El «sálvese quien pueda» había surtido su efecto, el pánico había sido creado.
Gritos, llantos, histeria… Jóvenes y profesores fueron pateados por aquella enloquecida manada humana que trataba de escapar a la muerte.
La marinería, en su mayor parte desaparecida, también trató de salvarse.
El barco se inclinó de tal forma que volcó a cuantos se habían apretujado en el interior del primer bote salvavidas que era descendido en aquel momento. Luego, se desenganchó el bote y les cayó encima, partiendo varios cráneos en el brutal impacto, mientras los demás eran golpeados contra el casco de acero del International College of Sea.
No había niños que salvar allí, y el privilegio de las mujeres primero, fue escasamente respetado.
—¡Vamos, hay que subir al bote! —gritó Peter Darwin, mientras el humo escapaba por los respiraderos y en todo el navío se escuchaba un rumor sordo, como la agonía de un monstruo que no tardaría en morir, arrastrando consigo a cuantos pudiera.
La profesora Rebekka Schorn, con su marcado acento alemán, gritó:
—¡Yo no quiero morir como los que han caído!
Peter Darwin miró al marino de color que estaba junto a ellos, tratando de colaborar en la supervivencia de los estudiantes y profesores, excepción entre sus compañeros, y le pidió:
—¡Ayúdeme!
El marino Soames comprendió y entre los dos cogieron a la profesora por las piernas y la metieron de cabeza dentro del bote, mientras un grupo de chicas saltaba al interior de la falúa de salvamento.
Por ambos costados del buque fueron descendiendo los botes. Cada cual lo hacía como podía.
Uno de los botes quedó atorado con los que trataban de salvarse dentro de él, gritando y suplicando una ayuda que nadie podía darles.
—¡Hay que controlar la grúa desde cubierta! —gritó el marino.
—¡Suba a bordo! —le dijo Peter Darwin.
Aquel bote, uno más entre los que ansiaban salvarse, colgaba en el vacío, sufriendo los bandazos que encajaba el propio buque.
Un joven estudiante, en el momento en que quiso subirse a bordo, fue aplastado entre el bote y la baranda. Lanzó un alarido de muerte y cayó pegado al casco, hundiéndose en las negras aguas.
Byron pasó como una exhalación junto a Peter Darwin y saltó al interior del bote cuando éste ya comenzaba a descender.
Al fin, el bote tocó el agua cuando el barco escoraba por el lado contrario y las llamas aparecían ya en cubierta. El fuego era apagado por el agua del mar que barría cuerpos que luego lanzaba al océano, de donde ya no habrían de salir jamás, pero de nuevo las llamas volvían a surgir como una maldita Ave Fénix.
Peter Darwin recogió una chaqueta que había tirada en el suelo y toda empapada. Era la del teniente Byron, que había querido pasar como un profesor más en medio de la oscuridad y el caos para no tener que aguantar en su posición de primer oficial, ya que el comandante había desaparecido.
—¡Peter! —gritó la rubia Marlo al verlo en lo alto de cubierta gracias a las luces que aún funcionaban.
Peter Darwin lió la chaqueta a uno de los cables que habían descendido la falúa de salvamento y apretándolo con fuerza entre sus manos, se deslizó por él, protegido por la tela. De no ser así, sus manos habrían quedado cortadas.
En el momento en que el bote se desenganchaba, caía Peter Darwin en él, provocando algunos gritos de dolor que no pudo averiguar quién los lanzaba.
—¡Hay que remar y alejarse del barco cuanto antes! —gritó Byron.
El marino Soames, alto, fornido, negro de color y con escaso cabello en la cabeza, empuñó uno de los remos mientras el propio Peter hacía otro tanto.
Antes de que pudiera utilizar los remos, se vieron en lo alto de la cresta de una ola, mientras el buque era absorbido por otra.
Varios botes que habían conseguido descender, se desperdigaron cuando el barco, catastróficamente, se partió en dos. Grandes llamaradas iluminaron el cielo nocturno, llamaradas entre montañas de agua, como si el fuego brotara del mismísimo infierno, oculto bajo el mar.
Uno de los botes fue succionado con el navío que se hundió en pocos segundos. El rugido de las olas y el bramido del viento, arrancando el agua de las crestas, disolvió los alaridos de quienes perecían junto al buque escuela, un buque lujoso y cultural que partiendo de Nueva York, se disponía a recorrer el tranquilo Mediterráneo para beber en las fuentes de las antiguas culturas, cimientos de la civilización.
El barco se hundía rodeado de llamas y, paradójicamente, de agua, llevándose consigo docenas y docenas de cuerpos que manoteaban, gritaban y tragaban agua intentando escapar a la muerte que los engullía implacablemente.
En pocos minutos, el bote en que viajaban Peter Darwin, Byron, el marino Soames la profesora Rebekka Schorn, Marlo y otras chicas, se quedó solo en la inmensidad del mar, a merced de las olas montañosas, sin que pudieran controlarlo, ya que era juguete del tempestuoso océano.
—¡Esto se va a volcar y moriremos todos! —gritó la profesora Rebekka.
—Nos tenemos que agarrar bien al bote.
Los movimientos que habían soportado dentro del buque no eran nada comparados con los que estaban sufriendo ahora. Subían a docenas de pies de altura, para bajar después como en unas malignas montañas rusas y en multitud de ocasiones, el bote estuvo a punto de volcarse totalmente, vaciando su carga humana en las frías aguas del Atlántico.
Pasaron las horas.
Nadie hablaba, nadie sabía en realidad cuántos viajaban a bordo del bote salvavidas. No se veían los rostros, sólo se escuchaban quejidos y sollozos de angustia. El miedo tenía pálpito propio dentro del bote.
El viento perdió fuerza y el océano se calmó. Amaneció un día encapotado y fue entonces cuando pudieron verse los unos a los otros. El cansancio y el terror estaban reflejados en sus rostros.
Annie estaba en el fondo del bote, entre los pies, castañeteando sus dientes presa de los nervios. La profesora Rebekka, doctora en arqueología mediterránea, estaba como alelada, incapaz de pronunciar palabra. La rubia Marlo fue la que rompió el silencio.
—Por lo menos, nosotros hemos escapado a la muerte.
El marino Soames miró a Byron, aunque éste no usaba chaqueta, ya que la había tirado voluntariamente, era bien reconocible.
—Supongo que nos recogerán pronto.
Peter Darwin fue directo al preguntar:
—¿El radiotelegrafista lanzó el S.O.S. oportunamente?
Todos miraron a Byron, interrogantes.
—Supongo que sí.
—No lo sabe cierto —replicó nerviosa la italiana Gigliola.
—Creo que será preferible tomarnos la espera del salvamento con calma —propuso Peter Darwin.
El teniente Byron aclaró:
—El bote está preparado para la supervivencia, sólo tenemos que regularnos. Hay agua, galletas, cecina, lo suficiente para resistir.
—¿Resistir cuántos días? —preguntó de pronto la profesora Rebekka, rompiendo a hablar.
Soames contó rápidamente los que eran y dijo:
—Siendo once a comer y beber, cuatro, quizá cinco días a lo sumo, y estirando mucho.
—No hay cuidado —gruñó Byron—. Las chicas comen poco.
Darwin advirtió:
—Aquí tendremos todos partes iguales.
Byron le miró fijamente y puntualizó agrio:
—Soy el teniente Byron, el segundo de a bordo del International College of Sea. Por lo tanto, soy el comandante de este bote, la máxima autoridad.
—Se equivoca —advirtió Peter Darwin—. Usted no es segundo de ninguna parte, porque el buque International College of Sea ya no existe.
—¡Pero yo continúo siendo teniente de la marina mercante!
—Byron, usted arrojó en cubierta su chaqueta y la gorra para meterse en este bote. Lo siento, pero ahí perdió sus derechos. Admitiremos sus consejos como marino, pero no como comandante.
—¿Se da cuenta de que acaba de llamarme cobarde? —inquirió furioso.
—Sí, supongo que ha quedado bien claro.
—¡Le voy a matar por esto!
Byron asió un remo dispuesto a golpear con él a Peter, que se hallaba en el otro extremo del bote, pero la mano fuerte de Soames agarró el remo y tiró de él, diciendo:
—Aquí hace falta tranquilidad, no peleas, claro que si alguien se quiere tirar al agua, los restantes tocaremos a más en la comida.
—¡Soames, te voy a hacer un expediente por esto!
—Byron, usted no hará expediente de nada —le replicó Peter—. Ahora, compórtese como uno más que quiere salvar su vida, o pudiera ser que por votación unánime le arrojáramos al agua por sujeto peligroso.
—¡No pueden hacer esa barbaridad, les juzgarían, sí, les juzgarían!
—El joven Darwin tiene razón y ahora, no hable tanto —le dijo la profesora Rebekka—. Hemos de pensar hacia dónde vamos, mientras vienen a buscarnos.
—Marlo, tratad de hacer reaccionar a Annie, creo que le hace falta —dijo Darwin—. Como no hay sol que pueda quemarnos, conviene aligerar de ropa para secarla en lo posible. Si llega la noche y estamos con las ropas mojadas, vamos a pasar mucho frío.
—¡Darwin, está pidiendo una indecencia! —advirtió la profesora.
—Usted haga lo que quiera, pero yo me voy a quedar con poca ropa y las chicas también. Trataremos de hacer unos tenderetes con los remos.
—Hay cabos de cuerda para sujetarlo todo —dijo Soames.
Una hora más tarde, la ropa estaba tendida y las chicas se hallaban en sujetadores y panties, incluyendo a la cincuentona profesora que miraba a popa rehuyendo los ojos de todos. Sus carnes estaban muy lejos de poseer la tersura de las jóvenes alumnas de distintas nacionalidades.
Comieron y se tranquilizaron un tanto. El horror del hundimiento del buque estaba quedando atrás. No vieron a ninguno de los otros botes que, posiblemente, se habían salvado. Lo que importaba ahora era la supervivencia.
Pasó el día y llegó la noche. El cielo se limpió de nubes y apareció un cielo estrellado y una luna brillante. Nació un nuevo día y, al morir éste, las esperanzas de ser rescatados fueron vacilando.
Al tercer día empezaron los sollozos de desesperanza y miedo.
Vieron tiburones en derredor de la falúa. El mar tenía una calma relativa. Al cuarto día terminaron las provisiones y la tensión a bordo aumentó. Había gestos agrios y de desesperanza.
—¡No puedo, no puedo más, no puedo más…!
La que había gritado era Dy, una chica canadiense delgada y poca cosa. Sin que nadie pudiera impedirlo, se arrojó al agua ante el temor de morir de sed y hambre.
Peter Darwin se dispuso a lanzarse al agua para salvarla. Soames, práctico, le contuvo. El agua se tiñó de rojo rápidamente. La aleta de un tiburón había cortado la superficie hacia la estudiante y la doble hilera de agudos dientes la partieron en dos.
La profesora germánica se desmayó dentro del bote. Las compañeras volvieron sus rostros, horrorizadas.
La joven canadiense les miró por última vez. No dijo nada, ni siquiera gritó antes de que, a la llamada de la sangre, arremetieran contra ella los demás tiburones que rodeaban la falúa.
—Hay que marcharse de aquí, esto se va a convertir en un vivero de esas malditas bestias —masculló Byron.
Nadie dijo nada. Los remos actuaron y se alejaron de la mancha de sangre.
Llegó una nueva noche. Nadie nombró a Dy, pero la reciente tragedia estaba presente en las mentes de todos. El día siguiente amaneció con una densísima niebla.
—¡Moriremos todos, todos! —gritó Gigliola poniéndose en pie como el día antes hiciera la canadiense Dy.
Antes de que cometiera una locura, Peter Darwin la agarró por una pierna cuando, de pronto, todavía lejana, escucharon la bronca sirena de un barco. Los rostros de todos se iluminaron.
—¡Un barco! —gritó la profesora Rebekka, poniéndose en pie. De no haber sido por Soames, hubiera caído al agua.
La grave sirena de un navío sonaba con intermitencia. Cinco segundos rasgando el silencio del océano y diez segundos muda.
—¡Hay que hacer algo! —dijo Byron—. ¡Hay que hacer algo para que nos vean, si no van a pasar junto a nosotros y con esta maldita niebla no nos localizarán! ¡Vamos, gritemos todos, todos a gritar!
Diez voces unidas comenzaron a gritar en demanda de salvación, de una esperanza de vida. Ya no había alimentos ni agua potable. La muerte les estaba envolviendo con su pútrido aliento mientras oían la sirena de un barco que la niebla no les permitía ver.