—Estamos en un barco tripulado por locos —barbotó Byron, con más temor que enojo.
—¿Y qué haremos ahora?
A la pregunta de Marlo, Gigliola se apresuró a decir:
—Yo prefiero marcharme de este buque a menos que salga alguien distinto a esos hombres que hemos visto.
—Veremos si arriba encontramos a alguien. No creo que esos tres hombres sean los únicos que viajen en este buque, es muy grande.
Subieron de nuevo a cubierta. La mirada de Byron buscó rápida algo en concreto y Peter Darwin, adivinándolo, preguntó:
—¿Busca botes salvavidas?
—Sí. Este cascarón debe tener alguna falúa.
—Pues al parecer, no están a la vista, no hay botes salvavidas.
—¿Y el nuestro?
Todos miraron a Gigliola que acababa de hablar. Marlo dijo:
—Se habrá perdido en el océano, ¿verdad?
Buscaba una negativa a sus palabras, pero Peter, tras asomarse por la borda, sentenció:
—Estamos atrapados en este viejo barco de rotores, nuestro bote se perdió. Hemos de buscar agua y alimentos y si esos hombres están bien comidos, es que no faltan víveres a bordo.
—No pretenderá visitarles de nuevo, ¿verdad, Darwin? —masculló Byron—. No son precisamente amistosos.
—No hacía falta que tirara al suelo a uno de ellos. Quién sabe lo que les sucede, quién sabe por qué no hablan.
—Sea lo que fuere, son horribles —aclaró Gigliola, excitada.
—Ha debido ocurrirles algo raro. Sus cicatrices, la ausencia de cabello… No sé qué pensar.
—Son peligrosos. Ellos tienen armas y nosotros no, claro que podríamos intentar algo para apoderarnos del barco. Cuando se levante la niebla, yo podría dirigir este cascarón hacia Europa o de retorno a los Estados Unidos.
—¿Llevará radio?
—Quién sabe, es un buque muy extraño. Por lo menos, luz eléctrica sí tiene —dijo Byron.
—Será mejor que regresemos junto a los demás y todos unidos recorreremos la nave en busca de comida.
Volvieron al puente, donde fueron recibidos con alegría.
—¿Han hablado con el capitán? —preguntó la profesora germánica.
—No hemos visto a ningún capitán —aclaró Peter Darwin.
Gigliola explicó:
—Sólo hemos visto a tres hombres más que se parecen al que se ha acercado al cristal.
—Si no escapamos, nos cortan a pedazos —gruñó Byron—. Quizá les falte carne que comer y piensan en nosotros.
—Byron, su opinión es de mal gusto en estas circunstancias —objetó Darwin.
—¿Qué le sucede, es que en una situación difícil no tiene un poco de buen humor?
—No parecía usted tan jovial cuando nos hallábamos en el bote —le replicó Peter.
—Aquí, en cierto modo, estamos seguros. Si ellos son tres, nosotros somos más contando con las mujeres. Ahora que estamos juntos, ¿qué les parece si vamos en busca de comida? Habrá una cocina, digo yo.
—Es un buque fantasma, ¿verdad? —inquirió gravemente Soames.
—¿Qué te pasa, condenado marino negro? —le preguntó Byron—. ¿Es que crees en supersticiones, vudús y todas esas zarandajas?
—Cuando un buque está perdido en el océano, ocultándose en la niebla, es que algo maligno se cobija en él.
—¿Y quién te ha dicho que este barco se esconde en la niebla, Soames? —preguntó Byron irónico.
—Teniente, no sé si se ha dado cuenta, pero la niebla comenzaba a despejarse por el sur y el sur lo teníamos en la proa.
—¿Qué ocurre, Soames, acaso vas a darme lecciones de marinería, de navegación, precisamente tú, un marino raso?
—Ahora ya no tenemos la proa al sur sino la popa, es decir, retornamos al seno de la niebla para permanecer siempre ocultos en ella. Es el destino de este buque maligno al que no debimos subir.
—¡No puede ser, el barco no se ha movido! —masculló Byron enojado—. Las máquinas, desde que se detuvieron, no han vuelto a ponerse en marcha.
—Pero ¿cómo está seguro de lo que ha dicho? —preguntó Marlo encarada con Soames.
—El sol, aunque ya no lo vemos, se nota al lado contrario que antes. Cuando ustedes se fueron a buscar por el buque, teníamos el sol frente al puente, íbamos saliendo del banco de niebla, pero el buque ha girado y regresamos a él.
—¡No puede ser! —Byron cogió el timón y trató de hacerlo girar, mas la rueda no cedió—. ¡Maldita sea!, si está bloqueado, ¿cómo iba a girar? El mar está en completa calma, no puede manejar este pesado barco como una cáscara de nuez.
—Lo cierto es que Soames tiene razón —dijo Peter—. El timón ha sido movido y no desde aquí, que aparece bloqueado. El barco no va al garete como pudiera parecemos, tiene un rumbo, por lo menos un rumbo en la mente de su capitán, un capitán que por lo visto prefiere permanecer oculto y no dejarse ver ante nosotros.
—Quizá sea más horrible aún que los hombres que hemos visto, estará loco como ellos.
Gigliola se había puesto más nerviosa y contagió su excitación a las demás jóvenes, especialmente a la profesora Rebekka.
—¿Son dementes o monstruos? —inquirió la cincuentona con los labios trémulos.
—Hay que ser racionalistas y no fantasear —pidió Peter Darwin.
—Yo no le temo a los hombres, pero sí a los malos espíritus.
—Por Belcebú, ahora nos ha salido un negro supersticioso.
Soames se adelantó, y cogiendo a Byron por la camisa, lo levantó ligeramente en el aire, amenazador:
—Le he dicho que no temo a los hombres.
—¡Suéltame o te harán un juicio y ya jamás podrás volver a subir a un barco!
—Usted lo ha provocado —dijo Peter Darwin fríamente—. Ahora, si dejamos de discutir, creo que podremos ir en busca de lo importante, la cocina.
La palabra «cocina» tenía demasiado encanto para los náufragos como para que se resistieran a buscarla, pese a la ya comprobada presencia en el buque de aquellos supuestos dementes, sordos y mudos.
Buscaron con cautela, guiados esta vez por la intuición de Soames, y hallaron la cocina-comedor. El horno estaba caliente.
—¡Hay pan bueno! —exclamó Marlo, más vivaz que sus compañeras.
Soames destapó una gran olla, anunciando:
—Aquí tenemos pescado hervido, todavía caliente.
—No me gusta el pescado hervido —gruñó Byron.
—Creo que no va a quedar otro remedio que comernos lo que esos seres han preparado para ellos antes de que vengan a buscarlo.
Peter tomó la olla, poniéndola sobre la mesa. Las chicas se apresuraron a buscar recipientes que hicieran las veces de plato y Marlo repartió el pan.
—Supongo que esos hombres se alimentarán exclusivamente del pescado que saquen ellos mismos del agua.
—Es posible —aceptó Peter a las palabras de Byron.
—A mí, lo que no me gustaría es que notaran a faltar carne para comer —dijo con mal disimulado temor la profesora germánica.
Por su parte, Justine murmuró:
—Quizá estaban esperando carne y no les importe que sea humana.
—¡Basta! —pidió Byron, golpeando con su diestra sobre la tosca mesa—. Aunque ésta huele a pescado podrido, mejor será que comamos lo que hay dentro. Luego ya tendremos más fuerza para repeler cualquier agresión.
Se alimentaron de lo que habían hallado, pero a nadie le gustó aquel pescado. Hallaron también agua dulce que bebieron con avidez y al término de la comida, ya más tranquilos, Byron dijo:
—Podemos seguir buscando en el barco. Ellos nos deben de temer, ya que no se han acercado por la cocina.
—Ya tenemos una primera necesidad cubierta. Ahora hay que averiguar cuál es el misterio de este barco.
—Si hay camarotes, las mujeres podríamos quedarnos dentro de alguno, descansando, mientras los demás buscan.
La opinión de la profesora Rebekka fue aceptada y se dirigieron a uno de los camarotes.
—Ésta es una de las puertas cerradas. Creo que la situación en que nos hallamos nos otorga el derecho de forzarla para saber qué se oculta tras ella.
La puerta resultó más resistente de lo que a simple vista parecía. Soames decidió cargar contra ella y al fin la violentó.
—Es un camarote más —observaron los tres hombres, decepcionados.
Byron, siempre molesto, removiendo cuanto había en aquel destartalado y maloliente camarote, espetó:
—No creo que este buque no tenga un comandante. Si la apreciación de Soames es buena, el barco está gobernado desde alguna parte y en ese lugar hemos de encontrar al comandante que nos explicará qué es lo que pasa aquí.
—Sí, y creo que la solución la tendremos que buscar abajo —dijo Darwin.
A Byron no le hacía ninguna gracia hurgar en las entrañas del extraño buque que utilizaba para su deslizamiento sobre el océano el desaparecido sistema de los cilindros rotores, inventado por el alemán Frettner.
Mientras, en el camarote que habían escogido para refugiarse más que para descansar, la pelirroja Annie gimió:
—Me siento mal. Creo que esa comida no me ha sentado muy bien. El pescado debía hallarse en mal estado.
—Ahí al lado hay un lavabo —le indicó Marlo.
Annie abandonó el camarote, perturbada por las náuseas.
Al salir al corredor, se encontró con dos de aquellos extraños hombres que no hablaban, carecían de cabello al parecer en todo su cuerpo y tenían monstruosas cicatrices en su cara y cráneo.
Quiso retroceder, pero fue golpeada en la base del cuello con el canto de la mano por uno de los navegantes, con tanta dureza que perdió el sentido, quedando a su merced, totalmente inconsciente, mientras dentro del camarote las demás mujeres del grupo seguían hablando entre ellas, ignorantes de lo que le ocurría a la infeliz Annie, que fue cargada por los dos hombres, que se alejaron descendiendo por una escalera hacía las entrañas de la nave.