7

Zac se ha ganado salir a jugar un rato. Le he hecho trabajar duro todo el día.

Otro pretexto más para no quedarse a solas con ella.

—Déle la vuelta a los platos —aconsejó Rose—. No quiero que las moscas se posen en ellos.

George descubrió que la espalda de una mujer podía ser una parte muy sensual de su cuerpo, incluso si la cubría un viejo vestido marrón.

El cuello de encajes le llegaba casi hasta el pelo que nacía en su nuca. La pequeñísima zona de piel blanca que se vislumbraba a través de una fina niebla de cabellos que se habían soltado del moño constituía una sugerente invitación a explorar el resto.

Le sorprendió no haber notado antes que ella tenía una esbelta figura que ni siquiera el burdo vestido podía ocultar. Y era guapa. Bueno, más que guapa. No podía encontrar la palabra exacta, pues no estaba acostumbrado a hablar de mujeres.

—Déle también la vuelta a los vasos y las tazas.

—¿Qué hago con todos estos tenedores y cuchillos?

—Primero hay que poner las servilletas.

Rose abrió un cajón de uno de los armarios y sacó unas servilletas lavadas, planchadas y dobladas.

—Los chicos no sabrán qué hacer con ellas. Dudo que Zac haya visto una en su vida.

—Pues ya es hora de que lo haga.

Seductora. Esa era la palabra que buscaba. Más que guapa, era sobre todo seductora. Había en ella una vivacidad, un atractivo mucho más impactante que la simple hermosura. No es que George despreciara la belleza, pero había descubierto que ésta necesitaba un poco de sal para cobrar vida. Había conocido a muchas jóvenes a quienes antes de presentar en sociedad les enseñaban que ser bellas era fundamentalmente el arte de serlo. Las mesas, las sillas y las alfombras también podían serlo, pero un hombre nunca tropezaría por mirar dos veces esos objetos. En cambio la seducción era lo que hacía que la gente mirara por segunda vez, indagara, recordara.

—Tal vez piense que me extralimito por preocuparme de los modales o las servilletas —adujo Rose.

—Supongo que es una buena idea. Los chicos deben aprender a comportarse. Sus esposas se lo agradecerán algún día.

—No creo que esté todavía aquí para cuando se casen.

Para sorpresa de George, sus palabras le desconcertaron.

Hacía menos de una semana no sabía siquiera de su existencia. Ahora le sorprendía descubrir que no había pensado que su trabajo podría terminar un día.

—Si pretende convertir a Zac y Tyler en perfectos caballeros, no podrá marcharse nunca.

—Zac no tendrá problema —aseguró Rose, abriendo el horno para mirar los pavos—. Ese niño es lo bastante listo para lograr cualquier cosa que se proponga. Y también lo bastante encantador para salirse siempre con la suya. A Tyler no lo conozco bien. Hasta ahora se ha mantenido tan lejos de mí como ha podido, pero no creo que le importe mucho la gente o lo que piensen de él.

—Ha llegado a hacerse una idea muy certera de los chicos. ¿Qué piensa de Jeff y de los gemelos?

Acababa de faltar a la promesa que se había hecho a sí misma.

—Por hoy ya he dicho bastante —respondió Rose.

Intentó sacar los pavos del horno, pero la cazuela quemaba, lo que complicaba la labor.

—Déjeme ayudarla —se ofreció George. Pero las asas eran demasiado pequeñas para agarrarlas los dos y tuvo que cubrir las manos de ella con las suyas.

Sintió que una corriente eléctrica le atravesaba. Una quemadura de las asas no le hubiese causado tanta conmoción.

—No puedo soltarla —exclamó Rose.

«Yo tampoco», pensó George. Sus músculos se negaban a obedecer. Pero el sentido común le advertía que debía hacer algo antes que dejar caer el pavo y derramar la salsa caliente en sus ropas o en el suelo.

George se obligó a apartar sus pensamientos de Rose y a concentrarse en la cazuela. Dejó de apretar con tanta fuerza las manos de ella.

—La tengo. Ya puede soltarla.

—¡No la deje en la mesa! —gritó Rose cuando lo vio dirigirse hacia ésta—. Póngala sobre los fogones. Tengo que servirlo en una fuente.

George la ayudó a levantar el pavo y ponerlo en la fuente. Estaban tan cerca uno de otro que sus hombros, codos y caderas se rozaban. Si no hubiera sido porque no podía soltar el ave se habría precipitado a estrechar a Rose entre sus brazos. Nunca en su vida había sentido ese fuego tan intenso, tan irresistible, tan desbocado. Era una atracción superior a sus fuerzas que parecía doblegarlo a voluntad. A duras penas logró sacar el segundo pavo y ponerlo en otra fuente.

Sus ojos escudriñaron el rostro de Rose y supo de inmediato que ella había sentido la misma corriente. Parecía aturdida, incluso un poco asustada. Permanecía quieta, aparentemente incapaz de moverse.

Como un hombre hipnotizado, George extendió la mano y tocó su mejilla. La sintió suave y cálida, tal como imaginó que sería. Quiso tocar otras partes de su cuerpo, absorberla a través de las yemas de sus dedos, pero su mano se negaba a moverse. Se quedó ahí, acariciando su mejilla como si se tratara de un objeto precioso.

—Creo que oigo a los chicos acercarse —indicó Rose, en Un tono de voz que en realidad era más un susurro. Pero no se movió. Su mirada permaneció entrelazada con la de George.

El sonido de los cascos sacó a George de su trance tan rápidamente como el chasquido de un látigo.

—Será mejor que tenga todo preparado. Monty puede desensillar un caballo más rápido que lo que se tarda en pelar una mazorca.

—Aún tiene que lavarse y cambiarse de ropa —señaló Rose, luchando por salir del estado de turbación en que se encontraba.

Sin embargo, George no acababa de poner el segundo pavo en la mesa, cuando Monty irrumpió en la cocina. No se había lavado ni cambiado.

—Juro que podía oler esos pavos a un kilómetro de distancia —exclamó, dirigiéndose a la fuente que se encontraba más cerca de él.

—Lávate y podrás comer todo lo que quieras.

A Rose le pareció extraño decir aquellas palabras que no tenían nada que ver con los sentimientos que abrasaban su cuerpo o las imágenes que daban vueltas en su cabeza vertiginosamente.

—¿Espera que me vaya de esta cocina de la que sale un aroma que tira de mí con más fuerza que una soga de un ternero?

—Espero que te laves y cambies antes de poner un pie aquí.

¿Cómo había podido George reponerse tan rápido? Ella aún se sentía aturdida.

—Y supongo que a tu caballo le gustaría que lo desensillaras y lo llevaras al corral —añadió George.

—¿No se puede hacer una excepción por esta vez?

—No.

Quizás ella era la única que se sentía realmente afectada. Quizás él hacía lo mismo cada vez que se encontraba a solas con una mujer. No creía que muchas se opusieran.

—Pero es que el pavo me tiene hechizado.

—Le mentí a tu hermano cuando le dije que Zac era tan pícaro como una docena de gatos juntos —bromeó Rose—. Tú eres mil veces peor.

«Te advertí que no depositaras tu confianza en ese absurdo sueño tuyo. Lo que ha ocurrido hace un momento no significa nada para George. Sólo ha sido eso: un momento».

Intentó que su desilusión no se notara y se puso a cortar una loncha de la dorada pechuga con un cuchillo afilado. La grasa chorreaba entre sus dedos.

—Aquí tienes —anunció, pasándole a Monty la carne humeante—. Pero no te daré otro pedazo hasta que te hayas lavado y cambiado.

No acababa de salir Monty de la cocina dando grandes zancadas, cuando entró Zac.

—Le has dado una loncha de pavo. Eso no es justo.

Estaba visto que con aquella familia tan vivaracha era imposible sumirse en sombríos pensamientos.

—Tal vez no —confesó Rose con una sonrisa que anunciaba la recuperación de su dominio de sí misma y su buen humor—, pero es el pavo de Monty. Él lo mató.

—Pero yo traje los huevos para el relleno —insistió Zac poniendo cara de pocos amigos.

—Es verdad. Y por eso te serviré primero. Aquí está, pondré esta fuente frente a tu puesto.

Zac se dejó caer en su silla.

—¿Te has lavado ya?

—Sí. Hen dijo que casi no podía reconocerme de lo limpio que estaba.

—¿Por qué no sirves la leche?

Aunque a regañadientes, Zac se levantó.

—Un niño tiene que hacer todo lo que le dicen. No pienso hacer naida cuando me vaya a Nueva Orleáns.

—Nada —le corrigió George—. Y por ahora no te irás a Nueva Orleáns.

—Que la sirva George —dijo Zac—. Él sabe cómo nos gusta.

—George tiene que cortar el pavo antes de que Monty lo destroce por completo —contestó Rose en un tono severo—. Sirve la leche.

Zac puso mala cara, pero sirvió la leche a toda prisa para poder sentarse en su silla antes de que alguien más entrara en la cocina.

Los otros hombres de la familia Randolph no tardaron en llegar en tropel, como mineros apresurándose a salir de un túnel al oír la sirena que anuncia la hora de cierre. No obstante, el sosegado tono de voz de Rose al darles las buenas tardes, los hizo aminorar la marcha. Al ver las servilletas en los platos la redujeron aún más. Jeff miró a Rose, después a George y de nuevo a Rose.

—Se supone que te la debes poner en el regazo. —Indicó Zac, incapaz de resistirse a impartir la lección que acababa de aprender—. Así no te ensucias la ropa cuando se te cae la comida.

—Si se cae —lo corrigió Rose.

—Seguro que se les cae —insistió el irrefrenable Zac.

—Pasad el pavo deprisa —pidió Monty—. Se me hace la boca agua.

—El pavo es demasiado grande y no se puede pasar —repuso Rose—. Dile a George qué pedazo quieres y él te lo cortará.

—Maté tres de esos. Suficiente para que cada uno de nosotros se coma medio pavo.

—George lo trinchará —repitió Rose—. Nos pasaremos todo lo demás.

Monty quiso protestar, pero dado que George cortó una enorme tajada de pechuga y le sirvió a él primero, no dijo una palabra.

—Yo quiero un muslo —le recordó Zac a su hermano.

—¿Por qué ha asado los tres pavos? —preguntó Jeff.

—Para que no se echen a perder —explicó Rose, un poco indignada de que Jeff cuestionara sus actos.

—¿Qué haremos con todo eso?

—Comerlo. Podemos filetearlo, servirlo con salsa sobre el arroz o hacer un picadillo con verduras, hasta que se acabe.

—Luego mataré tres más y empezaremos de nuevo —añadió Monty.

—No me gusta mucho el pavo —protestó Jeff.

—Entonces se lo daré a los perros —respondió Rose con tanta dureza que George alzó la vista.

Probablemente los hermanos menores no notaron la mirada que George le lanzó a Jeff, pero Rose sí, y Jeff también, por eso decidió concentrarse en su plato.

—Hay que ir a la ciudad a por provisiones —anunció George—. ¿Alguien tiene particular interés en ir?

—Debería ir Rose —sugirió Hen—. Sólo ella sabe qué se necesita.

—Tengo mucho que hacer para perder tantos días en un viaje a la ciudad —contestó Rose—. Os haré una lista.

No quiso decirles que no tenía ninguna intención de regresar a Austin hasta que le tocara hacerlo. Había pensado incluso en pedirle a George que la llevara a San Antonio cada tres meses en lugar de a Austin, como habían estipulado.

—Necesitamos madera y clavos para hacer el gallinero, además de víveres para todo el mes —explicó George.

—También hay que fabricar un ahumadero si queremos curar nuestra propia carne —le recordó Rose.

—Y semillas —añadió Zac con la boca llena—. Rose quiere un huerto lleno de plantas.

—Debes mandar a Tyler si quieres comprar materiales de construcción —aconsejó Hen—. Es un pésimo cocinero, pero es el mejor albañil de todos.

—De acuerdo, pero él no puede ir solo.

—No me mires a mí —rehusó Monty—. No se me ha perdido nada en Austin.

—A mí tampoco —reiteró Hen.

—Sólo quedas tú, Jeff.

—¿Crees que para lo único que sirvo es para conducir un carromato? —preguntó.

Rose no sabría decir qué le pasó por la cabeza. Quizás seguía todavía nerviosa por su roce con George o quizás fue el comentario de los pavos lo que la irritó.

—¿Vas a hacer que George mande a la persona equivocada sólo por tu exagerada susceptibilidad respecto a tu brazo? —le recriminó olvidando su promesa de no meterse donde no le correspondía.

En cuanto acabó la frase se oyó un grito ahogado, y todos los que se encontraban allí parecieron quedar paralizados. George la miró aterrado.

—Hasta yo sé que eres tú quien debe ir —prosiguió. La mirada de George la asustaba, pero ya era demasiado tarde para detenerse— Monty sólo sabe hablarle a las vacas y Hen es capaz de pegarle un tiro al primero que pase. Sólo quedaría George, pero sabes bien que él es el único que puede hacer que esta panda de cascarrabias y cabezas duras trabaje unida.

En la cara de Monty se dibujó una expresión llena de picardía.

—Nos quiere usted mucho, ¿verdad?

—Esto no tiene nada que ver mis sentimientos. Simplemente así son las cosas. Del mismo modo que tu brazo está como está porque así son las cosas —continuó, volviéndose de nuevo hacia Jeff—. Si sigues creyendo que todo lo que la gente dice tiene que ver con tu brazo, tu vida seguirá patas arriba. Y si no puedes aceptar que George estaba pensando en ti y no en tu muñón, ¿cómo podrás creer que alguien más pueda hacerlo?

De acuerdo, nunca se llevaría bien con Jeff, pero no era él quien le preocupaba. George le estaba mirando como si quisiera estrangularla. No era asunto suyo recriminar a Jeff para que dejara de atacar a todo el mundo, pero le exasperaba que hasta Hen y Monty, quienes si las miradas mataran hubieran asesinado a su hermano hacía varios días, caminaran en torno suyo como pisando huevos.

—No te estaba ordenando nada —intercedió George. Su sosegado tono de voz, al igual que su actitud, alivió la tensión reinante en la habitación—. Sólo te he preguntado si querías ir.

Jeff ignoró a Rose.

—Deberías ir tú —le dijo a George.

—Pensé que te gustaría tener la oportunidad de salir de aquí, ver otra gente, incluso tal vez comprarte algunas cosas que necesites.

—¿Tenemos suficiente dinero?

—Por el momento sí. Además —prosiguió George, decidiendo que sería mejor asumir que Jeff iría—, puedes aprovechar el viaje para ojear algunas vacas de buena calidad. El toro supondrá un gran cambio para nuestro hato en unos años, pero conseguiríamos mejorarlo aún más si tuviéramos unas veinte o treinta buenas vaquillas.

—¿Estáis buscando ganado para criar? —preguntó Rose.

Jeff la miró como si se estuviera inmiscuyendo en asuntos familiares, pero George respondió de buena gana.

—Hemos estado hablándolo.

—En la ciudad pude oír que Richard King está haciendo exactamente lo mismo. No sé si os venderá ganado, pero si no, tal vez sepa de alguien que quiera hacerlo.

—¿Dónde vive?

—Hacia el sur de Corpus Christi.

—¿Cómo es qué sabe tanto? —preguntó Jeff. Su tono de voz daba a entender que dudaba de que su información fuera fiable.

—Los clientes de los restaurantes rara vez prestan atención a quien les está sirviendo, y hablan de todo sin tapujos.

—Mira a ver si puedes averiguar algo sobre King cuando estés allí —le recomendó George a Jeff—. Si es necesario podemos vender alguno de nuestros novillos para obtener el dinero.

—¿Cuándo debo marcharme?

—Mañana.

—No tenemos ni mula ni carromato para traer la madera.

—Compra lo que necesites.

—Tampoco tenemos un establo para la mula.

—Supongo que habrá que construir uno tarde o temprano, al menos para el toro. Es demasiado valioso para que lo dejemos fuera.

—De pronto estamos comprando y construyendo muchas cosas —señaló Jeff con la mirada fija en Rose. Quería que se sintiera culpable de una situación con la que no estaba de acuerdo.

—No es extraño, si tenemos en cuenta que aquí no se ha hecho nada en cinco años —contestó George, a punto de perder la paciencia—. Hoy es mi turno de dormir fuera. ¿Queréis que cace algo especial?

—Venado —sugirió Tyler—. Hen dice que hay muchos ciervos comiéndose nuestro pasto.

—No le dispares a ningún animal hasta la madrugada —le advirtió Hen—. Hay panteras cerca de algunos riachuelos. Si matas un venado al anochecer, tendrás tres o cuatro panteras husmeando en tu campamento antes de la medianoche.

Rose se estremeció.

—No me dijo que hubiera panteras —le increpó a George en tono acusador.

—No se acercarán a la casa. No les gustan los perros.

—¿No debería George llevarse un perro? —pregunto. No le gustaba la idea de que tuviera que dormir rodeado de fieras.

—Son mis perros —subrayó Monty—. No se van con nadie más, salvo con Hen de vez en cuando.

—Tal vez debiera comprar otro perro —le sugirió Rose a Jeff.

—No necesito un perro para saber si hay una pantera cerca —aseguró George, conmovido de que Rose se preocupara por su seguridad—. Con mi caballo será más que suficiente.

Pero a Rose ningún caballo le había inspirado jamás confianza. Algo podría hacerse para espantar a los bandidos y cuatreros, y también a las panteras.

—Tienes que prever en qué dirección irá el ternero —le explicaba George a Zac—. No se quedará quieto esperando que tú le arrojes la soga.

—Da igual —se quejó Zac, furioso consigo mismo—. Naiden va a dejarme enlazar ningún ternero de todos modos.

Rose observaba a George intentando enseñar sin mucho éxito a Zac a montar y enlazar, pero a éste lo único que le interesaba era cabalgar y no si lo hacía bien o mal.

—Si no empiezas a prestarle más atención a tu manera de hablar, te quedarás en casa para practicar con Rose.

—Ya hube… he practicado toda la semana —afirmo Zac—. No puedo hacer naida más.

George le lanzó una mirada severa.

—Nada —se corrigió Zac a sí mismo.

—No podrás enlazar debidamente hasta que no montes tan bien que sólo tengas que prestarle atención al ternero que estás persiguiendo, y menos aún cabalgar por las zarzas hasta que estés seguro de que no vas a caerte de tu caballo.

—No me caeré —le aseguró Zac—. Me pegaré al caballo como una goma.

—Tal vez salgamos a cabalgar esta tarde, y entonces veremos.

—¿Me lo prometes? —le preguntó Zac, con la mirada escéptica de un niño al que le han hecho muchas falsas promesas.

—Te lo prometo, pero tienes que hacer todas las tareas que te corresponden y no darle a Rose ningún motivo de queja.

—Rose me cae bien —repuso Zac—. Tyler y Jeff son los que causan todos los problemas.

George pareció avergonzarse de haber incitado a Zac a decir algo que no quería que Rose escuchara.

—Ya cambiarán —le aseguró George.

—Jeff es malo. No me cae bien —advirtió Zac.

—No lo dices en serio —insistió George.

—Sí, lo digo en serio. Es malo con Monty y conmigo. También contigo.

—Jeff no es malo. Sólo es infeliz. No es fácil acostumbrarse a tener un solo brazo.

—No es fácil acostumbrarse a ser el menor y tener que obedecer a los demás todo el tiempo —afirmó Zac—, pero yo no ando diciéndole cosas malas a la gente.

—Sí que lo haces, bribonzuelo —le replicó George, alzándolo sobre sus hombros—. Te quejas de todos los trabajos que te doy.

—Pero no es mi intención.

—Tampoco es la de Jeff decir las cosas que dice.

Los días en que Tyler y Jeff estuvieron ausentes fueron maravillosos para Rose. Obviamente las discrepancias continuaron, porque al parecer cuando dos miembros de la familia se juntaban no podían estar juntos sin discutir, pero el espíritu de agresión se marchó con ellos.

Entendía el resentimiento de Jeff, pero no sabía que llevaba a Tyler a ser tan hostil. Nunca quería ayudarla y detestaba particularmente coger bayas o nueces con Zac. Seguramente estaba pasando por una etapa difícil: ya no era un niño, pero tampoco era un hombre. No debía ser fácil sentirse adulto y no ser tratado como tal. Era casi tan alto como George, pero tan flaco como un prisionero de guerra. Sus ropas le quedaban demasiado grandes y arrastraba los pies como un chico que ha crecido más rápido que su coordinación.

Los demás habían empezado a aceptarla. Zac era lo bastante pequeño para agradecer la ternura que podía prodigarle una mujer. De hecho, siempre buscaba su compañía. Sospechaba que era el único hermano que realmente había nacido para vivir bajo techo.

Monty y Hen se habían vuelto mucho más afectuosos. Bueno, por lo menos Monty. Casi todo los días le traían algún animal recién cazado. Con tantas bocas que alimentar ella agradecía la carne fresca, pero no le gustaba el trabajo de limpiarla, prepararla y adobarla.

Hen no hablaba mucho, pero tenía los mejores modales de todos, exceptuando a George. Siempre se acordaba de darle las gracias, decir buenos días y abrirle la puerta. Pequeñas cosas, sin duda, detalles de amabilidad que ella apreciaba.

Con todo, el mayor cambio lo veía en George.

En un principio temió que buscara en ella lo mismo que Luke Kearney. A pesar de la manera como la miraba, no hacía nada que la hiciera pensar que le gustaba. Quizás apreciará su modo de trabajar, pero no a ella como persona. ¿Cómo podía saber si le interesaba algo más que su cuerpo? Sólo habían tenido un leve contacto físico, un roce accidental que hizo saltar chispas de pasión entre ellos.

¿Se había alejado de Austin y de Luke Kearney sólo para descubrir que George era igual a él?

Si era así, ella tendría que marcharse. No le sería tan fácil rechazar a George.

Le mortificaba pensar que su debilidad la haría vacilar aunque sólo fuera un instante. No quería hacerlo. Lucharía contra su deseo, pero ahora tenía una idea de la clase de estragos que causaba el contacto de George en su cuerpo. No sabía si su fuerza de voluntad resistiría un ataque prolongado.

A medida que pasaron los días, los temores de Rose empezaron a disiparse. George, como siempre, intentaba evitarla, pero ya no tenía un control absoluto de la situación. Bajo su acartonado comportamiento podía ver señales de que sus sentimientos no eran glaciales.

Apenas podía apartar su mirada de ella cuando estaba en casa. Durante las comidas, mientras hablaba con sus hermanos, sus ojos no cesaban de buscarla. Sin darse cuenta, la incluía cada vez más en sus conversaciones.

Pero, sin duda, lo que aceleraba su corazón y hacía que todo su cuerpo temblara de emoción, era el fulgor que veía en los ojos de George. Parecía como si nunca se saciara de mirarla, como si nunca antes hubiera visto a una mujer tan fascinante y quisiera contemplarla hasta desfallecer.

Rose intentaba no darle demasiada importancia a aquellas miradas. Después de todo, era la única mujer en aquel lugar, y no era precisamente fea. No obstante, la reconfortaba saber que él no podía ignorarla, aun cuando quisiera.

Le divertía que el estoico George —en sus fantasías lo había apodado San Jorge de las llanuras de Tejas— tuviera que luchar con sus apetitos físicos como cualquier otro hombre. No quería que perdiera la lucha, pero su vanidad se hubiera ofendido si él no se sintiera algo inquieto en su cercanía.

Además ella le gustaba.

A pesar del hecho de que era una desconocida, de que se enfadaba con ella al menos una vez al día, le gustaba. Podía verlo en la gentileza que mostraba cuando se le olvidaba que debía tratarla con frialdad. En sus ojos cuando la miraba mientras tenía la cabeza en otros asuntos. En la infinidad de pequeñas cosas que hacía para facilitar su trabajo o hacer sus días más agradables, y las relaciones con sus hermanos más llevaderas.

Ella notaba que su determinación de no casarse con un militar flaqueaba cada día más. Se horrorizaba al ver que buscaba la manera de hacer que sus sueños fueran compatibles con la vida de esposa de un oficial del ejército. Despues de todo, cientos de mujeres vivían en aquella situación ¿Por qué no podría hacerlo ella? Incluso, había pensado en una docena de razones por las que George no se comportaría como su padre.

Rose se repetía sin cesar que debía controlar sus sentimientos —él le había dejado muy claro que no quería casarse—, pero era una batalla perdida. Ahora se daba cuenta de que la había perdido aquella mañana en que George entró en el restaurante Bon Ton.

* * *

—¿Por qué dejaste una ciudad como Austin para venir aquí? —le preguntó Monty a Rose.

Habían adquirido la costumbre de conversar en la mesa después de la cena.

—No a todo el mundo le gusta vivir en la ciudad —contestó Rose.

—Eso es verdad. Tyler quiere vivir en las montañas. Pero tú eres diferente.

—¿Por qué dices eso?

—Eres una mujer.

Rose se rio.

—¿Acaso los hombres que viven en las montañas no necesitan mujeres que también quieran vivir allí?

—Claro que sí, pero tú eres demasiado guapa para eso.

—¿No le puede gustar a una mujer guapa vivir en el campo?

—Sí, pero sólo cuando ya está casada. George advirtió que Rose estaba incómoda con esa conversación, pero no quiso interrumpirla. Era natural que los chicos sintieran curiosidad por ella. Él también la sentía.

—¿No estás huyendo de algún hombre, verdad?

—No, qué cosas se te ocurren. Si pasaras más tiempo en la ciudad, sabrías que los hombres no miran a una mujer soltera de la misma manera en que miran a una casada.

—Imagino que no —admitió Monty, con un brillo diabólico en sus ojos.

—No seas imbécil —le gritó Hen—. No está hablando de que los hombres quieran casarse con ella.

—Quieres decir que ellos…

No pudo encontrar ninguna palabra que pudiera usar.

George estuvo a punto de reírse de la indignación con que Monty reaccionó. No era tan experimentado como quería hacerla creer.

—Sí—intervino Rose, acudiendo en auxilio de Monty.

—¿Por qué tus hermanos no les han pegado unos cuantos balazos? —quiso saber Zac.

—No tengo hermanos —dijo Rose—. Ni familia.

—Entonces puedes formar parte de la nuestra —le propuso Zac.

—Gracias —contestó Rose, con sus labios temblando ligeramente—, pero uno de tus hermanos tendría que casarse conmigo para que eso pudiera suceder.

—George puede casarse contigo.

Las palabras de Zac provocaron a un tiempo espasmos de excitación y terror en George. La idea de que Rose seguiría estando cerca de él hizo nacer en su interior un placentero sentimiento de esperanza. Pero admitirlo significaría atarse a una persona para el resto de su vida, lo que derivó en un sentimiento de aprensión aún más fuerte.

—No esperarás que George se case conmigo sólo para protegerme —reconvino Rose a Zac—. Los hombres se casan por otras razones.

—¿Qué razones? —preguntó.

Rose no quería contestar esa pregunta, y menos delante de George.

—¿Por qué no le preguntas a tu hermano?

—Usted es quien lo afirma —se excusó George, con una leve sonrisa en sus labios—. Debe responder la pregunta. Además, tengo curiosidad por saber por qué cree una mujer que se casa un hombre.

—Sólo está tratando de avergonzarme —objetó Rose—. Lo más probable es que se abalancen sobre mí y se burlen de lo que diga.

—Le prometo que ni siquiera sonreiremos.

—Habla por ti —soltó Monty—. Yo me muero de ganas de abalanzarme sobre ella.

Era obvio que Monty estaba tratando de provocarla, pero Rose no lo tomaba en serio. ¿Cómo podría una mujer interesarse por un chico de diecisiete años, por más formado y apuesto que fuera, cuando había un hombre de veinticuatro sentado en la misma habitación? En los hombros de George cabían dos veces los de Monty. Y todo el entusiasmo juvenil de éste palidecía ante la serenidad de George. Monty era tan transparente como el agua, mientras que George era una maraña de oscuros secretos, pasiones reprimidas y conflictos apenas refrenados: un desafío irresistible para cualquier mujer.

Rose miró fijamente a Zac, e ignoró a los demás.

—Un hombre debe querer tanto a una mujer que no desee que ella se vaya nunca de su lado.

—Yo no quiero que te vayas. ¿Puedo casarme contigo?

Rose tuvo que volverse para ocultar sus lágrimas.

—Gracias Zac, pero está prohibido que los niños se casen.

—Todo lo que yo quiero hacer está prohibido —protestó indignado—. Tendrás que casarte con Hen. Él puede disparar a esos tipos.

Rose se levantó de la mesa.

—Estoy segura de que lo haría, pero tampoco tiene la edad suficiente.

—¿George sí?

—Sí.

—¿Entonces por qué…?

—Creo que ya has hecho suficientes preguntas por ésta noche —zanjó Rose—. Es hora de que te prepares para ir a la cama.