IV

SENTADO EN UN SILLÓN de su casa, con un vaso lleno de coñac al lado, Angel Brun meditaba furiosamente. Ahora, pensándolo detenidamente, fuera de las emociones del lugar y del momento, veía que había cometido otra estupidez. Había creído que lo mejor sería irse de allí, desaparecer. Había creído que esto lo arreglaría todo. No había contado con que el portero le había visto entrar y salir, había hablado con él; ni con el pañuelo que había abandonado en la casa, manchado de sangre, ni con sus huellas dactilares por todas partes…

¡Imbécil! ¡Grandísimo imbécil!

Bebió un nuevo sorbo de coñac. Recordaba las novelas policíacas, en las que se preparaba todo, se borraban todas las huellas para despistar a la policía. ¡Ja! Hubiera querido ver a un escritor de novelas policíacas en su lugar. Hubiera querido ver a un hombre de esos ante un cadáver, ante una persona que él no había matado, y verle borrar sus huellas, prepararlo todo para eliminar los rastros de su visita…

Volvió a beber. Ahora era ya demasiado tarde para hacer algo. No podía volver a casa de Marta, y avisar ahora a la policía sería demasiado comprometedor. Solamente le quedaba esperar. Esperar ¿qué?

Pasó el resto de la tarde y toda la noche en constante agitación. Por unos momentos pensó en escapar, huir de allí, a un lugar donde la policía no pudiera encontrarle fácilmente. Pero aquello sería declararse automáticamente culpable. Y él no lo era. ¿Entonces?

No le quedaba más remedio que esperar. Solamente esperar. ¿Qué?

Lo supo a la mañana siguiente. Apenas acababa de levantarse, cuando llamaron perentoriamente a la puerta. Fue a abrir. Allí, al otro lado, se encontraba un hombre seguido de dos RO-Policías. El hombre le mostró una placa.

—¿Angel Brun? —inquirió.

Asintió con la cabeza. Los dos RO-Policías se adelantaron, colocándose a sus lados.

—Queda usted detenido —dijo el hombre—. Se le acusa del asesinato de la señorita Marta Robles…

* * *

EL INSPECTOR DE POLICÍA murmuró algo ininteligible.

—¡Por favor, señor Brun! ¡No nos crea tan tontos como para eso! El descubrimiento del cadáver por el sospechoso número uno es algo que solamente se emplea en las novelas policíacas para complicar la trama. ¿No comprende que su historia es del todo inverosímil? ¡Usted fue quien mató a Marta Robles!

Brun negó con la cabeza.

—No, inspector, yo no fui. Ya les he dicho que cuando yo llegué a su casa estaba ya muerta.

—Muy bien. ¿Y por qué no avisó a la policía inmediatamente?

—Ya les he dicho también que tuve miedo. Pensé que me acusarían a mí del crimen.

—¿Y no pensó que si no lo hacía todavía le acusaríamos más?

—No… no pensé en ello en aquel momento. Lo único que me importaba entonces era irme de allí.

—Sí, naturalmente. Y se dejó el pañuelo manchado de sangre sobre el lavabo, y el portero le vio salir precipitadamente. ¿No ve que todo es demasiado ilógico? Todo concuerda en acusarle a usted.

—¿Y la pistola? —Brun se agarró al último rayo de esperanza.

—¿La pistola? Ya tuvo buen cuidado en limpiarla, borrando todas las huellas dactilares. Es lo único que hizo bien. Pero no le sirvió.

—¡Pero yo no he sido! ¿No comprenden que yo no la he matado?

No, la policía no comprendía nada. La policía es un organismo ciego, que solamente se guía por las pruebas. Y las pruebas eran claramente acusatorias.

Más por rutina que por otra cosa, la policía indagó sobre el hombre que, según Brun, saliera con Marta la noche anterior. Pero el hombre tenía una coartada indestructible. Y las últimas esperanzas de Angel Brun se derrumbaron. Ya sólo quedaba un sospechoso. Un único sospechoso: él.

* * *

EL JUICIO SE CELEBRÓ rápidamente. En él, el principal testigo fue el portero del edificio. Declaró que había informado a Brun de la existencia del tercer hombre, el que había salido con Marta aquella noche. Admitió y confirmó las dos visitas que Brun hiciera a casa de la muchacha, de la última de las cuales había salido precipitadamente…

—El móvil y el proceso del crimen son muy fáciles de discernir —dijo el fiscal—. El acusado se enteró por el portero del edificio donde vivía la víctima de la existencia de otro hombre, con el que había salido Marta Robles la noche anterior, en vez de hacerlo con él, según confirma la propia declaración del acusado. Irritado por ello, movido por unos profundos celos, se dirige a la mañana siguiente, al mediodía, a casa de la víctima. Habla con ella. Le exige le diga la verdad. Quiere saber quién es el otro hombre. Ella se lo dice, añadiendo que está ya harta de él, que no le quiere. El acusado se irrita. Tienen una violenta discusión, y el hombre sale furioso. Llega a su casa meditando planes de venganza. Se procura un arma, y con ella en el bolsillo vuelve a casa de la víctima. La amenaza con matarla. Ella se ríe de él, diciéndole que está loco. Él se enfurece, y dispara. La bala da a la víctima en el corazón, y ésta cae al suelo. Demasiado tarde ya, el acusado comprende la locura que ha cometido. Comprueba que la víctima está muerta, y se ensucia involuntariamente la mano de sangre. Rápidamente se la limpia con el pañuelo, con el cual borra también las huellas digitales del arma, la cual abandona en aquel sitio ante el temor de que se la encuentren más tarde encima. Pero en la agitación del momento comete una imprudencia: deja el pañuelo manchado de sangre también en la casa. Luego sale de allí, aprisa, casi corriendo, como si huyera. En su precipitación no cae en la cuenta de que hay suficientes pruebas allí para condenarle. Pruebas que nos permiten identificar al asesino, y poder acusarle de su crimen.

Brun protestó; no era cierto nada de aquello.

Pero nadie hizo caso de sus palabras. El fiscal continuó hablando, pidiendo para el acusado la pena de muerte, teniendo en cuenta la premeditación del crimen. Un murmullo se extendió por la sala al hacerse la petición.

El abogado defensor, como había comunicado ya a Brun anteriormente, no podía hacer nada. No había ninguna prueba para demostrar su inocencia, nada en que apoyarse. Por eso, su defensa solamente se basó en el homicidio involuntario. Habló de la impremeditación del mismo, a despecho de lo que había dicho el fiscal. Dijo que Brun no tenía la menor intención de cometer el crimen cuando acudió a casa de la víctima, sino tan sólo la de asustarla. El disparar la pistola fue un acto impremeditado, que no entraba en sus planes. Su huida y los grandes errores que cometió en ella lo probaban. El acusado había matado, sí, pero de forma involuntaria. Él quería a la víctima, estaba enamorado de ella. Por lo tanto, no quería matarla. Su acto no podía ser calificado de asesinato.

Sin embargo, su actuación no sirvió de nada. Eran demasiadas pruebas en contra, y ninguna a favor. El jurado tardó apenas cinco minutos en deliberar. Y el veredicto fue de culpabilidad. Sentencia, pena de muerte.