CUANDO LOS EFECTOS de la energetización cesaron, y dejó de percibir la amalgama de luces, colores y sonidos que le acompañaron durante todo el proceso, se encontró de nuevo en el interior de la esfera. Nada había cambiado, nada demostraba que la esfera se hubiera movido de su sitio. Sin embargo, desde el exterior, alguien estaba tratando de abrir la puerta…
Se levantó del sillón, dirigiéndose hacia ella, en el preciso momento en que ésta se abría y por la abertura aparecía la figura de un hombre. La barbita de chivo que adornaba la parte inferior de su cabeza se movía lentamente al decir su poseedor:
—Bienvenido de nuevo al presente, amigo Fawcett.
Era el profesor Bingelow.
Se estrecharon calurosamente las manos, saliendo al exterior. Todo estaba igual que antes en el laboratorio. Las mismas máquinas, los mismos aparatos…
—Me tenía intranquilo su tardanza —dijo Bingelow—. ¡Nueve horas! Empezaba a temer que le hubiera sucedido algo. Por suerte, veo que no.
—No, profesor. No ha sucedido nada.
Y Fawcett sonrió. Sí, todo habla ido perfectamente. Lo más perfectamente que hubiera podido imaginarse.
Le extrañó que Bingelow no le dijera nada sobre lo del aterrizaje forzoso del estrato-avión y sus hechos posteriores. Naturalmente, al haber cambiado él los acontecimientos, el profesor no recordaría nada de lo del accidente, ya que para él sería algo que no había sucedido. Pero los periódicos habrían dicho algo sobre el salvamento del avión, mencionarían su nombre. Acaso el profesor no habría leído todavía el periódico, se dijo. Sí, esto debía ser.
Salieron del laboratorio, y penetraron en la casa-vivienda del profesor. Éste le condujo a una salita, muy cercana a la puerta de salida de la casa, y le indicó una silla:
—Siéntese, amigo. Deseo que me cuente todas sus experiencias en este su primer viaje por el tiempo. Me serán de gran utilidad para futuros experimentos.
Fawcett asintió. ¿Le diría que había contravenido sus indicaciones, cambiando los acontecimientos a voluntad? Sí, indudablemente. Aunque se enojara por ello, ya nada podría hacer. Ya había sucedido todo. Además, así sabría que, efectivamente, en el pasado sí podía cambiarse el curso de los acontecimientos.
Mientras Bingelow se dirigía al mueble bar de la habitación para preparar unas bebidas, Fawcett paseó su vista alrededor. Allí, sobre una mesita cercana, vio un periódico. Animado por la curiosidad de leer el reportaje del aterrizaje forzoso del avión, así como saber qué grado de participación se le daba a él en el asunto, se acercó hacia allí, dispuesto a echarle un vistazo. Era el «Times». Lo cogió, lo desdobló, miró la primera página…
Y se quedó inmóvil, a la par que un escalofrío le recorría la espalda. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, como si no pudieran dar crédito a lo que veían ante sí. Las letras impresas empezaron a bailar locamente ante ellos…
¡Porque allí, en primera página del periódico, a grandes titulares, podía leerse la noticia del trágico accidente del avión que servía la ruta Londres-Nueva York, en el que habían perecido las ciento sesenta y cuatro personas que lo ocupaban, y cuyo origen se debía a un sabotaje premeditado!
UN FRÍO SUDOR PERLÓ SU FRENTE, a la par que sentía un estremecimiento. No era verdad lo que estaba leyendo. No podía ser verdad. Él había salvado el avión, había salvado a sus ciento sesenta y cuatro ocupantes. Aquella noticia ya no existía, él la había destruido. ¿Cómo era que estaba allí, que la veía, que la contemplaba con sus propios ojos?
—¡No! —exclamó—. ¡Es imposible!
Bingelow, que en aquellos momentos estaba sirviendo las bebidas en sendos vasos de cristal tallado, levantó vivamente la cabeza, sorprendido.
—¿Qué es imposible, amigo mío?
Fawcett seguía contemplando el periódico con ojos fascinados. Aquél era el mismo periódico que él leyera aquella mañana. La noticia era la misma, con toda clase de detalles. No había la menor variación. Pero no podía ser. Aquella noticia no tenía razón de existir. ¡Él la había destruido!
Se volvió hacia Bingelow, mostrando la abierta página del periódico.
—Profesor —exclamó—. No puede ser.
Bingelow lo miró con ojos en los que se reflejaba la incomprensión. ¿Por qué no podía ser? ¿Qué tenía de malo un accidente de aviación? ¿Acaso era el primero que sucedía en el mundo?
—No le comprendo, Fawcett. Esto ya era noticia antes de que usted emprendiera la realización del experimento. ¿Acaso no sabía nada de ello?
Fawcett movió la cabeza como si quisiera despejar la bruma que la envolvía. La vista de aquella noticia le había causado un shock mental mucho más fuerte de lo que cabía imaginar.
—Si profesor —murmuró—. Sí, lo sabía. Pero es imposible, absolutamente imposible. ¡Porque yo salvé al avión, profesor! ¡Yo salvé a todos los pasajeros que iban en él!
Bingelow tardó unos segundos en comprender. Sus ojos se agrandaron, a la par que su boca se abría en un principio de exclamación de sorpresa. Dudó brevemente antes de hablar.
—¿Quiere… quiere decir que usted intentó cambiar en el pasado el curso de los acontecimientos? ¿Lo hizo?
—Sí, profesor. Ya… ya sé que desobedecí sus indicaciones, pero debía hacerlo. Es más, ya lo tenía todo meditado cuando… cuando acudí aquí. Si acepté realizar el experimento fue por eso, para salvar el avión. ¡En él viajaba mi prometida!
Bingelow inclinó la cabeza, comprendiendo.
—Y ahora esto le sorprende, ¿verdad? No esperaba encontrarse con esta noticia.
—No.
Bingelow fue a sentarse en una silla, meditativo. Dudó unos momentos antes de hablar.
—Comprendo lo que siente, Fawcett —dijo al fin—, y disculpo su locura de hacer lo que ha hecho. Sus intenciones eran buenas. Pero debió haberme consultado antes. Quizá entonces se hubiera ahorrado muchas molestias y… y este desengaño final.
—¿Desengaño? —Fawcett abrió mucho los ojos—. ¿Qué quiere decir, profesor?
—Pues… tal vez le parecerá duro lo que voy a decirle, pero no es más que la verdad. Con sus esfuerzos, con todo su trabajo, no ha logrado nada, Fawcett. El tiempo es inmutable, a pesar de todo lo que le hagamos. Lo podemos estudiar, lo podemos observar, lo podemos recorrer, pero nunca lo podremos cambiar. Lo que ha sucedido ha sucedido ya, querámoslo o no, y nuestros, esfuerzos por cambiarlo serán inútiles. Es como dar cabezazos contra un muro de piedra.
¡No es verdad, es mentira todo eso! —Fawcett se acercó al profesor. Estaba exaltado, frenético. Aquellas palabras habían tensado sus nervios. Se inclinó sobre él—. ¡Yo vi a Hellen viva, a los restantes miembros del aparato, vivos también! ¡El avión no estalló! ¡Yo estaba en él y no estalló! ¡Y no me diga que lo he soñado; es la verdad!
—De acuerdo, Fawcett; es la verdad. Pero aquí tiene la prueba de lo contrario. Si el avión no hubiera estallado, el reportaje del «Times» sería completamente distinto al que usted acaba de ver.
Fawcett arrugó furiosamente el periódico, sintiendo que algo muy semejante a una garra le apretujaba por dentro. Quiso decir muchas cosas, demostrar a Bingelow que estaba equivocado, que no podía ser verdad lo que decía. Pero de su boca solamente salió una exclamación, que fue más un lamento que una réplica.
—¡No!
—Sí, Fawcett; sí —la voz de Bingelow era persuasiva. Se levantó, y le colocó una mano sobre su hombro—. Comprendo que usted se resista a esta idea, pero es la verdad. No hay vuelta de hoja.
—¡Pero yo vi a Hellen viva! ¡Yo la tuve a mi lado, hablé con ella! ¡Yo la salvé! ¡No puede haber muerto así, espontáneamente!
Bingelow sonrió tristemente.
—¿Y quién le ha dicho que ha muerto? No, Fawcett, no ha muerto; su Hellen vive.
Un rayo de esperanza iluminó los ojos de Fawcett. Agarró a Bingelow por un brazo, y se lo apretó fuertemente.
—¿Vive, verdad? ¿Lo ve, profesor? ¡Yo tenía razón! ¡Estaba seguro de ello!
—No, amigo; no está seguro. He dicho que su Hellen vive, pero no aquí, donde nosotros nos encontramos. En otro sitio, en otro lugar del universo. En un lugar donde ni usted, ni yo, ni nadie, podremos alcanzarla.
—¿Eh? ¿Cómo…?
Bingelow lanzó un suspiro, llevándose una mano a la cabeza. Fawcett le miraba fijamente, con ansiedad. La voz del profesor tenía dejes de compasión cuando exclamó:
—¡Oh, Dios! ¿Pero todavía no comprende que con su intento de callar los acontecimientos lo único que ha hecho ha sido crear un nuevo mundo?
UN TENSO SILENCIO siguió a estas palabras. Fawcett, con los ojos desorbitados, miraba fijamente al profesor. Sus labios balbuceaban palabras ininteligibles. Al final, pudo articular:
—¿Qué… que quiere decir con esto?
Bingelow volvió a sonreír con aire de lástima.
—La verdad, Fawcett. Nada más que la verdad.
—¡Pe… pero esto es imposible, profesor! ¡Es… es absurdo!
—No, Fawcett; no es absurdo, aunque lo parezca. Los acontecimientos no se pueden cambiar a voluntad, ya se lo he dicho. El mundo es uno, único e inmutable. Y los acontecimientos siguen esta misma línea, que también es única. Una persona no puede a la vez estar viva y haber muerto. Por eso usted, al cambiar el curso de los acontecimientos, al salvar a estas ciento sesenta y cuatro personas, que ya estaban muertas, fíjese bien, usted ha creado un absurdo, un imposible. Una persona no puede a la vez vivir y morir. Y esto es lo que usted ha hecho: hacer vivir a unas personas cuyo destino era morir, que ya estaban muertas en el plan del mundo.
»En la Tierra, los acontecimientos se desarrollan tan sólo una vez. Supongamos por ejemplo el caso de Hellen, de su Hellen. Si Hellen muere, usted no se casará, o terminará casándose con otra persona, con la cual tendrá hijos, nietos, etcétera. En cambio, si Hellen vive, usted se casará con ella, y también tendrán hijos, que a su vez se casarán y tendrán otros hijos… Al cabo de mucho tiempo, habrá en el mundo una cierta cantidad de personas que en otro caso, si Hellen hubiera muerto, no habrían existido. Y viceversa, no existirán otras personas que en la otra situación hubieran existido.
»Y aquí está lo fundamental de la cuestión. Hellen, su Hellen, ha muerto. Sin embargo, usted no se resigna al destino, y la salva. Hellen vive, porque usted la ha salvado, pero está muerta, por la sencilla razón de que ya lo estaba cuando usted volvió al pasado. Lo mismo sucede con las otras ciento sesenta y tres personas que viajaban en el avión siniestrado. Ha sucedido un absurdo: ciento sesenta y cuatro personas han muerto, y están vivas. ¿Cuál es la solución de esto? Ambas no pueden estar en el mismo mundo, naturalmente. ¿Entonces? Simplemente, ante esta presión, el mundo entero se ha desdoblado, se ha convertido en dos mundos distintos, diferentes en todo aunque idénticos también en todo salvo en esta variación: en uno hay ciento sesenta y cuatro personas que viven, mientras que en el otro estas mismas ciento sesenta y cuatro personas están muertas.
—Pero… ¿dónde está ese mundo? ¿Por qué no podemos apreciarlo desde aquí?
—Por una razón muy sencilla, amigo Fawcett. Este mundo no es un mundo material, pues su origen no es el de la materia, sino un mundo temporal, pues su origen se encuentra en el tiempo. Es un mundo que empezó a existir ayer, en el mismo momento en que usted salvó el avión con las personas que lo ocupaban. Gira también, como nosotros, en el universo, en este mismo universo, y ocupando nuestro mismo plano material. Pero gira en diferente lugar de la dimensión tiempo. Por esto no podemos verlo, ni apercibirnos de su existencia. Nuestros sentidos son materiales, no temporales. Este mundo está fuera de nuestras posibilidades, fuera por completo de nuestro alcance.
—Entonces, en este mundo…
—Sí, en este mundo existe Hellen, la Hellen que usted salvó. Pero en él también existe Benjamin Fawcett, así como existen otro profesor Bingelow, y otras personas en todo idénticas a cada una de las que existen aquí. Es un mundo exacto a éste, duplicado de éste en todo, menos en la variación de estas ciento sesenta y cuatro personas. Esto hace que sea un mundo distinto al nuestro, y no nuestro propio mundo. Esto hace que usted, por el simple hecho de haber cambiado el curso de los acontecimientos, haya creado un mundo.
HUBO UN NUEVO SILENCIO. Fawcett comprendía las palabras de Bingelow, y veía que tenía razón. Los acontecimientos lo demostraban; era la única explicación lógica que cabía darles. ¡Pero aquello significaba que había perdido a Hellen definitivamente, para siempre!
—Piense que, hiciera lo que hiciera, usted no la hubiera podido salvar a pesar de sus esfuerzos. Para usted, Hellen estaba muerta desde el mismo momento en que el avión se estrelló en la pista de aterrizaje. Ni siquiera le cabe la esperanza de volver al pasado e intentar hallar el rastro perdido del otro mundo. Para usted éste desapareció en el mismo momento en que volvió a la esfera, empezando la energetización. Aquél fue su último contacto con él.
Fawcett hundió la cabeza entre las manos, sintiendo que la garra que le atenazaba el pecho se iba cerrando más y más. De su boca escaparon unos leves sollozos…
De repente se puso en pie. Sus ojos brillaron animados por una súbita luz.
—No, profesor. No es cierto lo que ha dicho yo puedo volver a resucitar a Hellen.
Bingelow le dirigió una mirada en la que se aunaban la conmiseración, la sorpresa y la alarma.
—¿Qué? ¿Se ha vuelto loco?
—No, profesor; no me he vuelto loco —se acercó a él, agarrándolo por las solapas de su bata—. Volveré allí. Volveré al pasado, y salvaré de nuevo a Hellen. Nadie podrá impedírmelo. Luego, me quedaré allí. Así, para mí, ella no morirá.
—Muy bien. ¿Y no ha pensado usted en su otro Fawcett?
—Sí, lo destruiré. Lo mataré, y ocuparé su lugar. Luego enviaré su cadáver aquí, al presente, y ocuparé su lugar en su tiempo, mientras él ocupa mi lugar en el mío. ¡Nadie me impedirá que haga esto!
Bingelow se desasió suavemente de las manos de Fawcett.
—Tranquilícese, muchacho. —Se encuentra exaltado, y esto hace que no piense con claridad. Use su cabeza. Aquel otro yo del pasado, su otro Fawcett, no es más que usted mismo. ¿Qué cree usted que pasará si usted lo mata, si hace lo indicado? Tal vez todo le resulte bien, o tal vez provoque un cataclismo. Piense que pertenecen a dos mundos distintos aunque sean la misma persona. Y el tiempo es inmutable, ya se lo he dicho. No podemos variar los acontecimientos a nuestro antojo. Esto es algo que sólo el Sumo Hacedor puede hacer.
»Además, ¿ha pensado bien lo que se propone hacer? Matar a un hombre. A algo más que un hombre. A usted mismo. ¿Cree que yo permitiría que lo hiciera, que utilizara el traslato-temporal para estos fines? ¿Tanto le ha enloquecido la muerte de su prometida que incluso ha llegado a perder la razón?
Fawcett miró al profesor por unos momentos. Después, lentamente, fue bajando la vista. Se apoyó sobre la mesa, intentando contenerse, mantener su entereza. Y de pronto, sin poderlo evitar, como un torrente incontenible, los sollozos escaparon de su pecho, como una inundación desborda el cauce del río…
Bingelow lo dejó desahogarse sin intervenir, hacer nada por calmarlo. Luego, cuando vio que la crisis iba pasando, le puso una mano sobre el hombro y le dio unos cariñosos golpecitos en la espalda.
—Se encuentra mejor, ¿verdad? —murmuró—. En estas situaciones, lo mejor es desahogarse uno. Luego, cuando todo lo que teníamos almacenado dentro ha salido al exterior, ya todo ha pasado. ¿Me equivoco?
Fawcett, incapaz de hablar, dijo que no con la cabeza. Intentó hablar por dos veces, y a la tercera logró balbucir algunas palabras:
—Lo… lo siento, profesor. Yo…
—No se preocupe, Fawcett, lo comprendo. Me imagino su estado de ánimo y… ¡En fin, me hago cargo!
Fawcett se irguió, asintiendo lentamente con la cabeza. Pensó en que, hacía apenas una hora, se encontraba todavía junto a Hellen, feliz, confiado en el futuro. Y ahora…
—Recuerdo cómo me despedí de Hellen, profesor allí, en el pasado. Dije simplemente: adiós, hasta mañana. Y ella me contestó lo mismo. Confiábamos en el mañana, profesor. ¡Y ahora…!
—Sí, Fawcett. Pero ella lo ignorará todo. Ella tendrá a su Benjamin Fawcett particular.
—Pero éste no seré yo… ¡Será otro!
Se mordió los labios, callándose bruscamente. Luego murmuró:
—Perdone, profesor. Ha sido… el último arranque.
Le invadió un súbito pesimismo. Recordó todo lo acaecido allí, en el pasado, en el día anterior. Pensó en la sorpresa de Hellen cuando Fawcett, su Fawcett, no diera señales de recordar lo sucedido en el avión. Seguramente olvidaría pronto todo aquello. Era una mujer y estaba enamorada. Viviría con su Fawcett el resto de su vida, dichosa, feliz…
Sí, Bingelow tenía razón. La había perdido para siempre; nada podía hacer. Para él, Hellen no podría ser nunca más que un recuerdo. Un recuerdo dolorosamente impreso en su mente, pero al fin y al cabo un recuerdo. Había sido un iluso al pretender querer igualarse al Sumo Hacedor. Por más que hiciera, el hombre nunca llegaría a dominar los elementos que le regían, a pesar de sus ingenuas fantasías sobre el particular. Sí, no le quedaba más remedio que reconocer su error y su derrota.
—Gracias, profesor. Usted… usted me ha abierto los ojos. Ha sido un despertar doloroso, pero necesario. Gracias, y perdóneme todas las molestias… que le he causado.
Y, como un sonámbulo, dio media vuelta y se dirigió hacia la salida de la casa. Bingelow, lanzando una exclamación, le siguió:
—¡Eh, Fawcett! ¿Adónde va?
Fawcett se encogió de hombros.
—No lo sé, profesor. A buscar un poco de luz en las tinieblas. A poner en orden mis pensamientos. No… no lo sé.
Abrió la puerta de la casa y, lentamente, con el paso cansino de los hombres amargados, derrotados por la vida, salió al exterior.
Bingelow no hizo ningún intento para detenerlo. Sabía lo que le pasaba al muchacho, el duro choque que había recibido. Necesitaba poner en orden sus pensamientos. Luego, cuando las ideas volvieran de nuevo a su mente, cuando la luz llegara a las tinieblas de su cerebro y recobrara de nuevo por entero la razón, volvería a ser el mismo. Dejaría atrás todo lo pasado, y volvería a ser el que siempre había sido: Benjamin Fawcett.
Salió él también al exterior, y dirigió una última mirada a la figura que se alejaba. Sabía que Fawcett volvería allí, a su lado. Más tarde o más temprano, pero volvería. El golpe recibido, antes de anularlo, haría crecer su interés por la dimensión que lo había vencido una vez. Él, que había sido dominado por el tiempo, querría hacer la contrapartida. Lucharía por vencer al tiempo. Y estaba seguro de que lo vencería. Fawcett era de la clase de hombres que no se rinden ante los desastres. Al contrario, contraatacan. Y si bien ya no lucharía por Hellen, por su ya para siempre perdida Hellen, lo haría por el ansia de vencer, por el afán de derrotar a este elemento que una vez lo había vencido a él.
Sí, Fawcett volvería. Y él lo esperaría, dispuesto a aunarse en su lucha. Juntos harían grandes cosas. Juntos explorarían esta dimensión difícil y casi desconocida que era el tiempo. Y, juntos también, vencerían.
En la calle, la figura de Fawcett se perdió a lo lejos, en la oscuridad. Bingelow la contempló hasta el último momento, y luego lanzó un suspiro. Ya no le quedaba nada más que hacer salvo esperar. De modo que dio media vuelta y lenta, silenciosamente, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta a sus espaldas.
FIN