Los rostros agotados de las jóvenes estaban lívidos. El mar, el hambre y la sed las habían atacado con dureza y ahora, aquella insólita y misteriosa aparición a través de la niebla, estaba a punto de segar como la guadaña de la muerte, el cuello de la esperanza, salpicándola de horror y sangre.
—Hay que buscar a ese hombre o al resto de la tripulación para averiguar qué es este barco, a qué se dedica y cuál es su rumbo —puntualizó Peter Darwin.
—Yo prefiero no moverme de aquí. Estoy protegida de la niebla, y ya ven qué voz tengo —observó la profesora Rebekka. Tras su ronquera, había miedo, mas nadie lo comentó; no era ella la única que lo sentía.
—Byron, usted es el hombre de mar y aclarará más la situación. Supongo que sabrá mejor que nadie cómo es un buque y cómo caminar por sus complicadas dependencias hasta encontrar a la tripulación.
—No querrán que salga ahí fuera solo, ¿verdad? Ese tipo no me merece ninguna confianza —gruñó Byron.
—No tema, yo iré con usted —dijo Peter Darwin.
—Yo también —dijo Marlo.
Gigliola se movió presta, ofreciéndose:
—Yo también voy.
—Soames… —dijo Peter significativamente.
—Entendido, me quedo cuidándolas —aceptó el fornido marinero de color.
—Creo, profesora Rebekka, que junto a Soames se sentirá protegida.
Rebekka miró al negro y con movimiento instintivo, se acercó a él. Alto, fornido, casi carente de cabello, inspiraba fuerza, poder. En otra ocasión, quizá habría podido inspirarle recelo, pero no en aquellos momentos en que el temor se hallaba al otro lado de los cristales del puente de mando de aquel desconocido y misterioso buque surgido de entre la niebla.
—Creo que deberíamos proveernos de algún arma por si nos atacan. Quién sabe lo que pueden ser los tripulantes del buque.
—Aquí no hay nada que sirva de arma, Byron. Salgamos afuera y pongámonos en contacto con esa gente. Quizá ellos nos teman a nosotros como nosotros a ellos.
—Sólo sería así si fueran locos —observó la profesora germánica.
La palabra «loco» ya estaba pronunciada, y había resultado molesta y desagradable en el ambiente ya tenso. Nadie repitió la fatídica palabra y las dos chicas, acompañadas de los dos hombres, abandonaron el puente para realizar la primera exploración del buque en busca de su, aparentemente, ausente tripulación.
Ya sobre cubierta, el grupo permaneció unido, algo apretado. La bruma semejaba no ser tan densa, tan pegajosa. Un sol desvaído, apenas perceptible, trataba de abrirse paso sin conseguirlo.
La visión podía alargarse unas docenas de yardas más que antes. El buque semejaba estar quieto, detenido en medio del océano. Fue entonces cuando se fijaron en su estructura.
—Qué extraño es este barco —observó Marlo—. Tiene como cinco grandes chimeneas.
Byron, perplejo, rebatió la opinión:
—No son chimeneas.
—¿Qué son entonces? —preguntó la italiana Gigliola, apartando con la diestra el mechón de cabello que intentaba cubrir su rostro.
—Rotores, sí, no cabe duda, son rotores.
Peter Darwin pestañeó, también perplejo.
—No me diga que éste es un buque de rotores.
—Así parece —aceptó Byron.
—Pero, los buques de rotores fueron un fracaso. Apenas se hicieron unos cuantos a la mar y de eso hace muchos años.
—Así es. En toda mi vida, que yo sepa, no se ha botado ningún buque de rotores en el mundo. Todos son anteriores a mi nacimiento.
Marlo, preocupada, dedujo:
—Lo que equivale a decir que este buque es sumamente viejo.
—Para ser un buque que está en el océano, no parece ofrecer muchas garantías de seguridad —sentenció el oficial Byron—, y no alcanzará más que una velocidad mínima. —Golpeó el suelo con su zapato—. Está medio podrido y posiblemente su casco no habrá sido limpiado en muchos años, estará repleto de vegetación que disminuirá su velocidad normal en más de dos tercios.
—Vamos, que casi es una boya flotando en medio del océano con forma de barco.
Las palabras de Gigliola hicieron que Peter Darwin objetara:
—Sin embargo, hemos notado vibración de motores.
—Posiblemente tenga una hélice auxiliar para ser maniobrable. Los primeros barcos de rotores que trataron de suplantar a los veleros, no llevaban hélice auxiliar, pero a los posteriores se las añadieron. Eran motores de escasa potencia, sólo para efectuar maniobras o salir de una calma chicha.
—Pero ¿cómo funciona este barco? —preguntó Marlo—. Yo no entiendo eso de los rotores.
Peter Darwin explicó:
—Este sistema fue llevado a la práctica según el efecto Magnus, y el buque avanza gracias al impulso del viento que hace girar los rotores. ¿No es eso, Byron?
—Correcto. En la práctica, estos barcos resultaron un fracaso. No sabía que hubiera uno solo en navegación, es muy raro.
—Y ahora que hay calma en el océano, que no sopla viento y hay mucha niebla, ¿por qué no utiliza el motor auxiliar para escapar de este lugar?
A la pregunta de Marlo, que buscaba ávida el sol con sus ojos, como si éste fuera el gran poder que descorriera el velo del misterio del extraño buque, Byron gruñó en voz alta, receloso:
—¿Quién sabe cuáles serán las intenciones del capitán de este barco?
—Lo que ha quedado claro es que nos hallamos a bordo de un buque grande, pero tan viejo y pesado que apenas sirve para la navegación.
Gigliola había hablado con sinceridad, debían admitirlo, pero la situación se hacía más difícil. El sol no terminaba de salir, la niebla les rodeaba, estirándose algodonada, desgajada por los cinco altos rotores que semejaban chimeneas para quienes avistaran el buque desde lontananza.
—Hemos visto a un hombre y han funcionado máquinas, de modo que sigamos adelante y descifraremos todas las incógnitas de este buque.
Recorrieron la cubierta solitaria. Todo tenía un aspecto podrido, abandonado, ajado por años y años de navegación.
—Hay que meterse dentro para hallar a esa gente —gruñó Byron.
Se enfrentaron con una puerta. Peter Darwin fue el primero en cruzar bajo su dintel. Marlo y Gigliola le siguieron, cerrando el grupo el oficial Byron.
Se encontraron con un corredor al que daban varios camarotes. Dos de las puertas estaban cerradas. Otras, abiertas, mostraron camarotes pobres y sucios.
Peter Darwin se acercó a uno de los catres y lo tocó con su mano. Mirando a sus compañeros, dio su opinión:
—Aquí ha dormido alguien. La cama conserva cierto calor.
—No es nada extraño. Sabemos que por lo menos hay un hombre a bordo, ya lo hemos visto.
Byron se sentía molesto. El joven Darwin, alto, fornido y de acusadas facciones se estaba erigiendo en jefe del grupo y ahora que en cierto modo estaban a salvo, por lo menos de la ira de los elementos, deseaba recuperar la categoría jerárquica que le daba su titulación como teniente de la marina mercante.
—Silencio, oigo algo —pidió Peter.
Todos quedaron quietos, casi conteniendo el aliento.
Peter se arrodilló y pegó su oreja al piso. Se dijo a sí mismo que su fino oído no le había engañado.
—¿Qué oyes? —le preguntó Marlo.
—Es difícil concretarlo desde aquí, pero es como si aserraran algo.
Byron, suspicaz también, se arrodilló y escuchó atentamente para emitir luego su opinión.
—Parece que es en una de las bodegas.
—Vayamos a ver.
Caminaron hasta el final del pasillo, muy escaso de luz. Luego enfilaron por una resbaladiza y descendente escalera que conducía hacia las entrañas del buque.
Llegaron a una sala de distribución.
Había una puerta abierta y de ella provenía el ruido que les alertara. Allí había luz eléctrica, bombillas de escasa potencia que creaban desagradables sombras contra las paredes de madera.
El barco no se movía, la mar estaba en calma. La niebla continuaba envolviéndolo y quien quiera que gobernada la nave, no parecía tener prisa por llegar a ninguna parte.
—Hay tres hombres —cuchicheó Marlo.
—¡Eh, ustedes! —llamó Byron adquiriendo ánimos.
En la lóbrega bodega había tres hombres como observara Marlo, tres hombres embebidos en su trabajo. Cortaban maderas, madera que en aquella bodega abundaba.
—¿Será un carguero de maderas? —pregunto Gigliola.
—Puede ser. El transporte de maderas finas por mar es algo corriente —observó Byron.
Pese a acercarse a los tres hombres, éstos semejaron ignorar su presencia. Marlo y Gigliola se sobrecogieron.
Aquellos seres tenían algo en común. Les faltaba el pelo en toda su cabeza y abundantes cicatrices en la piel de su cara y cráneo les hacían repulsivos.
—Oigan, ¿dónde está su capitán? —preguntó Byron.
Los hombres siguieron trabajando, sin responder. Era como si para ellos no existieran. Sin embargo, los tres portaban al cinto gruesas espadas malayas de cortante filo.
Peter Darwin se acercó a uno de ellos. Lo cogió por el brazo obligándole a girarse y mirarle frente a frente, inquiriendo:
—¿Dónde está el capitán?
Aquel extraño sujeto, carente de cabello, con cicatrices y aspecto repulsivo, abrió la boca como para hablar, pero tan sólo emitió extraños sonidos guturales, similares a los que hubiera podido articular un demente sordomudo.
Marlo y Gigliola, instintivamente, echaron sus cuerpos hacia atrás.
Byron, molesto, con más miedo que preocupación, arremetió contra otro de los hombres que, cogido por sorpresa, lo que parecía increíble, cayó al suelo.
Al girar su rostro, abrió la boca, pero no pudo decir nada.
—¡Son mudos! —exclamó Gigliola.
—Y quizá sordos —agregó Marlo.
—Pueden ser locos peligrosos —gruñó Byron—. Será mejor que nos vayamos de aquí.
Uno de los tres extraños marinos fijó su mirada, paradójicamente perdida, en los náufragos, quienes se sobrecogieron al ver que de su cinto sacaba el pesado y cortante sable malayo.
—¡Afuera, afuera, hay que salir de aquí! —gritó Peter Darwin.
Fue el último en salir, cuando el hombre avanzaba hacia ellos con el acero por delante, a media altura, dispuesto a partir de un solo tajo cuanto se le pusiera por delante.