que no había nadie por los alrededores, pudo actuar a sus anchas. Dedujimos que llamó a la puerta, con alguna excusa, porque no hallamos signos de violencia. Allí, los amenazó con un arma. Para asesinar, no ha usado otra cosa que cuchillos, pero creo que lleva una pistola. Sus víctimas nunca se defienden, lo que sugiere una influencia coercitiva más atemorizante que un cuchillo.
—¿Siempre las desuella así?
—Se ensaña con ellas. Una vez que los tuvo a su disposición, los llevó a la cocina. Elige ese lugar porque ahí hay cuchillos. Amarró al hombre al frigorífico, lo que suele hacer habitualmente, aunque ha usado alguna columna o un gancho en la pared, y ultrajó a la mujer ante sus ojos.
—¿Lo mismo que aquí?
—No, allí fue mucho peor. Aquí no contaba con tiempo, o, al menos, ignoraba de cuánto, y se apresuró. En la cabaña, tuvo amarrada a la mujer dos días y la violó varias veces, siempre ante los ojos de su esposo. Sabemos que el hombre estuvo atado todo el tiempo, sin poder moverse, defecando y orinando sobre sí mismo. No le dio agua ni comida desde el viernes hasta el domingo por la mañana, es decir: nunca; y lo mismo a ella. Ambos presentaron síntomas de deshidratación. Imaginamos que la violaba siempre en la cocina y que luego la llevaba a la sala, donde la ataba junto a la chimenea. Ella también se hizo sus necesidades encima, lo que no le importó a Calígula. La tuvo desnuda, justo tapada con una manta cuando la vigilaba en la sala, y sin nada cuando la llevaba a la cocina.
—¡Qué horror!
—Se comió todas las provisiones que ellos habían comprado, se bebió lo que encontró y durmió en el suelo de la sala, sobre la alfombra, cerca de la mujer.
—Así que el esposo estuvo inmóvil todo ese tiempo.
El Gordo entendió que los Méndez fueron afortunados dentro de su terrible desgracia, y simplemente porque el asesino imaginó que alguien podría sorprenderle, o no quiso quedarse en la noche, sino aprovecharla para escapar. A la pareja de la narración no le cupo tal suerte, al haber elegido una cabaña aislada, en donde no esperaban ser molestados: tal privacidad jugó en su contra. Nadie sabe dónde le espera el infortunio, y tampoco por qué medio. Un fin de semana tranquilo, como muchos otros, y todo cambia porque un tipejo se detiene en un pueblo y entra en un supermercado. El destino es incomprensible y muy injusto.
—Efectivamente, arrodillado, sentado o de pie junto al frigorífico, cagándose y meándose en los pantalones, imaginando lo que podía ocurrir en la sala, o viéndolo en la cocina.
—¿Y al final? —Carvajal tragó saliva y luego un sorbo de cuba libre. No quería dibujarlo en su mente. Con las palabras tenía demasiado para no dormir, sin necesidad de recrear escenas.
—Sacó los ojos al marido y violó a la mujer otra vez; él ya estaba ciego y solamente podía escuchar los quejidos de su esposa. Eso lo imaginamos, ya que la operación en los ojos fue bastante antes de que lo asesinase. Al final los mató a ambos, el domingo por la mañana, y se fue tranquilamente.
Carvajal sabía que habría un colofón sádico y que ella se lo contaría. Había esperado lo de los ojos y estaba preparado para oírlo sin sentir escalofríos. Casi lo logró.
—¿No se mancha la ropa con la sangre?
—Hemos colegido que actúa completamente desnudo. Se lava en la cocina o en un retrete. Antes de comenzar su labor, se desnuda, y luego se baña en sangre. Le encanta embadurnarse con ella y esparcirla por doquier, lanzarla al techo. En la alfombra de la cabaña quedó impresa su silueta, en sangre. Y ya has visto cómo deja las paredes.
—¡Bestial! Nunca había escuchado cosa tan atroz.
La teniente miró su reloj e hizo un mohín de desagrado. Ya era casi medianoche. El tiempo había pasado como una exhalación. Carvajal lo percibió y preguntó:
—¿La última y cada quien a su casa? Mañana hay que comenzar temprano.
—No he reservado habitación en el hotel, y tampoco se lo encargué a mi gente. Espero que no estén todas ocupadas.
—En principio no hay hotel, solamente una fonda, y nunca se llena. Y si no hay cuartos, yo vivo solo, y en una casa muy grande.
—¿Me estás invitando?
—Si no tienes donde quedarte… Somos colegas.
—Primero debo comprobar en la fonda que dices. ¿Y si no voy a enterarme? —Ella soltó una carcajada que dejó perplejo a Carvajal—. Consideraré que está llena.
El jefe sonrió. Levantó la mano para pedir la cuenta. Le gustaba aquella teniente federal: era muy directa y no se andaba por las ramas.
—Podemos tomar la última en mi casa —propuso.
—Lo decidimos cuando estemos allí. No tengo mucha sed.
El jefe sintió un repentino sofoco. Parecía un colegial a quien la muchacha de su obsesión le acabase de decir que aceptaba ir al cine. ¿Estaría él a la altura de las circunstancias? Bueno, lo intentaría. No había defraudado a nadie, al menos, últimamente. Claro que, como todos, podía mencionar alguna ocasión, con muchas copas…