9

¿Se resistió a qué? —preguntó George, con la mente en blanco para todo lo que no fuera Rose.

Ella estaba de puntillas, con todo su cuerpo apoyado contra él. George sentía el endurecimiento de su ingle en respuesta a la presión de sus senos sobre su cuerpo, al roce de sus muslos contra los suyos. ¿Cómo pudo cree que sería inmune a los encantos de esa mujer cuando sólo un beso podía derribar su resistencia? Estrechó a Rose entre sus brazos mientras sus labios se unieron a los suyos en un beso febril.

—A que el caballero la llevara a su castillo —terminó Rose, cuando finalmente logró soltarse—. Tal vez amaba a otra persona.

—Las princesas sólo pueden amar al caballero que las rescata.

—Mmmm —Rose no pareció encontrar ninguna objeción ante esa afirmación, ni tampoco a los besos que le daba en la comisura de la boca o en la punta de la nariz. De hecho, parecía estar totalmente de acuerdo con su maniobra, y pasó los brazos alrededor de su cuello.

George sintió como si algo dentro de él se liberara de sus ataduras. No podía recordar haberse sentido tan maravillosamente bien en toda su vida.

Aunque exacerbado al límite el deseo físico que sentía por ella, el estrechar a Rose contra su pecho satisfacía otra necesidad dentro de él. Era casi como si ella le estuviera sosteniendo, como si sus brazos lo envolvieran en un abrazo protector.

Rose suspiró contenta y apoyó su cabeza en el pecho de George.

—Pensé que no te gustaba.

—¿Cómo podría no gustarme una mujer tan guapa como tú?

—Lo tenías tan callado.

—Estaba tratando de mantenerme alejado de ti.

—Temía que estuvieras enfadado conmigo por reñir a los chicos.

—Soy incapaz de enfadarme contigo, al menos no por mucho tiempo.

George la besó en la frente y volvió a estrecharla entre sus brazos.

—Debo seguir cogiendo bayas —replicó Rose, intentando soltarse.

—Eso puede esperar.

—No, tengo que empezar a preparar la cena pronto.

—Eso también puede esperar —insistió George. Sus brazos aún la ceñían con firmeza—. Ahora mismo soy incapaz de pensar en la comida.

—¿Y Monty?

Pero George la besó de nuevo, y ambos perdieron todo interés en Monty.

—George, ¿por qué estás mordiendo a Rose?

Ninguno de los dos había oído acercarse a Zac. Se separaron sobresaltados.

—¿De dónde sales? —preguntó George, intentando volver a la realidad.

—Os he estado siguiendo. Rose me prometió que me llevaría a coger moras. Me va a hacer mermelada.

—Creí que te habías escondido para librarte —masculló Rose entre dientes, incapaz de recobrar la compostura tan rápido como George.

—Yo no haría eso. Ya no —añadió Zac—. ¿Qué hacía George cogiéndote en brazos? ¿Te has caído?

—Se podría decir que perdí el equilibrio —reconoció Rose.

Zac miró la orilla del riachuelo, que caía en pendiente sobre las aguas mansas y turbias.

—No debes acercarte tanto a la orilla. George y yo cogeremos esas bayas. Tú ve a coger las de allí.

—¿Sabes si ha habido algún san Zac? —le preguntó Rose a George, no pudiendo contener la risa ante la situación.

George hubiera querido fulminar a Zac, aún podía sentir el fuego abrasador ardiendo en su interior.

—Lo dudo. Los dragones se comen a los niños que siguen a hurtadillas a sus hermanos mayores —respondió George.

—¿Cómo podría comerse a nadie si tú, mi príncipe, lo acabas de matar? —preguntó Rose, con ojos risueños.

—Me refiero a otros dragones especializados en devorar a los hermanos menores —contestó George.

—¿Habéis estado bebiendo licor de bayas? —preguntó Zac, con su angelical rostro fruncido en un gesto de confusión.

—¿De qué estás hablando?

—Monty quiere que Rose haga licor con las moras, pero ella se niega porque dice que pone rara a la gente, ¡y vosotros estáis muy raros!

George y Rose lucharon por contener la risa.

—Ya me gustaría a mí echar otro traguito.

Zac no tenía ninguna intención de dejarse tratar como un niño.

—Sé que no es por eso. Seguro que te has hartado de bayas y no quieres que nadie lo sepa. Rose dice que si te empachas se te revuelve el estómago.

—Debe ser eso.

—No puedes comer más o no habrá suficientes para hacer mermelada.

—Si no cogemos más no tendremos suficientes para hacer nada —recordó Rose.

Zac miró la canasta de George.

—No hay muchas.

George se volvió dándole la espalda a Rose. No quería ver como ella se burlaba, mientras él continuaba sintiendo su cuerpo incandescente.

—Ya me ha regañado, Rose. Tal vez deberías enseñarme cómo cogerlas.

Mientras Zac parloteaba, explicando orgullosamente a su hermano cómo reconocer una baya madura y mostrándole cómo meterse entre las matas para coger los mejores frutos, George aprovecho para contemplar a sus anchas a Rose, quien hacía su trabajo lejos de la peligrosa orilla del riachuelo. Distraído, siguió pinchándose con las espinas, hasta que Zac le exigió que dejara de mirar a Rose y pusiera atención en lo que estaba haciendo.

—No le sucederá nada mientras no se acerque al riachuelo —le aseguró a su hermano.

Era superior a él. Aquellos pocos besos habían abierto un boquete en los muros que había construido alrededor de su corazón, una brecha que intuía no podría reparar. Ahora era vulnerable. Jamás olvidaría la sensación de su cuerpo entre sus brazos mientras la besaba.

Sin embargo tendría que aprender a disimular. Empezando por no mirarla cada cinco segundos. Se obligó a no apartar la vista de las bayas, a escuchar a Zac y con centrarse en eludir las espinas. Poco a poco comenzó a relajarse y su ingle volvió a su estado normal.

En contra de su voluntad, se prohibió pensar en Rose. Como ella misma decía, no tenía sentido soñar con algo que no se podía tener. Eso sólo servía para que uno se lamentara de su propia suerte. Y George se negaba a hacerlo.

—Quiero pedirte perdón por mi comportamiento de hace un momento —le rogó George a Rose, mientras recorrían el camino de regreso con las canastas llenas.

—No es necesario.

—Sí, sí lo es. Te contraté para trabajar aquí. No tenía ningún derecho a aprovecharme de ti de esa manera.

—No te…

—Eres una mujer encantadora, y te admiro muchísimo. Eres cariñosa con Zac, sabes cómo apaciguar a Tyler y a Jeff, y aguantas a Hen y a Monty. No tengo ningún derecho a imponerte mis atenciones.

—¿Es eso lo que piensas de mí? —preguntó Rose, con indisimulada amargura—¿Que soy amable, tolerante y buena criada?

¿A qué venía esa pregunta? ¿Acaso podía imaginar cuánto le costaba no pensar en ella? ¿Lo difícil que le estaba siendo fingir que no sentía nada, o al menos, no tanto?

—Pienso bastante más que eso.

—¿Qué más?

—Me agrada que estés aquí. Me siento más a gusto contigo cerca. Ahora somos una familia más feliz. Has traído a nuestro hogar una especie de magia, algo que nos hacía mucha falta.

—Ahora resulta que soy una pócima de brujería.

George no la oyó. Parecía estar hablando consigo mismo más que con ella.

—Pienso en lo agradable que es encontrarte cada día cuando regreso a casa. Me imagino cómo sería abrazarte en una noche de invierno mientras fuera cae la nieve y el fuego languidece. Imagino cómo me sentiría al presentar el nacimiento de tu primer hijo, si seguirás tan guapa cuando seas abuela, cómo será querer a alguien a quien sabes que amarás aún más dentro de cuarenta años…, en fin toda clase de locuras.

Rose tragó saliva.

—No hay nada malo en esos sueños. Cualquier mujer podría considerarse afortunada de tener un esposo que sintiera todas esas cosas por ella.

Rose yacía en su cama sin poder dormir. No debía desvelarse, si quería estar fuerte para afrontar todo lo que tenía que hacer a la mañana siguiente. Y sin embargo, las malas noches se habían vuelto un hábito.

¿Por qué permitió que George la besara? Y lo que era aún más importante, ¿cómo se había dejado llevar hasta el punto de devolverle el beso y darle a entender que estaba bien que lo hiciera?

Durante días había tratado de convencerse de que a él sólo le movía la gratitud, que ella no le interesaba más que como sirvienta. Lo había dejado muy claro. No había la más mínima posibilidad de un futuro juntos.

El recuerdo de su padre estaba siempre presente George sería exactamente como él. Tal vez peor, y no creía poder soportarlo.

Y a pesar de todo, no lo había detenido.

Hubiera bastado una sola palabra, un gesto. Pero no sólo no lo había detenido, sino que le había hecho creer que aceptaba con agrado sus atenciones.

Por tanto, si él ahora creía que ella le entregaría su virtud, era sólo y exclusivamente por su culpa. Sería la única responsable de que la tomará por una mujer fácil, una ramera. Y sin embargo… deseaba más que nunca que la estrechará entre sus brazos.

Debía de haberse enamorado de George.

Si no, ¿qué otra razón podría explicar su comporta miento? Si Luke se hubiese atrevido a besarla habría peleado, pataleado y gritado. En cambio, había caído en brazos de George como si ese fuera su lugar, y no había querido separarse de ellos.

Aquello sólo podría acabar de una manera.

Ceder para ser abandonada poco después, le partiría el corazón. Tendría que ser ella quien ejerciera el control. Aunque no podía imaginar nada más maravilloso que pasar la noche en sus brazos, una sola noche, por feliz que fuera, no la compensaba para el resto de su vida.

Su esperanza seguía pendiendo de un delgado hilo.

En las últimas palabras de George, ella había vislumbrado nuevamente a la persona que acudió en su auxilio en el Bon Ton. A ningún hombre joven se le pasaría por la cabeza la idea de permanecer enamorado de una misma mujer durante cuarenta años, y mucho menos conmoverse con el milagro de dar a luz, ese hombre sólo existía en sueños.

Ése era el George que intuyó aquella primera vez, el George que le llevó a aceptar el trabajo, el George del que se había enamorado. ¿Podría ella salvarlo de sí mismo? No lo sabía, pero tenía que intentarlo, mientras supiera que existía.

—Haz todo lo que te digan tus hermanos.

Zac tenía una expresión intransigente en el rostro.

—No obedeceré a Tyler.

—Sólo Hen y Monty te darán órdenes —indicó George—, pero si te metes en problemas, acude a la persona que esté más cerca de ti.

Era la primera vez que Zac iba a salir sin él, y George estaba un poco nervioso. Los cuernilargos eran siempre impredecibles.

La expresión de Zac no cambió.

—Si no me lo prometes, tendrás que quedarte en casa.

Esta amenaza derribó la resistencia de Zac. George estaba seguro de que hubiera aceptado obedecer a una chica con tal de salir con sus hermanos.

—No lo pierdas de vista —le pidió Rose a Hen—. Sabes que Monty es demasiado impaciente para cuidar de nadie.

George se dio cuenta de que sentía celos del lazo de simpatía que había entre Hen y Rose. Ella permitía que Monty flirteara, e incluso que le tomara el pelo y la halagara, pero en realidad confiaba más en Hen.

«Ella depende de mí más que nadie».

Pero saberlo no disipaba los celos que sentía. George rezongó para sus adentros. Estaba cansado de sus celos y de sentirse culpable. ¿Le sucedería lo mismo con todas las mujeres, o sería sólo con Rose?

—Adiós —saludó Zac al marcharse. Había recuperado su temperamento jovial gracias a que cabalgaba entre Monty y Hen.

—Sabes que después de esto no podrás hacer que se quede en casa —advirtió Rose.

—No tenía que haberse quedado aquí tanto tiempo —repuso George. Sus pensamientos retrocedieron en el tiempo—. Mi padre me dio mi primer caballo cuando cumplí dos años. A los tres años me enseñó a saltar. La primera vez que caí, nos insultó a mi madre y a mí cuando me puse a llorar.

—Me sorprende que hayas vuelto a montar un caballo —contestó Rose.

—Volvió a montarme incluso antes de que hubiera dejado de llorar y me hizo saltar de nuevo. Me caí once veces aquella tarde, pero finalmente aprendí a saltar. Antes de cumplir los cuatro años, ya acompañaba a mi padre a cabalgar por algunas de las regiones más agrestes del norte de Virginia.

Estaba seguro de que Rose podía oír el rencor en su voz. A pesar de todo el tiempo que había pasado, era tan intenso como siempre.

—Nadie obligará a un hijo mío a cabalgar hasta que tenga la edad suficiente para hacerlo —afirmó Rose enérgicamente—. Y nadie lo hará saltar si él no quiere.

—Entonces no te cases con un virginiano o con un inglés —le advirtió George—Ellos creen que los hombres deben venir al mundo sabiendo saltar.

A George le pareció difícil concentrarse en las tareas que Rose le había asignado. No podía pensar más que en su cercanía. A medida que ella había ido cogiendo confianza con la familia, su aspecto había experimentado algunos cambios. Ahora llevaba el pelo suelto, aunque sin dejar al descubierto la tentadora nuca que tanto le gustaba. Se la veía más radiante, bonita e inocente. Más seductora.

El ejercicio había dado color a sus mejillas. Debido al trabajo bajo el ardiente sol de Tejas, había aparecido una fina línea de pecas, a lo largo de su nariz y pómulos, y los espesos rizos escondían sus pequeñas orejas de forma cautivadora. Ahora se ponía vestidos más ajustados, de telas finas y escotes más pronunciados. Al parecer, tenía una gran variedad de vestidos adquiridos antes de la muerte de su padre.

George notó que el sudor amoldaba el vestido a su cuerpo, volviéndolo casi transparente, y ya no fue capaz de concentrarse en su trabajo por más que lo intentó. Su atención volvía una y otra vez a Rose.

Y a su cuerpo.

Desde la escapada a recoger bayas, soñaba todas las noches con sus labios, con sus besos, con sentir su cuerpo entre sus brazos. Le estaba volviendo loco tener que guardar distancias, no poder tocarla.

—¿Por qué no damos un paseo? —sugirió George—. Hace demasiado calor para trabajar.

Rose no se volvió.

—No puedo. Tengo un estofado en la cocina. Y aún tengo que poner la mesa, arreglar vuestro cuarto y cambiar las camas.

—Te ayudaré.

—No.

Aún sin ver sus ojos, su tono era tajante.

George cogió su barbilla y la levantó hasta que sus miradas se encontraron.

—¿Por qué no?

—Esto no nos conduce a nada.

—¿Acaso todo tiene que conducir a algo?

—¿No es así?

—Me gustas Rose. Me gustas mucho.

—Tú también me gustas, pero esa no es una razón para que vayamos a dar un paseo juntos.

—¿Por qué no?

—A veces las personas dicen cosas sin pensar, puede incluso que hagan cosas que no desean.

—¿Como ésta?

George intentó besar a Rose, pero ella retrocedió.

—No creo que debamos hacerlo.

—¿Por qué?

—Trata de comprender, George. Soy tu criada. Si consiento que empieces a besarme, a arrinconarme y… —Rose no pudo terminar la frase—. Zac ya nos ha pillado. Uno de los chicos también podría hacerlo. ¿Qué pasaría entonces?

—Sólo fue un beso.

—No podría quedarme aquí.

Rose pretendía seguir hablando. No supo qué la hizo decir las palabras que siguieron.

—Sería diferente si quisieras casarte conmigo.

—No pienso casarme con nadie.

—Ya lo sé.

—Pero no tenía malas intenciones.

—También lo sé, pero no puedo permitir que me beses.

Le estaba haciendo sentir culpable, y se indignó.

—¿Por qué no me detuviste cuando estábamos en el riachuelo?

—Me cogiste desprevenida.

—¿Eso es todo?

—Supongo que también me gustó.

George dio un paso adelante, pero Rose retrocedió de nuevo.

—No lo volveré a hacer.

—¿Por qué no?

—Una vez que se empieza con algo así, no hay manera de detenerse, salvo…

—Salvo con el matrimonio —George terminó la frase por ella, la irritación asomando a su voz—. ¿Eso es en lo único que piensan las mujeres? ¿No les cabe en la cabeza que dos personas puedan simplemente disfrutar la una de la otra?

—Tal vez yo sí pueda, pero otras personas no.

—¿Son las demás personas tan importantes para ti?

—Algún día tendré que irme de este rancho. ¿Qué clase de trabajo voy a encontrar si la gente piensa que tuve un lío contigo? Eso sería peor que ser una yanqui.

—No tienes que irte.

—Sí, tendré que hacerlo. Tú te marcharás y los chicos se casarán.

—Siempre habrá un lugar para ti.

¿Por qué siempre decía eso? Ellos nunca habían tenido la intención de que su empleo fuera permanente.

—¿Haciendo qué? ¿Siendo la niñera de los hijos de otras mujeres? ¿Cocinando y limpiando para que ellas puedan pasar más tiempo con sus esposos? Yo también quiero tener un hogar. No quiero ser una mera espectadora.

George no podía imaginar que Rose pudiera ir a algún lado sin ser el centro de atención. No era sólo por su belleza o por el hecho de que tuviera el don de organizar sus vidas y hacer que la valoraran. Ella sería entrañable dondequiera que fuera.

—¿Dónde vas a encontrar un esposo?

—No seas cruel —replicó ella bruscamente.

—No quise decir eso. Me has dicho que nadie en Tejas se casaría contigo. ¿Adónde irás?

—No lo sé, pero eso no te incumbe.

—Tal vez no, pero me preocupa.

—Pues no te preocupes —respondió Rose, luchando por contener sus lágrimas—. No tienes que fingir que te importo.

—Pero sí me importas.

—No es verdad. Te gusto y me deseas, que no es lo mismo.

Si no era lo mismo, ¿porque sentía él ambas cosas con igual intensidad?

Uno de los caballos del corral relinchó.

—Alguien se acerca —indicó Rose, secándose una lágrima de la mejilla—. Sean cuales sean nuestros sentimientos, no puede haber nada entre nosotros, a menos que tengas la intención de casarte.

Y desapareció precipitadamente hacia la cocina.

George se sintió como un canalla. Desde el principio había intuido que eso sucedería; pero a pesar de ello, y, sabiendo que no podía ofrecerla matrimonio porque pensaba partir en un año, no había hecho nada para impedir que sucediera. Se había ganado a pulso una bofetada. No me extrañaría que ella estuviera haciendo el equipaje.

Se odió a sí mismo. Si por su egoísmo, ella regresaba a Austin para bregar con gente como Luke Kearney, no cabría duda de que era digno hijo de su padre.

George quiso ir tras ella, pero un jinete desconocido, estaba acercándose a la casa. George fue a su encuentro.

Era un hombre casi tan alto como él, aunque menos fornido. Delgado y de hombros estrechos, cabalgaba con el cuerpo inclinado hacia adelante. Parecía sucio y sin afeitar, pero su uniforme del ejército confederado, aunque viejo y remendado, le garantizaba una buena acogida.

—¡Hola, buenas! —saludó el hombre—. Estoy buscando un trabajo y me han dicho que su rancho salió mejor librado de la guerra que la mayoría.

—Eche un vistazo a su alrededor —indicó George—. ¿Realmente cree que está en mejor estado que los demás?

Por primera vez desde su regreso, George contempló su hogar con los ojos de un desconocido. Quedó estupefacto ante la casa de troncos y adobe, que daba la impresión de ser el hogar de un granjero pobre, un lugar que el abuelo de George no hubiera permitido ni como vivienda de esclavos. Los diversos corrales, la próspera huerta y el recién construido gallinero no podían ocultar el deprimente efecto que producían las ropas colgando de una cuerda en el jardín, las gallinas escarbando en busca de gusanos y la tina de lavar enclavada en una capa de cenizas a tan sólo unos cuantos pasos de las escaleras de entrada. Por no hablar del corredor que dividía las dos partes de la casa, tan distinto al elegante vestíbulo de paredes empapeladas de Ashburn, con suelo de madera pulida y escaleras de caracol.

De repente, George se sintió pobre. Acostumbrado a ver el mundo desde las ventanas de su elegante mansión, había ofrecido hospitalidad porque detrás tenía una docena de criados que se encargarían de tener todo dispuesto. Era un Randolph de los Randolph de Virginia, privilegiado, lisonjeado; un nombre que era célebre desde Massachussets hasta Georgia.

Pero este desconocido sólo podía verle como a un pobre granjero de Tejas, que apenas tenía mejor posición económica que él, sin reputación, ni estatus social. Era George Randolph, sin más.

Un don nadie.

Sin embargo, junto a esa abrumadora revelación, comprendió algo más. Por primera vez en su vida se había liberado de los Randolph de Virginia; no tenía que estar a la altura de ninguna reputación, o cargar con ésta como si se tratara de un pesado fardo. Si lograba hacer algo en su vida, sería porque se lo había ganado él mismo.

Si fracasaba, desaparecería sin dejar rastro. En Virginia, un Randolph nunca podría desaparecer por completo de la mira de la sociedad. En Tejas, este George Randolph, sin más, ya lo había hecho.

Estaba tan absorto en sus pensamientos, que casi no se dio cuenta de que el desconocido estaba contestando su pregunta.

—Al menos tiene un techo donde guarecerse. Eso es bastante más de lo que he visto por ahí.

Rose había salido al porche y estaba junto a George para enterarse de la conversación.

—¿Por qué no se baja del caballo y entra un momento? —sugirió ella—. Tengo un estofado en la cocina. Puede comer un poco si lo desea.

—Gracias, señora. No es fácil encontrar comida hoy en día, pero el estómago no atiende a razones.

—¿Quiere desensillar su caballo? —propuso George avergonzado de su falta de hospitalidad—. Lo menos que podemos ofrecerle es que descanse un poco del viaje.

—Muy agradecido —dijo el desconocido.

Se bajó del caballo, y George le ayudó a desensillarlo y llevarlo al corral. Cuando entraron en la cocina, Rose tenía un plato de estofado, un poco de pan de maíz y un gran vaso de leche esperando en la mesa.

—¿Viene de muy lejos? —preguntó ella.

—De Georgia —contestó él—. Cuando la ciudad quedó arrasada empecé a viajar sin rumbo fijo. En Alabama, las cosas no estaban mal, pero no había dinero; en Mississipi la situación es aún más grave; y donde parecen estar mejor es aquí, en Tejas.

Rose volvió a llenar su vaso de leche fresca.

—No quisiera ser indiscreta —declaró con una sonrisa cándida—, pero, ¿a quién tengo el honor de atender?

—Debo estar muy mal para haber olvidado los buenos modales —se excusó él, devolviéndole la sonrisa—. Mi nombre es Benton Wheeler, pero prefiero que me llame Sal.

—¿Quién le puso semejante apodo? —preguntó Rose.

—Los hombres del regimiento me lo pusieron porque me gusta echar mucha sal en la comida. Mi madre siempre decía que eso acabaría conmigo algún día.

—Mi hermano y yo regresamos a casa hace apenas unos meses —comentó George, sentándose también él a la mesa.

Mientras Sal devoraba un plato del estofado de venado que Rose cocinaba a fuego lento para la cena y tres pedazos de pan de maíz que habían quedado del desayuno junto con dos vasos más de leche, George y él conversaban.

—He debido cruzarme con unos mil ex confederados en el camino. Todos buscando trabajo. Muchos de ellos iban con sus familias.

—Aquí no estamos mucho mejor —admitió George.

—Entonces supongo que debo seguir mi viaje —dedujo Sal.

—Me gustaría poder indicarle dónde ir. Pruebe en Austin o en San Antonio.

—Vengo de Austin. Allí fue donde me sugirieron que viniera aquí. Pensaba ir más al oeste. Tal vez, llegar hasta California u Oregón.

Charlaron acerca de las ventajas de buscar oro en lugar de dedicarse al campo, de criar ganado en vez de combatir a los indios, de colonizar tierras o abrir un negocio en una nueva ciudad.

—Será mejor que me vaya —anunció Sal, poniéndose de pie—. Me gustaría recorrer otros ochenta kilómetros antes de la puesta del sol. Gracias por la comida, señora. No había probado nada tan sabroso en mi vida.

Salieron de la casa. Sal se quedó mirando el horizonte por unos instantes, aparentemente reacio a reanudar su camino.

—El bueno de Bony se va a llevar una desilusión al sentir nuevamente el peso de su silla.

Rose y George acompañaron a Sal al corral.

—Te oí decir que querías reunir unas cuantas vacas para vender este verano —le susurró Rose a George cuando Sal se deslizó entre la cerca para buscar su caballo.

—Así es.

—¿Alguna vez has reunido ganado?

—No.

—¿Y Hen y Monty?

—Tampoco.

—Entonces vas a necesitar ayuda, primero para reunirlo y luego para conducir las vacas.

—Pensaba contratar algunos hombres cuando llegará el momento de ponernos en marcha.

—Necesitarás más ayuda para marcar los animales y contarlos que para el camino. Los hombres no esperarán que les pagues hasta que no hayas vendido la vacada. Todo lo que tienes que hacer es darles de comer. Incluso es probable que muchos días ellos mismos cocinen.

—No sé si sacaré dinero suficiente para pagarles. No nos pagaran más que unos pocos dólares por cabeza vendiéndolas para cuero.

—Entonces llévalas al norte de Missouri. Hace unos meses llegó a Austin un hombre alardeando de que en San Luis había ganado treinta dólares por cada novillo.

—¡Treinta dólares! —George estuvo a punto de atragantarse—. Con ese dinero podría comprarle cien vaquillas al señor King. ¿Estás segura de que no querrán que les pague de inmediato?

—Pregúntale a él.

—Espere un momento —le dijo George a Sal, que había acercado su caballo a la cerca del corral—. Tenemos que hablar. Estoy pensando en vender una vacada en el norte de Missouri. ¿Estaría interesado en algo así?

—Claro que sí.

—Quizás haya que usar las armas.

—No más que en la guerra.

—No podré pagarle hasta que haya vendido el ganado.

—Comer con regularidad es mejor que nada.

—No puedo siquiera ofrecerle una cama. En la casa apenas hay bastante espacio para nosotros.

—Sólo ha llovido una vez desde que crucé el río Trinity —respondió Sal con una sonrisa franca—. Y suelo secar muy rápido.

—De acuerdo. Deje su caballo en el corral. Mañana saldrá con nosotros para que conozca las tierras.

Regresaron a la casa.

—Casi lo olvido —exclamó Sal—. Traigo una carta. Me dijeron que era importante, pero no he podido encontrar a la joven a quien está dirigida. Al parecer vive por estos lares, pero debieron darme la información equivocada.

—No sé de ninguna mujer, ni joven ni vieja, que viva por aquí—contestó George—. Los indios y los cuatreros expulsaron a casi todos durante la guerra.

—¿Cuál es el nombre de la chica? —preguntó Rose.

—Es la señorita Elizabeth Thornton.