TIEMPO SEGUNDO:
HOY

1

ANDUVO TODA LA NOCHE vagando por las calles de Londres, sin rumbo fijo, sin meta ni destino prefijados. Vio las estrellas palidecer, vio la aurora asomar por el horizonte, tras los edificios, vio al sol despuntar con sus rayos rojos, anunciando el nuevo día. Pero nada de esto fue capaz de despertar ningún pensamiento en su interior.

Llegó a su apartamento casi a las diez de la mañana. En la calle, un chiquillo voceaba la edición extra del «Times», con el reportaje del trágico accidente de aviación. Sin saber por qué lo hacía, Fawcett adquirió un ejemplar, metiéndoselo maquinalmente en el bolsillo, sin siquiera dirigirle una mirada. Subió a su apartamento, se quitó la chaqueta y se tendió en la cama. Cerró los ojos.

En su mente se reflejaban todavía las escenas de la noche anterior…

Llevaría tendido unos minutos, cuando el timbre del teléfono empezó a repiquetear insistentemente. Lo dejó sonar durante unos instantes, sin ánimos ni deseos de levantarse, pero la fuerza de la costumbre, este hábito que la profesión periodística había implantado en él, le hizo finalmente levantarse y acercarse al aparato. Descolgó el auricular.

—¡Ben, por fin! —era la voz bronca de Samuel S. White, cabalgando a través del hilo telefónico—. ¡He estado toda la mañana llamándote continuamente! ¿Dónde diablos te has metido?

Fawcett dudó unos momentos entre colgar de nuevo o seguir oyendo. No tenía el menor deseo de escuchar a White. Sin embargo, las próximas palabras del director del «Meteor» le hicieron cambiar de opinión.

—¡Ben!, ¿estás aquí? Oye, sé lo que te pasa, y no creas que no lo comprendo. Ha sido un golpe muy duro para ti. Pero estoy seguro de que esto, en vez de una traba, será un aliciente para el trabajo que deseo encomendarte.

Esperó unos momentos y, al ver que Fawcett no decía nada, preguntó:

—¿Has leído los periódicos de hoy, Ben?

Fawcett tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contestar. Su voz salió ronca al pronunciar el monosílabo:

—No.

—Bien, entonces será mejor que los leas cuanto antes. Así te enterarás de lo que fue en realidad el tal accidente. Estoy seguro de que, una vez lo sepas, querrás encargarte del caso. Al menos, esto es lo que yo haría de encontrarme en tu lugar… Fawcett no oyó más. Aquellas palabras abrieron repentinamente una brecha de luz en su semi-embotado cerebro. Sabotaje, un contenido especial, un accidente provocado, dejó caer bruscamente el teléfono, que chocó con seco ruido contra una pata de la mesa, y se lanzó hacia su chaqueta, tomando el periódico que acababa de adquirir.

—¡Oye, Ben! —llegaba la voz de White a través del colgante auricular—. Ben, ¿me oyes?

Pero Fawcett no oía ya nada. Su vista acababa de fijarse en unos enormes titulares que, en primera página, proclamaban:

CATÁSTROFE EN EL AEROPUERTO DE LONDRES II

EL ACCIDENTE, CONSECUENCIA DE UN SABOTAJE PREMEDITADO

Y más abajo, en letra más pequeña:

El estrato-avión que cubría la línea regular de vuelo Nueva York-Londres sufrió ayer, al aterrizar en esta última capital, un trágico y mortal accidente, cuando estalló súbitamente uno de sus motores. El aparato, perdidos el gobierno y la estabilidad, giró sobre sí mismo, dando una aparatosa vuelta de campana ante la vista de las numerosas personas que aguardaban en el aeropuerto, las cuales vieron horrorizadas e impotentes todo el proceso de la catástrofe. A pesar de la pronta intervención del servicio de incendios del aeropuerto, no se pudo evitar que los restantes motores del estrato-avión estallaran, convirtiendo el aparato en una inmensa hoguera, en la cual quedaron aprisionados e impotentes para escapar todos sus ocupantes.

La investigación que se realizó más tarde sobre las causas del inusitado accidente, reveló a las claras que éste no fue en realidad tal accidente, sino un sabotaje premeditadamente preparado. En el primer motor del ala izquierda había sido colocada una bomba, cuyo dispositivo de explosión estaba conectado con el tren de aterrizaje, de modo que, tres minutos después de bajarse éste, entrara en acción. El dispositivo destructor tuvo que ser instalado en Nueva York, lugar de origen y única escala del aparato, por unas hasta ahora desconocidas manos asesinas. El trágico balance de este sabotaje ha sido de ciento sesenta y cuatro muertos, incluidos los pilotos, azafatas y demás personal del aparato. No ha habido ningún superviviente.

El motivo del criminal atentado ha sido, según informe de fuentes oficiales la destrucción de unos documentos de gran importancia política internacional que viajaban en el avión. El portador de los mismos era un agente del Gobierno inglés, que viajaba en misión oficial secreta bajo el nombre de Lloyd Harold Finnegan y la personalidad de un comerciante neoyorkino en viaje de negocios a Gran Bretaña. Los documentos han quedado destruidos en el incendio consecutivo al accidente, constituyendo su desaparición una vital pérdida para nuestra nación, que cifraba en ellos grandes esperanzas de entendimiento internacional.

La policía mundial busca afanosamente a los responsables del criminal atentado, y sus pesquisas avanzan rápidamente, confiándose en poder poner en manos de la justicia a los multiasesinos dentro de un plazo relativamente breve…

Seguían a continuación nuevas informaciones y detalles sobre el caso, así como una reconstrucción completa del proceso del accidente, sin duda facilitada por alguno de los muchos que lo presenciaron, y finalmente, más abajo, entre una relación completa de las víctimas, una nota:

Entre las víctimas del desgraciado accidente se cuenta también Hellen Thompson, la antropóloga británica, que volvía de Nueva York después de asistir a una asamblea en esta ciudad y dar un ciclo de conferencias por todo el país. Su muerte representa también una gran pérdida para la ciencia y para la nación, constituyendo un agravante más…

Fawcett crispó los dedos, arrugando entre sus manos la hoja de papel. Hellen, muerta. Sabotaje, explosivo, el motor, el tren de aterrizaje… Todo ello bailaba por su mente, al compás irónico y cruel de una grotesca danza macabra…

Por el colgante auricular, la voz de White seguía sonando:

—No sé si me escucharas, Ben, pero deseo decirte una cosa. Tú eres el más indicado para descubrir la verdad. Es algo que te concierne personalmente. Además, tú tienes la experiencia de otros casos similares, en los que siempre has sabido desentrañar la verdad de los hechos. Oye, Ben…

Fawcett se acercó, tomando el auricular y depositándolo nuevamente sobre su horquilla. No quería escuchar la voz de White. No quería escuchar a nadie.

Tomó de nuevo entre sus manos el periódico, contemplándolo sin ver. Sabía que las palabras de White no eran sinceras. Nadie era sincero. Todo en el mundo era una gran mentira. Como a todos, al director del «Meteor» no le importaba nada más que el éxito, la publicidad. Simple ambición.

Ya veía en las páginas de su periódico el reportaje: «Benjamin Fawcett, reportero de nuestro periódico, logra descubrir el misterio del sabotaje del avión siniestrado. En el aparato viajaba la prometida de nuestro redactor, la célebre antropólogo Hellen Thompson, la cual pereció también en el accidente. Fawcett, animado por su afán de justicia y sus ansias de vengar la muerte de la mujer que amaba…».

Arrugó nuevamente el periódico entre sus manos crispadas, y lo arrojó con furia contra la pared. Sí, buscaría a los causantes del accidente, a los miserables que prepararon el sabotaje. Los buscaría para matarlos con sus propias manos.

Pero Hellen estaba muerta…

2

NUNCA SUPO cómo se le ocurrió.

Fue el pensar de nuevo en Hellen. Hellen había muerto, y por más que hiciera no podría devolverle la vida que había perdido. ¿De qué le serviría entonces vengar su muerte? ¿Qué lograría con ello?

Pensó en que si Hellen no hubiera muerto, si él hubiera podido salvarla a tiempo, todo sería distinto.

Ahora ella se encontraría aquí, a su lado…

Pero ¿cómo hubiera podido salvarla? ¿Acaso él sabía que iba a producirse la explosión del motor? Para eso hubiera tenido que ser adivino. Y además, ¿a qué pensar eso ahora? Al fin y al cabo, ya todo estaba perdido. Por más que se atormentara no lograría nada. No lograría cambiar el curso de los acontecimientos.

¿No lo lograría?

Se puso en pie de un brusco salto. ¡Cielos!, ¿cómo no se le había ocurrido antes? ¡Sí podía cambiar el curso de los acontecimientos!

Y pensó en la máquina del profesor Bingelow. Él mismo había llegado a la conclusión de que teóricamente una persona podía con ella trasladarse al pasado o al futuro según su voluntad… ¡Trasladarse al pasado!

Ahora ya lo sabía todo con respecto al accidente. Sabía que el estrato-avión había sido saboteado, que en su primer motor izquierdo había sido instalada una bomba en conexión directa con su tren de aterrizaje. ¡Si ahora pudiese trasladarse aunque sólo fuera un día al pasado, tendría poder para cambiar el curso de los acontecimientos!

Se puso rápidamente la chaqueta, abriendo con precipitación la puerta de su apartamento y saliendo al exterior. Bingelow había dicho que su aparato traslato-temporal podía funcionar en el momento que él quisiera. Solamente le faltaba una persona que accediera a ser la primera en realizar la experiencia, afrontando los posibles riesgos.

¡Pues bien, él sería aquella persona!

3

EL PROFESOR BINGELOW le miró sorprendido.

—¡Mi estimado mister Fawcett! No creía volver a tener el placer de verle tan pronto. ¿Qué se le ofrece?

Fawcett se humedeció levemente los labios con la punta de la lengua. Se encontraban en la misma habitación en la que viera al profesor por primera vez. Al igual que el día anterior, el mismo robot le había pedido que aguardara unos momentos y…

—Se trata de nuestra conversación de ayer por la tarde, profesor —murmuró—. De lo referente a su máquina traslato-temporal. ¿Recuerda?

—¡Naturalmente que me acuerdo, joven! ¿Acaso se olvidó de pedirme algún detalle?

Fawcett dijo que no con la cabeza. Dudó unos momentos antes de plantear la cuestión.

—Usted me dijo ayer, profesor, que su máquina temporal estaba lista, que había hecho ya varias experiencias con animales, pero que le faltaba hacer la prueba definitiva, con un hombre como sujeto del experimento. Hasta entonces no podía lanzar su invento a los cuatro vientos. ¿Es cierto?

—Sí, claro. Pero…

—Muy bien, profesor. Pues yo soy este hombre.

Bingelow quedó unos momentos en suspenso. Debió de temer que no hubiera oído bien, pues se metió un dedo en el oído derecho y hurgó fuertemente, como para librarse de algún entorpecimiento auditivo. Luego investigó:

—¿Quiere decir que usted…?

—Exacto, profesor. Tal vez no me haya expresado bien, pero ésta es mi intención. Estoy dispuesto a someterme a la prueba.

El profesor dudó unos momentos.

—Pero así, tan de repente… No me esperaba esto, se lo confieso. Usted…

—¿Hay algún inconveniente?

—¡Oh, no, ninguno! Absolutamente nada. Sólo digo que me sorprende. La prueba no es segura, hay algunos riesgos, naturalmente, y usted… ¡En fin, me extraña! ¿Qué impulso le motiva a tomar esta… esta decisión?

Fawcett se mordió los labios. Parecía como si el profesor sospechara que él llevaba in mente algún fin concreto y oculto al hacer aquel ofrecimiento. No debía decirle cuáles eran sus intenciones. Estaba seguro de que, si el profesor sabía de ellas, se negaría rotundamente a secundarle. Debía engañarlo. Aunque le pesara, debía hacerlo.

—Pues…

Y de pronto el profesor se echó a reír, interrumpiéndole, y dándose una fuerte palmada en un muslo.

—¡Oh, sí, claro, naturalmente! Ahora lo comprendo. Perdóneme que haya sido tan obtuso. Usted es periodista, claro. ¿Y qué más natural que un periodista lo haga todo para obtener un reportaje sensacional? Usted desea hacer esta prueba para luego poder escribir un reportaje sobre sus experiencias…

Fawcett lanzó un suspiro, asintiendo con la cabeza. El profesor se le había adelantado, explicándose él mismo sus aparentes motivos. Así era mucho mejor. El profesor no abrigaría ya dudas. Él mismo se lo había explicado todo…

—Naturalmente, ésta es mi intención. Tal vez le parecerá a usted muy materialista y poco romántica, pero…

—¡Oh, no, se lo aseguro! Cada persona tiene su misión asignada en el mundo. Usted es periodista, yo inventor… cada cual debemos cumplir con nuestra obligación. Para usted el conseguir un buen reportaje es un deber casi sagrado.

—Sí, sí, claro…

El profesor se mesó la barbita de chivo, en un gesto característico suyo.

—Bueno, por mi parte he de decirle que no hay ningún inconveniente. Usted conoce los principios del aparato, sabe sobre esto mucho más que otras personas… ¡En fin, me es simpático! Venga conmigo.

Le cogió por un brazo, y lo arrastró consigo hacia el laboratorio.

4

DOS HORAS MÁS TARDE, Ben Fawcett estaba al corriente del manejo del traslato-temporal de Bingelow tanto como pudiera estarlo su propio inventor.

Al principio, al profesor le había extrañado sobremanera que Fawcett insistiera mucho sobre realizar el experimento aquel mismo día, lo antes posible. No había prisa, había argumentado. Era lo mismo realizarlo hoy que mañana. Pero Fawcett insistió. Era preciso hacerlo cuanto antes.

—El aparato está en disposición de funcionar ahora mismo, ¿verdad? —argumentó—. Usted mismo ha dicho que cuando quisiera podría realizar el experimento. Le confieso que esta noche no he podido dormir pensando en lo que puede hallarse al otro lado, más allá de la barrera del tiempo. ¿Para qué esperar hasta mañana o pasado mañana? ¿No le corroe la impaciencia por saber el resultado del experimento?

Bingelow tuvo que admitir que sí. Pero como todas las personas viejas, era enemigo de precipitaciones. Por otra parte, comprendía que Fawcett era joven, enérgico, impulsivo… No era de extrañar que quisiera hacer el experimento cuanto antes. ¿Y por qué no? ¿Por qué no podían hacerlo? ¿Acaso había algo que lo impidiera?

—Bien —asintió finalmente—. Lo haremos como usted dice. Por mi parte no hay ningún inconveniente.

Y empezó a poner a Fawcett al corriente de todo lo que aún ignoraba sobre el particular.

En sí, el aparato traslato-temporal era una simple esfera metálica, con una sola puerta que cerraba herméticamente desde el interior. Estaba construida totalmente de acero extra-duro, y el grosor de sus paredes era de cinco centímetros.

—Yo la llamo el bloque exterior de protección informó el profesor. Su única misión es, una vez convertido todo en energía, proteger el interior del bloque, o sea la persona que realiza el experimento, de posibles agentes exteriores. Por esto ha sido fabricada tan gruesa de paredes.

Dentro de la esfera había una cabina muy semejante a la de mandos de los aviones, repleta de instrumentos y palancas. En ella había tan sólo un sillón, en el centro, a cuyo lado se podían apreciar dos palancas señaladas de color rojo.

—El manejo de la cabina es muy fácil —explicó Bingelow—. Apenas cerrada la puerta e incomunicada del exterior, se encuentra lista para emprender su viaje. El que ocupa la cabina mueve estas dos palancas rojas, primero la delantera y después la otra, y el energetizador del exterior entra en funcionamiento. La cabina con todo su contenido se convierte en energía, y entonces pasó a operar yo desde fuera. Todo esto que se ve en este hangar, excepto la esfera, no son más que los aparatos que producen las macro y micro-corrientes electromagnéticas, las cuales servirán para impulsar la cabina a través de sus rotaciones por el mundo y para detenerla cuando llegue a su lugar prefijado en el tiempo. Inmediatamente después de haber cesado su acción y haber llegado la cabina a su destino, yo, desde aquí, moveré otras dos palancas que realizan a la inversa el proceso de energetización, y la cabina se materializará en el lugar donde se encuentre.

»Luego, cuando la cabina desee regresar, su ocupante solamente tendrá que mover de nuevo estas dos palancas, energetizándola de nuevo, y las corrientes electromagnéticas volverán a traerla hasta aquí. Yo volveré a materializarla en este mismo lugar… y ya está.

—¿Cómo sabrá usted que la cabina tiene que regresar aquí?

—De un modo sencillo. Las corrientes electromagnéticas establecen un puente a través del tiempo entre la cabina y yo. Por ellas sabré cuando la cabina llega a su destino y es necesario materializarla. Cuando vuelva a energetizarse por haber pulsado su ocupante las dos palancas, sabré yo por el indicador de energetización que quiere regresar, y utilizaré de nuevo las corrientes.

—Ya. ¿Cuáles son las sensaciones que siente una persona al energetizarse?

Bingelow se encogió de hombros.

—Esto es algo que no puedo decírselo por la sencilla razón de que nunca lo he experimentado personalmente. No obstante, teniendo en cuenta que un cuerpo energetizado permanece en vida latente durante todo el período que dura la energetización, es muy fácil suponer que las sensaciones serán similares a las que debe experimentar una persona que está en trance, hipnotizada, o simplemente que sueña. Sensaciones de luz, de color, de sonido… e imposibilidad de poder moverse, no tener conciencia de su propio cuerpo. No puedo decirle nada más.

Así prosiguieron hablando, Fawcett preguntando y Bingelow dando detalles sobre el particular. Fawcett hizo un par de pruebas preliminares del manejo de la cabina, estudió los instrumentos mientras Bingelow lo repasaba atentamente todo… Al final, el profesor dijo:

—Bien, creo que ya está todo listo. Voy a dar un último repaso a los instrumentos, y podremos realizar el experimento.

Fawcett asintió con la cabeza. Ahora venía lo más difícil de su plan. Era necesario que fuera al pasado, a un día de distancia en el pasado. Y debía lograr de Bingelow que hiciera lo que él deseaba.

Sin embargo, todo fue de lo más fácil. Simplemente, el profesor se volvió hacia él y le dijo.

—La primera prueba será solamente a un día de distancia en el pasado. Actualmente no he ensayado más distancias que fueran más allá de veinticuatro horas, y todavía no sé si las corrientes responderán con la precisión y exactitud necesarias. Por otra parte, prefiero no arriesgarme a hacer el primer experimento al futuro, donde no sabemos lo que puede suceder. El futuro será siempre hipótesis, mientras el pasado será siempre realidad acaecida ya. Lo lamento por usted, Fawcett, pues no podrá contemplar por anticipado su propio reportaje.

Fawcett sonrió, y dijo que sí con la cabeza. ¡Cielos, el profesor parecía que adivinara sus deseos! ¡Todo iba por ahora a pedir de boca!

Transcurrió todavía una hora antes de que Bingelow diera por finalizado su último repaso general. Después, se volvió hacia Fawcett.

—Bien, amigo mío. Cuando desee, puede meterse en la cabina y prepararse para el gran experimento. Lamento que no tenga por ahí ningún magnetófono en el que poder grabar nuestras palabras para la posteridad, ni ninguna comisión de honor para presenciar oficialmente el experimento. Ya sabe que todo lo oficial me fastidia, y no tengo ningún deseo de hacer partícipe al Estado de mis triunfos ni de mis derrotas, y mucho menos antes de que éstas sucedan. Además, así, procediendo secretamente, la sorpresa que causara usted con su reportaje será más completa ¿no le parece? Se interrumpió unos momentos y después exclamó:

—¡Ah, una advertencia final! Usted irá al pasado. Salga a él, examínelo, compruebe bien que no haya motivo de duda, busque las pruebas que desee, pero no intente variar nada de él. No intente trastornar el curso de los acontecimientos, ¿comprende? Todavía no sabemos lo que podría suceder.

Fawcett se mordió los labios. Sin saberlo, Bingelow había hecho diana. Había procedido correctamente al mantener ocultos los verdaderos propósitos que le habían impulsado a aquella aventura. Pero ni el profesor, ni cien mil profesores con todos los argumentos del mundo en contra, lograrían disuadirle de su propósito.

—No tema, profesor —dijo, a sabiendas de lo falso de sus palabras—. No tengo ninguna intención de hacerlo.

Bingelow sonrió.

—Me lo suponía, amigo Fawcett, me lo suponía. Solamente era una advertencia.

Y ahora, tomó de un estante cercano dos vasos, y sacó, como por arte de magia, de algún lugar, una botella de champagne.

—Las tengo reservadas para las grandes ocasiones, y ésta es una de ellas. ¡Brindemos por el éxito!

Fawcett tomó la copa llena que le tendía el profesor, y la elevó hasta la altura de sus ojos.

—Brindemos por el éxito —repitió.

Y, mentalmente, rezó por él.

5

FAWCETT SE SENTÓ en el sillón de la cabina, observando a su alrededor. A su lado, a la derecha, las dos palancas rojas. Frente a él, el indicador que marcaba el desarrollo del proceso de energetización. A ambos lados, en las paredes de la cabina, tubos y conexiones cuyo uso técnico desconocía. Tras él, idéntico panorama. En el techo, el sistema de renovación del aire. Y en medio, sentado en el sillón, equidistante de todos los puntos de la pared, él.

La voz del profesor, a través de un micrófono instalado frente a él, en el dintel de la puerta, llenó la cabina.

—Todo está listo; Fawcett. Yo estoy preparado. Cuando quiera puede empezar el proceso de energetización.

Fawcett miró las dos palancas a su derecha, y se humedeció los labios con la punta de la lengua.

Hellen estaba muerta, y con ella había muerto su propio ideal de vida. Ahora tenía la ocasión de intentar resucitarla. Cambiaría el curso de los acontecimientos a pesar de todo lo que pudiera decirle el profesor. Estaba decidido.

La gran aventura estaba a punto de comenzar.

—Estoy listo, profesor —murmuró.

Miró la esfera de su reloj: las cuatro y dos minutos de la tarde. Su mano se acercó a las palancas. La voz del profesor volvió a llegarle a través del micrófono.

—Bien, Fawcett. Buena suerte.

Su mano se posó sobre la primera palanca.

—No tema, profesor —murmuró—. ¡Volveré ayer!

Y empujó con fuerza, una tras otra, las dos palancas.