VI

SE DETUVO en medio de la calle, jadeante, agotado por la larga carrera. Miró a ambos lados. En ellos, las casas formaban como un muro pétreo que cortaba su avance. Delante, la línea de la calle seguía recta, perdiéndose a lo lejos.

Oyó nuevamente a sus espaldas el pitido de los que le perseguían. Expelió el aliento violentamente. Sentía que su corazón martilleaba fuertemente en su pecho. Dio una mirada alrededor. No sabía donde se encontraba, pero esto no importaba. Debía continuar huyendo. Esto era lo más importante: huir.

Emprendió nuevamente la carrera, siguiendo calle adelante. Dobló por la primera travesía, y embocó un nuevo camino de asfalto. Se detuvo unos momentos. Dudó. Luego, en un arranque, se lanzó hacia la izquierda. Otra calle. Luego otra, otra, otra…

Iba corriendo sin descanso, en un intento de despistar a los que le perseguían, de huir de ellos. Pero se iba agotando por momentos. Llegó un instante en el que ya no pudo más. Jadeaba enormemente. Se detuvo, y se apoyó en la pared de la casa que tenía más próxima. Expelió fuertemente el aire. Los pitidos se iban acercando por momentos, no tardarían mucho en llegar a su lado. Y entonces todo estaría perdido.

Y entonces fue cuando se fijó en la placa dorada que, con letras grabadas en negro, rezaba:

ALBERTO R. BOUCHON

Fue bastante. Se sintió de repente animado por una súbita alegría, una repentina esperanza. De un salto traspasó la verja, y se metió en el patio de la mansión. La puerta principal estaba cerrada, de modo que dio la vuelta hasta llegar a la primera ventana baja. La forzó, penetrando en su interior. Se dirigió hacia los sótanos. Allí, ocupando casi todo un paño de la pared, se encontraba un aparato. El retro-tractor.

Le bastaron pocos segundos para prepararlo todo. Movió el interruptor general, graduó las siete esferas, conectó los otros tres, asió las dos barras de acero, miró fijamente la pantalla que tenía ante sus ojos…

Y entonces, como un impacto en su mente, instantáneo, repentino, se le apareció todo en sus ojos. Se vio a sí mismo allí, en aquel mismo lugar, asiendo las dos asas. Se vio retrocediendo en el tiempo y en la persona, con la esperanza de cambiarlo todo, de salvarse. Se vio a sí mismo despertando con un fuerte dolor de cabeza, como si dos personalidades se hubieran refundido en una en su persona, para vivir nuevamente lo que ya había vivido con anterioridad, segundo por segundo. Tuvo conciencia de un destino único, inmutable, eterno, de un círculo sin fin por el que giraría él para siempre, repitiendo una y otra vez los mismos actos, las mismas acciones durante aquellos únicos quince días. Quiso retroceder, reaccionar a tiempo, apartarse de allí, pero ya era demasiado tarde. Un zumbido se extendió por toda la máquina, se comunicó a su persona, llenó la habitación, se esparció por todo el mundo, invadió el universo…

Y momentos después, Alberto R. Bouchon, despertado por el ruido que hacían los RO-Policías, repetiría de nuevo las mismas palabras que pronunciaría una y otra vez, hasta la eternidad, hasta el fin de los tiempos, en aquel círculo sin fin, sin límites, infinito:

—¡Imbécil! ¡Imbécil!

FIN