8

Me pregunto por qué no se ha casado —comentó Monty poco después, cuando se metía en la cama.

—Supongo que nadie le ha propuesto matrimonio —apuntó George.

—¡Con esa cara y ese cuerpo que tiene! Si los hombres supieran cómo cocina de bien, formarían una fila de aquí a Austin. Hasta yo tengo ganas de proponérselo.

—¡Tú!

George apenas podía disimular cuánto le alteraba la sola idea de que Monty se casara con Rose.

—¿Por qué te sorprende tanto? No soy para nada feo y le gusto.

—¿Por qué dices eso?

—Ella es muy amable conmigo.

—Se le paga para que sea amable contigo.

—Ya lo sé, pero es diferente.

George no quería dejarse llevar por el torrente de rabia que crecía en su interior.

—Prefiero pasar por alto tu comentario. Además, ella es mayor que tú.

—Ninguna ley prohíbe que un hombre se case con una mujer mayor. En el caso de Rose sería una buena idea.

George deseó que Hen estuviera allí para echarle una mano, pero era su turno de dormir fuera.

—Sé que es raro que una chica tan atractiva no se haya casado, pero no entiendo qué tiene eso que ver con que quieras casarte con ella.

—¡Chica! ¡Atractiva! —exclamó Monty—. Esa mujer es guapísima, y lo sabes. No sé qué historias le contaste para hacerla venir aquí, pero si no fueras un cabrón insensible, estoy seguro de que hasta tú andarías tras ella.

—No tengo ninguna intención de casarme. No sabía que tú la tuvieras.

—Sólo estaba bromeando —confesó Monty—, pero no estaría nada mal. De esa manera podría seguir cocinando para nosotros toda la vida.

—Mejor duérmete, Monty. Y por el amor de Dios no le cuentes tu idea de casarte con ella sólo para que cocine para ti.

—¿Qué tiene de malo?

—Uno de estos días lo sabrás, y entonces te morirás de vergüenza cada vez que lo recuerdes.

—No puedo dormir con vuestra charla —se quejó Zac.

—Ya hemos acabado —repuso George.

Pero George no pudo dormir. Un torbellino de intensos e inesperados sentimientos se lo impidieron. La idea de que alguien pudiera casarse con Rose le alteraba profundamente.

¿Pero por qué? ¿Qué podía importarle a él con quién se casara ella? Además, si se casaba con Monty todos sus problemas se solucionarían.

Pero aborrecería esta solución.

Estaba celoso. Monty había dicho que le gustaba a Rose y George se dio cuenta de que quería gustarle a Rose más que cualquier otra persona.

No. Quería que le gustara él, y nadie más.

A George le dio mala espina cuando, a la hora del desayuno, Monty apartó una silla para que se sentara Rose. Se molesto cuando le manifestó de manera reiterada lo sabroso que estaba todo, y se enfureció cuando le dijo que estaba muy guapa.

—¡Por el amor de Dios, Monty, cállate! ¿Cómo puedes esperar que Rose se trague tus exagerados cumplidos con el desayuno?

—A una mujer no le molesta que la halaguen a cualquier hora del día —le informó Rose—. No estoy acostumbrada a oírlos.

—No entiendo por qué —repuso Monty—. Eres, sin lugar a dudas, la mujer más guapa que jamás haya visto.

«¡Mira qué prisa se ha dado en piropearla!», pensó George.

—No parecías tan entusiasmado la noche que llegué —señaló Rose.

—Me gusta hacer las cosas a mi ritmo —confesó Monty, sonriendo generosamente—. Pero no tardé en darme cuenta de que eras justo lo que esta familia necesitaba.

«Sí, por eso armabas una pataleta cada vez que ella decía algo», caviló George.

—Si mal no recuerdo, tus palabras exactas fueron:

—Olvídate de mis palabras —replicó Monty—. He visto la luz.

—¡Qué sarta de sandeces! —exclamó Hen entre dientes.

George no pudo tolerarlo más tiempo.

—¡Por el amor de Dios, Monty, cállate!

—George no cree que seas guapa —se burló Monty—. Ni siquiera estoy seguro de que le guste tu comida.

Estaba claro que la intención de Monty era provocarlo, pero la paciencia de George tenía un límite. Tiró su tenedor en el plato.

—Le agradecería que no creyera en palabras que no he dicho, y menos en palabras tan ponzoñosas.

—¿Cree que lo haría? —inquirió Rose.

—Estaría en su derecho si yo hubiera dicho tales sandeces.

—Ahora George está siendo galante —se mofó Monty—. Creo que yo lo hago mejor. No vayas a elegirlo. Elígeme a mí.

—La señorita Thornton no va a elegir a nadie —afirmó George, luchando por no perder la calma—. No voy a competir contigo por atraer la atención de una mujer.

—Es obvio que no le gustas tanto como a mí —insistió Monty—. Para él no eres más que una mujer. Tampoco yo le agrado mucho.

Un diablillo se reflejaba en sus ojos.

—Tienes razón acerca de esto último —precisó George entre dientes—. Para dejar las cosas claras de una vez para siempre, diré que pienso que la señorita Thornton es muy guapa, que me agrada bastante y que disfruto mucho de su comida.

—De modo que vas a competir conmigo por ganarte su afecto —replicó Monty, con un pérfido brillo de placer los ojos.

George tiró su servilleta y empujó su silla.

—Lo que no voy a hacer es quedarme aquí a escuchar más estupideces. Si lo hiciera podría romperte la crisma.

George salió muy enfadado de la cocina. Era la primera vez que Rose le veía perder los estribos.

—George no merecía que lo trataras así —le reprochó Hen—. Lo has hecho a propósito.

—Si supieras cómo nos conocimos George y yo, te avergonzarías —comentó Rose.

Los hermanos la miraron con curiosidad.

—Me defendió de un hombre que quería convertirme en su amante por la fuerza —explicó.

—Sólo fanfarroneaba —se excusó Monty. La culpa le hacía sentir rabia consigo mismo.

—Le apuntó con una pistola. Hubiera matado a George si él no hubiera sido más rápido y fuerte.

—¿Qué sucedió? —preguntó Zac, encantado de ver a su adorado hermano bajo esta nueva luz.

—George le derribó de un puñetazo y lo lanzó a la calle. Creo que deberías ir a disculparte —aconsejó Rose, volviéndose hacia Monty—. Si no lo haces, van a pasar muchos años antes que vuelvas a probar un pavo asado.

—¿George le dio una paliza? —preguntó Zac, con los ojos desorbitados por la emoción.

—Lo molió a golpes —prosiguió Rose, satisfaciendo descaradamente el deseo morboso del niño de conocer todos los detalles—. No fue muy agradable de ver precisamente.

—¡Hurra! —gritó Zac—. Me hubiera gustado verlo.

—¡Para que luego digan que yo soy exagerado! —murmuró Monty.

—Haz lo que te dice Rose —insistió Hen.

—Sí, voy a hacerlo —consintió Monty malhumorado poniéndose de pie—. Pero que conste que no bromeaba Creo que eres la mujer más guapa que jamás haya visto. Y la más amable. No entiendo por qué no hay cientos de hombres peleando por casarse contigo. Si yo quisiera casarme estaría orgulloso de hacerte mi esposa.

—Gracias, Monty.

—No lo hace con mala intención —explicó Hen cuando su hermano gemelo se marchó—. Es que le gusta sacar de quicio a George.

—No debería hacerlo. George no hace más que preocuparse por esta familia.

—Monty lo sabe. Pero no se le da bien mostrar su gratitud. Es mejor peleando. Igual que yo.

—Pero tú entiendes las cosas.

—Monty también —contestó Hen. Hizo una pausa—. ¿Te importa si Zac y yo nos quedamos un rato? Monty se las arreglará mejor si no hay nadie mirándolo.

—Quedaros todo el tiempo que queráis —dijo Rosé.

—Si tengo que quedarme aquí, quiero más mermelada —exigió Zac extendiendo un panecillo.

George hubiera querido darse de cabezazos contra la pared. Aún sabiendo que Monty sólo intentaba fastidiarlo, no había podido evitar enfurecerse. Actuaba como un amante celoso que hubiera sido rechazado. Desde el instante mismo en que Monty mencionó la posibilidad de que Rose estuviera enamorada de otra persona, se sintió tan angustiado como un oso con un aguijón clavado en la punta del hocico. No entendía por qué se había puesto tan iracundo y celoso. Había estado en un tris de pelearse con Monty.

Tal vez ya era hora de que intentara descubrir cuál era el interés por Rose. No era lógico disgustarse así sólo porque su hermano dijera que la criada era guapa.

A menos que estuviera enamorado de ella.

No lo creía, pero era obvio que había fracasado en su propósito de no sentir nada. Desde que acarició su mejilla, no había podido sacársela de la cabeza. Le gustaba. Le gustaba tanto que quería gustarle a ella. En consecuencia, ya no sólo deseaba su cuerpo.

¿Pero cómo podía un hombre honorable afirmar que se había encariñado de aquel modo con una mujer en menos de una semana? Recordó las numerosas aventuras amorosas de su padre. ¿Quería a Rose sólo porque le gustaba otro? ¿Perdería interés en ella tan pronto como conociera una mujer más atractiva y excitante?

Pero no, había conocido a muchas mujeres atractivas y excitantes, y nunca se había encariñado de ninguna. ¿Significaba esto que su interés por Rose era profundo y sincero?

Su padre se había batido en duelo por una mujer de la que se aburrió apenas seis meses después. ¿Haría él lo mismo?

George no quería engañarse. Cada vez que se miraba en el espejo volvía a ver a William Henry Randolph. Veía los mismos apetitos que habían arruinado la vida de su padre, la misma aversión a la responsabilidad que estuvo a punto de destruir a su familia. Sintiera lo que sintiera por Rose, y por más que en aquel momento ardiera de pasión, al final ésta se extinguiría igual que le ocurría a su padre.

Sabiéndolo, George no podía correr el riesgo de enamorarse. Y menos aún de que Rose se enamorara de él. No podía hacerle a una mujer lo que su padre le había hecho a su madre.

—Rose nos ha contado que le diste una paliza a un hombre para defenderla.

George estaba comprobando sus pistolas antes de ensillar su caballo.

—Le estaba haciendo daño.

—Supongo que hice el ridículo al decir que los hombres harían cola por ella.

—Así es.

—No quise herir sus sentimientos.

—Lo sé, Monty —repuso George, alzando la vista—. Pero tampoco te paras a pensar las cosas antes de decir algo para molestar.

—Pero es guapa, y es verdad que me gusta. Sería una esposa estupenda.

—Razón de más para no decir nada. Tiene que sentirse herida: ya tiene veinte años y aún no se ha casado.

—¿Por qué? ¿Le pasa algo?

—Eso tendrás que preguntárselo a ella.

—Puedo ser insensible y necio, pero no soy tan estúpido.

—Nunca he pensado que lo seas —razonó George, más calmado—. Tampoco creo que papá quisiera serlo, y ya sabes cómo era.

—¡Hijo de puta! —exclamó Monty—. Si alguna vez llegas a decir que me parezco a ese maldito cabrón, te mato.

—Todos nos parecemos a él —continuó George—. Y no debemos olvidarlo.

—Lo dices porque sabes que tú no eres como él.

George soltó una risa burlona y sarcástica.

—Soy exactamente como él, y eso me causa un miedo espantoso.

Cuatro días después, Rose se sorprendió cuando vio a Tyler regresar solo con la madera y las provisiones. Jeff había decidido quedarse en la ciudad un poco más para obtener información sobre Richard King. Durante los dos días que siguieron, los chicos se turnaron para arar la tierra de la huerta. Puesto que ninguno sabía cómo utilizar el arado y la mula no parecía ser de mucha ayuda, el trabajo se alargó más de la cuenta, y George, Monty y Hen tuvieron que aunar esfuerzos. Rose no recordaba haber oído tantas palabrotas juntas en su vida.

Como último recurso, los chicos decidieron que dos de ellos debían sostener el arado para obligar a la mula a seguir una línea recta. Esta los zarandeó de un lado a otro como si fueran muñecos de trapo.

Zac pasó la mayor parte del tiempo lanzando terrones a sus hermanos mayores y corriendo para mantenerse fuera de su alcance. Tyler se dedicó a construir el gallinero.

Rose no dejó de reír hasta que le dolió el estómago.

Cuando terminaron, no había una sola hilera recta y sí grandes montones sin labrar por toda la huerta. Sin embargo, lograron remover suficiente suelo fértil para que Rose pudiera sembrar sus verduras.

—Quiero sembrar hoy la huerta —le anunció Rose a George a la mañana siguiente—. ¿Le importa?

—En absoluto. ¿Qué quiere que haga?

—Cavar los surcos para que yo pueda esparcir las semillas. Zac las cubrirá con tierra.

—Siempre me das el trabajo más difícil —se quejo Zac.

—El trabajo difícil es hacer los surcos —le explicó Rose.

—Muy bien, cavaré los surcos —asintió George—, y pondré palos cuando las matas empiecen a crecer, pero no me pida que recoja las verduras.

—Ese trabajo le corresponde a Zac —indicó Rose.

Zac puso mala cara.

—Tampoco me exija que pele, desvaine, ni pode —aña dio George.

—Ese es mi trabajo —contestó Rose.

Zac respiró aliviado.

George no recordaba haberse sentido tan contento jamás, ni siquiera cuando vivía en una casa con sirvientes y provista de todo lo que el dinero podía comprar. Sabía que Rose lograría engatusarlo para que sembrara patatas cogiera judías y calabazas, y sólo Dios sabía qué más, pero no le importaba. Ya había arrancado de raíz matas de bayas y parras, y las había sembrado a lo largo de la cerca del corral. Había suficientes pacanas a la orilla de los riachuelo para abastecer una casa mucho más grande que la suya, pero Rose seguía insistiendo en traer árboles frutales.

—Nada puede remplazar la fruta fresca —le había dicho.

—¿No cree que la huerta ya es demasiado grande? —le preguntó George, contemplando el extenso terreno.

Habían emplazado la huerta en el antiguo corral para protegerla de los hambrientos cuernilargos, venados, antílopes, caballos salvajes y cualquier otro animal que quisiera comerse sus suculentas plantas. La mula y la vaca permanecerían fuera hasta que pudieran construir otro corral. Quizás entonces construirían un establo.

—Cómo se nota que no sabe cuánto comen los hombres —comentó Rose—. Necesito sembrar verduras suficientes para que duren todo el invierno.

—Podemos comprar lo que necesitemos en la ciudad.

—No puede traer calabazas, tomates y judías de la ciudad —explicó Rose—. Además, he pensado que para variar podríamos comer maíz fresco en lugar de harina de maíz cocida en leche.

De modo que empezaron a sembrar la huerta. George cavó los surcos, Rose arrojó las semillas cuidando de espaciarlas uniformemente y Zac, con sus pies descalzos, las cubrió con la tierra blanda.

A George no dejaba de sorprenderle que labrar la tierra pudiera proporcionar tanta satisfacción. Se sentía más relajado, más optimista, más contento con la vida de lo que recordaba haberse sentido nunca. ¿No sería maravilloso que las cosas pudieran ser así por siempre?

Pero la vida no podía ser siempre igual. Esa serenidad sería destruida en cuanto sus hermanos entraran en la casa la energía de Monty, el ímpetu de Hen y el mal humor de Tyler bastarían para destruirla por completo.

¿Se sentiría así al día siguiente o la semana próxima, sería sólo un estado de ánimo pasajero?

Reflexionado sobre ello, advirtió que los temperamentos de sus hermanos se habían suavizado bastante durante las últimas semanas. ¿Se lo debían también a Rose?

—Ya que Tyler ha terminado el gallinero, me quedaré en casa para ayudar a Rose —propuso Monty al día siguiente.

George miró a su hermano fijamente. La desconfianza se reflejaba en sus ojos.

—¿Cómo es que estás dispuesto a trabajar en algo que no se haga a lomos de un caballo?

—Dijiste que todos tendríamos que ayudar —le recordó Monty a George—. Tyler y tú habéis hecho más de lo que os corresponde. Hen se quedó en casa ayer. Es mi turno de echar una mano.

—¿Desde cuando eres tan democrático? —se burló Jeff. Había regresado de Austin la noche anterior, y con él toda la tensión.

—Desde que me di cuenta de que me gustaba más mirar a Rose que a las vacas —respondió Monty—. Además, las tareas de la casa deben ser más fáciles.

—Me parece buena idea que nos turnemos con las faenas de la casa —aprobó Hen—. Así todos sabremos cuánto trabajan los demás.

—Estoy de acuerdo —asintió George, levantándose.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Zac.

—No, tienes muchas cosas que hacer aquí.

—Monty puede hacerlas.

—No pienso hacer tu trabajo —aclaró Monty.

—Tyler puede quedarse —sugirió Zac.

—Saldrás a cabalgar con nosotros muy pronto —le aseguró George a Zac—. Y cuando lo hagas, probablemente desearás haberte quedado aquí.

—Quisiera estar en Nueva Orleáns —dijo Zac—. Así no tendría que ordeñar las vacas y recoger los huevos.

George se maldijo a sí mismo por no saber reprimir su curiosidad de saber qué estaba sucediendo entre Rose y Monty, y sin embargo no permitió que las vacas se detuvieran. De todas formas adelanto su vuelta con la excusa de que el toro tenía que montarlas.

Una burda excusa para ver a Rose. Eso era todo.

¿Tendría algo que ver con su capacidad para hacer que el rancho pareciera un verdadero hogar? Recientemente había observado una sutil diferencia en la manera en que sus hermanos hablaban de la casa. Sus discusiones eran más tranquilas, y parecían deseosos de llegar para cenar juntos. A veces incluso hablaban como si el rancho formara parte de su futuro.

Ella había contribuido a unirlos como familia Haciendo, en ocasiones, lo indecible por cada uno de ellos. Preparaba los animales que Monty traía a casa, y evitaba conscientemente tocar las cosas del dormitorio que pertenecían a Hen. Nunca llamaba a Tyler niño, ni resaltaba su cuerpo larguirucho y deslavazado.

Con quien más se había encariñado era con Zac. Se cercioraba de que hiciera sus tareas bien, y pasaba horas conversando con él mientras trabajaba; contestando las incontables preguntas que hacen todos los niños de seis años y prestándole especial atención cuando le veía abrumado por sus cinco hermanos mucho más grandes y fuertes que él.

Entendía también que Jeff se sintiera menos hombre por haber perdido su brazo, y aunque no podía hacer nada al respecto, tampoco le compadecía.

Y a George trataba de complacerle en todo. Sabía que con sólo abrir la boca y expresar un deseo o una preferencia, sería complacido. Buscaba siempre su aprobación. Parecía que cuanto más la elogiaba, más se esforzaba ella. Le incomodaba que valorara tanto su opinión.

Aunque le hacía sentir maravillosamente bien.

Por fin había logrado aceptar que estaba sediento de esa clase de atención. Su padre jamás le había prodigado afecto, y su madre no le había compensado por ello. Ella sólo tenía ojos para su esposo. Si George criticaba a su padre, le regañaba recordándole con ojos llorosos las promesas que él tampoco había cumplido.

Rose era diferente. Era fuerte y vital, estaba dispuesta a defenderse sola y a reprender a sus hermanos cuando desobedecían. Del mismo modo, que no tenía ningún reparo en reñirle cuando pensaba que estaba equivocado.

Resultaba difícil encontrar alguna similitud entre las dos mujeres. Al principio, la actitud de Rose le había molestado, pero enseguida se acostumbró a su carácter, debido seguramente a la sensibilidad que demostraba con todos. Se preguntó cómo habría sido su vida si su madre se hubiera parecido un poco a Rose.

Expulsó de su cabeza todo pensamiento relacionado con sus padres. Ellos habían vivido sus vidas, elegido sus caminos, pagado sus castigos. Nada podía cambiarse ahora.

—¡Menos mal que has vuelto! —exclamó Monty, saliendo precipitadamente de la casa en cuanto vio aparecer a la primera vaca—. ¿Sabes qué me ha hecho hacer esa mujer? ¡Lavar la ropa! Me ha tenido de un lado a lado otro trayendo, llevando y removiendo hasta que todo ha empezado a darme vueltas. Si tengo que quedarme aquí una hora más, me uniré a los bandidos de Cortina.

Monty se quedó lo suficiente para ayudar a George a arrear las vacas hasta el corral, y enseguida se marchó a galope tan deprisa como su caballo pudo llevarlo.

Rose salió de la casa cuando vio acercarse a George. Llevaba puesto una pamela de ala ancha recogida con un gran lazo bajo una oreja. Era poco práctico para las llanuras del sur de Tejas, pero definitivamente muy vistoso.

Lucía además un vestido amarillo de algodón estampado que le ceñía los hombros, los senos y la cadera como ninguno de los que le conocía. Sus senos, erguidos y voluptuosos, dejaron a George boquiabierto. Se olvidó de los calificativos seductora, inocente o encantadora. La lujuria le hacía retorcerse frenéticamente en sus redes.

—¿Qué le ha hecho a Monty? —preguntó George, intentando apartar sus pensamientos del cuerpo de Rose.

—Le obligué a trabajar tanto como habla. El esfuerzo ha acabado con él —se rio—. Pienso recordarle siempre que pueda que no ha tenido fuerzas para hacer el trabajo de una mujer. ¿Ha visto a Zac? Se supone que iba a ayudarme a coger bayas.

Llevaba dos canastas de junco.

—Al verme llegar habrá aprovechado para desaparecer. ¿Quiere que la acompañe?

—¿No tiene que regresar con los chicos?

—Monty me está remplazando.

—Entonces, encantada.

A George le pareció que estaba nerviosa.

—¿Dónde están las bayas?

—Pensaba ir al riachuelo. Pero si me acompaña, tal vez podríamos ir a ese lugar del que me habló Monty, el que está a un kilómetro del vado.

—Es un largo camino.

Le ilusionaba aquel paseo. Se aseguraría de tener que ayudarla a cruzar todos los riachuelos y salvar todos los troncos caídos que fuera posible.

—Tendremos que ir a caballo, o de lo contrario no regresaré a tiempo para preparar la cena.

George logró apartar su pensamiento de los senos de Rose mientras ensillaba los caballos, pero cuando la cogió por las caderas para ayudarla a montar, toda su voluntad se derrumbó. Sintió su cuerpo tensarse y un abultamiento en la ingle. Montar su caballo le resultó incómodo, permanecer sentado en su silla fue todo un alivio.

—Es agradable poder salir por unas horas —comentó Rose mientras se ponían en camino—. Siento como si hubiera estado atada a la casa desde que llegué aquí.

George se preguntó cómo había hecho aquellas dos semanas para mantener sus manos alejadas de ella. Le inquietaba, además, la súbita necesidad de tocarla que se había apoderado de él. Tal vez era eso lo que le sucedía a su padre.

De ser así, entendía por qué les había defraudado tantas veces.

—Puedo llevarla a la ciudad si quiere.

—Tal vez más adelante. De momento estoy contenta aquí.

George no se dio cuenta de lo tenso que se había puesto hasta que oyó su respuesta. Por lo visto sus celos se extendían a todos los hombres que pudieran mirarla. Esperó sentir la misma felicidad de días anteriores, pero ésta no se hizo presente. Notaba su cuerpo tan rígido como su entrepierna.

—¿Qué quiere hacer con las bayas?

—Quiero hacer un pastel, y Zac me ha pedido que le haga mermelada.

Hablar de mermeladas y jaleas, de enlatar verduras, arrancar patatas, secar guisantes, sembrar coles y espinacas para que tuvieran algo verde que comer durante el invierno en condiciones normales le hubiera aburrido, y sin embargo ahora le pareció maravilloso. Significaba que Rose tenía intención de quedarse.

George olvidó que se parecía a su padre. No pensó más que en la belleza de Rose y en cuánto deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla hasta que se fundieran el uno en el otro.

Llegaron a las matas de bayas demasiado pronto, George se bajó del caballo y acudió a ayudar a Rose en menos de un segundo.

—Puedo bajarme sola —repuso ella.

Pero él ya había puesto sus manos alrededor de su cintura. Permanecieron así un momento. Rose no se movió de su silla.

—¿Va a ayudarme a bajar? —preguntó.

Aunque Rose trató de disimular, George podía ver que sentía la tensión entre ellos tanto como él. Finalmente la bajó. Rose se giró entre sus manos para desatar las canastas de la silla.

—¿Tiene la intención de sujetarme contra el caballo toda la tarde?

George dejó caer sus manos lentamente.

—Tendré que soltarla, aunque no querría hacerlo. No me había dado cuenta de cuan hermosa es usted.

—Es difícil verse atractiva cuando se trabaja como una mula en la cocina —respondió Rose, alejándose de George y caminando hacia las bayas que colgaban en las ramas. Le sonrió «con coquetería», pensó George—. Es sorprendente lo que pueden hacer un sombrero nuevo y un vestido bonito.

—No es la ropa…

—Aunque ni el sombrero ni el vestido son nuevos —prosiguió Rose, atenta a las bayas que había empezado a coger—. No he podido comprar nada así de bonito desde que murió mi padre. Coja una canasta y ayúdeme —le ordenó cuando se volvió y vio que George seguía junto a los caballos—. Nos quedaremos aquí toda la tarde si tengo que hacerlo sola.

George ató los caballos, cogió una canasta y empezó a trabajar. Pero se distraía continuamente mirando a Rose, y no tardó en pincharse con docenas de espinas.

—Se supone que las moras son negras, no rojas —bromeó Rose al notar las gotas de sangre que brotaban de sus manos.

—No soy tan hábil como usted para evitar las espinas.

—Lo sería si mirara lo que está haciendo.

—Prefiero mil veces mirarla a usted.

La franqueza de George agobió a Rose, pero no lo suficiente para parar.

—Tal vez debí esperar a Zac. Él es más rápido que usted.

—Seguramente también come más moras.

—Seguramente —asintió Rose.

La tensión entre ellos no se desvanecía. El cielo estaba nublado y había una brisa fresca, pero la sangre de George ardía cada vez más.

—Él no la aprecia como yo.

—No lo sé. Debería ver cómo devora mi mermelada de mora. Me pregunto dónde se habrá metido.

George dejó caer su canasta y se acercó a Rose. La cogió de la cintura y le dio media vuelta para que quedara frente a él.

—Cómo puede preferir las atenciones de un niño de seis años a las mías.

—Es más seguro.

—Pensé que yo era el caballero George, verdugo de dragones y defensor de princesas.

—Siempre me pregunté qué le sucedía a la princesa después de matar al dragón. Mi libro no lo decía.

—Si era tan encantadora como tú, debió llevarla a su castillo.

George no pretendía besarla. La deseaba tanto que le dolían las articulaciones por la tensión, sus chirriantes tendones hacían que su piel protestara contra la aspereza de sus ropas, pero no pensaba tocarla. Sin embargo, al tenerla así no se pudo resistir. Ella encajaba como un guante dentro del círculo de sus brazos. Su cabeza, inconscientemente, se había echado hacia atrás para recibir sus labios que cayeron sobre los de ella.

Fue tan natural, tan sencillo. Los suaves y cálidos labios de Rose bajo los suyos, tal como lo había soñado tantas veces. Primero temblando vacilantes, y luego entregados a los de él, firmes y sedientos. Su boca tenía un sabor dulce. Se preguntó por qué no había pensado en besarla antes. Se preguntó si su padre había sentido todo aquello.

—¿Crees que la princesa se resistió? —preguntó Rose jadeando.