PASEÓ DURANTE UN TIEMPO por las calles, poniendo en orden sus pensamientos. Lamentaba enormemente lo que había sucedido. Demasiado tarde había comprendido su idiotez. Ahora ya estaba todo hecho.
Regresó a su casa. Comió, sin apetito, y después se tumbó en un sillón. Estuvo meditando durante largo rato. Debía remediar aquello. Ahora que lo pensaba detenidamente, veía que se había portado desde un principio como un enorme estúpido. Como había dicho muy bien la propia Marta, había adoptado la actitud de un enamorado celoso. Y no tenía motivos para ello. No tenía ningún motivo.
«Volveré esta tarde» —pensó—. «Ella habrá tenido tiempo de reflexionar, y estará ya más calmada. Podremos hablar con serenidad».
Sí, eso era lo mejor. Iría, y le pediría perdón. Estaba seguro de que la muchacha terminaría comprendiendo.
Volvió a salir. Era ya media tarde, y el Sol doraba los tejados de la ciudad con sus oblicuos rayos. Tomó el coche y se encaminó a casa de Marta. Paró frente al edificio, descendió del coche y penetró. El portero, desde su sitio, le saludó como siempre. Subió las escaleras, se detuvo frente a la puerta de Marta, y llamó.
Nadie acudió a su llamada.
* * *
EN OTRAS CIRCUNSTANCIAS, tal vez hubiera imaginado que Marta había salido, que no estaba en casa. Pero ahora no.
Le extrañó que la muchacha no respondiera a su llamada. Descendió de nuevo las escaleras, inquiriendo al portero por si había salido. La respuesta fue no. Volvió a subir las escaleras y llamó de nuevo. Era extraño que Marta no contestara, no diera señales de vida. Como al descuido puso la mano sobre la puerta… y la puerta cedió.
Terminó de abrir la hoja, alarmado y sorprendido. Penetró en el interior de la estancia. Aquello era sumamente extraño. Avanzó por el hall, llegó al comedor…
Y allí descubrió a Marta.
Se encontraba tendida en el suelo, en mitad de la habitación. Yacía boca abajo, con las piernas ligeramente separadas y los brazos por sobre la cabeza, en posiciones absurdas. Vestía una liviana bata de casa, bajo la cual se adivinaba la ropa interior. A un lado de ella, y un poco separada, se encontraba una pistola.
Durante unos instantes permaneció inmóvil, contemplando la escena sin atreverse a avanzar. Al fin, con un esfuerzo de voluntad, se acercó al cuerpo inerte. Se arrodilló a su lado, dudando unos momentos antes de decidirse a tocarlo, a darle la vuelta. Era extraño, pero sabía lo que iba a encontrar cuando lo hiciera. Sabía que encontraría un agujero de bala en el pecho de la muchacha, por el cual escapaba la sangre. Sabía que estaba muerta. Y a pesar de todo ello no se sorprendía, no se horrorizaba. ¿Por qué?
Dio la vuelta al cuerpo de la muchacha. Su pecho era una enorme mancha roja, que empapaba toda su ropa. Puso la mano sobre su corazón. No latía. El cuerpo estaba ya frío.
Se levantó nuevamente, pasándose una mano por la cara. ¡Dios!, ¿quién la podía haber matado? ¡Era algo inconcebible, absurdo! ¿Quién podía tener interés…?
Vio su mano manchada de sangre, y maquinalmente sacó su pañuelo, limpiándosela. Se acercó a una puerta lateral, la del lavabo, y la abrió, penetrando en su interior. Se miró en el espejo del baño. Tenía un par de manchas de sangre en la cara, que se había producido al pasar su mano por ella. Se las limpió con el mismo pañuelo, y lo dejó después en un estante, allí al lado. Volvió de nuevo al comedor. Miró otra vez el cadáver de la muchacha, vuelto ahora boca arriba. Sentía algo extraño en su interior, pero ¿qué era? ¿Qué le pasaba?
A la izquierda, sobre una mesilla auxiliar, había el teléfono. Se acercó, con la intención de llamar a la policía, pero se contuvo a tiempo. En unos breves segundos pasó por su cabeza lo que sucedería. Le harían preguntas, machaconamente, hasta agotarle. Que qué hacía allí, que por qué había acudido a casa de Marta, que si era cierto que habían sostenido una violenta discusión, que…
Se pasó una mano por la cara. Sí, era una tontería avisar a la policía. Una solemne tontería. Lo mejor sería irse de allí, huir, escapar. Si no le encontraban en el lugar del suceso…
Fue una decisión rápida, repentina, apenas meditada. Dio un nuevo vistazo a la habitación, y se dirigió hacia la puerta. Salió a la escalera, cerrando la hoja a sus espaldas. Descendió rápidamente, con el deseo de alejarse de allí lo más pronto posible. Al llegar abajo, el portero lo saludó, como de costumbre. No contestó al saludo.
—¡Vaya con el hombre! —exclamó el portero cuando desapareció por la puerta de entrada, camino de la calle—. ¡Ni que hubiera acabado de matar a alguien!…