CAPÍTULO III

Todos temían que el buque pasara junto a ellos sin detenerse, sin reparar en el bote salvavidas en medio de aquella niebla densa, casi viscosa, una niebla que parecía poder desgarrarse con las manos, manos que se alzaban al aire como aferrándose a algo, haciendo movimientos y señales que nadie veía.

La sirena seguía sonando ahora más cerca. Al fin, divisaron la enorme masa oscura de un barco.

—¡Ahí está, ahí está! —gritó Byron.

El navío se acercaba, era como si se dispusiera a arremeter contra ellos con su proa, grande, pero no demasiado afilada, una proa de acero montada sobre un casco de madera pintado de negro.

—¡Los remos, los remos, hay que apartarse o nos hundirá! —chilló Peter Darwin.

Entre las chicas y la profesora Rebekka había tanta alegría por encontrarse con el buque que había de salvarlas, que no temían que la proa arremetiera contra ellas, quizá por la ignorancia del terrible daño que podía ocasionarles, hundiéndoles a todos, haciéndoles desaparecer en la maldita y espesa niebla que los envolvía de forma asfixiante.

El oficial Byron parecía querer agarrarse al barco con sus manos, temiendo que escapara, y con él las posibilidades de supervivencia.

Soames y Peter Darwin consiguieron apartar el bote del buque que avanzaba lentamente hacia ellos, quizá a cuatro o cinco nudos. Con los remos, se separaron del casco y el oficial Byron chilló:

—¡Si nos apartamos, lo perderemos!

—¡Socorro, auxilio! —gritaron las chicas, ahuecando las manos alrededor de la boca para formar bocinas.

El barco ahogaba las voces con su sirena que abría paso entre la niebla, advirtiendo a cualquier embarcación que navegara cerca que existía la posibilidad de choque.

Nadie les respondía, nadie asomaba a lo alto de la cubierta, una cubierta que, por causa de la niebla, no alcanzaban a ver.

En aquellos instantes olvidaron el frío, el hambre y el cansancio. Alzaban sus manos desesperadas de náufragos buscando la salvación.

—¡Ahí hay una escalera! —gritó Peter, demostrando tener una vista excelente.

En efecto, pegada al casco, colgaba una escalera de cuerda y peldaños de madera que casi se confundía con el casco, debido a que también estaba pintada de negro, con la cuerda embreada para preservarle de la destructiva agua salobre.

De no ser ayudada a tiempo por la joven Marlo, la profesora Rebekka se habría precipitado a las aguas que semejaban humear de forma fantasmal, tal era su avidez por escapar del bote.

Soames alargó su poderoso brazo y los dedos negros, rudos y fuertes, asieron la escalera. Tirando de ella, acercó el bote, sujetándolo a la escalera.

—¡Salvados! —gritó Byron.

Fue el primero en querer trepar por la escalerilla, pero Peter le agarró por una pierna y tiró de él haciéndolo caer pesadamente.

—¡Maldito! —chilló Byron.

—Cuidado, Byron, primero las mujeres. Ya lo olvidó una vez, no repita el descuido.

—Cuando estemos arriba le juro que le voy a romper la cara de un puñetazo —masculló Byron, comprendiendo que, en medio de todos y a punto de zozobrar, no era el momento idóneo para una pelea.

—Aprisa, que tengo que sujetar el bote a la cuerda. El buque no está detenido, sigue navegando, y si nos quedamos atrás, lo perderemos. Ya lo habríamos perdido de no mantenerlo yo sujeto.

—Subiré yo la primera —dijo la francesita Emile.

Emile era poca cosa, apenas pasaría de los cuarenta kilos, pero era ágil y, agarrándose a la cuerda embreada que manchó sus manos, comenzó a subir por los peldaños de madera, húmedos y viscosos. En ellos había adherida vegetación marina que hacía que las suelas de los zapatos resbalaran, pero Emile continuó ascendiendo hasta llegar a la baranda del buque.

Se aferró a ella para subir a cubierta cuando una figura humana brotó de entre la niebla. Era como si fuera un espectro.

Emile comenzó a explicarse atropelladamente.

—Somos náufragos, ¿no nos han oído? Nuestro barco escuela se…

Quedó en suspenso. La figura se hizo más clara, estaba a dos pasos de ella y seguía adelantando. Era un hombre alto, fuerte, corpulento, pero su rostro le causó pánico.

Era un rostro lleno de cicatrices. Su cabeza, exenta totalmente de cabello, también tenía cicatrices. Los ojos, pese a tener una mirada perdida, semejaban buscarla.

Emile lanzó un grito y saltó hacia atrás. Pasó junto a las cabezas de sus compañeras, casi arrancándolas de la escalera, pero éstas aguantaron.

Luego, un golpe terrible y sordo. El bote se balanceó peligrosamente.

—Emile, ¿qué ha pasado? —inquirió Peter.

Byron gruñó:

—Está muerta.

Emile tenía los ojos abiertos, pero su cabeza estaba ladeada, inmóvil. Peter la tocó y comprobó que ya no ofrecía resistencia. Tenía rota la base del cuello, se había golpeado contra el canto de la falúa.

—Esto es duro, pero si está muerta, olvídenla y sigamos arriba —apremió el negro Soames.

—Tiene razón —admitió Peter.

Desde lo alto, Marlo preguntó a voz en grito:

—¿Qué pasa?

—Sube, ya os lo diremos. Emile ha sufrido un accidente. Los escalones deben estar muy resbaladizos.

Marlo siguió trepando y llegó hasta donde había subido la infortunada Emile. Tuvo tiempo de ver una sombra humana que se diluía entre la niebla de cubierta.

—¡Oiga, oiga!

No obtuvo respuesta.

Aquella figura espectral desapareció y Marlo sintió miedo dentro de la alegría de saberse a bordo de un buque, de algo más sólido que un bote navegando al garete en medio del océano.

Pensó en Emile, la había oído hablar, quizá con aquel sujeto que se había disuelto enigmáticamente, sin siquiera darles la bienvenida.

La profesora Rebekka, asustada, se agarró a las cuerdas y sus piernas flaquearon.

—¡No, no podré subir, no podré, me mataré como Emile, me mataré!

—Soames, ayúdela, yo aguantaré el bote —pidió Peter.

—De acuerdo. —El marino miró a la profesora germánica y gruñó—: No se moleste por lo que voy a hacer. Usted vaya subiendo y no se suelte.

—¿Qué es lo que va a hacer?

Soames no respondió, pero Rebekka lo supo inmediatamente.

El marino había apoyado su cabeza bajo las posaderas de la profesora y comenzó a trepar. Ella se sintió como sentada sobre un elevador. Dio un pequeño respingo y casi sin darse cuenta, fue ascendiendo con una facilidad que no había previsto.

—Byron, ya puede subir.

—Creí que pretendía dejarme para el último —gruñó el oficial.

—Vamos arriba y no discutamos, todo ha pasado ya.

Byron subió por la escalera y Peter tras él. Nada más quitar el pie del bote, éste se fue separando del buque hasta perderse entre la niebla.

De súbito, Byron vaciló sobre un peldaño y a punto estuvo de pisar la mano de Peter Darwin. Éste comprendió la intención del oficial. Si caía al agua, era hombre muerto, nadie lo recogería.

—Byron, si baja otro peldaño, lo tiro al agua.

Peter no había dicho que Byron hubiera intentado deshacerse de él, pero así lo comprendió el oficial que, no queriendo ser él quien terminara en el agua, ascendió hasta la cubierta donde aguardaban los demás.

El bote salvavidas navegó al garete transportando el cadáver de una joven estudiante francesa que miraba a un cielo que no podía ver. La niebla y la muerte se lo impedían. Quizá, buceando en el fondo de sus pupilas aún podría encontrarse la imagen de un ser monstruoso, horripilante, surgido de la bruma.

—Bien, ¿dónde están los tripulantes de este buque? —preguntó Byron.

Marlo le respondió señalando hacia la prolongación de la cubierta.

—Yo he visto un ser que desaparecía. Creo que Emile ha hablado con él antes de que se alejara, pero ¿cómo está Emile? —preguntó inquieta.

Las chicas miraron a los hombres interrogantes. Byron, algo rudo, explicó:

—Se ha roto la cabeza al caer desde lo alto.

—Qué mala suerte —comentó Marlo—. Ella que había subido la primera…

—La escalera resbalaba mucho —observó Peter.

—Lo importante es que estemos a salvo. Quizá ese marino que tú has visto, Marlo, haya ido a avisar a su capitán de nuestra llegada a bordo —dijo Justine, más animosa.

—No creo que el capitán de este barco sea un almirante —gruñó Byron—. Este navío es viejo, debe tener más años que yo y diría que hasta está podrido.

Golpeó el suelo con el tacón de su zapato y la madera gruñó de forma desagradable.

—¿De qué nacionalidad será este barco? —preguntó la profesora.

—No lo sabemos, no hemos tenido tiempo de ver la bandera de popa, ni siquiera hemos podido leer su nombre debido a la niebla.

Tras hablar Peter Darwin, Byron opinó:

—Eso lo sabremos pronto, en cuanto hablemos con el capitán de este cascarón de madera. Hacía tiempo que no subía a un barco de este tipo, creía que sólo los construían para pesqueros.

—¿Y este barco qué es? —inquirió Rebekka.

Soames opinó:

—Parece un buque de carga y es de bastante capacidad. Tendrá una eslora de unos ciento veinte a ciento cincuenta pies.

—¿Y eso es mucho? —preguntó la italiana Gigliola.

—Sería bastante si fuese un barco de acero —opinó Byron—, pero de madera… No me gustaría sufrir una tormenta con este barquichuelo.

—Pues con el barco escuela, que era de acero y muy moderno, no salimos bien parados de la tormenta —replicó Marlo.

—Sí, pero estos barcos de madera, cuando hay tormenta, gruñen de una forma que hielan la sangre en las venas. Nadie sabe bien lo que es un barco de madera hasta que lo ha oído crujir, semejando que va a saltar como un castillo de naipes, mientras…

—Por favor, Byron —le atajó Peter Darwin—, no vaya a contarnos ahora la historia del holandés errante.

—Déjense de misterios para niños y busquemos al capitán. Lo peor ya lo hemos pasado —dijo Soames.

—¡Capitán! —gritó Marlo—. ¿Es que no hay nadie por aquí?

—Qué raro —siguió gruñendo Byron—. A estas horas, el capitán ya estará avisado de nuestra llegada a bordo y a unos náufragos se les recibe bien. Son las leyes del mar.

—Quizá el que capitanee este buque sea tan viejo que las haya olvidado —opinó Justine.

—A mí, esto no me agrada nada —opinó recelosa la alemanita Elizabeth, mirando en derredor con sus ojos azules y tratando de quedar en medio del grupo. La niebla la asustaba.

—Creo que lo mejor será ir en busca del capitán por nosotros mismos. La cubierta no será tan grande como para no encontrar el puente.

No tardaron en hallar el puente. Dentro de él no había nadie y todos se miraron preocupados.

—Qué raro, nadie pilota la nave.

Peter Darwin se enfrentó con el timón, grande y anticuado como el propio buque.

Quiso hacerlo girar para comprobar la maniobrabilidad del navío, mas no lo consiguió.

—Está bloqueado.

Soames se acercó a él y quiso ayudarle a girarlo.

—En ocasiones, están duros —dijo—. Yo serví hace tiempo en un viejo barco de madera.

Ni con la poderosa ayuda de Soames lograron mover el timón. Byron, despectivo, observó:

—Cuando se tiene una ruta fija a seguir, hay muchos capitanes que bloquean el timón.

—Pero, en alguna parte estarán los marinos de este buque, ¿no? —preguntó la profesora Rebekka.

Justine opinó:

—Aquí dentro estamos a salvo de la niebla.

Al fin apareció una sombra, una figura humana que se acercó a ellos por el pasillo exterior y angosto que había frente a los cristales del puente desde el que se gobernaba el navío.

—Ahí lo tenemos —dijo Byron.

El hombre se aproximó al cristal para escrutar el interior del puente y todos pudieron verle bien.

Rebekka y las demás chicas retrocedieron instintivamente al contemplar aquel rostro que las miraba a través del cristal, un rostro que semejaba flotar en medio de la espectral niebla. Tenía cicatrices que lo deformaban horriblemente, convirtiéndolo en un ser repulsivo.

—Quizá hemos escapado de un problema para meternos en otro —gruñó Peter Darwin.

Soames opinó:

—Pudiera tratarse del barco de unos contrabandistas internacionales.

—Tonterías —rebatió Byron suficiente—. Los contrabandistas utilizan barcos veloces para escapar de los guardacostas, y este cascarón navega muy despacio. —Se acercó al cristal y lo golpeó, llamando—: ¡Eh, oiga, somos supervivientes del International College of Sea!

Aquel espectro humano, surgido de entre la bruma, desapareció de la misma forma en que había aparecido. De pronto, la sirena dejó de tocar. El propio Darwin, que no era hombre dedicado a la mar, notó en las plantas de sus pies algo insólito.

—El barco ha detenido sus máquinas.

—Es cierto —admitió Byron— y no lo entiendo. No creo que estamos en puerto alguno, debemos hallarnos en mitad del océano, en medio de un banco de niebla y el cascarón se detiene. ¿Por qué?

Nadie supo darle respuesta.

Todos habían visto el rostro monstruoso y todos comenzaron a pensar en la muerte de Emile. ¿Quién era aquel hombre que aparecía en la cubierta del buque gracias a la densa niebla? ¿Qué quería, por qué no les hablaba, qué misterio encerraba?

Notaron miedo, un miedo extraño recorriendo sus cuerpos. Era un miedo que enfriaba algunos pensamientos. Recordaron la falúa salvavidas, pero ésta ya estaba lejos, perdida en el océano.

No podían escapar de aquel extraño buque de madera al que habían subido en busca de la salvación e intuyeron que algo desagradable, quizá horrible, les aguardaba.