SE DETUVO en medio de la calle, jadeante, agotado por la larga carrera. Miró a ambos lados. En ellos, las casas formaban como un muro pétreo que cortaba su avance. Delante, la línea de la calle seguía recta, perdiéndose a lo lejos.
Oyó a sus espaldas nuevamente el pitido de los que le perseguían. Los policías no perdían nunca el rastro de la persona tras la cual iban. Eran mejores que los sabuesos. Con la ventaja de que nunca abandonaban la persecución. Nunca se cansaban; por algo eran máquinas.
Angel Brun expelió el aliento violentamente. Sentía el corazón martilleándole fuertemente en el pecho. ¿Cuánto tiempo hacía que corría, sin detenerse siquiera un minuto? No lo recordaba. Lo único que tenía validez para él en aquel momento era huir, seguir corriendo. No podía volverse atrás.
Emprendió nuevamente la carrera, siguiendo calle adelante. Dobló por la primera travesía, y embocó un nuevo camino de asfalto. Se detuvo unos momentos. Dudó. Luego, en un arranque, se lanzó hacia la izquierda. Otra calle. Luego otra, otra, otra…
Los pitidos que se oían a su espalda no desaparecían, no se alejaban. Seguían persistentes. Eran unos pitidos que atraían la atención, que llamaban a otros Policías para que se unieran a la caza, afortunadamente en aquellos momentos apenas era de día, y no transitaba nadie por aquellas calles…
El corazón seguía martilleándole el pecho, y sus latidos se traducían en golpes de tambor que atronaban su cerebro. Las calles empezaban a bailar ante él, girando en una danza loca. Se estaba agotando por momentos. No podía ya más. No le quedaban fuerzas.
Se apoyó en la pared de la casa que tenía más próxima, expeliendo fuertemente el aire. Los pitidos se iban acercando; no tardarían mucho en llegar a su lado. Y entonces todo estaría perdido. No tenía ninguna escapatoria. No podía defenderse. Todo estaba contra él.
En breves segundos pasaron por su mente todos los acontecimientos de los últimos días. Recordó a Marta, su discusión, su intento de reconciliación más tarde, el descubrimiento del cadáver, la sangre, el pañuelo, el portero del edificio, el interrogatorio de los RO-Interrogadores, la declaración de culpabilidad, el accidente, la fuga, la persecución…
No tardarían en llegar, se iban acercando por momentos. Estaba agotado, exhausto. No tenía por dónde escapar. Los RO-Policías eran unos buenos sabuesos. Encontrarían su rastro por dondequiera que intentara burlarles. Sería inútil meterse en el interior de cualquier casa. Los RO-Policías sabían hallar bien el rastro. Y lo encontrarían también.
«¡Dios, si pudiera rectificar mi conducta!» —pensó—. «¡Si pudiera no haber discutido con Marta, no haberme peleado con ella, no haberla pegado!…».
Todo el principio de lo que había sucedido estaba allí, en aquella simple acción. Si él no se hubiera peleado con Marta, no hubiera ido luego a disculparse; si no hubiera ido a disculparse…
Pero ahora ya no tenía remedio. Todo estaba perdido ya. Él estaba condenado a muerte. Se encontraba allí, apoyado en la pared, sin alientos, sin ánimos para proseguir huyendo. ¿Para qué hacerlo? También terminarían cogiéndolo de todos modos.
A menos que…
Su vista se fijó en la placa que tenía a su lado, casi al alcance de su mano. Era la correspondiente a la casa en cuyo muro estaba apoyado. Era una placa dorada, con un nombre grabado en negro en tipo de letra inglés:
ALBERTO R. BOUCHON
Un nombre que en sí no decía nada, pero que para Angel Brun fue suficiente. Infundió nueva vida a su agotado organismo.
Se irguió, apartándose del muro. La Providencia había guiado hacia allí sus pasos, pensó. De un salto se plantó enfrente de la verja metálica que cerraba el camino. La escaló, cuando ya los pitidos estaban muy cerca. Saltó al otro lado. Se encontró en un jardín amplio, bien cuidado, por cuyo centro corría un ancho camino de grava. Al fondo la mole de la casa, y en su centro una puerta, la principal. Se encaminó hacia allí corriendo, mientras a su espaldas los pitidos de los RO-Policías sonaban cada vez más cercanos.
* * *
EL CONOCIMIENTO que Alberto R. Bouchon tenía de Angel Brun databa desde mucho tiempo atrás. Bouchon era un tipo alto, espigado, de contextura delgada pero robusta, atlética. Aparentaba unos cuarenta años, pero en realidad tenía muchos más. Frisaba casi en los sesenta. Su buena conservación se debía a las hormonas revitalizadoras que tomaba constantemente. Un remedio que acortaba la vida, pero que la hacía gozar mucho más intensamente. Y Bouchon deseaba solamente gozar de la vida. No le importaba su duración.
La profesión de Alberto R. Bouchon era la de inventor, lo cual en determinadas ocasiones es lo mismo que decir loco. También a él se lo habían dicho en más de una oportunidad, pero él no hacía caso. Se reía, se reía y seguía inventando. Había conseguido algunos éxitos, que se le habían reconocido públicamente. El sistema parlante automático de los modernos robots era algo de su invención, así como lo era también la inducción selectiva de conocimientos de las máquinas RO-, los robots especialistas en oficios. Tenía también muchos otros inventos, algunos de poca monta, la mayoría rechazados, otros inéditos…
Últimamente, Alberto R. Bouchon había desaparecido del campo público, alejándose súbitamente de los clubs de inventores que frecuentaba. Se había retirado a la vida particular, en una pequeña casita de su propiedad, para dedicarse de lleno a una experiencia que había llevado con el máximo secreto. Una experiencia que consideraba podía revolucionar el mundo. El «retro-tractor».
¿Qué era el retro-tractor? Las gentes que lo habían oído nombrar se habían reído de él. Los algo entendidos habían vislumbrado parte de su significado oculto. Y los realmente entendidos habían dicho que Bouchon estaba verdaderamente loco. Sin duda intentaba construir una utópica máquina del tiempo.
Bouchon se había reído de todos ellos en sus propias narices. ¿Máquina de tiempo? ¡Qué sandez! Él no perdía el tiempo en esas tonterías. El retro-tractor era algo más que esto. No trasladaba al hombre en el tiempo; lo trasladaba en su vida. Retrocedía al hombre en su vida vivida ya. Podía hacer de un viejo un joven, y de un joven un niño. El atraso en la vida traía también un atraso en el tiempo, naturalmente, pero esto era sólo una consecuencia secundaria de la acción. Lo principal, lo importante, era que devolvía al hombre la juventud. ¡Un hombre de ochenta años podía, mediante el retro-tractor, volver a sus veinte abriles, a vivir en la época dorada de su juventud, a gozar nuevamente de la vida! Claro que en la misma época que la había gozado antes, pero eso ¿qué importaba? La realidad era que el viejo volvía a ser joven, a encontrarse de nuevo lleno de energías, de vigor, de vida. Y todo gracias al retro-tractor. ¿Era eso una simple, inútil y utópica máquina del tiempo? ¡No! ¡Era más, mucho más!
Era el sueño de Fausto hecho realidad… Angel Brun sabía todo esto. Sabía que Bouchon tenía en su propia casa, en su villa, la única máquina, el único retro-tractor que existía en el mundo. Era una máquina recién construida, apenas experimentada, pero esto no importaba. Hacía poco tiempo que había visitado a Bouchon, antes de que sucediera todo aquello, y éste, ufano de su éxito, le había mostrado ampliamente la máquina. Le había indicado su funcionamiento, sus características, su manejo… Le había explicado cuál era su función, lo que se conseguiría con ella…
Y ahora Angel Brun lo recordaba todo. Como un film, aquellas escenas pasaban por su memoria. Lo recordaba palabra por palabra, sílaba por sílaba, letra por letra. Y su mente empezaba a formar el plan de la idea que iba a seguir. El plan que lo alejaría de los pitidos de los RO-Policías, de la cárcel, de la acusación de homicidio, de la muerte…
La puerta de la casa estaba cerrada. Empezó a rodear el edificio, buscando alguna ventana baja. La encontró. Estaba asegurada por dentro, pero esto a él no le importaba. Rompió un cristal, sin preocuparse del ruido que hiciera. Abrió la ventana, y se metió en su interior. Conocía por dentro la casa, y sabía la situación del cuarto-laboratorio donde se encontraba el retro-tractor. A aquellas horas Bouchon sin duda dormiría. Y él solamente necesitaba unos minutos para llevar a cabo lo que había planeado.
Atravesó varios pasillos, varias habitaciones, hasta llegar a la escalera que conducía al sótano. Descendió rápidamente por ella. La puerta de la habitación estaba cerrada, pero él sabía dónde tenía Bouchon la llave. La tomó, abrió, entró, y encendió la luz.
Se detuvo en el umbral de la puerta. Allí estaba el retro-tractor. Era un panel de pared, metálico, en forma rectangular, de unos dos metros de largo por uno de ancho. A ambos lados tenía una especie de aleros de metal que sobresalían del resto. En uno de ellos, había siete esferas graduadas. En el otro, tres interruptores. En la parte superior, el interruptor general. El panel metálico del centro tenía dos barras de acero en forma de asas, y a la altura de la mirada una especie de pantallita. En la parte inferior del aparato, cubriendo la parte del suelo comprendida entre el panel metálico y los dos aleros, se encontraba una plataforma también metálica.
Brun se acercó allí. El plan, un plan que se le había ocurrido en sólo unos segundos, el tiempo justo de ver la placa dorada en la puerta, había tomado forma consistente en su cerebro. El retro-tractor le devolvería a quince días antes, cuando él todavía no sabía nada del crimen, cuando todavía no haba reñido con Marta. Y se encontraría de nuevo con que nada había sucedido, mientras que él sabría todo lo que tenía que suceder. ¡Y sería tan fácil evitarlo! Bastaría no reñir con Marta. Entonces nada le podría ocurrir. No descubrirían el cadáver, no le acusarían de asesinato… El retro-tractor le resolvería todos sus problemas.
Graduó las siete esferas a la potencia que necesitaba, conectó el interruptor general, movió los otros tres, asió las dos barras de acero que sobresalían del panel metálico, y contempló fijamente la pantalla que tenía ante sus ojos. Empezaron a salir de ella círculos blancos, concéntricos, que giraban locamente, a enorme velocidad. Su cabeza empezó a dar vueltas. Un zumbido agudo y persistente se extendió por toda la máquina, se comunicó a su persona, llenó la habitación, se esparció por todo el mundo, invadió el universo…
* * *
LOS RO-POLICÍAS, guiados por su metálico olfato, llegaron frente a la casa en cuya puerta se leía la placa: «Alberto R. Bouchon». Se detuvieron unos segundos frente a ella. Luego, traspusieron la verja.
Siguiendo el camino de grava, llegaron a la puerta. Algunos se quedaron allí, mientras otros seguían a un lado de la casa y llegaban a la altura de la ventana abierta. Penetraron por ella y se metieron en el interior. Siguieron el rastro. Llegaron a la escalera del sótano. Bajaron. Llegaron a la puerta de entrada del cuarto-laboratorio, abierta, y se detuvieron frente al retro-tractor…
Los que permanecían frente a la puerta llamaron fuertemente. Hubo conmoción en la casa. Bouchon se despertó, y fue a indagar qué era lo que ocurría. Los RO-Policías hablaron brevemente. Luego, siguiendo el rastro, descendieron hacia el sótano, donde se encontraba el retro-tractor.
—Aquí acaba el rastro —dijo un RO-Policía.
Bouchon se quedó mirando el aparato, en pleno funcionamiento. Luego miró a los RO-Policías.
—¿A quién perseguíais?
—A un fugitivo —respondió uno de ellos—. Un hombre que ha escapado. Ha cometido un asesinato, y está condenado a muerte. Debemos detenerle. Pero aquí termina su rastro.
Bouchon miró el retro-tractor. Sonrió levemente.
—Se os ha escapado, ¿verdad?
—No lo sé. Aquí termina el rastro.
Bouchon asintió. Era inútil preguntar. Los RO-Policías eran máquinas. No podían sacar consecuencias de lo que veían. Sólo pensaban, unían lo que percibían sus mecanismos. No sacaban conclusiones.
—¿Quién era el hombre a quien perseguíais?
—Angel Brun —informó el mismo que hablara antes—. Juicio 2377. Está acusado del asesinato de Marta Robles, declarado culpable y condenado a muerte. Escapó. Debemos detenerlo.
—Y aquí termina su rastro, ¿verdad?
—Sí; aquí termina su rastro.
Bouchon volvió a reír. Era un hombre muy propenso a la risa. Miró el retro-tractor.
—¡Imbécil! —murmuró para sí mismo. Recordaba a Angel Brun. Recordaba su visita, hacía poco tiempo. Había leído en los periódicos lo referente al asesinato. De modo que había matado a una mujer, y luego había pretendido huir en el retro-tractor. Naturalmente, había decidido volver a unos días antes, con la creencia de que así podría escabullirse y resolverlo todo—. ¡Imbécil!
Se volvió hacia los RO-Policías, que seguían mirando al aparato, en pleno funcionamiento.
—No os preocupéis más por él —dijo—. Este hombre no volveréis a encontrarlo.
El RO-Policía que había hablado hasta entonces lo miró.
—¿Dónde se encuentra?
—En algún lugar del tiempo —dijo Bouchon—. Dando vueltas sin fin. Se creyó que el retro-tractor era la solución de sus problemas. ¡Pobre! ¿Sabes lo que es una circunferencia, un círculo?
El RO-Policía dijo que sí con la cabeza.
—Bien. Pues si te encuentras dentro de un círculo, intenta salir de él. Darás vueltas, vueltas y vueltas por su circunferencia, pero sin lograr salir nunca. Estarás encerrado allí para siempre. Cuando llegues a su final, te encontrarás con que aquello es nuevamente el principio. Y vuelta a empezar. Esto es lo que mis últimas experiencias me han demostrado que es el retro-tractor. Un círculo sin fin. Y ahora Angel Brun se ha metido dentro de él.
El RO-Policía miró con sus metálicos ojos a Bouchon.
—¿Qué quieres decir? No te entiendo.
Bouchon rio suavemente. Recordó que la inducción selectiva de conocimientos de aquella máquina era invención suya. Rio de nuevo.
—Claro que no me entiendes. Tú eres solamente una máquina, y una máquina no puede entender estas cosas. Ya hablaré con tus jefes, con los policías de verdad, hombres de carne y hueso. Ellos sí me entenderán. Ellos verán que Angel Brun ya está fuera de su jurisdicción, de su alcance. Que ya ha sufrido su castigo.
Y volvió a mirar a la máquina. El retro-tractor seguía funcionando. Exclamó, una vez más:
—¡Imbécil!…