II

ANGEL BRUN Despertó muy de mañana. Sentía una sensación rara en la cabeza, como si de pronto su mente se hubiera fundido con otra mente, y la fusión hubiera resultado demasiado fuerte para él. Le dolía terriblemente toda la cabeza, como si se la hubieran sometido a un martilleo continuo y prolongado.

Se levantó, dirigiéndose hacia el lavabo. Abrió el botiquín y sacó una aspirina, engulléndola. Tomó un sorbo de agua, y luego se refrescó la cara metiéndola debajo del grifo. Se secó con una toalla y volvió al dormitorio. Se tendió nuevamente en la cama.

La cabeza seguía doliéndole. Parecía como si algo quisiera despegarse de ella, como si quisieran fluirle ideas, recuerdos, que no acababa de precisar, pero que eran importantes.

«¿Tenía que hacer algo en lo que pensé ayer?» —se preguntó a sí mismo—. «¿No pensé en algo determinado, de lo que ahora trato de acordarme sin resultado?».

Esforzó su memoria, intentando recordar algo. Había ido a la oficina como cada día a revisar los últimos asuntos, luego había ido con Marta a comer, se habían separado por la tarde con la intención de ir aquella misma noche a la ópera, luego, a última hora, ella no se había presentado…

«No puede ser esto» —se dijo—. «No me preocuparía tanto porque Marta hubiera faltado a una cita. Hoy la veré, y me dirá por qué no vino. Seguramente fue algo imprevisto».

Como le era imposible volver a dormirse, se vistió, saliendo a la calle. Era muy de mañana, y apenas había nadie por las calles. Se dirigió hacia la oficina, abrió con su llave, y se dirigió a su despacho. Tomó algunos papeles de sobre la mesa, y los estudió. Aquella mañana había varias cosas pendientes por hacer. Liquidar el asunto de la Transoceánica Mundial, formular el pedido a la Rotario, inquirir informes de los tres últimos clientes en el departamento general…

Empezaron a llegar los empleados. Su secretaria apareció en el despacho preguntando si deseaba algo. Dijo que no. Continuó trabajando. Cuando fueron las once, tomó el teléfono y llamó a Marta. No contestó nadie. Sin duda Marta había salido. Colgó el teléfono y terminó el trabajo que tenía pendiente. Salió del despacho, indicando a la secretaria:

—Hoy no volveré. Si alguien viene a verme dígale que vuelva mañana a las once. Entonces podré recibirle.

—Muy bien, señor.

La secretaria tomó nota en su cuaderno de apuntes, y Angel Brun salió al exterior.

Se dirigió a casa de Marta. Llegó a su apartamento, llamó, y nadie contestó. Volvió a bajar e interrogó al portero:

—¿Sabe si ha salido la señorita Marta?

—Sí, señor Brun. Muy temprano. Ha dicho que si venía alguien le dijera que no volvería hasta el mediodía.

—¿Y ayer? ¿Sabe si salió ayer por la noche?

—Sí, señor. Salió hacia las siete de la tarde, más o menos. Y no volvió hasta las doce. Lo sé porque se olvidó las llaves y tuvo que llamar.

—Ya. ¿Sabe cuál fue el motivo de su salida?

—No, señor. No se lo he preguntado, naturalmente. Sólo sé que volvió acompañada de un hombre. No lo conocía, señor Brun. No lo había visto nunca.

—Sí, muy bien. Muchas gracias.

—¿Quiere que le diga a la señorita Robles que ha venido usted?

—No, no es necesario. Ya la llamaré yo por teléfono o vendré personalmente. Muchas gracias.

—De nada, señor. A disponer.

Salió al exterior de la casa. Miró unos momentos al cielo. Luego, lanzando un suspiro, echó calle adelante.

* * *

ANGEL BRUN conocía a Marta Robles desde hacía aproximadamente un año. Se habían encontrado por primera vez en una fiesta, a la que ambos habían sido invitados. Habían simpatizado, habían salido juntos más de una vez…

Brun quería a la muchacha. Se confesaba a sí mismo enamorado de ella. Pero nunca se lo había dicho. De modo que, oficialmente, solamente eran amigos, aunque todo el mundo pensara lo contrario.

El carácter de Marta Robles era algo especial. Alegre, dinámica, con una gran ansia de vivir, de gozar, de divertirse. A Brun le chocaba un poco este carácter. Hubiera deseado que ella fuera un poco más seria, más consciente, pero a veces incluso se dejaba arrastrar por ella, por sus locuras, como él mismo decía. No encontraba este modo de ser propio de una mujer, pero a pesar de todo le gustaba. Y le gustaba también el que la muchacha siempre le hubiera preferido a él antes que a otros de los muchos admiradores que tenía siempre a su alrededor.

¡Y ahora se enteraba de que Marta había dejado de ir con él la noche anterior, sin anteponer ninguna excusa, para irse con otro hombre!

Anduvo por la calle, al tiempo que hacía mil proyectos, mil ensayos de la escena que le correspondía representar ante ella. Brun no era hombre violento, pero sí sumamente irritable. Y le molestaba que alguien se burlara de él. ¡Y Marta se había burlado!

Se detuvo de pronto en medio de la calle, sin saber qué lo había asaltado. Había sido un pensamiento repentino, brusco, que había ascendido de lo más hondo de su interior. No debía pelearse con Marta. No debían discutir, no debía hacer ninguna escena. Así lo había decidido.

Pero ¿cuándo, cómo y por qué?

Sacudió la cabeza. ¿Por qué se le habría ocurrido aquella idea? ¡Pelearse con Marta! Claro que no se pelearía con ella. Simplemente, indagaría qué era lo que había sucedido, por qué no había acudido a la cita, por qué había salido con otro hombre. Tenía derecho a ello. Luego… luego todo se arreglaría. Indudablemente Marta podría darle alguna explicación. En el fondo era una excelente muchacha. Sí, eso sería. Marta le daría una explicación satisfactoria, y todo terminaría bien.

Continuó andando por la calle, paseando, en espera de la llegada del mediodía.

* * *

LA PROPIA MARTA acudió a abrir. Durante los primeros momentos no dijo nada. Luego lanzó un grito de sorpresa.

—¡Angel! No esperaba verte aquí ahora…

—Si, ya me lo supongo. He venido esta mañana, pero el portero me ha dicho que habías salido. ¿Es cierto?

—Sí… He… he tenido que ir a hacer algunas compras. Pero pasa, no te quedes aquí. Te serviré algo de beber.

Penetró en la casa. Era un piso agradable, acogedor. Por todas partes se veía la presencia de unas manos femeninas. Cortinas en las ventanas, cacharritos sobre todos los muebles, bibelots…

—Siéntate. Iré a prepararte algo. ¿Mucho alcohol?

—No, un poco solamente.

Ella se alejó hacia otra habitación, y Brun contempló su grácil paso mientras se alejaba. Juntó las manos y notó que las tenía húmedas. Sudor. ¿Qué le pasaba? Parecía un colegial nervioso en día de examen. ¿De qué tenía miedo? ¿Por qué estaba nervioso?

Marta volvió con dos vasos y le dio uno. Brun contempló el ambarino líquido que contenía durante unos momentos. Bebió un poco.

—¿Por qué no viniste ayer? Te esperé durante dos horas.

—¿Ayer?… ¡Oh, sí! Me olvidé de avisarte. Tuve quehacer, ¿sabes? Tenía la intención de llamarte, pero…

Brun se mordió los labios. Aquello no iba bien. Marta estaba intentando mentirle.

—Sí, ya me lo supongo. Lo olvidaste. ¿Qué era lo que tenías que hacer?

—Pues… Nada, nada importante. Sólo que…

—Sólo que no querías salir conmigo, ¿verdad?

—¡Pero Angel! ¿Por qué dices esto?

Brun dejó su vaso sobre una mesilla cercana. Las manos continuaban sudándole.

«¿Qué te pasa, Angel? No tienes por qué ponerte así. Total, todo se aclarará…».

Se levantó.

—Verás, Marta. Tú y yo hace tiempo que salimos juntos. ¿Verdad? Yo… creo que entre nosotros hay confianza. La amistad que me has dado me ha hecho pensar… Bueno, me he hecho ciertas ilusiones, he pensado ciertas cosas… Pero si tú… En fin, si deseas romper conmigo, me parece que lo mejor es decirlo desde un principio, ¿no te parece?

—No te comprendo, Angel. ¿A qué viene todo esto? Total, porque ayer no salí contigo…

—Y porque ayer saliste con otro cuando habías quedado en salir conmigo.

Inmediatamente se arrepintió de aquellas palabras. Había dado un giro a la conversación que no era su intención darle. ¿Por qué había dicho aquello de romper? ¿Por qué había saltado tan bruscamente…?

—¿Con…? —Marta pareció sorprendida por aquellas palabras. Luego, rápidamente, reaccionó—. ¡Angel! ¿Cómo sabes que…? ¿Me hiciste seguir?

—No, no soy capaz de eso, y tú lo sabes. Me lo ha dicho el portero esta mañana.

—¿El portero? —Ella se mordió los labios, dejando también su vaso sobre la mesa—. «Ese condenado metomentodo…» —murmuró para sí misma. Y luego—: Oye, cariño. No irás a pensar que…

—No, no voy a pensar nada. Solamente deseo saber quién era el hombre con el que volviste anoche.

Marta quedó pensativa unos instantes. Luego, se echó a reír.

—Angel, te comportas como un enamorado celoso. ¿Qué te pasa? Esto no es propio de ti. Además, entre nosotros dos no hay nada… todavía.

Brun se mordió los labios. Sí, lo sabía. Notaba como las manos le transpiraban más que de costumbre.

«No debo irritarme» —se dijo furiosamente—. «No debo».

—Sí, ya lo sé. Precisamente por esto quiero saberlo. Quiero saber si realmente puedo…

—Puedes… ¿qué?

Brun se mordió de nuevo los labios. Se estaba burlando de él en su propia cara, le estaba tomando bonitamente el pelo.

—¡Basta ya! —exclamó, gritando repentinamente. Había olvidado completamente que no quería gritar, no quería irritarse—. ¡Quiero saber la verdad! ¡Quiero saber con quién saliste anoche!

—No tienes ningún derecho, Angel —la voz de Marta era suave. Por sus labios flotaba una sonrisa—. Ningún derecho… todavía.

Brun ya no pudo más. Estalló. Lo mandó todo al diablo, estalló. Agarró a Marta por los brazos, y la sacudió.

—¡No consiento que te burles de mí! —gritó.

—¡Suéltame!

—No. Antes quiero que me digas la verdad. ¡Quiero saberlo!, ¿lo oyes?

Ella se desprendió con un brusco tirón de sus brazos. Quedó unos instantes inmóvil, parada frente a él. Luego, repentinamente, se echó a reír.

—¿De veras quieres saberlo? ¿Quieres que te diga la verdad? ¿Y qué pasaría si te dijera que efectivamente, salí con otro hombre, con otro que es mucho mejor que tú en todos los conceptos? ¿Qué pasaría si te dijera que estoy harta de ti, de tus eternas atenciones, de tus eternas palabras amables e intrascendentes, de tus eternos borriqueos conmigo? ¿Qué harías si te dijera que me he hartado de tu carácter tan serio, diciéndome siempre que esto que hago no está bien, que debo ser más seria, más formal, más consecuente?…

—¡Basta!

Brun estaba pálido. Aquellas palabras le habían calado más hondo de lo que la muchacha hubiera podido imaginar. Marta se calló, sorprendida. Luego, repentinamente se echó a reír. Fue una risa jovial, alegre, de la persona que acaba de gastar una broma y descubre en ella resultados impensados.

Pero Brun no reaccionó como era de imaginar. Su mano se movió rápida, inopinadamente, cortando aquella risa con brusquedad. Fue un golpe impensado, que dolió más a él que a ella. No hubiera querido hacerlo, fue sólo una reacción momentánea de despecho y de ira. Pero ya no podía remediarse; ya estaba hecho.

La muchacha se llevó una mano a la mejilla, lanzando un grito.

—¡Angel!

Brun sintió algo a la vez fuerte y denso en su interior. Se apretó fuertemente la mano con la que había pegado, con ansias de hacerse daño. Murmuró:

—Perdóname, Marta. No quería hacerlo. Fue…

Ella pareció recobrarse. Volvió a ser de nuevo ella, la mujer dueña de sí. La broma había acabado. Brusca, estúpidamente, había acabado. Sus labios se encajaron.

—Márchate, Angel —murmuró. Sus labios estaban apretados, formando una sola línea. El golpe había sido para ella una herida. Una herida en su amor propio—. Márchate. No quiero volver a verte por aquí. ¡Vete!

—Perdóname, Marta. Yo… No sabía lo que hacía, créeme. Ya sé que todo era una broma, pero… Me he irritado y… Perdóname…

Ella miró hacia la puerta Después hacia él. Sus labios siguieron endurecidos.

—Lo siento, Angel. Márchate. No me obligues a tener que sacarte a la fuerza —su voz se elevó de tono—: ¡Vamos!, ¿a qué esperas? ¡Largo!

Brun bajó la cabeza. Había cometido una equivocación, una idiotez. Una equivocación que le costaría remediar.

—Está bien —musitó—. Espero que reflexiones. Yo… no he querido hacerlo, créeme. Me voy.

Salió a la puerta. En aquellos momentos, fuera, el portero limpiaba los dorados. Le saludó. Brun no contestó. Descendió lentamente la escalera, y salió a la calle.