Tanteando en la cubierta de popa, hallaron sogas y unos mástiles de carga, también el techo, enormemente pesado y recubierto de lona embreada, de una de las cubiertas, y un primitivo respiradero al que Peter aproximó su oído.
—Aquí se oye mejor el gemido.
Marlo también escuchó y opinó:
—Más que una bestia, parece una bestezuela herida.
—La única forma de averiguar lo que hay debajo es viéndolo.
—Pero no es posible bajar. Haría falta una grúa para levantar la tapa de esta bodega.
—El diámetro de este respiradero no es grande, pero con algún esfuerzo, se podría descender por él.
—No cabrás en él, Peter, eres demasiado ancho de hombros.
—Lo intentaré. Podemos bajar una soga y sujetándome a ella…
—¿Y cómo regresarás? Si es tan angosto, no podrás mover los brazos para trepar.
—Buscaré otra salida, tiene que haberla.
Peter tanteó el respiradero. Pensaba que podía quedar atorado en él y no habría forma de sacarlo. Marlo, como si leyera en su mente, comprendió sus recelos y dijo:
—Bajaré yo primero.
—No.
—¿Por qué no? ¿Es que tú eres de los que consideran que el hombre manda en todo?
—No soy antifeminista, pero opino que estoy más preparado físicamente para la lucha, si se presenta, que tú.
—Vamos, Peter, he practicado gimnasia. Puedo saltar y moverme con facilidad. No soy una estrella circense, pero en nada me parezco a la mujer ochocentista. Soy moderna y preparada, incluso tengo cinturón verde en judo.
—No me digas que también saber karate —rezongó, con cierta sorna.
—En karate sólo tengo el amarillo. Es muy poco, aunque suficiente para mantenerme en guardia.
—Sin embargo, no puedo exponerte al peligro porque yo desee averiguar lo que hay abajo.
—También quiero averiguarlo yo, también está en juego mi vida. En cuanto a tu fuerza física, de la que tanto te pavoneas…
—Alto, alto, no quiero hacer distinciones, pero es lógico que tenga más fuerza que una chica hermosa y femenina como tú.
—Sí, es lógico —aceptó—, por eso puedes sujetar la soga y descenderme. Una vez abajo, veré lo que hay y con un par de tirones de la cuerda te indicaré si tú podrás pasar o no por el respiradero. Si yo quedara atorada, tú puedes sacarme del problema tirando de la soga hacia arriba. Si ocurriera a la inversa, yo no podría hacer nada por ti.
—De acuerdo —asintió Peter, con un gruñido.
Preparó una soga que sujetó a la baranda y con el otro extremo ató a Marlo por debajo de las axilas, dejando que la cuerda subiera en vertical por encima de sus duros y jóvenes pechos, pasando por delante de la cara.
—De este modo no tienes peligro de asfixia. Mantén los brazos hacia arriba, las manos por encima de la cabeza agarrando la cuerda, y así te librarás de una desagradable presión en la espalda y axilas.
Peter cogió a la joven por la cintura y la alzó en el aire, de modo que ella, demostrando que sí practicaba gimnasia, adquirió la horizontalidad.
Introdujo los pies por el respiradero, siendo esta parte de su cuerpo la primera en desaparecer.
Marlo acababa de comprobar la fuerza de los músculos duros y elásticos de Peter Darwin. No había representado gran esfuerzo para él levantarla y ayudarla a penetrar en el respiradero.
—Con cuidado.
Peter fue soltando cuerda y Marlo desapareció totalmente en el orificio.
Si en el exterior le había parecido que había tinieblas, Marlo se dijo que dentro sí eran totales. Sintió miedo. Sus pies colgaban en el vacío e ignoraba lo que encontraría debajo.
La cuerda, controlada desde arriba por Peter, fue descendiendo a Marlo. Ésta comprobó por sí misma que el diámetro, aunque no sobrante, sí era suficiente para que Peter Darwin se deslizara por él.
Terminó el cilindro y colgó en una estancia amplia, escasamente iluminada por una bombilla de pocos watios de potencia y protegida por una rejilla. Aquel lugar apestaba.
El movimiento de la cuerda la hizo girar en el aire y en aquel instante descubrió una jaula de acero que colgaba del techo mediante una gruesa cadena, sujeta a una de las vigas soporte.
Una mano sucia, sarmentosa, de dedos alargados y huesudos, asomó por entre los negros barrotes de acero como las patas de una araña saliendo de su nido.
Trató de alcanzar a Marlo, que contuvo un grito de terror. Sus dedos se soltaron y quedó colgada por las axilas, a escasa distancia del suelo.
La mano sarmentosa pasó por delante de sus pechos, tratando de apresarla. Peter, que había cedido más cuerda desde lo alto, consiguió que Marlo arribara al piso e incluso se sentara en él, escapando de aquella mano al tiempo que se desprendía de la soga.
Marlo, medio sentada, retrocedió, mirando asustada aquella jaula. La angustia dificultaba su respiración y el corazón palpitaba desacompasadamente en su pecho. La visión era horrible.
Ya no sabía si aquel ser encerrado en la jaula tenía más aspecto de animal que de humano, si gemía o reía. La otra mano también asomó entre los barrotes y su rostro se pegó entre dos de ellos.
Aquel rostro se parecía al de los hombres que descubrieran en el buque. Carecía de cabello y tenía cicatrices aún no curadas totalmente. Estaba muy flaco, con la piel pegada a los huesos, y ello le daba un aspecto más repulsivo y terrorífico.
Sin embargo, algo le diferenciaba de los otros aparte de que estaba más falto de carne, posiblemente más hambriento, más dolorido y vestido con míseros y hediondos harapos. Sus ojos no tenían la mirada totalmente indiferente, como de autómata, que mostraban los demás.
Aquel hombre quiso decirle algo, mas sólo emitió gruñidos ininteligibles.
—Marlo, ¿estás bien? —preguntó Peter desde lo alto, preocupado por no recibir la señal de la chica con la cuerda, tal como acordaran.
Marlo, repuesta del susto, de la honda impresión que le había producido aquel ser enjaulado y comprendiendo que nada podía hacerle, ya que no estaba a su alcance y al parecer tampoco podía gritar, tiró de la cuerda por dos veces y aguardó.
Darwin tardó muy poco en aparecer por el techo de la estancia.
Marlo tiró de la soga para evitar que el ser enjaulado cogiera con sus manos a Peter, quien ignoraba su presencia.
—¿Qué es esto? —preguntó, ya en pie.
Marlo explicó ahogadamente:
—Ha querido cogerme.
Se mantuvieron a distancia para observarlo mejor. Aquel ser se mostró inquieto, escrutándoles con sus ojos grandes y saltones, que destacaban en su faz casi cadavérica.
—Parece que con su mano nos pide que nos acerquemos —musitó Marlo.
—Esta jaula parece resistente y tiene un buen candado. Más que un encierro normal, es una tortura.
—¿Una tortura?
—Sí. Fíjate en las dimensiones de la jaula. Ese hombre no puede sentarse normalmente y tampoco estirarse para dormir. Este tipo de jaulas, en madera o acero, se empleaban ya en la Edad Media para torturas, para extraer confesiones que en la mayoría de los casos eran puras mentiras. La gente encerrada en jaulas como ésta prefería la muerte a seguir viviendo.
—Ha de ser horrible permanecer encerrado en un lugar como éste.
Peter se apartó de Marlo para aproximarse a la jaula. La joven lo observó preocupada, angustiada, temiendo algo desagradable. Aquel hombre, por su aspecto, tenía poco de humano.
Al llegar a su altura, Peter levantó la diestra y el hombre de la jaula bajó la suya.
Marlo sufrió un sobresalto y contuvo la respiración, sintió miedo, pero Peter, no; él no hizo el menor movimiento de retroceso.
Aquel ser aprisionó la mano de Peter con la suya propia. No la oprimió con deseos de lastimar o estirar, sino de expresar algo que su boca era incapaz de articular, pues sólo emitía extraños e incomprensibles gruñidos.
—Cuidado, Peter, puede ser peligroso,
—No, Marlo, creo que desea nuestra amistad. Quiere pedirnos algo.
Al pronunciar Darwin aquellas palabras, el hombre de la jaula comenzó a moverse más excitadamente, apretando con más fuerza la mano del estudiante.
—Parece que tienes razón, Peter.
—Sí, veremos de entablar una especie de diálogo. ¿Me entiendes?
Esta vez, aquel hombre, si es que se le podía llamar de esta forma, no reaccionó. Peter, ceñudo, se preguntó en voz alta:
—Puede que no hable nuestro idioma y eso dificulta aún más el entendimiento.
—Pero ¿cómo te ha comprendido antes?
—Quizá alguna palabra suelta.
—Intenta algo —pidió, nerviosa.
Darwin miró al hombre cuya mano estrechaba y preguntó despacio:
—¿Amigo?
Tornó a excitarse.
—Eso lo ha comprendido.
—Sí, Marlo, pero quizá se pueda interrogar algo más. ¿Habla inglés?
El prisionero movió la cabeza negativamente.
—Ya sabemos algo —suspiró Marlo.
—¿Francés? —inquirió Peter de nuevo.
Volvió a negar con la cabeza.
—¿Alemán?
Esta vez se excitó vivamente y Marlo opinó:
—Creo que has dado en el clavo, es alemán.
—Yo no sé alemán. ¿Y tú?
—Tampoco, pero arriba está la profesora Rebekka, que es alemana.
—Creo que vamos averiguando algo, pero este cerrojo que tiene no es fácil de abrir para sacarlo de ahí y no tengo nada con qué reventarlo.
—Considero que puede esperar aquí dentro mientras averiguamos algo más.
—¿Le tienes miedo?
—Un poco. Lo siento, pero no puedo remediarlo. Parece que es una víctima, pero juraría que, aparte de estar mudo como los otros, no tiene bien sus facultades mentales.
—Quizá. Presenta cicatrices en la cabeza y puede sufrir alguna merma, habría que enfrentarlo a la profesora para que ésta sacara algo en limpio de él. No sabemos si puede ser nuestro amigo o enemigo.
—De momento parece que es enemigo de los hombres que gobiernan este buque. Sin embargo, no tenemos garantía de que no sea peligroso para nosotros.
Peter suspiró y dijo:
—Me resisto a dejarle ahí dentro. Es muy posible que esté loco, pero ha sufrido ya suficiente tortura. Además de estar en la jaula, esas cicatrices todavía no curadas totalmente que tiene en el cráneo pueden ser significativas.
—Pero ¿qué son esas cicatrices? —preguntó Marlo, obsesionada.
—Lo ignoro; pueden ser intervenciones quirúrgicas en el cráneo o, mejor dicho, en el interior del cerebro.
—¿Insinúas que alguien está creando estos monstruos?
—Es una teoría más sin confirmar, pero es la que va tomando más cuerpo por el momento.
—Pero los demás también tienen cicatrices y están libres. ¿Por qué éste no?
—Quizá es que no han terminado todavía el tratamiento con él.
El hombre de la jaula tiró desesperadamente de la mano de Peter, pero éste se soltó y dio un paso atrás, quedando fuera de su alcance.
—Quería hallar la forma de sacarlo de la jaula, pero, pensándolo bien, puede esperar. Si han tocado su cerebro para convertirlo en un autómata como los demás, estará ya mermado mentalmente y no reaccionará con normalidad. Es posible que en un momento dado obedezca órdenes demoníacas que alguien pueda darle directamente o a través de cualquier cosa: una luz que parpadea, un silbato.
—Alejémonos de aquí aunque sólo sea por el momento, Peter.
Peter Darwin miró al hombre de la jaula. Sintió lástima y no temor hacia él. Sin embargo, tras deducir que podía estar gravemente psicopático, decidió que era mejor mantenerlo allí. Tiempo habría para sacarlo.
De salir libre y escapar por el barco, podría actuar como un violento revulsivo en aquel fantasmagórico buque que quién sabía cuántos horrores más podía encerrar.
—No temas, te sacaremos —le dijo.
En los ojos de aquel ser había decepción, pero no se excitó y siguió gimiendo de aquella forma tan gutural.
—Ya tenemos suficientes peligros, Peter, sólo faltaría ahora crear uno nuevo. Quizá este hombre ya no distinga entre quiénes son amigos o enemigos, pueden haberlo convertido en una especie de monstruo.
—Eso parece, pero los demás son más monstruos que él. Éste, por lo menos, aún conserva algo de libertad mental. Me temo que los otros sólo son autómatas humanos.
—Pero alguien debe convertirlos en autómatas.
—Sí, alguien que puede ser un demente más peligroso que ninguno.
Miraron en derredor. Se hallaban en la popa y el buque se movía allí de forma más sensible que en otros puntos. Tras la jaula estaba la pared y no había una sola abertura exterior, ningún ojo de buey, sólo el respiradero por el que habían descendido.
—No hay ninguna puerta, sólo maderas sujetas.
—Esta debe de ser una de las bodegas pequeñas de la nave. Quizá haya una puerta tras los tablones.
—¿La buscamos?
—Desatar la carga de un buque es muy peligroso si está en alta mar. Cuando una carga, por el movimiento del oleaje se desplaza, aparte de aplastar cuanto haya a su paso y dejando a un lado que puede destrozar el casco del buque y abrir una vía de agua, puede hacer escorar la nave y en muchos casos la ha hundido.
—Ahora, el oleaje no es fuerte.
—El oleaje puede aumentar con rapidez, pero, mira, ahí en el suelo hay una trampilla.
El pavimento estaba sucio y maloliente como toda la nave, pero la trampilla fue descubierta gracias a la argolla de hierro.
Se arrodillaron junto a ella. Peter asió el aro y tiró de él con precaución, comenzando a levantar la trampilla lentamente. Atrás tenían la jaula con aquel extraño ser encerrado, mudo y con cicatrices en el cráneo, con la piel pegada a los huesos y el dolor de la tortura en el fondo de sus ojos. Abajo, ¿qué podía esperarles?