TIEMPO TERCERO:
EL SEGUNDO AYER

1

LA PRIMERA SENSACIÓN que invadió a Fawcett fue la de un mareo absoluto. A su alrededor, las cosas parecieron girar locamente. Vio que el indicador que marcaba la marcha del proceso de energetización iba avanzando hacia el final. Las cosas parecieron irse borrando de sus ojos. Sintió que la cabeza le pesaba…

De pronto, todo se desvaneció. Ante él solamente existía una uniformidad monocorde, un color único, extraño, indefinible. Tras breves instantes, este color cambió. Ahora no fue uno, sino diez, cien, mil. A su alrededor todo empezó a girar. Parecía como si diera vueltas en el interior de una inmensa peonza. Una, dos, tres… Destellos blancos, rojos, azules, amarillos, violetas, pasaban fugazmente a su lado, cegándole los ojos. Empezó a percibir sonidos. Sones espectrales, jamás oídos por persona humana. Aullidos, silbidos… Formaban una especie de melodía extraña, alucinante, sin comparación alguna con la más inspirada o la más horrenda composición musical. Eran sonidos naturales, producidos por extrañas fuerzas invisibles, inalcanzables. Eran los sonidos de la energía.

Fawcett sentía todo aquello como un soplo a su alrededor, como ráfagas intermitentes que silbaban a su lado. No eran percepciones de sus sentidos, eran percepciones que venían desde más allá de sus sentidos. Se sentía ingrávido, etéreo, incorpóreo, sin constancia de su propio cuerpo…

Recordó las palabras del profesor: «Permanecerá en estado de vida latente. Sentirá a su alrededor sensaciones de sonido, de luz, de color…». Estaba consciente de sí mismo. Podía pensar, raciocinar, hacer funcionar su mente. Existía. Pero no podía ver, ni oír. Todo lo que percibían sus ojos, sus oídos, eran sensaciones engañosas, falsas, inexistentes. Sólo se producían en su interior, en sí mismo. No cabía duda de que estaba girando vertiginosamente en el interior de la dimensión tiempo, dando vueltas a la Tierra a mayor velocidad que la luz…

De pronto, todo terminó. Fue un cese repentino, brusco, inesperado. No le causó dolor, ni otra sensación física alguna. No sintió nada. Pero recobró en toda su potencia su capacidad de ver, de oír, de tocar. Estaba de nuevo en su propio cuerpo.

La cabina apareció de nuevo ante sus ojos. Todo estaba igual que antes. El indicador, las palancas… Nada había cambiado. Sin embargo, Fawcett presentía que había algo que sí había cambiado. No sabía qué era, ni si era de índole material o inmaterial. Simplemente, sabía que era algo.

Se levantó del sillón. En su cuerpo no persistía ninguna sensación. Ni siquiera la de tiempo. Parecía como si acabara de sentarse allí mismo, y acabara de pronunciar las palabras con las que se despidiera del profesor: «Volveré ayer». Se acercó a la puerta de la cabina, descorriendo los dos pesados cerrojos y pasadores de seguridad que la mantenían herméticamente cerrada. Dudó unos momentos antes de tirar de ella para abrirla. ¿Qué encontraría al otro lado? ¿El laboratorio del profesor? ¿Tal vez algún paisaje extraño, desconocido? ¿Nada?

Rezó mentalmente porque todo hubiera salido bien. Tenía que haber salido bien.

Reunió todas sus fuerzas, tiró de la puerta, y la abrió de un brusco empujón. Salió al exterior…

2

NO CONOCÍA EL LUGAR donde estaba. Era la suave pendiente de una colina, totalmente cubierta de verde. Allá abajo, a unos doscientos metros, corría la cinta plateada de la carretera.

Recordó lo que le dijera el profesor: «La esfera se materializa en distinto lugar del que ocupa ahora, fuera del límite de la ciudad de Londres. Si la materializara aquí mismo, se encontraría con su propia masa, la del ayer, y ello podría ocasionar un cataclismo en el tiempo. Es mejor no correr riesgos inútiles».

De modo que, aunque no hubiera retrocedido, la esfera se había movido. Esto al menos era ya un buen augurio.

Cerró desde el exterior la puerta de la esfera, asegurándola para que nadie, salvó él, pudiera volver a abrirla. Contaba con que nadie acudiría allí a curiosear. La esfera había quedado semi-hundida en una depresión del terreno, de modo que no era fácil que fuera vista desde la carretera. Por otra parte, aquellos parajes estaban casi desiertos. Había de correr el riesgo…

Empezó a descender por la ladera, andando rápidamente en dirección a la carretera. Confiaba en que no estuviera muy lejos de Londres.

Llegó a la cinta de asfalto, y esperó unos momentos. No tardó en pasar un mono-bólido, al que hizo serias para que parara. Pero el conductor debía de tener mucha prisa o estaba muy bien educado, pues ni siquiera disminuyó la marcha, pasando de largo como si ni siquiera le hubiera visto.

El segundo mono-bólido que pasó sí se detuvo a las señas de Fawcett. Un agradable rostro de mujer se asomó por la ventanilla.

—Perdone —murmuró Fawcett—. ¿Estamos muy lejos de Londres?

La muchacha que se había asomado le miró, levantándose levemente las gafas de sol por sobre sus ojos. Negó con la cabeza.

—No. Unos diez o doce kilómetros a lo sumo. ¿Va allí?

Fawcett asintió con la cabeza.

—Bien, entonces suba. Le llevamos.

Fawcett no se hizo repetir la indicación. Se metió dentro, y entonces pudo ver al conductor del vehículo. Mejor dicho, la conductora. Una chica que no tenía nada que envidiar en cuanto al físico a su compañera.

Consultó su reloj. Eran las cuatro y doce minutos. Habían transcurrido tan sólo diez minutos desde que se despidiera del profesor, aunque a él le pareciera que habían sido más.

«Sin duda» —se dijo—, «al energetizarse, el reloj ha dejado momentáneamente de funcionar. Pero lo realmente importante no era aquello. Había salido del laboratorio de Bingelow, y ahora se encontraba allí…».

—¿Es usted de por aquí? —preguntó la primera muchacha, la que se asomara.

Fawcett asintió con la cabeza.

—Sí, de Londres. Había salido con unos amigos de excursión, y… y me he perdido.

La muchacha rio con risa argentina.

—Esto suele pasar muy a menudo —dijo, con un tono de voz que indicaba que no se creía en absoluto aquella absurda excusa—. Mi amiga y yo no somos de aquí —explicó luego—; somos de Liverpool. Venimos ahora a Londres de vacaciones, a pasar algunos días con una tía nuestra…

Fawcett asintió con gesto meditativo. En un ademán maquinal, dio cuerda a su reloj. Tras breve vacilación, se decidió a preguntar por el punto que le interesaba:

—Perdonen. Pensarán que soy un despistado, pero… ¿podrían decirme a qué día estamos hoy?

La mujer que conducía el vehículo se volvió ligeramente hacia él, hablando por primera vez.

—¡Pero, oiga! —su voz se fingía alarmada—. ¿Usted cuándo se perdió? Eso de no saber el día en que estamos…

Fawcett fingió una sonrisa de circunstancias.

—No es eso —explicó—. Soy muy desmemoriado, y siempre me olvido la fecha. Además, tengo mi reloj calendario estropeado. He de resolver unos asuntos en Londres el día veintisiete, y me ha asaltado repentinamente el temor… La primera muchacha soltó una carcajada.

—Tranquilícese, amigo. No perderá la resolución de estos asuntos por ahora. Todavía estamos a día veintiséis.

A las dos muchachas les debió de extrañar el hondo suspiro que lanzó Fawcett, y era porque no sabían el motivo del mismo. Cuando Fawcett se metiera en la máquina traslato-temporal, en el laboratorio de Bingelow, estaban a día veintisiete. Y ahora era día veintiséis.

¡Estaba de nuevo en ayer!

3

LAS DOS MUCHACHAS le dejaron en una de las innumerables calles de Londres, a petición del propio Fawcett. Éste les dio las gracias, y recibió de ellas una invitación para acudir a su casa, invitación que aceptó, a pesar de saber que no la atendería. Se quedó viendo cómo el coche se alejaba calle adelante, hasta perderse en una de las esquinas, y después miró a ambos lados de la calzada.

Allí, a poca distancia de él, un rótulo luminoso, entonces apagado, anunciaba la existencia de un snack-bar. Repentinamente recordó que desde la noche anterior no había probado bocado. Se dirigió hacia allí, penetró en él, y fue a acomodarse en la barra.

—¿Qué desea? —inquirió el camarero.

Fawcett encargó un bocadillo de jamón y cerveza, y cuando el hombre trajo lo pedido preguntó, como al descuido:

—Perdone, ¿podría indicarme la hora? Me parece que se me ha parado el reloj.

El hombre se la dijo: las cuatro y media.

—Del día veintiséis, ¿verdad?

—Naturalmente.

Fawcett hizo ver que movía las agujas de su cronómetro, dio las gracias, y empezó a comer el emparedado. Lo que había pensado poco antes era falso. No era su reloj, energetizado, que no había funcionado. Era que, durante su viaje por el tiempo, éste no había transcurrido. Había permanecido inmóvil mientras duró su estancia en su dimensión.

Terminó el bocadillo, bebió la cerveza, pagó, y salió de nuevo a la calle. Volvió a mirar su reloj. Las cuatro y treinta y siete.

Dirigió su vista de nuevo hacia adelante. Todo había salido a la perfección. Se encontraba de nuevo en el ayer, aproximadamente a la misma hora en que se encaminaba a ver a Bingelow. Pero ahora no perdería así el tiempo. Tenía otras cosas más importantes que hacer.

Era hora de empezar a actuar.

Llamó a un aerotaxi, dando la dirección de su apartamento. Pero rápidamente se corrigió:

—No; al aeropuerto de Londres II.

Se reclinó en el asiento, mientras el helio-coche se elevaba y emprendía el vuelo hacia el lugar indicado. No era conveniente mostrarse por los sitios que frecuentaba corrientemente, se dijo. No debía olvidar que era un intruso allí. En aquel mismo mundo, en aquella misma ciudad, existía ya él, el Benjamin Fawcett que vivía en aquel ayer, que era un día más joven que él. Era el mismo, más, sin embargo, era otra persona.

«Sería interesante verme de pronto frente a él» —pensó—. «¿Cuál sería su reacción? ¿Y la mía? No hay que olvidar que somos la misma persona, el mismo hombre».

Pero desechó aquellos pensamientos. No debía desviarse de su objetivo principal. A aquellas horas, el otro Benjamin Fawcett se dirigiría hacia la villa del profesor Bingelow. Él, en cambio, debía seguir otra dirección. Tenía una misión que cumplir, y ella estaba por encima de todo.

El aerotaxi llegó al aeropuerto, y Fawcett abonó la carrera, despidiéndolo. Penetró en el edificio por la gran puerta central, y se dirigió hacia uno de los conserjes que atendían al público.

—Necesito hablar con el jefe del aeropuerto —pidió, con aplomo—. Es urgente.

Su tono debió de impresionar al hombre, relacionándole sin duda con algún asunto importante. Le señaló una dependencia, indicándole que allí debía tomar un ascensor.

—Es el quinto piso, señor —indicó.

Fawcett se dirigió hacia el lugar indicado, penetró en la cabina, cerró las puertas, oprimió el quinto botón, y notó cómo ascendía rápidamente. Cuando las puertas se abrieron de nuevo se encontró ante una regular habitación, indudablemente una sala de espera. A ella desembocaban varias puertas. A un lado, tras una mesa metálica, se encontraba una mujer con gafas de concha y aire de eficiencia, vistiendo el uniforme del aeropuerto.

Fawcett se dirigió a ella, repitiendo lo mismo que dijera antes.

—¿Tiene concertada entrevista con él? —inquirió la mujer.

Fawcett negó con la cabeza.

—No, pero es urgente. Entréguele esta tarjeta, por favor. Dígale que necesito verle inmediatamente.

—Aguarde un instante —pidió.

Y desapareció tras una amplia puerta situada en el fondo de la habitación, poco después aparecía de nuevo haciéndole gesto de que se acercara.

—Por favor. Mister Scott le espera…

Fawcett penetró en la habitación de la que acababa de salir la secretaria, y la puerta se cerró a sus espaldas. Paseó una mirada alrededor.

Era la misma habitación en la que estuviera la noche anterior. Mejor dicho, aquella misma noche. Un par de sillones, una mesa de despacho, y ante ella, de pie, el jefe del aeropuerto. Henry Scott, el mismo hombre que le dijera que no podía aclararle nada sobre el accidente, al menos de momento, aguardaba.

—¿En qué puedo servirle?

Jugueteaba con la tarjeta que Fawcett entregara a la secretaria. Éste estuvo a punto de preguntarle: «¿No me recuerda?», pero se contuvo. Recordó que Scott no le había visto nunca. Lo que para él fue la noche anterior, para el otro sería aquella misma noche. Decidió abordar directamente el tema:

—Deseo hablarle sobre el vuelo R-23, de Nueva York a Londres. Mejor dicho, sobre el aparato que realiza este vuelo.

Scott asintió con un gesto.

—Bien. ¿Qué pasa con este aparato?

Fawcett inspiró profundamente. Dudó unos segundos, eligiendo cómo mejor enfocar la cuestión. Y después decidió lanzarlo todo de golpe:

—No debe despegar de Nueva York, mister Scott. No debe salir de aquel aeropuerto.

Sus palabras sorprendieron sin duda al hombre, pues su rostro lo dejó traslucir claramente. Por unos momentos quedó dubitativo, como asombrado.

—Esto… un momento, mister Fawcett. Si no le he entendido mal, usted quiere decir que el estrato-avión que realiza el vuelo R-23, Nueva York-Londres, no debe despegar de este primer aeropuerto. ¿Verdad?

—Exactamente.

—Muy bien. ¿Podría indicarme los motivos?

—Sí. Este avión ha sido saboteado. Si despega de Nueva York, al llegar a este aeropuerto, concretamente, al aterrizar en la pista número 37, estallará. Una bomba que hay colocada en su primer motor izquierdo entrará en funcionamiento al bajarse su tren de aterrizaje.

Scott dudó unos momentos antes de dar la vuelta a la mesa, sentarse tras ella, juguetear distraídamente con un cortapapeles, y volver a mirar a Fawcett.

—No acabo de comprender lo que quiere dar a entender con sus palabras —dijo al fin—. ¿Insinúa acaso que el avión ha sido saboteado? ¿Qué hay en él una bomba que estallará al aterrizar?

—Exacto.

El hombre se mordió pensativamente el labio inferior.

—Bien —dijo tras breve vacilación—. ¿Tiene alguna prueba concreta de lo que dice?

—Aquí y en este momento, no. Pero si revisan el aparato, encontrarán la bomba en su primer motor izquierdo, conectada al tren de aterrizaje. El mecanismo está dispuesto de modo que, tres minutos después de bajarse éste, la bomba estalle. Si lo desea, puede ordenar al aeropuerto de Nueva York que verifiquen una investigación, y podrá convencerse de ello.

Scott siguió jugando con el cortapapeles, mientras pensaba evidentemente en otras cosas. Tras unos instantes de silencio movió la cabeza de un lado para otro.

—El ordenar la revisión de los motores de un aparato no es una cosa tan sencilla como parece —dijo al fin—. Se necesitan pruebas concretas de que existe alguna anormalidad para ello. Concretas, ¿comprende? No es suficiente la simple afirmación de… de una persona.

Fawcett se mordió los labios.

—¿Quiere decir con esto que no me cree?

—No, en absoluto. Yo no he querido decir esto, mister Fawcett. Simplemente, he dicho que se necesitan pruebas. Yo no puedo enviar una comunicación a Nueva York, diciendo simplemente: «Hay sospechas de sabotaje. Revísese el primer motor izquierdo del aparato». Si luego resulta todo un rumor infundado, las responsabilidades serán mías, ¿comprende? El revisar el motor de un aparato es tarea mucho más complicada de lo que parece. Y si luego resulta no haber nada…

—¡Pero es que el caso no es éste! ¡Es que hay algo! ¡Una bomba!

El jefe del aeropuerto dejó el cortapapeles, y se puso en pie.

—Mister Fawcett, parece usted muy convencido de lo que dice. ¿Cómo está tan seguro de ello?

—Pues…

Fawcett comprendió que era una idiotez intentar explicarle al hombre que él sabía todo aquello porque ya lo había presenciado, lo había vivido antes, Lo tomaría por loco. «¡Oh, no! ¿Qué importa ahora el cómo lo sepa? ¡Lo importante es que es verdad, y que si no se evita a tiempo, el resultado será una catástrofe en la que perderán la vida ciento sesenta y cuatro personas!».

Scott lanzó un suspiro. Sus pensamientos eran tan legibles como a través de una placa de cristal.

—Muy bien, mister Fawcett. Supongamos que todo lo que dice es cierto. ¿Podría darme acaso algún motivo que indujera a sabotear el aparato? Porque no me dirá que la bomba ha sido colocada allí por simple diversión.

—No, naturalmente que no. El motivo es muy sencillo. En el avión ha de viajar un hombre, un agente del Gobierno, bajo el nombre de Lloyd Harold Finnegan. Lleva unos importantes documentos políticos, que no interesa a determinadas potencias que lleguen a su destino. Ésta es la causa del sabotaje.

—Bien, de acuerdo, mister Fawcett. Pero esto no es ninguna prueba. Tal vez exista entre los pasajeros este tal Finnegan, pero esto no quiere decir que tenga que llevar estos documentos a los que usted alude. Yo no tengo noticia de que tales documentos viajen en el avión. No sé nada sobre el particular.

Fawcett palideció. ¿Qué el hombre no sabía nada de los documentos? Pero…

—¡Pero si usted mismo me dijo anoche que conocía su existencia! ¡Recuerdo claramente que me dijo que sabía lo que viajaba en el avión, pero que no podía revelarme lo que era, que todavía era un secreto! ¡Ya…!

Se detuvo, demasiado tarde ya. En los ojos de Scott acababa de pintarse la sorpresa, el desconcierto, y más claramente otra cosa. Durante unos segundos los dos permanecieron en silencio, mirándose el uno al otro. Después sonó fríamente la voz del jefe del aeropuerto:

—Sin duda debe de estar confundido, mister Scott. Yo no he hablado con usted de nada semejante. No conozco la existencia de estos documentos, y ni siquiera lo había visto a usted antes de ahora. Está equivocado.

Fawcett estuvo a punto de echarse a gritar, furioso. En los ojos de aquel hombre se leía claramente que no le creía. No le creía en absoluto. Le tomaba por un loco, por un chiflado. Y sus últimas e inoportunas palabras le habían confirmado en su opinión. Se inclinó, apoyándose sobre la mesa.

—Debe creerme, mister Scott —murmuró—. Le juro que es cierto todo lo que le he dicho. ¡Oh, Dios!, ¿no comprende que está en juego la vida de ciento sesenta y cuatro personas?

Scott negó con la cabeza. Su actitud se había vuelto fría, hostil.

—Lo siento, mister Fawcett. Ya le he expuesto mis razones. Si cree usted que lo que dice es cierto, proporcióneme alguna prueba. Si no, intente dirigirse hacia otro lado. Vaya a Nueva York si lo desea, e intente allí. Yo no puedo hacer nada.

Fawcett pensó brevemente. O aquel hombre mentía deliberadamente, o bien realmente no sabía nada de los documentos. Lo más probable era que fuera lo segundo. Sin duda se había enterado de la existencia de los tales documentos a raíz del accidente.

Comprendía claramente lo que pasaba por la cabeza del otro. No le culpaba enteramente por ello. El hombre no estaba dispuesto a meterse en camisa de once varas por hacer caso a aquel individuo que se dirigía a él con la pretensión de ponerle en conocimiento de un pretendido sabotaje. Por otra parte, no podía echarlo de allí a cajas destempladas; no tenía ningún motivo para ello. Simplemente, lo que hacía era permanecer indiferente a todo lo que le dijera el otro, negándose a actuar.

Comprendió que no lograría nada intentando presionar por aquel lado, salvo perder el tiempo inútilmente y arriesgarse a que Scott se cansara de escucharle y le hiciera detener por molestias y alteración del orden público. Y era preciso evitar todo entorpecimiento.

—Sí —musitó—. Sí, tal vez sea lo más conveniente.

Y, sin nada más, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

Scott le vio salir sin hacer nada por detenerlo. En el fondo, se alegraba de que se marchara. Aunque no quisiera admitirlo sus palabras habían empezado a impresionarle un poco. ¿Y si, a pesar de todo, fuera cierto? No había ninguna prueba de ello, pero tampoco había ninguna que demostrara lo contrario. Claro que las palabras de Fawcett tenían una cierta inconsecuencia…

Posó su mano sobre el aparato telefónico, con la intención de conferenciar con Nueva York, pero se detuvo. ¿Qué sacaría con ello? ¿Qué les diría? ¿Qué se había presentado en su oficina un tipo raro diciendo que en el avión del vuelo Nueva York-Londres había una bomba, y que tenía miedo de que fuera cierto? Apartó la mano y miró hacia la puerta. Sin una palabra, sin despedirse siquiera, Fawcett había desaparecido. La puerta estaba nuevamente cerrada.

Se encogió de hombros. ¡Al diablo con todo aquello! ¿Para qué preocuparse inútilmente por una tontería así?

Tomó unos papeles de sobre su mesa, y se enfrascó nuevamente en su trabajo.

4

FAWCETT SALIÓ DEL DESPACHO del jefe del aeropuerto y se encaminó con paso cansino al ascensor. La secretaria le saludó amablemente al pasar por su lado, pero él no la oyó. Siguió caminando, se metió en el ascensor, apretó el botón correspondiente a la planta baja, y aguardó.

Nada le quedaba por hacer allí. Había intentado convencer a Scott, pero no había logrado nada. Nueva York estaba demasiado lejos de Londres.

«Vaya a Nueva York e inténtelo allí».

Esto le había dicho el jefe del aeropuerto de Londres II. Tenía razón. Si alguna posibilidad tenía de ser escuchado, era en Nueva York. Allí sería más fácil que dieran crédito a sus palabras. Si es que sus palabras eran dignas de crédito.

Comprendió lo incongruente de sus afirmaciones. No tenía ninguna prueba, nada que demostrara que lo que decía era cierto. Salvo su propia experiencia. Pero no podía contar nada de ello; no podía decir que venía del futuro, que ya lo había visto suceder todo. Y éste era su principal y único argumento.

¡Y, sin embargo, debía hacer algo!

Consultó su reloj, Eran las cinco. Faltaban dos horas para que el estrato-avión despegara de Nueva York. ¡Y debía evitarlo!

Cuando llegó a la planta baja, no salió del aeropuerto. Sabía que las mismas líneas aéreas británicas habían creado hacía tiempo un servicio especial de transporte aéreo, los «aeroswifts», pequeños aviones de dos plazas con piloto, susceptibles de ser alquilados para realizar vuelos especiales fuera de horario y rutas normales. Era un servicio poco usado por lo elevado de su coste, teniendo en cuenta que los vuelos normales se realizaban con gran frecuencia y a todas partes del mundo, pero servían para cuando una persona tenía una muy urgente prisa y no podía esperar la salida del avión normal, o cuando el lugar adonde debía ir era tan apartado que el vuelo por las Aerolíneas normales le hubiera resultado demasiado lento.

Fawcett se dirigió rápidamente hacia la oficina especial de los «aeroswifts». Era lo único que podía hacer. El próximo vuelo Londres-Nueva York no se realizaría hasta las siete de la próxima mañana, y él solamente disponía de dos horas. Aquello era su única solución… o comprar un aparato.

En la oficina le pidieron el correspondiente pasaporte, el carnet de identidad, una garantía, una fianza, el pago adelantado del importe del servicio…

El servicio de «aeroswifts» era, tal como su nombre indicaba y por sus mismas características, un servicio rápido, de urgencia, y Fawcett solamente necesitó cinco minutos para cumplimentar todos los trámites preliminares. El empleado que le atendía le entregó el correspondiente contrato y le indicó:

—Hangar número tres. El aparato es el número doce. Puede partir cuando quiera; buena suerte.

Fawcett asintió con un gesto, y salió corriendo en dirección a los hangares. Allí, en el número tres, se encontraba el aparato que debería llevarle hasta Nueva York. Era un moderno avión a reacción, algo más grande que un caza. En sus costados, junto con la palabra «aeroswift», iba pintado en grandes caracteres el número 12. Al lado del aparato, avisado ya con la suficiente antelación, se encontraba el piloto.

—Necesito ir a Nueva York —le dijo Fawcett, a pesar de que el piloto ya lo sabía de antemano por habérselo comunicado el servicio—. He de estar allí en el plazo de una hora. ¿Cree que podremos llegar?

El piloto pensó unos momentos, y movió la cabeza dubitativamente.

—Es muy justo —respondió—. En tan poco tiempo…

—¿Se puede intentar?

—Naturalmente, todo puede intentarse. Aunque no sé…

Fawcett le interrumpió con un gesto.

—Está bien. Usted sáquele todo lo que pueda al avión. Si llegamos en el plazo que le he señalado, puede contar con una buena gratificación cuando aterricemos.

El piloto no quiso oír más. Se encasquetó el casco de vuelo, y dio una fuerte palmada al fuselaje del aparato.

—De acuerdo. Forzaremos al máximo este cacharro… y veremos lo que pasa.

Le entregó a Fawcett un casco de vuelo igual al suyo, diciéndole que se lo colocara.

—¿No lleva equipaje? —inquirió.

Fawcett dijo que no con la cabeza. El hombre se encogió de hombros; sin duda estaba ya acostumbrado a estos vuelos apresuradísimos. Señaló la carlinga del aparato:

—Está bien; suba.

Poco después, acomodados ambos en la cabina de vuelo, el aparato empezó a rodar en busca de la pista de despegue señalada para él por la torre de control. El piloto centró el aparato en ella, e indicó a Fawcett:

—Sujétese bien la chichonera. Este cacharro va a bailar dentro de poco.

A la señal de la torre de control, el piloto movió una palanca, y el aparato empezó a rodar, primero lentamente, luego más aprisa, hasta que empezó a elevarse del suelo, ganando altura por momentos…

A los pocos minutos volaba ya en vuelo libre por sobre el aeródromo, y enfilaba su morro hacia el Oeste, en busca de su punto de destino.

—Voy a dar toda la potencia al motor de este cacharro —dijo el piloto a través del micrófono interior—. Si no reventamos antes, confío en que llegaremos a Nueva York en una hora.

Fawcett asintió con la cabeza. Esto era lo que necesitaba.

5

EL APARATO ATERRIZÓ en el aeropuerto intercontinental de Nueva York a las seis y doce minutos, hora de Londres, correspondientes a la una y diez de Nueva York. El vuelo había durado exactamente una hora menos dos minutos.

Fawcett saltó del aparato, entregándole al piloto un billete de cien libras. Éste miró el papel, silbó suavemente al leer la cantidad, y dio efusivamente las gracias a Ben.

—No me las debe dar —exclamó éste—. Aunque usted no lo sepa, ha hecho algo más que un simple vuelo urgente sin trascendencia. Tal vez mañana, al leer los periódicos, pueda entenderlo. Dio media vuelta, y se encaminó con toda rapidez hacia los edificios del aeropuerto. El piloto se lo quedó mirando unos momentos, se encogió de hombros, y acabó dando también media vuelta y dirigiéndose, silbando alegremente, hacia las dependencias del personal, para rendir su informe y pedir nuevas instrucciones.

Fawcett, por su parte, siguió avanzando rápidamente hacia los edificios del aeropuerto. Por el camino vio, en las pistas de despegue y los hangares, varios estrato-aviones de pasajeros, dispuestos para partir. No se entretuvo en averiguar cuál de ellos sería el que efectuaría el vuelo R-23; tenía demasiada prisa para ello.

Penetró en el interior de los edificios, y pidió ver al jefe del aeropuerto. Mientras esperaba, modificó las agujas de su reloj, de modo que coincidieran con el horario neoyorquino. Tras unos instantes de espera, que se le hicieron siglos, fue conducido a un despacho cuyo amplio ventanal daba directamente a los campos de despegue y aterrizaje. Al verle entrar, un hombre se puso en pie tras su mesa de despacho.

Era alto, algo grueso, y con una incipiente calvicie que le profundizaba las entradas frontales del cabello. Estrechó calurosamente la mano de Fawcett (sin duda estaba enterado de que había fletado un avión especial para llegar hasta allí) y preguntó en qué podía servirle.

Fawcett le expuso parcamente lo que le había impulsado a aquel viaje, repitiendo aproximadamente lo mismo que le dijera antes a Scott. El hombre le escuchó atentamente y, a medida que Fawcett iba hablando, su rostro se iba poniendo más serio. Cuando el joven terminó, movió dubitativamente la cabeza.

—¿Tiene acaso alguna prueba que demuestre lo que afirma?

Fawcett comenzó a impacientarse. El hombre iba por los mismos caminos que el otro: siempre pruebas, las malditas pruebas. ¡Y mientras tanto, el tiempo iba pasando!

—No creo que sean necesarias ninguna clase de pruebas —respondió—. Bastará con revisar el primer motor izquierdo del aparato y el tren de aterrizaje. Allí encontrarán la bomba.

El hombre consultó su reloj.

—El avión tardará solamente veinte minutos en salir —informó—. Una revisión como la que usted indica llevaría como mínimo unas dos horas. No se puede retrasar tanto tiempo la salida de un avión.

—Pero pueden sustituir este aparato por algún otro para hacer el vuelo.

—No, no, mister Fawcett. Usted no sabe lo que se dice. No disponemos de un número ilimitado de aparatos. Un estrato-avión no es un coche.

—Sí, lo comprendo, pero…

—No, me parece que no lo comprende. Usted tiene sospechas de que este aparato puede haber sido saboteado…

—No son sospechas. Es certeza.

—¡Ah, bueno; de acuerdo! Usted tiene sospechas de que este aparato puede haber sido saboteado: muy bien. Nosotros tenemos la seguridad de que no puede haberlo sido. Nuestros empleados son de la máxima confianza, y además han sido adoptadas desde siempre las oportunas medidas para evitar posibles actos de sabotaje. Por lo tanto…

Fawcett palideció. Las palabras del hombre no podían ser más claras.

—¿Quiere decir que miento?

—¡Oh, no, en absoluto! Simplemente, me he limitado a exponerle el caso de un modo sencillo, llano. Cualquier persona puede presentarse aquí exponiendo casos similares al suyo. Si tuviéramos que hacerles caso a todos ellos, tendríamos que revisar nuestros aparatos cada diez minutos. Como comprenderá, es algo imposible. ¿Usted está convencido de que lo que dice es cierto? Muy bien, tráiganos pruebas, y le creeremos. Lo siento, pero no podemos hacer otra cosa.

Fawcett apretó los labios furiosamente. Lo mismo que Scott; pruebas, pruebas, pruebas. ¿Acaso aquellos hombres no comprendían el alcance de su actitud? ¿Acaso no veían que lo que les decía podía ser cierto?

Pero a ellos no les importaba. Su punto de vista era muy objetivo: si mandaban revisar el avión y no encontraban nada, las responsabilidades serían para ellos. ¿Qué un hombre les había dicho que en el avión se ocultaba una bomba? Muy bien. ¿Pero tenía pruebas de lo que decía? ¡Entonces!…

Fawcett comprendía todo aquello, comprendía que la actitud de los dos hombres, desde su personal punto de vista, era la más adecuada, pero se rebelaba ante su inactividad. Porque él sabía que lo que decía era cierto, que si no se evitaba, ciento sesenta y cuatro personas morirían. ¡Y todo por la inactividad de dos hombres que preferían dejarlas morir antes de arriesgar su puesto y su reputación!

Se puso en pie violentamente, dando un fuerte golpe contra la mesa.

—¡Al diablo con todo! —exclamó—. Les he avisado de un peligro, de algo que puede convertirse en una tragedia. Hay en juego la vida de ciento sesenta y cuatro personas, y usted se queda aquí tan tranquilo ¿No piensa en que su actitud puede derivar en un trágico desastre?…

El hombre se removió en su silla. Indudablemente las palabras de Fawcett le desazonaban, le hacían dudar. Pero se mantuvo en sus trece:

—Lo siento, mister Fawcett. Si usted cree que puede demostrar lo que dice, darnos algún indicio que nos haga ver la veracidad de sus palabras…

Fawcett volvió a golpear con su puño contra la mesa, furioso.

—¡Cállese! —gritó—. No tiene conciencia de su responsabilidad. Si este avión despega, usted será el responsable de lo que pueda suceder. Un gran peso caerá para siempre sobre su conciencia…

—¡Basta ya! —El jefe del aeropuerto se puso violentamente en pie. Sus labios le temblaban levemente, demostrando su estado de agitación interna—. He soportado hasta ahora sus insensateces. ¿Qué es lo que pretende con este cuento? ¿Acaso piensa que creeremos lo que dice? Una bomba, unos documentos inexistentes… ¿Quiere que le diga mi opinión? ¡Está usted loco!

La puerta del despacho se abrió, y en ella apareció el rostro de la secretaria del jefe del aeropuerto.

—Perdone —murmuró— oí gritos, y…

Se detuvo. Fawcett y el otro hombre se miraban fijamente, sin hablar. La mujer, impresionada por aquel silencio, calló también, contemplando con ojos extrañados la escena.

Al cabo, fue Fawcett quien rompió a hablar.

—Sí —murmuró—. Sí, tiene razón. Estoy loco. Loco cuando creí que mis palabras serían escuchadas por alguien, loco cuando creí poder vencer a los acontecimientos, al destino. Siempre he sido un loco, un iluso.

El jefe del aeropuerto recuperó su aplomo. La tensión del despacho se rompió, y todos los que estaban allí parecieron recuperar la conciencia de sí mismos. Fawcett vio que ya nada tenía que hacer allí. Hasta entonces había fracasado en todo. Nada podría convencer a aquellos hombres, salvo una prueba concreta de la veracidad de lo que decía. Y no podía decirles la verdad, no podía decirles que venía del futuro, que para él todo lo que tenía que suceder había sucedido ya. Entonces sí lo tomarían por un verdadero chiflado.

Se decidió. Todavía le quedaba una baza por jugar. Era una baza peligrosa, desesperada…

Dio media vuelta, y se encaminó silenciosamente hacia la salida del despacho. La secretaria, sin duda impresionada por su aspecto, se apartó. El jefe del aeropuerto, en cambio, avanzó, lanzando un grito:

—¡Eh, espere! ¿Adónde va usted?

Fawcett se volvió. El hombre llegó a su lado, y lo agarró por un brazo.

—Lo siento, amigo —dijo—. Creo que mi obligación sería encerrarlo o ponerlo a disposición de las autoridades, pero no voy a hacer nada de esto. Lo dejaré libre. Más esto no quiere decir que vaya a permitirle cometer cualquier barbaridad. Se quedará aquí hasta que el aparato haya despegado, ¿entiende?

Fawcett se mordió los labios. Aquel hombre parecía haber adivinado sus pensamientos. ¡Y pensaba retenerle allí hasta que fuera demasiado tarde!

Había sido un idiota al pretender sacar un poco de claridad y raciocinio de aquella mollera sin seso. Una sola palabra de aquel hombre podría cambiar el destino de ciento sesenta y cuatro personas. Pero aquel hombre no tenía la menor intención de pronunciar aquella palabra.

—Está bien —murmuró, abatido—. Como quiera.

Y de pronto, antes de que el otro pudiera apercibirse de nada, se desasió de un brusco tirón. El jefe del aeropuerto quedó unos momentos sorprendido, ya que no se esperaba aquello. Y Fawcett aprovechó aquel breve segundo de indecisión. Lanzó con furia su puño contra la cara del otro, estrellándoselo fuertemente contra su mentón. El hombre reculó, y Fawcett se lanzó contra él, repitiendo sus golpes. Pegó con furia, con deseo de hacer daño, de privar al otro de los sentidos antes de que pudiera rebelarse. El jefe del aeropuerto lanzó un gemido al conjuro de los golpes, y se derrumbó al suelo. Fawcett le aplicó otro golpe, asegurándose de que había perdido por completo el conocimiento, y se levantó.

La secretaria, que había presenciado con ojos muy abiertos toda la lucha, sin comprender nada, dejó escapar un grito. Fawcett no dudó. Era una mujer, y siempre le habían enseñado que no podía pegarse a una mujer, pero las circunstancias obligan. Se lanzó contra ella, dándole un brusco empujón que la lanzó de golpe contra un sillón. Y cuando intentaba levantarse de nuevo, Fawcett le lanzó un golpe a la barbilla, poniendo en él toda su potencia. La mujer levantó la cabeza, se echó hacia atrás, y se derrumbó al suelo acompañada del sillón, que quedó volcado a, su lado.

Fawcett se pasó el dorso de la mano por la boca, mirando la escena resultante. No se arrepentía de lo que había hecho. La vida de ciento sesenta y cuatro personas dependía de ello. Ahora sólo tenía un camino a seguir.

Abrió la puerta y salió de estampida de la habitación, no tardando en perderse entre la multitud de gente que circulaba por el ámbito del espacioso aeropuerto.

6

EN EL MISMO MOMENTO en que Fawcett llegaba a la sala de espera de viajeros, camino de la pista veintiocho, donde se encontraba el aparato, los altavoces del aeropuerto empezaban a lanzar sus avisos:

—¡Atención! ¡Pasajeros para el vuelo R-23, con destino a Londres! ¡Sírvanse dirigirse hacia la pista veintiocho y ocupar sus puestos en el aparato! ¡Faltan sólo cinco minutos para la salida! ¡Atención! ¡Pasajeros!…

Fawcett se sorprendió y se alarmó. Su reloj solamente marcaba las dos menos diecisiete, y en cambio… ¡Cielos, debía haberse equivocado al hacer el cambio horario!

Miró febrilmente al enorme reloj que presidía la sala de espera: las dos menos cinco. ¡Todo el plan se le iba abajo!

Palideció. Por una estúpida equivocación… Su intento de inutilizar el avión antes de que despegara era ya imposible; no le quedaba tiempo material para ello. ¡Y sin embargo tenía que hacer algo! ¡Debía hacerlo si no quería que el aparato se estrellara al aterrizar en Londres!

Sólo le quedaba una solución: meterse en el avión. Aunque fuera ya en pleno vuelo, podría obligar a que no se hiciera uso del tren de aterrizaje al tomar tierra en Londres. Era lo único que podía hacer. Una vez logrado esto…

Pero no tenía pasaje para el avión, y le sería imposible subir por la escalerilla de acceso sin que la azafata que comprobaba la lista de pasajeros le detuviera. Y por otra parte era demasiado tarde para adquirir un pasaje, en el hipotético caso de que hubiera alguno sin cubrir.

Sólo había un medio de meterse en el avión: ocupar el puesto de uno de los pasajeros. Pero ¿cómo?

La ocasión se le presentó en aquel mismo momento, en la figura de un hombrecillo bajito, rechoncho y calvo, que acababa de salir apresuradamente de los lavabos para caballeros. Fawcett agarró la oportunidad por los pelos. Se colocó delante de él, bloqueándole completamente el paso.

—¡Un momento!

El hombrecillo se detuvo, mirándole curiosamente con sus ojos miopes. Señaló hacia afuera.

—Lo siento, señor, pero tengo prisa. He de coger este avión…

—Ya lo sé. —Fawcett no se apartó—. Va usted a Londres, ¿verdad?

—Sí, pero…

—Le compro su pasaje. Le pagaré por él lo que pida.

El hombrecillo parpadeó, en un tic nervioso.

—Lo siento, señor, pero tengo prisa. Me esperan en Londres, además, tengo ya mi equipaje en el avión.

—No importa, el asunto es de vida o muerte. Necesito subir a este avión.

—Lo siento, señor, pero yo también. Tal vez quede algún pasaje libre…

Fawcett maldijo sonoramente. De nuevo aquellas personas metidas en su camino, con su indecisión, con su tesonería, con su inactividad…

—¡Atención! ¡Pasajeros para el vuelo R-23, con destino a Londres! Sírvanse…

Ya no le quedaba mucho tiempo Si se entretenía demasiado, ni siquiera el recurso de subir al avión le quedaría. Ya todo estaría perdido.

—Déjeme pasar, señor…

Fawcett miró a su alrededor. Debía de actuar rápido.

—¡Está bien, mamarracho! —gritó—. ¡Tú mismo lo has querido!

Le dio un empellón, metiéndolo de nuevo en los lavabos. El hombrecillo intentó protestar, pero Fawcett no le dejó. Le metió un puño en el estómago, haciéndole soltar todo el aire, y lo remachó con un directo a la mandíbula. El hombre se puso rígido como un palo, hizo una mueca disforme, y se derrumbó al suelo. Fawcett lo agarró para que no cayera, y lo sostuvo en el aire.

Rebuscó a continuación en sus bolsillos: un paquete de cigarrillos, un encendedor, unas llaves… ¡Ah, allí estaba! Junto con su cartera y otros documentos, sacó el pasaje del avión. Sin perder un segundo, se lo metió todo en el bolsillo.

En aquel momento se abrió la puerta de los lavabos, y un hombre penetró en ellos: un empleado del aeropuerto.

Se quedó por unos momentos mirando a Fawcett y al hombre que éste sostenía, sin duda sorprendido por el grupo que formaban. Después pareció comprender:

—¿Qué sucede? ¿Se encuentra mal este señor?

Fawcett agarró por los pelos la oportunidad, y asintió con la cabeza.

—Sí, le ha cogido de pronto algo así como un mareo. El sol de los trópicos, ¿sabe usted? Yo tengo que tomar ahora este avión para Londres, y tengo el tiempo justo. Lo voy a perder si no me doy prisa. ¿Podría usted encargarse de él?

El hombre, servicial, asintió con la cabeza.

—¡Claro, cómo no! Puede irse tranquilo; su amigo queda en buenas manos.

Fawcett dijo que no lo dudaba, le entregó al empleado el fláccido cuerpo del hombrecillo, y echó a correr hacia la puerta. En aquel momento sonaba la última llamada:

—¡Atención! ¡Pasajeros para el vuelo R-23 con destino a Londres! ¡El avión está a punto de despegar! Sírvanse…

Fawcett llegó jadeante al pie de la escalerilla de acceso, y tendió su pasaje a la azafata. Ésta lo comprobó con la lista de pasajeros, se quedó una parte, y devolvió a Fawcett el resto.

—Ha llegado muy a tiempo, mister Brown —comentó—. Un poco más y pierde el avión.

—Sí —murmuró Fawcett, jadeando a causa de la última carrera—. Ya me lo suponía.

Y subió escaleras arriba.

7

EL AVIÓN EMPEZÓ A RUGIR por sus motores, levantando una inmensa corriente de aire a sus espaldas. Los que contemplaban el despegue se llevaron la mano a los sombreros, reteniéndolos sobre sus cabezas. Algunos pañuelos alzaron sus blancas telas en señal de despedida…

Fawcett fue a ocupar el sillón que le indicó la azafata y se sentó en él, cubriéndose la cara con una mano en plan de precaución. Después, echó una ojeada alrededor.

De los restantes asientos de que constaba el avión, solamente cuatro estaban desocupados. A su lado, y ocupando la parte de la ventanilla, se encontraba una señora gruesa, de aire maternal, que sostenía sobre sus rodillas una inmensa sombrerera. Delante suyo se entreveía, por sobre la cabecera del respaldo del asiento, la calva de un señor. A su lado, en la ventanilla, nadie; el hombre debía de ser alérgico al panorama que se divisaba desde ella, y había preferido sentarse en el lado del pasillo. Al otro lado, y en la otra hilera de asientos, una pareja joven, sin duda unos recién casados, y un par de hombres indudablemente de negocios con sus carteras sobre las rodillas. Más hacia adelante y hacia atrás, se veían partes de cabezas, brazos, piernas…

Fawcett dejó de prestar atención a los demás pasajeros para concentrarse en lo que le interesaba. Sabía que entre aquellas ciento sesenta y tres personas que viajaban con él se encontraba Hellen; sabía que la tenía allí, a pocos metros de él. Su deseo de verla de nuevo, sobre todo después de saberla ya muerta, era muy grande. Pero se contuvo. No quería estropear sus planes antes de tiempo. Nominalmente era mister Brown, no Benjamin Fawcett.

Al frente de ellos, en la pared delantera de la amplia cabina de pasajeros, el letrero de «No smoking» se apagó; se encontraban ya en vuelo libre, fuera de las maniobras de despegue. La azafata anunció por el micro que podían desabrocharse los cinturones.

Fawcett pensó en lo que tenía que hacer ahora. Se encontraba dentro del avión. No había podido evitar que éste despegara, el tiempo le había hecho traición, pero ahora se encontraba dentro de él, en situación de remediarlo todavía, todo lo que tenía que conseguir era que el tren de aterrizaje no fuera bajado. ¡Y lo conseguiría!

Pasó a examinar la situación. Cuando el jefe del aeropuerto volviera en sí de los golpes, en su despacho, lo primero que haría sería dar la alarma. Cuando el hombrecillo hiciera lo mismo, también.

Sabrían entonces que él viajaba en el avión, y pondrían sobre aviso a los tripulantes. Los inquirirían los datos y al nombre falso del intruso, y lo identificarían fácilmente. Y entonces sus planes se irían al agua.

Debla evitar que todo esto sucediera.

Se puso en pie, agarrándose al asiento para prevenir cualquier bolsa de aire. Allí delante, debajo mismo del ahora apagado rótulo de «No smoking», se encontraba la puerta que comunicaba con la cabina de pilotaje. Aquélla era su meta.

Avanzó por el pasillo central hacia ella, sujetándose a los respaldos de los asientos. Llevaría ya recorridas unas tres filas de butacas, cuando tras él sonó una voz:

—¡Mister Brown!

Fawcett se volvió. Una azafata, la misma que le indicara el asiento, se acercaba a él. Al oír su llamada, algunos pasajeros se volvieron y le contemplaron curiosamente. Fawcett, rogó porque Hellen no se encontrara entre ellos.

—Perdón, mister Brown —dijo la azafata—. La puerta delantera conduce a la cabina de pilotaje, y a ella no tienen acceso los pasajeros.

Fawcett hizo un gesto de desconcierto.

—Oh… sí, sí, perdone. Me he confundido, ¿sabe? Mi intención era ir al lavabo.

La azafata, haciendo alarde de la paciencia y comprensión propias de su oficio, le indicó:

—Venga entonces conmigo, le mostraré el camino.

Fueron pasillo adelante, en dirección contraria a la que Fawcett llevara hasta entonces. Llegaron la puerta final, y la azafata la abrió, indicando a Fawcett que pasara. Penetró después ella, y señaló una puertecita que había a la izquierda.

—Un momento, señorita.

La azafata se detuvo, volviéndose hacia él. Debió de interpretar mal el motivo del joven al cogerla del brazo, pues sus ojos relampaguearon.

—Le mentí ahí fuera —dijo Fawcett—. Mi intención no era ir al lavabo —sonrió al ver la expresión de ella—. Mi intención era ir a la cabina de los pilotos.

La actitud de la muchacha cambió, pasando del recelo a la sorpresa. Pero se repuso rápidamente.

—Lo siento, mister Brown, pero ya le he dicho que la cabina de pilotaje es un lugar prohibido para los pasajeros.

—Ya lo sé. Sin embargo, he de ir allí.

La muchacha se le quedó mirando, sin comprender. Fawcett se metió una mano en el bolsillo, y sacó algo pequeño, negro y reluciente. Era una pequeña pero efectiva pistola.

—¿Sabe lo que es esto, señorita? —preguntó—. Sí, supongo que sí. Es un objeto del que nunca me separo, y que a veces me ha ayudado mucho en momentos de apuro. ¿Cree que sigo no teniendo derecho para entrar en la cabina, de los pilotos?

La azafata agrandó los ojos, contemplando la boca de la negra arma.

—Pe… pero… ¿qué pretende con esto?

Fawcett sonrió, volviendo a guardarse la pistola en el bolsillo.

—Yo sé lo que pretendo, señorita. Solamente deseo de usted que me preceda y me acompañe —hasta la cabina. Nada más.

—No espere que yo haga esto.

—¿De veras? Veo que será necesario el tener que mostrarle de nuevo mis razones.

La azafata se mordió los labios, y Fawcett se apresuró a añadir:

—No tema, no pretendo nada malo al hacer lo que hago. Al contrario, espero hacerles un gran bien a todos. Incluso a mí mismo. Pero usted no lo entendería si se lo explicara ahora. ¿Vamos?

La muchacha dudó unos momentos, y Fawcett tuvo que empujarla nuevamente hacia adelante para obligarla a andar. Cuando llegaron de nuevo a la puerta que separaba la cabina de la general de pasajeros, Fawcett la retuvo por un brazo.

—Un momento. Entre los pasajeros se encuentra una mujer, Hellen Thompson. ¿En que lado de los asientos del aparato está?

La azafata repasó mentalmente la lista y distribución de pasajeros y acabó dando la información pedida:

—En la parte de la derecha, junto a la ventanilla. Aproximadamente en la sexta o séptima fila empezando a contar por delante.

—Muy bien. Entonces usted colóquese a mi derecha, y cuando pasemos a su lado procure interponerse entre ella y yo, de modo que no pueda verme el rostro. Y no haga ninguna tontería, no olvide que la estaré apuntando desde mi bolsillo.

Salieron fuera, y fueron avanzando por el pasillo central. Cuando llegaron a la parte delantera del aparato, Fawcett pudo divisar, en uno de los asientos de su derecha, una hermosa mata de pelo negro que asomaba por la cabecera del respaldo. Más de una vez había él aspirado el aroma de aquellos cabellos, de modo que no le fue necesario un detenido estudio para adivinar la identidad de la persona poseedora de tan lindo atributo: Hellen Thompson.

—Cuidado —advirtió a la azafata.

Ésta cumplió lo indicado por Fawcett, y pudieron pasar al lado de la muchacha sin que ella identificara a Ben. Éste hizo un gesto a la azafata para que siguiera adelante, y poco después llegaban frente a la puerta delantera.

—Abra —ordenó.

La azafata le dirigió una mirada fulmínea, pero obedeció. Fawcett la empujó para que entrara, y se metió después él dentro. De un brusco golpe, cerró la puerta a sus espaldas. Se encontraba en el interior de la cabina de pilotaje del aparato.

8

—¿TRAES EL CAFÉ, LORNA?

El piloto seguía atento al rumbo, y pronunció aquellas palabras sin volver el rostro. La azafata no contestó, y esto hizo que finalmente se volviera hacia ella.

—¿Eh? —exclamó, al ver a Fawcett—. ¿Qué es esto? En la cabina de pilotaje está prohibido…

Se interrumpió al ver la pistola que Fawcett esgrimía. Éste se la había sacado nuevamente del bolsillo, y amenazaba con ella a los tres hombres que ocupaban la cabina.

El piloto quedó unos momentos desconcertado, sin comprender aquella actitud. Luego, recuperando su aplomo, hizo una seña al copiloto para que se hiciera cargo de los mandos. Levantándose de su asiento, se dirigió hacia Fawcett.

—¿Puedo saber qué significa esto? —inquirió.

Con un expresivo gesto, Fawcett hizo detenerse al hombre.

—Será mejor que no siga avanzando. Y usted —se dirigió al radiotelegrafista— no intente ninguna maniobra con la radio. Esto no es una broma.

El piloto se detuvo, mirando con ojos interrogadores a la azafata. Se había apartado ligeramente de Fawcett, y contemplaba la escena con mirada medio de miedo y medio de incomprensión. Respondió a la muda pregunta del hombre con un gesto explícito: ella no sabía nada. Estaba tan sorprendida como los demás.

Fawcett indicó al piloto su asiento.

—Será mejor que vuelva a su puesto —dijo. Y luego, dirigiéndose al radiotelegrafista—: En cuanto a usted, levántese de aquí y diríjase hacia el rincón donde se encuentra la señorita.

El radiotelegrafista cruzó una mirada interrogadora con el piloto, y éste asintió levemente con la cabeza. De momento, nada podían hacer salvo obedecer. Aceptaron como tales las órdenes de Fawcett, y cada uno cumplió lo ordenado.

Fawcett se dirigió hacia el aparato transmisor-receptor de radio y, sin apartar un momento la vista de los tres hombres y la mujer, lo desconectó. Luego volvió a encararse con ellos.

—¿Puede saberse a qué se debe su actitud? —inquirió nuevamente el piloto, que había seguido atentamente sus movimientos—. ¿Qué pretende con lo que está haciendo?

—Pretendo la salvación de todos nosotros, simplemente —replicó Fawcett—. Nada más ni nada menos.

El piloto dejó oír una risita sarcástica.

—Sí, naturalmente. Penetrando aquí por la fuerza, ¿verdad?

—Exactamente. De otro modo no me hubieran escuchado.

—¿De veras?

Fawcett no hizo caso del tono hiriente de aquellas palabras. Contempló un momento el cañón de su pistola antes de responder:

—Sí. Les voy a hablar claramente, dejándonos de rodeos y circunloquios inútiles. En este avión, concretamente en el primer motor del ala izquierda, ha sido instalada una bomba. Su mecanismo de explosión esta conectado con el tren de aterrizaje, de modo que, tres minutos después de bajarse éste, estalle.

—¿Y bien? Suponiendo que esto sea verdad. ¿Por qué nos lo cuenta a nosotros? Aquí no se puede remediar nada. ¿Por qué no lo hizo en Nueva York, antes de que el avión despegara?

Ahora fue Fawcett quien rio en forma sarcástica.

—¡Claro que lo hice!, pero no tuvieron en cuenta mis palabras. No tengo ninguna prueba material que demuestre mis afirmaciones.

—Pero sus afirmaciones son ciertas, ¿verdad?

—Exactamente.

Los ocupantes de la cabina se cruzaron una explícita mirada.

—Ya. Y para demostrarlo, ha subido a este avión dispuesto a impedir que estallara la bomba.

»Y finalmente aparece aquí con un arma en la mano, dispuesto a convencernos de la veracidad de sus afirmaciones. Muy interesante todo. ¿Quiere que le de mi opinión, amigo? Simplemente, está usted completamente loco si cree que nos vamos a creer este cuento tártaro. ¿Qué es lo que realmente quiere de nosotros?

—Nada. Simplemente que, al llegar a Londres, no utilicen el tren de aterrizaje para tomar tierra.

El piloto se puso en pie de un salto. Su rostro adquirió un matiz grave.

—¡Está usted loco! —gritó innecesariamente.

—Tal vez.

Fawcett se cambió el arma de mano.

—No es la primera vez que me lo dicen en el día de hoy. Tal vez porque lo único que a mí me interesa es evitar la pérdida inútil de ciento sesenta y cuatro vidas humanas.

—¿De veras? ¿Acaso no sabe las dificultades que hay en un aterrizaje forzoso sin ninguna clase de tren?

—Sí. Puede resultar algún herido, quizás incluso algún muerto. Pero si este avión toma tierra desplegando su tren de aterrizaje, no habrá nadie que se salve de la muerte. Nadie, ¿comprenden? Ante tales alternativas la elección no es dudosa.

El Piloto movió la cabeza. En su cara se pintaba claramente la opinión que le merecían las palabras que acababa de escuchar.

—Está bien, usted tiene una pistola, y por eso es superior a nosotros. Pero le advierto Una cosa: aunque nos mate a todos no conseguirá que intentemos tomar tierra sin tren de aterrizaje. ¿Entiende?

—Sí, entiendo, y no es necesario que me lo repita. Desde el principio contaba con que ustedes no accederían a lo que yo les he dicho. No importa. Esta palanca es la que gobierna el tren de aterrizaje, ¿verdad?

Los ojos del piloto se agrandaron.

—¿Qué intenta hacer? —exclamó.

—Nada. Simplemente inutilizarla.

Y antes de que nadie pudiera apercibirse de sus intenciones, sonaron estruendosos dos disparos.

En los primeros momentos que siguieron nadie Pareció comprender el exacto significado de aquellas dos detonaciones. El primero en apercibirse de ello fue el piloto. Y de repente lanzó un rugido, abalanzándose contra Fawcett.

Éste ya se lo esperaba, y cuando lo tuvo encima le descargó un fuerte puñetazo en plena cara. El piloto reculó, quedando apoyado contra su mismo asiento, atontado. La azafata lanzó un grito y el radiotelegrafista, saliendo de su inmovilidad, atacó a Fawcett.

Éste lo rechazó por el simple procedimiento de darle un fuerte empujón en el pecho. El hombre trastabilló, y fue a caer contra el copiloto, que perdió momentáneamente el dominio de los mandos. El aparato dio un bandazo. Fawcett, desprevenido, perdió el equilibrio, cayendo al suelo. El piloto, aprovechando la ocasión, se lanzó contra él. Durante unos minutos forcejearon, el primero intentando posesionarse del arma, y Fawcett haciendo lo posible por evitarlo. Cuando el aparato recobró la horizontalidad, Fawcett logró imponerse a su antagonista. Lo golpeó de nuevo en la cara, y el piloto se vio obligado a recular por segunda vez, perdiendo el equilibrio. Su mano buscó inútilmente un asidero donde agarrarse para no caer. No lo encontró, y fue a dar contra la inclinada palanca del tren de aterrizaje, cayendo encima de ella y accionándola involuntariamente.

En el mismo instante, en el tablero de instrumentos del aparato empezó a parpadear intermitentemente una luz, al tiempo que un acompasado bip-bip señalaba a los ocupantes de la cabina que el tren de aterrizaje no había salido de su alveolo: el aparato de alarma indicaba que el mecanismo del tren de aterrizaje no había funcionado.

Por unos momentos, un tenso silencio se adueñó de la cabina. No se oía ningún ruido, salvo el monótono bip-bip que señalaba la anormalidad. El piloto quedó unos instantes inmóvil, como alelado. Luego, volviéndose en un arranque de furia, cerró bruscamente el aparato. Instantáneamente el sonido se apagó.

Fawcett volvió a sentirse dueño de la situación. El piloto se volvió hacia él, limpiándose con el dorso de la mano la sangre que le manaba de la nariz. Contempló los dos impactos que mostraba el aparato accionador del tren de aterrizaje.

—Maldito mamarracho…

Fawcett rio quedamente.

—Puede insultarme todo lo que quiera, amigo. Yo no me inmutaré por ello. Pueden decirme, si les place, lo peor que les venga por la cabeza. Pero ahora yo ya sé que el tren de aterrizaje no podrá ser bajado en este viaje.

9

SIGUIERON UNOS INSTANTES de tenso silencio. Tan sólo el apagado zumbido de los motores ponía una nota de grave diapasón en el ámbito de la cabina. Los cuatro hombres se miraban fijamente entre sí, dejando asomar por sus ojos todos los pensamientos que pasaban por sus cabezas. Al cabo, fue Fawcett quien volvió a hablar.

—Bien, pueden hacer ahora lo que deseen. Pueden gritar, chillar, maldecir, blasfemar. Aunque les aconsejo que procuren conservar la calma. La necesitarán para cuando el avión aterrice en Londres. Y otra cosa. Les aconsejo que no intenten nada contra mí. Pueden matarme si lo desean, pero ¿de qué les servirá? Es mejor que esperen a que hayamos aterrizado. Entonces les prometo darles toda clase de satisfacciones. A ustedes, y a las autoridades del aeropuerto.

Y sin decir más, dio media vuelta, abrió la puerta, y salió.

La primera reacción del radiotelegrafista fue lanzarse también hacia la puerta, en seguimiento de Fawcett. Pero el piloto lo agarró por un brazo, deteniéndolo.

—Déjalo, Pat. El tipo tiene razón. No lograremos nada enfureciéndonos inútilmente y lanzándonos contra él. Ya habrá tiempo para todo. Ahora debemos ocuparnos de otras cosas más importantes.

El radiotelegrafista se restregó las manos, mirando fijamente la puerta tras la cual había desaparecido Fawcett. Sus ojos reflejaban claramente lo que sentía.

—Sí, tal vez tengas razón. ¿Qué hacemos?

El piloto volvió a mirar la palanca, y no contestó. Fue a sentarse en su sitio, y tomó los mandos. Luego indicó al copiloto:

—Averigua si hay la posibilidad de reparar el mecanismo del tren de aterrizaje, Gus. Que Pat te ayude.

El otro se levantó, dejando el gobierno del avión en manos del piloto. Entre él y el radiotelegrafista levantaron la gran tapa metálica que circundaba la palanca, dejando al descubierto sus piezas internas de manejo. El copiloto se metió allí, observando todos los aparatos y moviendo ejes y palancas. Sus manos y su ropa se untaron completamente de grasa y aceite…

La azafata, que no se había movido de la cabina, silenciosa hasta entonces, se acercó al piloto.

—¿Crees que haya dicho la verdad, Walter? Me refiero a lo de la bomba.

El hombre refunfuñó por lo bajo una maldición.

—No lo sé, Lorna, ni me importa. Lo que sí puedo decirte es que el tipo se lo llevaba muy bien planeado todo. Al parecer no le importa que luego, si llegamos a tierra con bien, le metan en chirona las autoridades inglesas. Y te advierto que yo seré el primero en hacer que esto suceda; te lo juro.

El copiloto emergió del agujero completamente untado de grasa. Se restregó las manos y negó con la cabeza.

—No hay posibilidad de repararlo, Walter. El tipo no disparó al azar; sabía muy bien lo que hacía cuando apuntó donde apuntó. El sistema hidráulico suelta aceite a caño libre.

El piloto oprimió los dedos sobre el volante de dirección.

—Bien —musitó, tras cortos instantes de silencio—. No creo que nos sirva de nada enfurecernos y chillar en estos momentos. Este tipo se saldrá con la suya; no nos quedará más remedio que prepararlo todo para un aterrizaje forzoso.

Y dirigiéndose al radiotelegrafista:

—Comunica con Londres y explícales lo sucedido y nuestra situación actual, Gus. Diles que preparen la pista para una toma de tierra sin tren de aterrizaje. Y que sea lo que Dios quiera.

10

FAWCETT SALIÓ DE LA CABINA de pilotaje, metiéndose la pistola en el bolsillo para que ninguno de los pasajeros la percibiera. Las paredes del avión estaban hechas a prueba de ruidos, Y nadie había oído las detonaciones de la pistola; por esto, todo estaba tranquilo como antes. Adoptó una actitud indiferente, y siguió adelante hacia su sitio.

En aquel momento avanzaba hacia él la otra azafata del aparato. Al verle salir de la cabina de pilotaje se sorprendió. Tuvo unos momentos de vacilación, y luego se acercó decidida a él.

—Su compañera se encuentra dentro de la cabina —informó Fawcett antes de que ella tuviera ocasión de formularle ninguna pregunta—. Ha sucedido un ligero contratiempo y… bueno, ya lo sabrá usted misma dentro de poco.

Y siguió adelante, dejando detrás suyo a la sorprendida azafata, perpleja aún por las palabras que acababa de escuchar.

Pero no anduvo mucho trecho. Una voz le detuvo cuando sólo había dado un par de pasos.

—¡Ben!

A su lado, una mujer acababa de levantarse de su asiento. Era alta, bien proporcionada, de cutis moreno y ojos profundamente negros. Su mirada se posó aleteante en el rostro de Fawcett.

Era Hellen.

—¡Ben! —repitió—. ¿Qué haces tú aquí?

Fawcett tragó saliva, maldiciéndose interiormente. No le desagradaba en absoluto la idea de ver de nuevo a Hellen, de poderla hablar; antes al contrario. Pero aquello significaba tener que dar explicaciones. Y esto último era algo que no le seducía demasiado.

La muchacha salió al pasillo, dirigiéndose hacia él. Todas las miradas de los restantes pasajeros estaban curiosamente concentradas en ellos. A Fawcett no le hacía la menor gracia aquello, de modo que, apenas estuvo Hellen a su lado, la cogió del brazo y le dijo, antes de que ella pudiera abrir de nuevo la boca:

—Ven, Hellen. Vamos a tomar un trago.

Y tiró de ella hacia la parte posterior del aparato, donde se encontraban los servicios de lavabo, bar y el departamento de las azafatas.

Apenas llegados allí, Hellen se separó de Fawcett y se le quedó mirando fijamente, con un claro aire de sorpresa en sus negrísimos ojos.

—Ben, no te comprendo —murmuró—. Actúas de un modo muy raro. Además, tu presencia aquí… No me lo explico.

—Lo comprendo, Hellen —atajó rápidamente Fawcett—. Comprendo tus pensamientos.

Permaneció unos instantes contemplándola admirativamente, con atención, y luego murmuró:

—¡Eres maravillosa! ¡Y estás más guapa que nunca!

La muchacha hizo un mohín de desagrado.

—¡Ben! ¿Crees que éstos son momentos de decir galanterías? Quiero saber por qué estás aquí, y qué haces.

Fawcett volvió a la realidad. Carraspeó levemente, y suspiró.

—Está bien, Hellen. ¿Te lo creerías si te dijera que me encuentro aquí para disfrutar de tu presencia un par de horas antes del tiempo previsto?

—¡Ben, no digas tonterías, por favor! ¿Te crees que soy tan ingenua? Además, ¿por qué no te presentaste al principio del viaje? ¿Por qué salías ahora de la cabina de los pilotos?

Fawcett se restregó las manos en el pantalón.

—A ti no puede ocultársete nada, Hellen; eres un diablo. Pero sería muy largo de contar si te explicara los motivos de mi presencia aquí desde un principio. ¿Te conformarás con saber que me encuentro cumpliendo una misión especial?

—No.

—Me lo suponía. Oye, Hellen. Lo siento, lo siento muchísimo, pero me es imposible ahora explicarte los motivos de mi presencia aquí, y el por qué te haya rehuido hasta ahora. Si te lo contara no me creerías… ¡En fin! Te prometo que, cuando lleguemos al aeropuerto de Londres II, te lo explicaré todo con pelos y señales. ¿De acuerdo?

La mirada de la muchacha decía bien claramente que no estaba de acuerdo, pero se abstuvo de decirlo en palabras. Fawcett lanzó un suspiro.

—Además, ¿qué importa esto? Lo importante es que estoy aquí, ¿no? Te tengo a mi lado y… Aunque te parezcan palabras de folletín pasado de moda, soy el más feliz de los hombres, Hellen. Y te quiero más que nunca.

La atrajo hacia sí, sin que ella hiciera ningún gesto para evitarlo. La besó en la boca, poniendo en el beso todo su ardor y todo su entusiasmo, las bocas se separaron, ella sonrió levemente.

—Yo también te quiero, Ben. Aunque no tengas confianza en mí.

Interiormente, Fawcett suspiró de alivio. Lo peor había ya pasado. Volvió a estrechar a la muchacha contra sí, y depositó en sus labios un nuevo beso.

—Tengo confianza en ti, Hellen —dijo— pero no puedo explicarte nada ahora. Volvamos a nuestros sitios. Todavía falta un poco de tiempo para llegar a Londres y aquí no estamos demasiado cómodos.

La enlazó por la cintura, y juntos regresaron a la cabina general de pasajeros.

11

—AHÍ ESTÁ LONDRES.

Walter, el piloto, miró hacia adelante a través del visor de la cabina, y pudo ver allá abajo las luces distantes de la ciudad, que se acercaban por momentos. Sin volverse, inquirió:

—¿Qué dicen desde allí?

El radiotelegrafista se quitó los auriculares, meneando la cabeza.

—Lo están preparando todo a marchas forzadas, pero hasta dentro de unos quince minutos no lo tendrán listo. Debemos permanecer sobrevolando el aeropuerto hasta entonces.

—Bien, no nos quedará más remedio que hacer esto. ¿Cuánto combustible nos queda?

—Trescientos —indicó el copiloto.

Walter meditó brevemente.

—De acuerdo. Daremos vueltas ahí arriba hasta que nos avisen. Luego deberemos desprendernos del combustible que nos sobre. Y después…

Se volvió hacia la azafata, que había permanecido en la cabina desde que Fawcett la obligara a ir allí, y le indicó:

—Deberás comunicar a los pasajeros lo que sucede, Lorna. Pero procura hacerlo de modo que no se alarmen demasiado.

La muchacha dudó unos momentos.

—Creo que esto es algo que deberías hacer tú Walter —dijo al cabo—. Tú personalmente, eres el capitán, y tus palabras sonaran mejor que las mías.

—Sí, tal vez tengas razón.

Hizo un gesto al copiloto para que se hiciera cargo de los mandos, y se levantó de su asiento. El otro le hizo una seña con la mano deseándole suerte.

—Gracias. La necesitaré. Abrió la puerta que comunicaba con el departamento de viajeros, y avanzó por el pasillo central. Al llegar a la altura donde estaba sentado Fawcett se detuvo. Fue sólo unos segundos, en los que la mirada de ambos se cruzó, y luego Siguió su marcha hacia el compartimiento posterior. Abrió una pequeña puertecita incrustada en la pared, y sacó de su interior un micrófono. Lo conectó con la red general de altavoces del aparato, sopló suavemente para comprobar su perfecto funcionamiento, y luego carraspeo.

—¡Atención! —su voz hizo que todos los pasajeros volvieran la cabeza hacia él—. Les habla el capitán del aparato. He de comunicarles algo de la máxima importancia. Debido a un… a un accidente, el tren de aterrizaje ha quedado inutilizado. No voy a ocultarles la gravedad de la situación. Hemos intentado reparar la avería, pero ha sido imposible. Nos veremos obligados a realizar un aterrizaje forzoso. ¡No se alarmen por favor! Conserven la calma. El personal del aeropuerto de Londres II está convenientemente informado de lo que sucede, y estarán prevenidos por si ocurriera algo anormal. Les ruego que conserven la calma en todo momento; el pánico colectivo no traerá más que entorpecimientos y posibles desgracias. Lo que deben hacer es…

No pudo continuar. Desde el principio de sus palabras un murmullo había empezado a brotar de todas las gargantas, un murmullo que fue aumentando y ampliándose a medida que hablaba, hasta ahogar su propia voz. Empezaron a sonar voces que hablaban entre sí. Alguien gritó: «¡Dios mío, estamos perdidos!», y otras voces se le unieron. Y de pronto.

—¡Cállense!

La exclamación fue pronunciada con tanta energía que dominó todas las demás voces. Fawcett se había puesto en pie, colocándose en mitad del pasillo. Todos los rostros se fijaron en él.

—Señores, ustedes me han visto no hace mucho penetrar en la cabina de pilotaje, y salir de ella poco después. Yo estoy al corriente de la gravedad de la situación. Es cierto, nos veremos obligados a realizar un aterrizaje forzoso, sin tren: directamente del avión al suelo. ¿Pero sabe alguien de ustedes si esto es o no peligroso, y en qué grado? En el aeropuerto habrán tomado las medidas oportunas, cubriendo toda la pista de aterrizaje con una espesa capa de espuma. Además, al final de la pista estarán esperando muchos coches extintores dispuestos a atajar cualquier conato de incendio que pudiera producirse. Los aviones modernos se encuentran protegidos contra casi toda clase de accidentes, y el vientre del aparato está guarnecido con una espesa capa de amianto que amortiguará el frotamiento. Sí, puede ser que el aparato estalle, pero esto no será hasta que todos nosotros hayamos tenido tiempo suficiente de abandonar el avión y ponernos a salvo. Esto si conservamos la calma y escuchamos todas las indicaciones que nos haga el capitán. ¿Qué sacaremos chillando y aterrorizándonos como ratas acobardadas? Nada absolutamente, salvo perjudicarnos nosotros mismos. Les ruego por lo tanto que mantengan el orden y la calma, y será mucho mejor para todos. Incluso para ustedes mismos.

Siguió un silencio a estas palabras, en el que nadie se atrevió a abrir la boca. Más que las mismas palabras, había impresionado su tono seco, firme y autoritario. Fawcett paseó su mirada por todos los pasajeros, y se volvió luego hacia Walter.

—Prosiga, capitán —indicó.

El piloto apretó entre sus manos el micrófono, y por unos momentos pensó en lanzar una respuesta contra Fawcett. Pero se contuvo. Adoptando de nuevo un aire tranquilo, empezó a dar sus instrucciones: Cuando el aparato se detuviera en tierra, lo primero que tendrían que hacer los pasajeros sería dirigirse rápidamente a la puerta de acceso del aparato, saltando al exterior. Como había dicho muy bien «mister Brown» pronunció el nombre con un leve dejo de ironía, imperceptible para todos salvo para Fawcett y él, el aparato podía estallar, de modo que, en seguida que tocaran de pies al suelo, deberían alejarse del aparato hasta la línea de protección y seguridad que marcarían la policía y los bomberos. Las mujeres y los niños deberían ser los primeros en saltar, seguidos inmediatamente por los hombres. Ellos, los tripulantes del aparato, serían los últimos en hacerlo.

Cuando terminó, indicó:

—Ahora sujétense fuertemente los cinturones, por favor. Y colóquense algún objeto que no sea cortante ni tenga aristas entre los dientes. Esto —explicó—, es para evitar que involuntariamente se corten los labios o la lengua con los dientes si hay algún choque demasiado brusco.

Cuando, tras satisfacer las preguntas y consideraciones que llovieron sobre él apenas hubo terminado de dar sus indicaciones, regresó a la cabina de pilotaje, su frente estaba perlada de finas gotitas de sudor. Se las secó con un pañuelo, y lanzó un fuerte suspiro.

—Se lo han tomado con relativa calma —murmuró—, aunque he de añadir, a pesar de que no me hace maldita la gracia, que en su mayor parte se lo deben al discursito que les endosó este maldito «mister Brown» de todos los diablos. De todos modos —añadió—, será mejor que tú estés por allí, Lorna. Puede ser que alguien se desmande demasiado.

La muchacha asintió con la cabeza, y se dirigió hacia la puerta de comunicación con la cabina de pasajeros. En aquel momento el telegrafista se volvió.

—Comunican de Londres II que la pista está preparada —informó—. Nos desean suerte.

El piloto fue a ocupar su puesto, haciéndose cargo de los mandos.

—Gracias —replicó entonces, sin volver la cabeza—. Creo que la vamos a necesitar.

Y se preparó para el aterrizaje.

12

ALLÁ ABAJO, la pista de aterrizaje era una enorme cinta blanca, alargada, en cuyo final se podían divisar los bultos negros de numerosos coches y camiones, aguardando.

Con el fin de evitar que la fricción del vientre del aparato contra el suelo produjera un súbito incendio antes de tiempo, toda la extensión de la pista de aterrizaje había sido cubierta con una gruesa capa de espuma extintora. A ambos lados, los focos relucían más potentes que nunca, marcando la ruta a seguir y haciendo que la pista brillara cegadoramente. Las ambulancias y los coches de bomberos estaban listos para entrar rápidamente en acción…

Walter se dirigió a su copiloto, ordenándole:

—Suelta todo el combustible.

Con el fin de evitar que la existencia de substancias inflamables provocara el fácil incendio del avión, todo el combustible sería arrojado antes de tomar tierra, dejando que el avión planeara hasta el final. El copiloto movió una palanca, y el indicador de combustible fue descendiendo gradualmente a medida que éste salía de los depósitos, hasta llegar a marcar cero. Entonces el piloto oprimió fuertemente la barra del timón, haciendo descender ligeramente el aparato de proa.

La pista de aterrizaje se iba acercando por momentos. Walter modificó ligeramente el rumbo, centrando el aparato sobre ella. Por el cristal del visor delantero de la cabina se veía como la pista iba subiendo y agrandándose gradualmente, acercándose por momentos al aparato y pugnando por llegar al mismo nivel…

—Sujetaos fuertemente —indicó Walter— y que Dios nos ayude.

El principio de la pista fue acercándose velozmente al aparato. Desapareció bajo él. Walter empujó un poco el timón, y el avión descendió unos metros más, hasta que entró en contacto con el suelo. Se oyó un crujido, y el aparato pegó un bote, levantándose de popa. Walter mantuvo férreamente sujeta la barra de dirección, enderezándola, y el aparato volvió a entrar en contacto con tierra. Se oyeron chasquidos, ruido de desgarrones… El avión botó sobre sí mismo, avanzando a saltos… Walter tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para mantenerlo dentro de la pista, evitando que se saliera por uno de los lados. A sus ojos todo saltaba en bruscos espasmos, bailaba locamente a medida que el aparato iba avanzando, entre botes, hacia el final de la pista. Lentamente la velocidad fue menguando. Se oyó un chasquido, y el aparato giró levemente de costado. Un hábil golpe de timón, y volvió a centrarse sobre la pista. A saltos, como un caballo desbocado que quisiera librarse de su molesto jinete, continuó su marcha…

Al fin se detuvo. Habían pasado tan sólo unos segundos, apenas un minuto, desde que entrara en contacto con la pista, pero para todos sus ocupantes parecieron siglos. Los cristales de la cabina, irrompibles e inastillables, estaban todos ellos cruzados por sinuosas líneas blancas, equivalentes a distintas y numerosas rasgaduras. El techo de la cabina estaba abollado, y la barra de dirección se apreciaba ligeramente torcida…

Walter lanzó un suspiro de satisfacción. No todo había ido demasiado mal. El aparato había resistido, y se encontraban sanos y salvos en tierra. Podía haber algún herido, alguien magullado, pero indudablemente no había habido ningún muerto. Luego, aunque el aparato estallara…

Finas gotitas de sudor perlaban su frente, y sus manos temblaban debido al esfuerzo realizado para mantener firme la barra de dirección. El copiloto se levantó, ayudándole a él a hacer lo propio. Estaban ligeramente magullados debido al traqueteo, pero esto no era nada importante. Avanzaron hacia la puerta que comunicaba con la cabina general de pasajeros, previsoramente la habían dejado entreabierta, a fin de que los movimientos que pudiera sufrir el metal del aparato no la encajaran en su sitio. Aun a pesar de esto, la hoja había quedado ligeramente combada debido a las presiones, y tuvieron trabajo en acabar de abrirla. Pasaron al otro lado, y se dieron de manos a boca con Fawcett, que acudía corriendo.

—¿Se encuentran bien?

El piloto contestó con una sonora maldición, y Fawcett sonrió ligeramente.

—De acuerdo, amigo. Aunque no creo que ahora le sirva de nada exaltarse. Es preciso que salgamos de aquí. Luego, abajo, arreglaremos todas las cuentas que quieran.

Se dirigieron todos hacia la salida, por la que acaban de saltar las azafatas y los últimos pasajeros. Apenas asomaron por la puertecilla, una voz les gritó desde el exterior:

—¡Pronto, salten! ¡El aparato puede estallar de un momento a otro!

Se dejaron caer al suelo, alejándose a la carrera de la mole de metal. Alrededor, varios coches extintores de incendios lanzaban sus chorros de blanca espuma contra el aparato, intentando apagar el fuego que empezaba a brotar de uno de los motores antes de que se extendiera demasiado. La blanca espuma caía sobre todo el aparato, dando la impresión de que estaba completamente nevado. Finalmente, el incipiente fuego pudo ser reducido.

—Ahora ya no hay peligro —murmuró un bombero que contemplaba la escena, muy cerca de Fawcett—. Ya no puede estallar.

Fawcett lanzó un suspiro. Formando un círculo alrededor del aparato, marcando el límite de la zona de seguridad, había un cordón de policías. Allí, junto a él, apiñándose en un intento de ver el aparato siniestrado desde fuera, se encontraban los restantes pasajeros. Fawcett notó que una mano le cogía por el brazo, y Hellen apareció a su lado.

—¿Te encuentras bien?

Asintió con la cabeza.

—Mejor que nunca —respondió, convencido de sus palabras.

Y volvió a mirar al aparato. Lo había conseguido. Había conseguido vencer al destino, al tiempo. Hellen estaba allí, a su lado, viva. Él la había resucitado.

En aquel momento se acercó un hombre al grupo, seguido de dos policías armados. Los dos pilotos le salieron al encuentro.

—¿Quién fue el promotor de todo? —inquirió tajantemente el hombre, en cuya voz reconoció Fawcett a mister Scott—. Tengo orden de detenerlo inmediatamente.

El piloto iba a hablar, pero Fawcett se le adelantó. Soltándose de la mano de Hellen avanzó unos pasos, hasta colocarse frente al jefe del aeropuerto.

—Fui yo, mister Scott. Y supongo que ya sabrá cuales fueron los motivos que me impulsaron a ello.

El hombre abrió enormemente la boca, mirando fijamente a Fawcett, sin dar crédito a sus ojos. Los dos policías que le acompañaban se acercaron a él, colocándosela a sus dos lados con las armas listas.

—¿Usted? —pudo por fin balbucir Scott.

Fawcett asintió con la cabeza, con una sonrisa irónica bailándole por la comisura de los labios.

—Sí, yo. Y me parece que ahora no tendrá más remedio, mi querido mister Scott, quiéralo o no, que ordenar se abra una investigación a fin de averiguar si en el primer motor izquierdo del aparato iba o no una bomba, conectada con el tren de aterrizaje. Y me da en la nariz que, una vez lo haya comprobado, tendrá algunos dolores de cabeza muy fuertes, y empezará a lamentar muchas cosas que hace poco creía eran las más acertadas.

13

EFECTIVAMENTE, Henry Scott empezó muy pronto a tener dolores de cabeza. Y más fuertes de lo que hubiera debido suponer.

La revisión del primer motor izquierdo del aparato, realizada por peritos especialistas en la materia, trajo como consecuencia el hallazgo de la bomba, conectada con el sistema hidráulico del tren de aterrizaje. La evidencia era suficientemente clara. Asimismo, en su despacho se presentó poco después un enviado especial del Gobierno —el encargado de recoger los documentos de Lloyd Harold Finnegan a la salida del aeropuerto— a fin de investigar las causas del aterrizaje forzoso. Al saber lo de la bomba, felicitó efusivamente a Fawcett por su meritoria acción, mientras Scott tenía que tragarse su orgullo y empezar a pensar que su puesto en el aeropuerto no estaba demasiado seguro.

La reunión en el despacho del jefe del aeropuerto, en la que concurrieron éste, el enviado especial del gobierno y Fawcett, duró dos horas largas. En ellas, el enviado especial habló de lo que llevaba el avión, a la par que hacía numerosas y bienintencionadas preguntas a Fawcett sobre cómo había logrado saber lo de la bomba en el aparato… Éste tuvo que hacer verdaderos malabarismos para sortearlas con habilidad, hilvanando una historia más o menos verosímil, pero completamente distinta de la verdadera. Al final, y temiendo no poder sostener por más tiempo la mentira, pidió por irse lo antes posible, ya que allí de momento no era necesario, alegando otras ocupaciones. El representante del gobierno accedió inmediatamente, diciendo que él se hacía responsable de Fawcett ante las autoridades por la pérdida del aparato, repitiendo por enésima vez su reconocimiento y el del gobierno por el servicio prestado, y estrechando de nuevo calurosamente su mano, con la promesa adjunta de que influiría en las altas esferas para que se le otorgara una condecoración o se le diera algún título honorífico. Fawcett lo agradeció todo amablemente, y salió con rapidez del despacho.

Ahora ya no le interesaba nada del avión ni de sus ocupantes. Aunque no era su intención desengañar a nadie, tenía que reconocer que no había hecho todo lo que había hecho por los documentos ni por nada semejante. La razón había sido otra más simple y más personal, y podía resumirse en un solo nombre: Hellen. Esto era lo único que le había importado, y ahora que ya lo había conseguido ya no quería nada más; ni medallas, ni honores, ni reconocimientos. Con aquello le bastaba.

Bajó corriendo al edificio destinado a recepción de viajeros. Había quedado con Hellen encontrarse de nuevo allí una vez solucionado todo, y ansiaba por verla de nuevo junto a él. Atravesó numerosas dependencias, franqueó numerosas puertas, y…

Llegó al sitio indicado. Entró, seguro de sí mismo, dispuesto a ir rápidamente al encuentro de la muchacha. Pero a medio camino se detuvo, retrocediendo y escondiéndose rápidamente tras el amparo de una columna.

Porque Hellen se encontraba hablando con otra persona. ¡Y aquella otra persona era él mismo!

Por unos momentos quedó perplejo, sin comprender el significado de lo que acababan de percibir sus ojos. Pero pronto cayó en la cuenta de ello. ¡Simplemente, aquel hombre era Benjamin Fawcett, pero el Benjamin Fawcett de ayer, del día anterior! Al viajar por el tiempo, había desdoblado su personalidad, convirtiéndose en dos personas idénticas al mismo tiempo. Y aquél era el él de ayer, el que tenía que presenciar el accidente y en cambio hallaba a Hellen sana y salva. El hombre que no era más que él mismo, un día más joven en edad, pero idénticamente él mismo.

Y lo más divertido del caso era que aquel Benjamin Fawcett no sabía nada de lo sucedido en Londres ni en el avión, ni conocía los motivos del aterrizaje forzoso… Y naturalmente, cuando Hellen le interpelara para saber la verdad y los motivos de lo acontecido, no podría ni siquiera responder una palabra…

Estuvo a punto de lanzar la carcajada, dejando que la situación continuara así. Pero lo pensó mejor. Era mejor acabar con aquello antes de que se pusiera difícil para el otro Fawcett. Agarró a un botones que pasaba por allí, y le deslizó un par de libras en la mano.

—¿Ves aquella señorita que se encuentra allí? —señaló a Hellen, que seguía hablando, mejor dicho, discutiendo con el otro Fawcett—. Pues bien: te acercas a ella, y le dices que aquí hay un señor que desea hablarle a solas. A solas, ¿entiendes bien? Anda.

El chaval asintió con la cabeza, y se dirigió hacia la muchacha. Fawcett, desde su escondite, contempló como le hablaba miraba al otro Fawcett, arrugaba el ceño, soplaba algo por lo bajo, se rascaba la cabeza y salía pitando después de allí. Sonrió. No es muy corriente hallarse en pocos minutos de intervalo a dos hombres completamente idénticos el uno al otro, incluso vistiendo los dos el mismo traje, pero siendo dos personas distintas.

Hellen le dijo algo al otro Fawcett, con evidente gesto de contrariedad en su semblante, y se dirigió hacia allí. Fawcett se ocultó tras la columna, y cuando ella llegó allí le salió al paso.

—Ya estoy aquí, Hellen.

La muchacha le miró y lanzó un ahogado grito de sorpresa. Miró hacia atrás y murmuró:

—¡Ben! ¿Qué haces tú aquí? ¿Cómo es posible…?

Se volvió a mirar al otro Fawcett, que en aquellos momentos contemplaba la gente, en su mayor parte periodistas y curiosos atraídos por el suceso, que circulaba a su alrededor. Ben rio quedamente.

—No te asombres, Hellen. Somos idénticos en todo. Incluso te diré que somos la misma persona…

La muchacha continuaba mirando alternativamente a Fawcett y a su doble. En su cara se pintaban el desconcierto y la incomprensión.

—Te parece algo imposible, ¿verdad? Sí, a mí también me lo parecería si estuviera en tu lugar. Pero es cierto, no hay vuelta de hoja. Ésta es la respuesta a lo que me preguntabas en el avión. Dos Benjamin Fawcett.

—Pero ¿qué clase de broma es ésta?

—Ninguna clase de broma, Hellen. —Fawcett hizo un gesto con la mano, impidiéndola continuar—. Será mejor que no hables todavía hasta haberme escuchado. He de decirte varias cosas antes de que llegues a comprender lo que sucede. Y como estas cosas son un poco largas de contar, será mejor que nos vayamos a otro lado.

—Pero…

—¡Oh, no te preocupes por él! Te esperará, lo sé. Me conozco a mí mismo. Por ti soy capaz de hacer cualquier cosa. Incluso presentarle batalla al tiempo.

Y antes de que la muchacha pudiera decir nada, la agarró por un brazo y la arrastró a otra dependencia, donde estaba enclavado el bar del aeropuerto. Se sentaron a una mesa, y Fawcett pidió dos triples de coñac.

—Los necesitarás para cuando hayas escuchado todo lo que tengo que decirte —explicó.

Y sin demorar más, principió a contarle todo lo sucedido desde que, la mañana anterior (bueno, aquella misma mañana), White le llamara a su despacho para informarle del invento de Bingelow y de su deseo de que fuera a entrevistarlo. Le explicó su visita al inventor, su viaje al aeropuerto, el accidente, su desesperación ante su muerte, la llamada telefónica de White, su idea, su traslado en el tiempo, sus intentos por evitar que el avión despegara y su resolución drástica cuando vio que esto no era posible…

—No sé, no se qué pensar —murmuró Hellen cuando hubo finalizado Fawcett su relato—. Parece todo tan absurdo, tan imposible…

—Sí, Hellen, pero no lo es. Y la prueba la tienes aquí, conmigo y con el otro Benjamin Fawcett, que no es más que yo mismo un día más joven. Además, mañana podrás leer en los periódicos el hallazgo de la bomba en el avión, e indudablemente la confirmación oficial del éxito del traslato-temporal de Bingelow. Creo que con esto tendrás suficiente.

—Pero ¿y tú? Mejor dicho, ¿y vosotros dos? ¿Cómo es posible…?

—¡Oh, en esto no hay ningún inconveniente! Mañana volveremos a ser uno solo, en cuanto yo regrese a mi tiempo. Volveremos a fusionamos en una sola personalidad, y entonces él, que está ignorante de todo lo sucedido, volverá a ser yo, con plena constancia de todo lo que he hecho. ¿No lo comprendes?

—No, Ben, no lo comprendo. Lo veo todo tan confuso…

—Sí, me lo imagino. No es fácil hacerse a la idea de que ahora somos dos Benjamin Fawcett, y mañana volveremos a ser uno solo. Es algo difícil de entender. Incluso yo mismo no acabo de verlo claro, a pesar de todo. ¡Pero tiene que ser así, diablos! ¡No hay otra forma explicable de que suceda!

Hellen le posó una mano sobre su brazo.

—Sí, Ben, tienes razón. Indudablemente mañana ya lo veremos todo claro —tomó su vaso de coñac y lo alzó—. Creo que ahora sí lo necesito.

Bebieron ambos y Fawcett contempló su reloj. Hizo el reajuste horario, que hasta aquel momento, con la agitación, había olvidado hacer, y procuró no equivocarse como la vez anterior. No quería exponerse a nuevas sorpresas.

Luego se volvió hacia Hellen.

—Bien, Hellen. Creo que ahora tu deber es volver de nuevo al lado de… ¡bueno, de mi otro yo! Yo he de regresar a la máquina de Bingelow de nuevo, y volver a mi tiempo, a mi hoy, que será tu mañana. Allí nos encontraremos de nuevo.

Se levantaron ambos, y Hellen murmuró:

—No sé qué papel voy a hacerle ahora a… al otro Ben. No puedo hacerme a la idea de que él y tú seáis distintos, siendo la misma persona. ¡Yo sólo quiero a un Ben Fawcett!

—Sí, Hellen, ya lo sé. Pero es que somos sólo uno. Lo que pasa es que nos hemos dividido, formando dos Fawcetts… incompletos. La reunión de ambos formará el Benjamin Fawcett que tú has conocido siempre.

La muchacha sonrió levemente.

—Sí, creo que tienes razón, Benjamin Fawcett incompleto. Lo miraré bajo este punto de vista. Hasta mañana, cuando vuelvas a reunirte con tu otra mitad.

—Sí, Hellen. Hasta mañana.

La vio alejarse, camino de la sala de recepción de viajeros, y suspiró. En verdad, debía confesarse que tenía celos del otro Ben Fawcett. Ya sabía que eran la misma persona, pero él no estaba en el cuerpo del otro. ¡Diablos, aquello era un verdadero lío! Compadecía a los que más tarde hicieran exploraciones en el tiempo y se encontraran en idénticas situaciones.

Se encogió de hombros. Bueno, al fin y al cabo, ¿qué le importaba aquello a él? A la mañana siguiente todo habría pasado, y se encontraría de nuevo al lado de Hellen. Ya no se acordaría para nada de otros Ben Fawcett ni cosas similares. Lo único que tenía que hacer ahora era regresar de nuevo a la esfera, y volver a su hoy. A su hoy, que sería el mañana de Hellen.

Salió al exterior, y llamó a un aerotaxi.

14

EL CONDUCTOR DEL AEROTAXI se le quedó mirando con aire escéptico mientras Fawcett le abonaba el importe de la carrera.

—Sí, exactamente en este sitio. ¿Por qué?

El hombre paseó su mirada por los solitarios alrededores, donde no se distinguía ni una luz, nada que indicara algún signo de vida en medio de la oscuridad reinante. Se encogió de hombros.

—No, por nada. Sólo era un decir. —Y dio marcha al motor, elevándose rápidamente en la oscuridad para irse en busca de la luz y la animación de Londres.

Fawcett observó a su alrededor. Ahora debía buscar la esfera. Sabía que se encontraba allí, en la ladera de la colina que se elevaba a su izquierda, pero no sabía exactamente el lugar. Debería buscarla. Todo era cuestión de orientación y suerte.

Tardó casi una hora en encontrarla. Estaba igual a como la había dejado, sin ninguna señal de que alguien la hubiera descubierto. Movió los cerrojos de seguridad que abrían desde el exterior la puerta, según una combinación especial (el nombre de Bingelow marcado en discos de letras) y la puerta se abrió. Penetró en su interior, encontrándolo todo tal como lo había dejado. Se sentó en el sillón de mandos, y contempló las dos palancas de color rojo.

Suspiró. Hacía tan sólo unas horas que se había sentado en aquella misma cabina, al lado de las mismas palancas. Y en el transcurso de aquellas pocas horas, ciento sesenta y cuatro personas que estaban ya muertas habían vuelto a la vida. Entre ellas, Hellen. Su misión había terminado.

Volvió a tirar fijamente las dos palancas. Dudó unos momentos. Y luego, con decisión, las empujó las dos con fuerza. Ya nada le quedaba por hacer allí. En su hoy le esperaban Bingelow, el mundo, y Hellen.

Cerró los ojos con fuerza, al tiempo que empezaba a sentir los primeros efectos de la energetización. Su último pensamiento antes de sumirse en la inmaterialidad del proceso fue que estaba deseando volver de nuevo a su hoy. Volvería a su hoy.