La profesora germánica, por su garganta más delicada e irritada por los días pasados en el bote tras el naufragio, por su escasa resistencia física, fue la primera en toser.
Al otro lado del corredor que separaba los dos camarotes utilizados como refugio para pasar la noche, también se escucharon toses, Byron tosió mucho antes que el marino Soames.
—¡Maldita sea! —masculló, irritado.
Abrió los ojos y sintió un vivo escozor en ellos, mientras sufría un acceso de tos que le hacía gruñir.
—La madre que me p…
Gigliola se levantó del catre que había ocupado y comenzó a toser mientras trataba de respirar. Sintió un gran ahogo. Algo desagradable se pegó a su paladar y las lágrimas saltaron de sus grandes ojos latinos.
En pocos segundos, la tos fue unánime. Incluso el negro Soames, puesto en pie, pegado a la pared, tosió con fuerza mientras gruñía.
—¡Humo, es humo!
—¡Me ahogo! —exclamó Byron entre toses.
Rebekka gritó:
—¡Socorro!
Las chicas, excitadas, abandonaron sus lechos.
—¡Hay mucho humo! —gritó una de ellas.
—¡Hay fuego a bordo! —chilló la profesora—. ¡Nos vamos a abrasar!
—Por todos los diablos del infierno —rugió Byron—. Escapamos de un naufragio y nos metemos de cabeza en otro.
Todos buscaron la salida. El humo les asfixiaba, les irritaba los ojos, enrojeciéndolos, y gruesas lágrimas brotaban de ellos.
Resultaba caótico buscar la salida del corredor a tientas, en medio del humo, temiendo que aparecieran llamas que intentaran devorarlos en una muerte horrible dentro de aquel misterioso buque cuyo nombre ignoraban. Ni siquiera sabían bajo qué bandera navegaban en busca de una hipotética salvación que se estaba convirtiendo en la más espantosa de las pesadillas.
Elizabeth, con su acento germánico, gimió en el suelo al ser pisada por Byron que trataba de escapar, ya que ella había caído.
—¡Socorro! —pidió una voz femenina.
Nadie se preocupaba de ayudar a nadie.
Tanteando, todos buscaban la salida, mientras un humo que no veían, ya que la oscuridad era total, los envolvía tratando de ahogarles.
Sin importarle haber pisado materialmente a las chicas, Byron fue el primero en respirar el aire fresco de cubierta.
Se agarró a la baranda y tosió con su rostro vuelto hacia el océano que acariciaba el casco del buque. En aquellos momentos, no pudo contemplar las estrellas que punteaban en el cielo, sobre su cabeza. El humo había inundado sus ojos de lágrimas, impidiéndole la visión.
—Maldito humo…
Pronto las toses le rodearon. La profesora Rebekka estaba cerca de él, y también las chicas. Soames había ayudado a una de ellas a salir a cubierta mientras tosía fuertemente y su estómago semejaba querer salir por la boca.
—¡Nos quemamos! —gritó Rebekka, llena de terror.
—Y no hay botes con que hacernos a la mar —masculló Byron impotente, pensando en su propia salvación.
Soames trajo un poco de paz con sus palabras.
—Hay humo, pero no veo fuego, quizá sólo haya humo y no estemos tan en peligro como suponemos.
—¡Darwin! —llamó Byron, sin obtener respuesta—. ¡Darwin!
—¡Darwin! —gritó ahora Rebekka.
No hubo respuesta para nadie. Gigliola observó:
—No está.
—¿Quiénes quedamos y quiénes han quedado dentro? —inquirió Rebekka.
—Al diablo quien se haya quedado dentro —gruñó Byron.
—¡Marlo! —llamó la profesora.
Marlo tampoco contestó.
—¿Cuántos estamos aquí? —insistió Gigliola.
—Mientras averiguan los que estamos aquí, yo vuelvo adentro a ver si ha quedado alguien durmiendo antes de que se asfixie.
—Soames —le interpeló la profesora—, tenga cuidado.
El marino alzó la voz para tener la seguridad de ser oído y añadió:
—Byron, láncese al mar, quizá tenga todavía una oportunidad de vivir.
—¡Maldito negro!
Soames, tanteando, regresó a la puerta por la que escapaba el humo. De pronto, se encendió la luz en el pasillo y también en los camarotes.
—¡Han sido ellos, han sido esos monstruos! —gritó la profesora.
Soames, conteniendo la respiración, se introdujo en el corredor en medio del humo que, pese a la luz de las bombillas, le impedía ver claramente.
Consiguió llegar al camarote que ocupaban Darwin, Byron y él mismo. Comprobó que no había rastro del estudiante y luego pasó al camarote de las chicas.
Allí descubrió a dos figuras que apenas podía perfilar con sus ojos, irritados por el humo. Aquellas figuras se agrandaron ante él, adquiriendo dimensiones insospechadas.
—¿Quiénes sois?
Casi encima de él, vio dos rostros cubiertos con máscaras antigás. Algo brilló en el aire y un dolor intenso, insufrible, le hizo lanzar un grito de dolor capaz de helar la sangre de cuantos lo oyeran.
El sable malayo se alzó de nuevo y golpeó sañudo por segunda vez, tiñéndose totalmente de sangre que aquellos dos seres, con las monstruosas cicatrices en sus cráneos exentos de todo cabello, pudieron contemplar a través de los cristales de su careta antigás.
Afuera, Byron y las mujeres se sobrecogieron.
La profesora, a punto de estallar en un ataque de histeria, balbució:
—¿Qué ha pasado, por qué ha gritado?
—No lo sé, quizá se ha golpeado contra alguna puerta a causa del humo —gruñó Byron, mirando receloso hacia la puerta por la que escapaba la luz y el humo, éste último cada vez en menor cantidad, como si el foco productor de gas se estuviera consumiendo.
—¡Soames! —llamó la profesora.
No obtuvo respuesta.
El miedo les atenazó en cubierta. Nadie salía por la puerta del corredor de los camarotes. La luz cada vez se hacía más clara y el humo menos denso, más soportable.
La sirena del barco volvió a sonar estridente, como si navegara entre la niebla. Al mirar al cielo, lo vieron cuajado de estrellas.
—¿Cuántos estamos aquí? —preguntó la profesora Rebekka.
—Usted y yo somos dos —contestó Byron.
—Y yo, tres. Soy Gigliola.
—Yo también estoy aquí —manifestó la otra voz femenina, en medio de la tos.
—¿Y quién eres tú?
A la pregunta de Byron, la chica se identificó.
—Soy Justine.
Con labios temblorosos, temiendo una tragedia, la profesora inquirió:
—¿No hay nadie más?
No hubo más respuesta. Se hizo un silencio tenso, roto por Byron, que dijo roncamente:
—Somos la mitad de los que debíamos estar, pero Soames está ahí dentro.
—¿Habrá sido él quien ha gritado? —interrogó Gigliola.
—Tenemos que averiguarlo —se apresuró a decir Justine.
La profesora Rebekka fue de la misma opinión.
—Sí, hemos de saberlo, no podemos permanecer aquí impasibles, esperando a ver cómo desaparecemos todos a manos de esos monstruos.
—Bueno, creo que volver adentro es un peligro. Si Soames y Darwin no pueden salir, ¿qué oportunidad tendremos nosotros de escapar?
—¡Es un cobarde, Byron, un cobarde! —le espetó la profesora—. Tendría que entrar y averiguar lo sucedido. ¿Por qué hemos logrado escapar nosotros y los demás no?
—Lo que usted pretende es que yo reviente… ¿Es que no se da cuenta de que si me asesinan van a quedarse las tres indefensas sin nadie que las proteja?
—¡Sólo sé que hay que hacer algo antes de que nos maten a todos! —chilló la cincuentona, cada vez más incapaz de sujetar sus nervios.
Justine sollozó.
—Yo no puedo más. Creo que lo mejor será tirarnos al mar; así terminaremos de una vez.
—No —la contuvo Gigliola—, no debemos suicidarnos por miedo a morir.
—¿Y qué nos harán esos monstruosos seres? —se preguntó Justine con voz ahogada—. Tengo miedo, mucho miedo, no puedo evitarlo… ¡Quiero salir, quiero salir de este maldito barco!
—Basta de histerismos —la cortó Byron—. Iremos a ver lo que ha pasado, ahora hay poco humo.
—Ese humo parece que lo han echado para que saliéramos de los camarotes —opinó Gigliola.
—Nos han tratado como alimañas —se quejó Rebekka.
—Lo mejor es que vayamos los cuatro juntos adentro. Quizá lo que ellos pretenden es separarnos para asesinarnos más impunemente.
Decidieron regresar al pasillo. La brisa que aquella noche acariciaba la nave había sido suficiente para crear una corriente de aire por el corredor y los camarotes, ventilándolos. El escaso humo que quedaba ya no resultaba asfixiante ni insoportable.
En el corredor no había nadie.
En el camarote que ocupaban los hombres, tampoco, pero al llegar al camarote de las chicas, Justine lanzó un grito que debió oírse a todo lo largo y ancho del buque.
Por las venas de los cuatro semejaron deslizarse diminutos y veloces icebergs que raspaban sus paredes, hirientes. Luego, un insufrible calor, como el de volcanes en erupción, les envolvió.
Soames yacía en el suelo.
Su rostro estaba materialmente partido en dos y la sangre lo salpicaba todo. La cortante arma malaya debía ser tan contundente como afilada, pues los duros huesos del cráneo no habían podido soportar los dos demoníacos golpes.
Los ojos, también salpicados en sangre, permanecían abiertos, vidriosos, llenos de espanto ante la violenta muerte que había arremetido contra el fornido Soames.