EN SU CELDA PROVISIONAL, en espera de ser trasladado al penal donde pasaría los últimos días antes de su ejecución, Angel Brun rumiaba desesperadamente. Lo que le sucedía no tenía razón de ser. Él no era culpable de nada. Entonces, ¿por qué lo condenaban?
No pensaba apenas en el verdadero asesino. No tenía la menor noción de quién podía ser, ni de los motivos que pudiera haber tenido para haberlo hecho. Lo importante, lo trascendental era que él había sido acusado. ¡Y él no era culpable!
Aquello le desesperaba. No se resignaba. El abogado defensor le había dicho que no podía hacerse nada. Pero el abogado defensor tampoco creía en su inocencia. Todo el mundo le consideraba culpable. ¡Pero él no lo era!
Del estado de excitación, de rebeldía, pasó al estado de depresión. ¿Qué podía hacer él? El jurado había dictado su veredicto: pena de muerte. De nada le serviría una apelación. Nada podía hacer salvo resignarse.
¡Si no hubiera tenido aquella discusión con Marta! ¡Si no se hubiera excitado innecesariamente!…
* * *
LA CELDA SE ABRIÓ, y un RO-Policía apareció en la puerta. A su lado había un hombre.
—Levántese, Brun —dijo el hombre—. Venga conmigo.
Eran las seis de la mañana. Brun se puso en pie del camastro, y tiró hacia abajo de la chaqueta.
—¿Adónde vamos?
—Al penal —respondió el hombre—. Abajo nos espera el coche.
El coche en cuestión era una camioneta celular, custodiada por dos RO-Policías. Otro RO-Policía iba al volante, y un hombre iba a su lado: el responsable del viaje.
Brun subió a la parte trasera de la camioneta, y los dos RO-Policías hicieron lo propio. Uno de ellos cerró con llave, metiéndose después ésta en el cinturón llavero. Brun se sentó en un banco lateral de la camioneta, y los dos RO-Policías, codo contra codo, lo hicieron frente a él, en el otro banco.
El coche emprendió la marcha. A aquella hora todavía era de noche, y apenas circulaba nadie por la calle. La hora de la llegada al penal, bastante alejado del punto de origen de la camioneta, estaba prevista para las doce del mediodía. Eran seis horas continuas de viaje.
La camioneta aumentó la velocidad, circulando por las desiertas calles. De tanto en tanto aparecía en algún lugar la silueta de un RO-Policía o un RO-Vigilante de guardia. Las calles iban pasando en rápida sucesión, y la camioneta se iba acercando a las afueras de la ciudad.
Y de pronto…
Fue un accidente fortuito. Un perro callejero se cruzó en el camino del coche celular, justo bajo las ruedas. El RO-Conductor hizo un brusco viraje para evitarlo. El coche dio una repentina vuelta hacia la derecha, subiéndose a la acera de la calle e incrustando su morro contra un árbol. El RO-Conductor hizo un esfuerzo para recuperar el control del volante, manteniendo la dirección que había abandonado, y lo único que logró fue hacer que el coche hiciera un par de eses por en medio de la calle, hasta terminar chocando contra otro árbol y volcando aparatosamente de costado. De tal modo que una de las puertas laterales de la cabina delantera, la que correspondía al lado del vigilante, quedó bloqueada. Y el cuerpo del RO-Policía, con sus doscientos kilos de peso, cayó sobre él.
En el interior de la furgoneta, Brun rodó por los suelos, junto con los dos RO-Policías que le custodiaban. Se repuso rápidamente, empero, y logró ponerse en pie sobre una de las paredes. Pocos segundos le bastaron para hacerse cargo de la situación. Y allí vio una posibilidad de escapatoria. Sabía que estaba condenado a muerte, que no tenía ninguna esperanza de indulto. ¿Qué más daba que al cargo de asesinato se le añadiera el de fuga? Y, en cambio, podía tener suerte y lograr evadir a los RO-Policías. Siempre era una posibilidad.
Actuó rápidamente. Sabía que los RO-Policías, por su misma condición de máquinas, no podían atacar a un ser humano con la intención de causarle daño; lo único que podían hacer era sujetarle, inmovilizarle, impedir su huida. Y si no lograban esto…
Se inclinó sobre los dos RO-Policías que, aturdidos por el golpe, necesitaban de unos segundos para que sus circuitos volvieran a funcionar normalmente. Y aquellos segundos bastaron para que Brun se apoderara de las llaves de los candados electrónicos de la puerta, del cinturón de uno de ellos, y los abriera con la máxima rapidez. De un salto se plantó en el suelo, arrojó las llaves en mitad de la carretera, y echó a correr.
Los RO-Policías no tardaron en recuperarse, saltando al suelo también Inmediatamente hicieron funcionar sus silbatos automáticos, en demanda de ayuda de los restantes RO-Policías que patrullaban por los alrededores. Sus sistemas electrónicos de rastreo empezaron a entrar en acción, «husmeando» los rastros que había dejado Brun, y se lanzaron rápidamente en su persecución. Sus silbidos sonaban intermitentemente, marcando la ruta que seguían y añadiendo nuevos RO-Policías a la caza.