Las luces se apagaron bruscamente y fue inútil que buscaran el conmutador y lo movieran, pues las bombillas no volvieron a encenderse.
—Nos hemos quedado a oscuras. Será mejor regresar arriba —observó Soames.
—Si, por lo menos a buscar algo con qué iluminarnos, aunque supongo que este corte de luz tendrá un motivo.
—Nos han dejado a oscuras exprofeso —gruñó Byron—. No quieren que descubramos su secreto.
—Hasta ahora, sólo hemos descubierto un cargamento de madera —indicó el marino de color.
—Sí, pero en alguna parte debe estar la maquinaria.
—Sólo hemos encontrado cargamento de tablones y más tablones, pero no hemos descubierto la maquinaria del buque. La hemos notado vibrar; por lo tanto, existe.
—Estará debajo de todo el cargamento de madera opinó Soames.
—Y posiblemente han ocultado la forma de llegar hasta ella cubriéndola con tablones.
—Sea lo que fuere, ya seguiremos investigando. Ahora será mejor que regresemos arriba. Nosotros no conocemos el barco ni sus interioridades y esos tipos, con sus machetes malayos, andan sueltos, en fin, vamos arriba. Creo que, como estamos atrapados en este buque, tendremos tiempo sobrado para investigarlo a fondo.
Las mujeres les recibieron taciturnas, en silencio, evidentemente preocupadas.
—¿Qué pasa? —preguntó Darwin.
Marlo dijo:
—Annie ha desaparecido.
—¿Que ha desaparecido? ¿Cómo? —preguntó Byron.
Rebekka explicó:
—Ha salido porque se encontraba mal y no ha regresado.
—Se habrá perdido por el buque. Es grande, y como se ha ido la luz —objetó Byron, tratando de restar importancia a la situación.
Marlo estimó:
—Tal como se encontraba, no podía ir lejos. Deben habérsela llevado esos hombres.
—Lo dice muy segura.
—No pretenda ser mordaz ahora, Byron —terció Peter—. Deje que se expliquen; quizá Annie esté en peligro.
—Sí, a lo peor, en la próxima ocasión encontramos en la cocina una olla con carne.
—¡Es usted inaguantable! —espetó la profesora.
Súbitamente, se volvió hacia el ojo de buey del camarote y sacó la cabeza por él para vaciar su estómago sin poder contenerse.
—¿Está contento de su actuación, teniente Byron? —inquirió Marlo, furiosa.
—Bueno, bueno, las hemos pasado peores. En el buque universidad fue todo muy difícil; ahora no vamos a ponernos nerviosos porque una chica haya decidido ir a dar una vuelta.
La morena Gigliola replicó con vehemencia:
—Esta situación es distinta. Ahora tenemos posibilidad de salvarnos, pero hay algo misterioso, diría que maligno, en este buque, y que Annie haya desaparecido no es tranquilizador precisamente.
—Yo ya lo he dicho. Aquí hay algo maligno —sentenció Soames.
—Parece mentira que un tipo tan fuerte como tú crea en esas tonterías —gruñó Byron.
—La superstición es una tontería, de acuerdo, Byron, pero esos tipos que hemos visto tenían armas cortantes y nosotros no. Usted ha sido el primero en huir.
—Eso es distinto. Por lo visto, no caemos simpáticos a esos mudos o lo que sea. Desembarcaremos en el primer puerto o, si me apuran, haremos trasbordo con el primer barco con el que nos crucemos y todo quedará solventado.
—No quedará nada solventado —replicó Soames, quejumbroso, acentuando la gravedad de su voz.
—¿Por qué?
—Este barco evitará a los otros buques, buscará siempre la niebla.
—Soames, parece mentira que seas marino. Siempre no hay niebla.
—Cuando no haya niebla, puede ocultarse fuera de las rutas de navegación normales.
—Pero siempre existe la posibilidad de cruzarnos con un buque o toda una flota pesquera, no importa de qué nacionalidad.
El barco reanudó sus toques de sirena para evitar el choque contra otro navío que surcara aquellas aguas noratlánticas.
La profesora Rebekka, con expresión evidente de haberlo pasado muy mal, dijo:
—He visto a esos hombres, están en cubierta, aunque apenas se ven por la niebla.
—¿Lo ven? Ellos habrán encontrado a Annie, vayamos a buscarla.
Salieron del camarote. En cubierta, a una distancia de cincuenta pasos y cerca de la baranda de babor, estaban tres hombres. Eran los tres que descubrieron en la bodega cortando maderas y allí tenían su obra.
—Es un ataúd —exclamó Marlo.
Dos de los extraños personajes, espectros entre la niebla, alzaron aquel tosco ataúd recién construido y por encima de sus cabezas lo arrojaron al océano.
Todo el grupo volvió el rostro hacia la baranda, forzando la vista, pues la niebla les impedía una visión clara. Era como si todo el océano estuviera humeando, a punto de hervir.
El ataúd, evidentemente lastrado, tras caer al agua, se hundió con rapidez.
—¡Annie, Annie está dentro! —gritó Marlo.
—Hay que hacer algo —gruñó Peter Darwin, dispuesto a saltar por la borda con la intención de lanzarse al océano en busca del ataúd.
Mas algo duro y seco golpeó la base de su nuca. Perdió el sentido mientras el féretro desaparecía bajo las aguas, junto al negro casco del misterioso buque que sólo deseaba navegar inmerso en la niebla.