CAPÍTULO PRIMERO

El viento ululaba siniestro al rozar contra el casco del barco, mientras la mar, con oleaje montañoso, alzaba el buque a docenas de pies de altura para luego sumergirlo en los miles de valles que se formaban entre las crestas de agua salobre.

El capitán Cunningham, comandante del International College of Sea, se las veía y deseaba para evitar que las enormes olas, que semejaban ir a cubrir el navío por completo, les dieran un bandazo que podía resultar trágico, haciendo escorar la nave y naufragar con los doscientos estudiantes internacionales y la docena de profesores que les instruían en aquel colegio flotante.

El teniente Byron, un hombre rudo, miraba a través del puente cuando el agua de las crestas que rompían contra las cubiertas de a bordo salpicaba los cristales del puente. Era de noche y las luces no servían de nada.

No llovía, pero aquel viento feroz y destructivo, aunado al océano embravecido, era como una tormenta, porque el agua cubría constantemente toda la nave.

Se había dado la orden de que ningún estudiante ni profesor saliera a las cubiertas, ya que el peligro de ser barridos por el oleaje que se filtraba entre las barandas y por encima de ellas, era constante.

La marinería de a bordo, si se trasladaba de un lugar a otro de la nave, lo hacía con mucho tiento, siempre sujetándose y protegidos con chubasqueros marinos que no conseguirían impedir que se mojaran.

—Capitán, hay que salir de aquí o uno de esos bandazos nos va a partir en dos mitades.

—Hemos pedido el parte meteorológico y nos han comunicado que el mal tiempo se extiende en una zona muy amplia, dirigiéndose hacia las Azores y mar Cantábrico.

—Tendremos que escapar, y si me permite una opinión…

—Se la permito, Byron.

—Por el Nordeste es la manera más fácil de salir de este lugar. Si seguimos descendiendo hacia el Ecuador, dirección Sureste, será como ir detrás del mal tiempo.

—¡Maldita sea! Y pensar que hace tres días salimos de Nueva York con buen sol —se lamentó el capitán Cunningham, preocupado, mientras la nave alzaba su proa para luego hundirla casi en picado hacia el fondo del océano. Apenas unos segundos más tarde, subía con fuerza, mientras el oleaje barría la cubierta de popa.

Cuando ésta se alzaba, todo el navío vibraba como si fuera a resquebrajarse al girar las grandes y poderosas hélices en el vacío, fuera de las aguas.

—Atención radio, atención radio, responda —exigió el capitán oprimiendo un intercomunicador.

—Aquí radiotelegrafista, capitán.

—Póngase en contacto con el barco más cercano. Podría ser que precisáramos ayuda.

El radiotelegrafista captó el nerviosismo del capitán, pero éste no habría pronunciado el S.O.S. y, por tanto, no podía lanzarlo al éter.

Sólo debía ponerse en contacto con otros navíos, que navegaran por aquellas aguas, comunicándoles posición y previniendo cualquier percance.

—¿Qué dice el radar? —preguntó el capitán Cunningham.

—No hay nada en derredor, mi capitán, sólo océano —advirtió el servidor del radar.

Tras insistir repetidamente, el radiotelegrafista comunicó:

—La radio no funciona bien, mi capitán, nadie responde. Las condiciones meteorológicas son adversas.

—Continúe insistiendo —ordenó el capitán cuando el navío fue empujado por una ola de costado bajo el lecho del mar, mientras otra enorme cresta le asestaba traidoramente un bandazo que el International College of Sea acusó con un ruido sordo y siniestro a la vez.

El capitán Cunningham y el teniente Byron se miraron preocupados. Ambos sabían lo que podía significar aquel ruido que les había producido frío en la espina dorsal.

El casco se había agrietado por algún lugar que ellos ignoraban aún, mientras se agarraban adonde podían para mantener el equilibrio, ya que los vaivenes eran fuertes y constantes.

—¡Capitán, capitán!

La llamada les llegó por el altavoz del cuarto de máquinas.

—Les escucho. ¿Hay averías?

—¡Capitán, el casco se ha rajado! —gritó el teniente de máquinas.

—¿Cómo puede repararse la avería?

—¡Mal, muy mal, imposible, capitán! —gritó el oficial de máquinas—. Tengo a dos hombres heridos y el agua está penetrando con fuerza. Aquí abajo no hay seguridad.

—Hay que buscar una fórmula para aguantar —advirtió el capitán Cunningham.

—Imposible. ¡Cuidado! —Después se escuchó un horrible alarido.

—Atención, escuche, escuche, ¿qué es lo que sucede? —inquirió el capitán.

—Capitán, se han roto las conducciones de vapor. Dos hombres están abrasados. La grieta sigue avanzando a cada movimiento del barco. Los tanques de gasoil van a reventar y se incendiará todo, capitán. Hay que abandonar el cascarón.

—Vamos, suban los heridos a la enfermería.

—¡Capitán! ¡Pulse la alarma general! —pidió el teniente Byron.

—No podemos perder los nervios, Byron.

—Pero, ya ha oído que…

—Sí, lo he oído, vaya usted a comprobar lo ocurrido.

—Capitán, quizá no haya tiempo de nada. Si el barco se parte en dos, nadie escapará vivo de aquí. Nos hundiremos en un par de minutos y no servirá ninguno de los botes de salvamento.

—¿Es que acaso cree que serviría de algo un bote de salvamento con el oleaje que hay afuera?

—Está bien, capitán, iré a ver lo que se puede hacer, pero vaya lanzando un S.O.S.

—Teniente, no tiene usted que decirme lo que debo hacer por el simple hecho de que haya navegado diez años más que yo. Soy el capitán, el único responsable.

—Usted lo ha dicho, el único responsable —replicó Byron, con un gruñido, abandonando el puente.

* * *

Mientras el segundo de a bordo bajaba a la sala de máquinas para comprobar los daños, en los camarotes y en el salón principal, los doscientos universitarios y el profesorado lo estaban pasando muy mal. Había mareos, angustia, alguien contaba chistes que nadie reía.

Peter Darwin, un joven norteamericano de abundante cabello oscuro y lacio y ojos color cobre puro y bruñido, se tendió en el suelo.

—Eh, Peter, ¿tú también estás mareado? —le preguntó uno de los compañeros que iba de una parte a otra del salón según le marcaba el compás del oleaje.

Peter Darwin había pegado la oreja al piso y su ceño se frunció.

—¿Qué pasa, Peter, se está mejor ahí tendido? —le preguntó la jovial Marlo.

Ella estaba aguantando bastante bien el mareo, mientras otras chicas gritaban y las profesoras se hallaban en sus literas, hechas un ovillo y con el estómago ya vacío.

—Algo anda mal ahí abajo —señaló Peter pegando una palmada sobre el suelo.

El barco se descontroló totalmente. Parecía ir al garete y más que gritos hubo alaridos cuando semejó que iba a volcar por completo, ya que los grados de escoración, momentáneamente, fueron más de cincuenta.

Peter Darwin resbaló por el piso y fue a parar de cabeza contra las piernas de Marlo, que se hallaba sentada en un sofá, agarrándose como podía.

—¡Peter!

—Tienes unas piernas muy bonitas.

El buque se inclinó en la dirección contraria y Peter Darwin, que se había sujetado a una de las piernas de Marlo, la arrastró consigo.

En medio de gritos y algunas risas, cruzaron todo el salón, pasando por debajo de una mesa sujeta al piso.

* * *

El teniente Byron no terminó de bajar las escalerillas metálicas.

En la sala de máquinas reinaba el caos.

Un tanque de gasoil se había resquebrajado y, a cada bandazo del buque, perdía combustible que flotaba sobre el agua que penetraba por el casco y que ya cubría a los marineros de máquinas hasta las rodillas.

Alguien trataba de salvar a los heridos, mientras grandes chorros de vapor recalentado formaban una espesa niebla que hacía sudar y dificultaba todo el trabajo.

—¡Teniente, grítele al capitán que esto se hunde! ¡El casco se sigue agrietando y se partirá en dos en cualquier instante! —chilló el oficial de máquinas.

Byron iba a contestar cuando, súbitamente, se produjo un cortocircuito al romperse una conducción eléctrica. El chisporroteo fue grande y habiendo ocurrido en un lugar donde el gasoil se había calentado, prendió inmediatamente.

El fuego se extendió con rapidez por la sala de máquinas, en medio de los gritos de terror de los servidores del buque que se vieron inmersos en un mar de llamas, mientras eran sacudidos de una parte a otra.

Byron había sido testigo de catástrofes marinas, pero aquello le pareció horrible.

Los marinos, aquellos hombres con los que tantos viajes había compartido, ardían frente a él, sacudidos como peleles en medio de un averno dantesco.

Corrió hacia lo alto y cerró la puerta de acero, evitando que las llamas ascendieran al tiempo que pulsaba la alarma general.

En el puente, el capitán Cunningham frunció el entrecejo. Sus manos, más que mojadas, estaban sudorosas. Sus subordinados le miraron inquietos.

—Ese condenado Byron se ha precipitado, pero ya no hay remedio. Se va a crear el pánico a bordo.

Byron entró como una exhalación en el puente, sin cerrar la puerta que dio bandazos mientras el agua de una gran ola lo empujaba violentamente.

—¡Abajo está todo perdido, la sala de máquinas arde por los cuatro costados y el barco se parte en dos!

—¿Y qué hacen que no reparan averías?

—¡Capitán, despierte de una condenada vez! —chilló Byron fuera de sí—. ¡Abajo no hay nadie vivo, los he visto abrasarse a todos!

Los subordinados del puente lo abandonaron corriendo.

El capitán Cunningham, como si allí se hundiera toda su vida y dándose cuenta de ello, reaccionó casi pasivamente.

Abrió el sistema de altavoces general, mientras la chicharra de alarma seguía sonando. La desconectó y habló a través del micrófono mientras el océano seguía empapándolo todo en el puente.

—Atención, atención, les habla el capitán Cunningham. Diríjanse a los botes con orden —repitió—. Hay peligro de hundimiento.

—¿Peligro? ¡Maldita sea, capitán! —Byron le arrebató el micro de la mano y gritó—: ¡Sálvese quien pueda, el barco se hundirá en minutos!

—¡Estúpido, ha creado el pánico a bordo! —aulló Cunningham, repentinamente furioso.

—¡Vale más una vida salvada con pánico que todos muertos en orden!

El capitán lanzó un fortísimo puñetazo sobre el teniente Byron, pero éste se apartó a tiempo en el instante en que el navío, a merced del montañoso oleaje, escoraba de una manera brutal.

El capitán, perdido el equilibrio, con el puño por delante, salió por la portezuela abierta.

Pasó por encima de la baranda, saltó por la primera cubierta y sin comprender lo que ocurría, se hundió de cabeza, con la gorra de comandante encasquetada, en la negrura del mar, en aquella noche dantesca.

Mientras el barco se alzaba sobre una cresta, millones de toneladas de agua salobre sepultaron al capitán Cunningham, haciéndole desaparecer en el inmenso océano.