6
—¡Tienes que despedirla! —gritó Monty. Tyler estaba de acuerdo.
—Está loca.
—Sólo he hecho lo que usted me sugirió: les pedí un favor —se defendió Rose—pero ha sido inútil.
—¡Por los mil demonios! ¡Claro que no! —estalló Monty.
—¿Qué les ha pedido? —preguntó George.
—Quiere que se den un baño y se pongan ropa limpia antes de cenar —explicó Zac—. Y tienes que exigirles que lo hagan. A mí ya me obligó a hacerlo.
A pesar de lo exasperado que estaba, George no pudo evitar sonreír ante la indignación de Zac. El niño no le perdonaría jamás si terminaba siendo el único en pasar por el agua.
—La bañera ya está llena de agua caliente —anunció Rose—, y tengo más en la tina de lavar. La ropa está doblada sobre las camas.
—¿Cómo hizo para tenderla? —preguntó George.
—Zac encontró un poco de alambre. Lo colgamos entre dos árboles, sin embargo la ropa se secaría antes poniéndola al sol.
—No me he dado cuenta hasta que estábamos cerca de casa —se disculpó George.
La mujer era realmente resolutiva. Podía ser mandona, es más, lo era, pero estaba claro que haría su trabajo sin molestarles demasiado.
«No como mamá. Con ella, casi todo se convertía en una crisis. Necesitaba ayuda incluso para decidir qué ropa ponerse».
Pensar en su madre le hacía sentirse culpable por no haber estado en casa para cuidarla y relevar a los gemelos de una responsabilidad demasiado pesada para sus jóvenes hombros.
—¿Tenemos que darnos un baño? —preguntó Tyler, retomando el asunto en discusión.
—Yo lo voy a hacer —señaló George—. Si supierais cuantas veces, durante la guerra deseé encontrar un riachuelo limpio en el que bañarme. No puedo resistirme a la tentación de un baño caliente, especialmente si ya está esperando en la habitación.
—¡Caray! —exclamó Tyler, asumiendo que el deseo de George de bañarse significaba que él también tendría que hacerlo.
—Esperad un minuto —exclamó Monty, y se dirigió a la cocina. Regresó un momento después con gesto indignado.
—No ha preparado la cena. ¿Tiene la intención de dejarnos morir de hambre si no nos lavamos? —le increpó a Rose.
—Si la hubiera preparado tan temprano, estaría fría antes de que todos hubieseis terminado de bañaros —respondió esta.
—No veo porqué. Yo sería capaz de tomarla en este mismo instante.
George podía leer las palabras «ya se lo dije» escritas en su rostro.
—Yo iré primero —anunció Hen, dejando atónito a su hermano gemelo al adentrarse en la casa sin más comentarios.
—Luego iré yo —indicó Tyler, aparentemente resignado a lo inevitable—. Antes de que el agua esté demasiado sucia.
George estuvo a punto de reírse de que un chico tan mugriento como Tyler se preocupara porque el agua estuviera sucia.
—¿Y usted? —inquirió Monty.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó Rose.
—Usted también tiene que bañarse.
—Lo haré en la cocina cuando termine de limpiar.
—¿Cómo sabremos que lo cumple? Nadie la verá.
—Tendrás que fiarte de ella —intervino George, impaciente por lo que parecían ser más burlas de Monty. En realidad estaba furioso, incluso vengativo. Monty odiaba que lo obligaran a hacer algo contra su voluntad.
—Pienso que uno de nosotros debería cerciorarse —afirmó Monty.
—No seas estúpido —le recriminó George.
—Podemos vigilarla. Yo haré la primera guardia. No creo que sea una tarea tan terrible. Seguro que es mejor que esperar a los cuatreros —Monty cogió a Rose del brazo—. Vamos. Será mejor que acabemos con esto ahora mismo.
Rose se resistió, pero Monty era mucho más fuerte. La arrastró en dirección a la casa.
—No creo que a Rose le parezca muy gracioso —objetó George, haciendo un esfuerzo por no perder los estribos.
—A mí sí —respondió Monty.
—Suéltala. Nada en su contrato estipula que tenga que bañarse.
—Debería.
Monty seguía cogiéndola del brazo.
—Será mejor que te bañes después de Hen —sugirió George. Su voz tranquila ocultaba la mirada severa de sus ojos color ébano.
—¿Vas a obligarme? —preguntó Monty.
—Por mí puedes no bañarte nunca —repuso George—, pero a Rose la vas a soltar ahora mismo.
—¿Y si no lo hago?
—No seas imbécil. Enfádate si quieres conmigo, pero no puedes ir maltratando a las mujeres. De eso ya hemos tenido bastante en la familia.
Monty soltó a Rose maldiciendo, le lanzó una mirada gélida a George y se metió en la casa iracundo.
—Es mi turno —protestó Tyler, tan ansioso por defender su lugar en la fila como antes por evitar el baño. Monty lo apartó de un empujón.
—Cambiaremos el agua después de Monty —propuso George—. ¿Por qué no ayudas a Zac a ordeñar las vacas o coger los huevos? También puedes preguntarle a Rose si necesita algo de la huerta.
—Ese no es mi trabajo.
—Hazlo o te quedas en casa mañana —replicó bruscamente George.
Los chicos menores se fueron, Tyler quejándose a voz en cuello y Zac alardeando de su triunfo. Jeff se dirigió a los corrales.
—Parece tener el don de ponerlo todo patas arriba —observó George. Su irritación con Monty lo llevó a hablarle con dureza a Rose.
—Se lo he pedido por favor —murmuró ella.
—Lo sé —contestó George, molesto consigo mismo por descargar su rabia contra Rose, pero más indignado aún por la sospecha de que no estaba furioso con Monty por sus groserías, sino por amenazarla. Había estado a punto de pelear con su propio hermano. Se negaba a sentir algo tan fuerte por nadie, y menos aún por Rose—. Ha trabajado muy duro desde que llegó aquí. Debe estar exhausta.
—Sí, estoy un poco cansada.
—¿Por qué no se toma el día de mañana libre?
—¿Piensa pedirle a Tyler que se encargue de la cocina?
Podría jurar que vio un atisbo de burla en sus ojos.
—No me refería a la cocina.
—¿No cree que eso es trabajo?
En ese momento tuvo la plena seguridad de que le estaba tomando el pelo.
—No me he expresado bien. ¿Por qué no se coge mañana unas horas libres para leer o pasear? Dejaré a los chicos aquí para que hagan las tareas de la casa.
—Ya veremos.
Su sonrisa le hizo preguntarse cómo era posible aunar coquetería e inocencia en una misma expresión. Y lo que era aún más preocupante, cómo un simple parpadeo suyo podía turbarle tanto.
—Entretanto tengo que terminar de preparar la cena. Si Monty no come en cuanto termine de bañarse, es muy posible que me arroje a la tina de cabeza.
Su esfuerzo por mantener el humor apenas disipó la intranquilidad que George sentía.
—Gracias por no perder la sonrisa ante tanta oposición. Ahora será mejor vaya a meter prisa a los gemelos, o llegará la medianoche y seguirá usted en la cocina.
Rose sintió que una punzada de desilusión la recorría mientras veía a George caminar hacia la casa. Intuía que su única preocupación era no quedarse con ella más que la hora a la que se sentarían a la mesa todos juntos. Apreciaba y agradecía su trabajo, pero no iría más lejos.
«No pienses que alguna vez serás algo más que su criada. Ya te ha revelado cuáles son sus ambiciones».
Pero la esperanza no moría tan fácilmente. Los hermanos de George no eran en absoluto como los Robinson, aunque tuvieran cierta similitud. Todos eran almas solitarias buscando un lugar para guarecerse del frío. Le encantaría ayudarlos, si tan sólo se lo permitieran.
—Esto tiene que terminar ya —gritó Monty.
Jeff estaba de acuerdo.
—Esta vez ha ido demasiado lejos.
—No me importa quitar las sábanas de las camas y colgarlas para que se oreen —les explicó Rose—, pero no puedo levantar los colchones sola.
—¿Quién dice que hay que levantarlos? —preguntó Monty.
—Hace falta airearlos.
—Entonces abra las ventanas.
Los gritos cargados de ira que venían de fuera despertaron a George. Al darse cuenta de que Monty y Jeff habían dejado de lado sus diferencias el tiempo necesario para iniciar una nueva discusión con Rose, se sintió tentado de escabullirse por la puerta de atrás, ensillar su caballo y dirigirse al primer fuerte del ejército que encontrara al oeste del Mississippi y al norte del río Arkansas. ¿Por qué, por una vez, Monty no podía hacer las cosas sin armar una bronca? ¿Y por qué diablos tenía Jeff que intervenir? ¿Qué tenía Rose que le volvía tan hostil? George no podía encontrar una sola cosa en aquella mujer a la que poner reparos.
Salvo, claro, que pensaba en ella con demasiada frecuencia.
Sólo hacía cuatro días que la conocía, y ya parecía estar en sus pensamientos todo el tiempo. Y no precisamente gracias a sus dotes culinarias ni a sus continuas peleas con Monty, sino más bien por sus propios méritos.
Había vuelto a soñar con Rose. Sueños que si ella supiera la ruborizarían. Pese a que intentaba mirarla como a una simple criada, si seguía teniendo fantasías como la de anoche, no podría pensar en ella sin que cierta parte de su cuerpo se tensara de inmediato.
Y con esta ya iban tres veces desde el día anterior, dos mientras montaba a caballo y otra en la cena. Durante la forzosa abstinencia de los años de guerra, su cuerpo rara vez le había recordado su necesidad insatisfecha. Ahora se sentía casi tan libidinoso como en sus peores años de adolescencia.
Si Jeff o Monty se percataban de ello, no lo dejarían en paz. Hen probablemente no diría nada. Tyler tal vez no lo entendería. Y a Zac no le importaría aunque lo entendiera.
Y, por supuesto, no quería que Rose lo supiera. ¿Creería que él la había llevado a aquella región remota del sur de Tejas sólo para aprovecharse de ella?
No es que tuviera esa intención, pero tampoco sabía bien qué quería. Unas veces ansiaba estar a solas con ella para poder satisfacer su apetito. Otras, en cambio, quería alejarse lo más posible de cualquier mujer, especialmente de una tan hogareña como Rose. En sus ojos podía ver bebés, y la última cosa en el mundo que George quería era convertirse en padre.
—Voy a preguntarle a George.
Era Tyler, el larguirucho.
—Levántate, Hen —le ordenó George a su hermano.
—¿Hay que sofocar otra rebelión doméstica?
Una rara sonrisa se dibujaba en los labios de Hen.
—Así parece. Tal vez quieras encargarte de ésta.
—No. Oigo la voz de Jeff.
—Él también es tu hermano. No lo trates como a un paria.
—Díselo a él.
—Se lo he dicho.
—Pues no ha servido de mucho.
—Nada de lo que hago aquí parece servir de mucho. Me hubiera ido mejor alistándome en el ejército.
—Me alegro de que no lo hayas hecho.
George estaba de espaldas a Hen, pero al oír esto se volvió hacia su hermano menor.
—Zac necesita tener a alguien a quien pueda respetar —explicó Hen.
Luego, para sorpresa de George, Hen se puso los pantalones, levantó su colchón y lo llevó hasta el jardín.
—Cállate, Monty, y ve a buscar tu colchón —le recriminó Hen a su hermano gemelo—. Te estás convirtiendo en un verdadero gruñón. ¿Dónde quiere que ponga esto, señorita?
Rose tuvo que cerrar la boca antes de responderle.
—Contra la cerca del corral.
—No vas a acceder a sus exigencias tan fácilmente —protestó Monty.
—Si hubiéramos ayudado a mamá un poco más, es posible que aún estuviera viva —replicó Hen mientras se alejaba.
—¡Maldita sea! ¡Mil veces maldita sea! —rezongó Monty.
En ese preciso momento, George salió cargando su colchón sobre la espalda.
Monty le echó una mirada y se rio de forma estridente.
—Caramba, Rose, me ha vuelto a ganar. Es usted mejor estratega que yo. Me atacó por el flanco izquierdo e hizo huir a toda mi condenada columna de efectivos sin que me diera cuenta. Tal vez hubiera debido traerle media docena de pavos en lugar de tres.
Se dirigió a su caballo y desató de su silla las tres grandes aves que había matado aquella misma mañana al terminar su guardia.
—Tres serán suficientes —repuso Rose, tan desconcertada por su triunfo como Monty—. Ya traerá más en otra ocasión.
—Claro que sí —aseguró el muchacho, mientras colgaba los pavos de un gancho del techo del porche, fuera del alcance de los perros.
—Muy bien, bribonzuelos —les jaleó George a Tyler y Zac—. Si queréis que os ayude con los colchones, será mejor que mováis vuestros traseros.
—Pero George… —empezó a decir Tyler.
—Es hora de rendirse —reconoció Monty—. Emprendemos la retirada. Hemos sido derrotados por un hombre más astuto.
—A mí no me parece un hombre —señaló Zac.
—Por eso mismo hemos sido derrotados —bromeó Monty, mirando primero a George y luego a Hen con un brillo inquisidor en sus ojos—. Cometí el error de no tomar en cuenta su arma más poderosa.
—¿De qué hablas? —preguntó Tyler.
Monty pasó un brazo sobre los hombros de su hermano.
—Parece que hemos descuidado mucho tu educación, hermanito. Será mejor que hoy cabalgues conmigo.
—Tal vez sería mejor que fuera a mi lado —intervino George—. Dudo que su intelecto se vea beneficiado por tus enseñanzas.
—Zac, pon estas sábanas sucias en la tina de lavar —pidió Rose—. Tyler, tú puedes colgar las mantas en la cuerda. Serviré el desayuno tan pronto como hayáis terminado.
—No puedo cargar ni mi colchón ni mis sábanas —objetó Jeff, enseñando a Rose su muñón.
Rose advirtió que, más que quejarse de su brazo, trataba de amargarle su triunfo.
—Estoy segura de que podrías si quisieras —le contestó con toda la naturalidad que le fue posible, en medio de un incómodo silencio—. Pero si no, tráeme agua del pozo. Voy a necesitar más para lavar el suelo.
George se quedó boquiabierto ante el dominio de la situación que Rose había demostrado, sintiendo que crecía su admiración por ella.
—Vamos —le espetó George a Jeff—. Cuanto más pronto traigamos el agua, más pronto comeremos.
Instantes después, cuando los demás no podían escucharlos, George se volvió furioso hacia su hermano.
—Me parece que ya es hora de que te decidas.
—Sólo dije que…
—Fuiste tú quien exigió que contratáramos una criada. Los chicos se hubieran conformado con una simple cocinera. Bueno, pues la contraté. Y ni siquiera tú puedes negar que Rose ha hecho más trabajo en dos días de lo que jamás hubiéramos podido esperar. Sin embargo, no has hecho más que refunfuñar.
—No puedo remediarlo. Ella no me gusta.
—Bueno, a mí sí, de modo que empieza a cooperar un poco con ella.
—¿Me estás diciendo que prefieres a esa mujer que a mí, tu propio hermano?
—Te estoy diciendo que debes empezar a trabajar con la familia y no en contra. Y eso incluye a Rose, mientras esté con nosotros.
—Supongo que si me niego querrás que me vaya.
George renegó exasperado.
—No quiero tal cosa. Esta es tu casa tanto como la mía.
—Nunca será mi casa. Deberíamos regresar a Virginia. Si lo intentáramos, podríamos recuperar Ashburn.
—¿Para qué? La casa está casi en ruinas. Ha habido tantas batallas por allí que dudo que quede un granero, una vaca siquiera un árbol en pie. Ésta es nuestra casa ahora. Tienes que aprender a aceptarlo.
—No puedo.
—Te pones a ti mismo demasiadas trabas, Jeff. Vamos, Rose está esperando el agua.
—Voy a necesitar que alguien me ayude con el trabajo pesado de la casa —anunció Rose.
Los hombres prácticamente habían terminado de desayunar. Habían comido jamón con salsa y sémola de maíz con leche. Estaban llenos, y demasiado contentos como para disgustarse. Y sin embargo…
—¿Qué trabajo? —preguntó Zac. Sus ojos negros miraban con aprensión.
—Haría falta construir un gallinero. Me sorprende que los coyotes no se hayan comido todas las gallinas.
—Lo habrían hecho si los perros no se lo hubieran impedido —admitió Monty.
—También necesito arar una huerta —continuó Rose—. Estamos a tiempo de sembrar maíz, patatas, judías, calabazas, fresas…
—Odio la calabaza —le informó Zac.
—… tomates y calabacines. Me gustaría también recoger algunas frutas, nueces y bayas… si hay algún árbol o mata por aquí. Puedo hacer mermelada.
—Hay bayas en las márgenes de los arroyos —señaló Monty—. También pacanas.
—Zac y Tyler pueden ayudar con eso —insinuó George.
—No veo por qué tendría que andar buscando bayas —protestó Tyler.
—¿Y cómo conseguís la carne? —preguntó Rose—. ¿La compráis, criáis los animales y los matáis vosotros mismos?
—¿Por qué no te quedas hoy en casa? —le sugirió Monty a George—. Así tendréis tiempo para hablar sobre las cosas que Rose quiere hacer.
—Sólo estás tratando de librarte de tener que hacerlo tú —objetó George.
—Desde luego —confirmó Hen—, pero de todos modos no es mala idea. Ahora no hay mucho que hacer. Y esta noche vendremos cansados.
—De acuerdo, pero ya advierto que pienso asignaros las faenas más pesadas a vosotros dos.
—No puedes —respondió Monty con su sonrisa más irresistible—. No sé usar un hacha sin cortarme, ni coger un martillo sin golpearme el dedo gordo.
—Puedes ordeñar la vaca —sugirió Zac—. A ella no le importa que seas torpe.
Zac corrió a refugiarse detrás de George, como cada vez que Monty se abalanzaba sobre él.
—Espero que esta noche tengamos pavo asado —le recordó Monty a Rose mientras Hen y él se disponían a marcharse—. Me gusta con relleno y mucha salsa.
—Tendrás que comer lo que pueda preparar —contestó Rose—. Ve a ver si puedes encontrar algunos huevos le pidió a Zac, que tenía la intención de irse con los gemelos.
—Sólo me toca recogerlos antes de la hora de la cena le informó.
—He gastado todos los que había para el desayuno, y necesito más para el relleno. Hay que empezar a preparar los pavos temprano.
—Esas estúpidas gallinas no han ponido nada todavía —protestó.
—¡Puesto! —le corrigió George—. Y eso no lo sabrás hasta que no vayas a mirar. ¡Vamos, andando!
—Cuando sea grande, nunca iré a buscar huevos —juró.
—No te culpo —le compadeció George—. Voy a calentar agua para escaldar los pavos. Quiero que estés de regreso con ellos antes de que terminemos de desplumarlos.
Fingiendo buscar la canasta de los huevos, Zac se quedó en la cocina hasta que George se marchó.
—Cuando crezca me iré a Nueva Orleáns —anunció en voz baja, como si le estuviera revelando un importante secreto a Rose.
—Mi padre solía decirme que era la ciudad más hermosa que había visitado —recordó ella—. Si quieres ayudar a George a desplumar los pavos, yo iré a buscar los huevos.
—Sólo yo sé dónde tienen sus escondrijos —presumió Zac, no sin algo de orgullo.
—Puedo aprender.
—Una chica no puede meterse en esos lugares. Te ensuciarías.
—No me importa.
—Sí te importaría. Las chicas odian la suciedad más que cualquier otra cosa.
—Espero que no te vayas a Nueva Orleáns hasta que me hayas enseñado dónde los esconden.
—Cuando el gallinero esté construido sólo tendrás que mirar dentro.
—No me acordaba. Será mejor que vayas a buscar los huevos rápido, antes de que olvide para qué los quería.
—Tú nunca olvidas nada —respondió Zac—. Sólo tratas de que no me sienta mal por ser un niño y tener que obedecer a todo el mundo. George hace lo mismo.
—Pues me parece un detalle por su parte, ¿no crees?
—Supongo que sí, pero no necesito tantos miramientos. Le voy a decir que no lo vuelva a hacer.
—Yo que tú no lo haría, forastero.
—¿Por qué?
—Bueno, a los hermanos mayores les gusta tener alguien a quien cuidar. Se aburriría mucho si no le dejaras hacerlo.
—Monty y Hen no lo hacen. Jeff tampoco.
—Claro que no. Se supone que los hermanos medianos están para fastidiarte, y el mayor para protegerte, Está escrito en el libro del hermano mayor que le dan a los niños cuando nacen.
—A mí no me dieron ningún libro.
—A los pequeños no se lo dan.
—Me parece repugnante.
—A mí también, pero así son las cosas. Ahora tengo que ayudar a George con los pavos. Será mejor que vayas a buscar esos huevos. Te apuesto a que tendré el relleno preparado antes de que regreses.
—No lo conseguirás —exclamó Zac, y se fue corriendo.
—Es un pícaro —comentó Rose a George al salir de la casa.
—Es el único al que la guerra y papá no han echado a perder —confesó George—. Al menos eso creo.
—No lo comprendo —dijo Rose.
—Olvídelo. El agua está caliente. ¿Quiere pasarme uno de esos pavos?
—¿Acostumbran los chicos a cazar para traer comida a casa? —preguntó Rose, descolgando los pavos y pesándolos escrupulosamente con la mirada y con las manos.
—En realidad no lo sé. Supongo que dependía de lo que Tyler pensara hacer con la carne. Si hace falta, podríamos intentar cazar más.
—No vendría mal. Una dieta de sólo tocino y carne de vaca puede volverse monótona, George metió el pavo en la olla el tiempo suficiente para que el agua hirviendo aflojara sus plumas. Acto seguido, le pasó el ave mojada a Rose. Metió un segundo pavo, y luego él mismo lo desplumó.
—Quiero guardar todas las plumas, excepto las de las alas y la cola —explicó Rose, señalando la canasta que había al lado de la cocina—. Pienso hacer más almohadas.
—¿Siempre está pensando en cosas prácticas? —preguntó George.
—Para eso me paga.
—Pensé que a las mujeres les gustaba soñar.
—Es probable que a algunas les guste, pero yo odio soñar con cosas inalcanzables. Me pone de mal humor.
—¿Pero no piensa en ellas a pesar de saber que son imposibles?
—Claro que sí —reconoció Rose, arrojando un puñado de plumas mojadas en la canasta con más de fuerza de la necesaria—. Pero tan pronto como eso sucede, me obligo a pensar en algo diferente hasta que se me olvida.
—¿Cuántos años tiene?
—¿Por qué quiere saberlo ahora, si no me lo preguntó al contratarme?
—Simple curiosidad, supongo. Diría que tiene veinte años. Lo bastante joven para poder permitirse soñar. Y lo bastante guapa para tener la esperanza de que sus sueños puedan cumplirse.
Rose tiraba de un puñado de plumas que se adherían con fuerza. Se vio obligada a arrancarlas una a una, pero aun así costaba quitarlas.
—Solía fantasear mucho —admitió Rose—, antes de la guerra. Los hombres me parecían tan apuestos con sus uniformes que era difícil no inventar historias. Pero todo eso terminó cuando mi padre decidió combatir por la Unión.
Rose recordaba con penosa intensidad cómo se sintió cuando su padre le anunció su decisión. Había destruido su mundo. Respetaba su lealtad al ejército, así como su convicción de que la Unión nunca debía dividirse, pero nunca tuvo en cuenta que aquello tendría consecuencias fatales para ella. Nunca entendió su apego a Tejas. Ella su ponía que sus raíces debían estar demasiado afincadas en Nueva Inglaterra como para entenderla.
Creyó que podría enmendar todo después de la guerra, pero no vivió lo suficiente para hacerlo.
—La gente decente de Austin no tardó en dejarme bien claro que ni ellos ni sus hijos podrían ser parte de mis sueños.
Terminó de desplumar el pavo. Sosteniéndolo por el pescuezo y las patas, lo puso sobre las llamas para quemarle los pelos. Luego, lo metió en un cubo de agua y empezó a frotarle la piel para limpiarla.
—A medida que la situación empeoraba, empecé a tener pesadillas acerca de las cosas terribles que podrían ocurrirme.
—¿Nunca soñó que un joven soldado la rescataba?
—Por supuesto que sí. Mi madre solía leerme un cuento sobre un caballero inglés que dio muerte a un dragón para salvar a una princesa. A veces cuando las cosas se ponían feas, yo imaginaba que él venía a rescatarme —hizo una pausa en su tarea y lo miró—. El caballero de la historia se llamaba George. ¡Imagínese lo turbada que me sentí, cuando tras derribar a Luke, me enteré que su nombre era George!
Él se rio.
—George rescata a la princesa Rose.
Rose sonrió con timidez.
—Algo así.
George le pasó su pavo desplumado para que lo quemara y limpiara. Metió el ave en el agua hirviendo y empezó a arrancarle las plumas que quedaban.
—¿Por eso decidió aceptar este trabajo, para huir de Austin?
—Sí.
Rose no le reveló que ésa sólo era parte de la razón.
—¿Y no le preocupaba lo que pudiera ocurrir al llegar aquí? Dejé muy claro que éramos siete hombres.
—Sabía que usted me protegería.
—¿Cómo podía saber eso? —preguntó George atónito.
—Lo supe desde el instante mismo en que entró en el Bon Ton.
—¿Cómo? —insistió George, sorprendido de que alguien pudiera conocerle con solo una sola mirada.
—No sabría explicarlo, pero una mujer siempre sabe esas cosas.
George tenía sus dudas de si le gustaba ser tan transparente. Era difícil defenderse cuando otras personas podían descifrarte con tanta facilidad, y más con tantos secretos que ocultar.
—¿Qué otras cosas intuye una mujer?
—Cuándo debe callarse —continuó Rose con una sonrisa que estremeció a George—. Precisamente ahora le acabo de decir a Zac que las chicas no nacen con ningún libro bajo el brazo, pero no es verdad. En realidad llevamos incorporado todo un tratado sobre los hombres. Y lo primero que enseña, es que no debe decirse todo lo que se sabe. Páseme el último pavo. Si no termino de limpiarlos, no tendré el relleno preparado antes que Zac regrese, y no dejará de recordármelo.
—No hace falta que pase tanto tiempo con él —comentó George—, puede volverse muy pesado.
—No me molesta. Además me hace reír. Es como un bálsamo entre toda la tensión que se respira aquí.
Rose no había querido decir eso. Se había prometido a sí misma no criticar tanto.
—Lo siento. Supongo que nosotros no lo notamos. Tendría que haber conocido a nuestro padre para entenderlo. Monty no le llega ni a la suela del zapato.
Rose lamentó en el alma haber sido tan brusca.
Aquél resultó ser el día de mayor trabajo en la vida de George. Mientras Rose adobaba los pavos, preparaba los menudillos para la salsa y mezclaba el relleno, él y Zac sacudieron las mantas, le dieron la vuelta a los colchones, levantaron las alfombras y fregaron el suelo del dormitorio. Luego, George despejó un terreno para construir el gallinero, fabricó cuatro postes y los clavó en el suelo para formar las esquinas del corral. Taló varios árboles jóvenes que se encontraban a orillas del riachuelo para hacer las perchas. Por último, cogió un lápiz y, tras hacer un bosquejo, calculó cuánta madera necesitaría para el techo y los laterales.
Más tarde, Rose y él recorrieron todas las tierras a más de un kilómetro de la casa, tratando de decidir cuál sería el mejor terreno para la huerta. Tyler había situado la suya en la cima de un cerro. Allí estaba a salvo de las inundaciones, pero el suelo era duro y seco, y los cultivos estaban expuestos a los vientos. Rose quería plantar su huerta en las fértiles tierras aledañas al riachuelo.
Se encontraron con la tumba de la señora Randolph en un bosquecillo de robles que estaba un poco más allá del pozo. Sólo su nombre y la fecha de su muerte habían sido grabados en la desgastada tabla que señalaba el lugar de su última morada.
—Quiero llevarla de vuelta a Virginia algún día —explicó George—. Creo que perdió la voluntad de vivir al venirse aquí.
Rose se preguntó cómo la madre de siete hijos tan vitales y vigorosos pudo renunciar a la vida. Ella daría casi cualquier cosa por tener unos hijos como aquellos. Y lucharía hasta el último suspiro por verlos crecer y hacerse adultos.
Pero no era justo juzgar a la señora Randolph. Había muchas cosas que Rose ignoraba acerca de la familia. Además, cualquier mujer capaz de convencer a sus hijos de empapelar una cabaña de troncos merecía su respeto.
Tomar la decisión de qué podían cultivar, cuántas hileras debían sembrar y las semillas que se necesitaban, les llevó toda la tarde. Las sábanas tendidas ya estaban secas, de modo que George llevó los colchones a la habitación para que Rose pudiera arreglar las camas. Luego, mientras Zac buscaba los huevos por segunda vez aquel día, George intentó ordeñar la vaca. En vista de que a ésta no le agradaba su torpeza, el niño terminó de hacerlo, mientras George cortaba leña para la cocina.
—Creo que hubiera sido más fácil ir con los chicos —reconoció George mientras se arrellanaba en su silla, en la cabecera de la mesa. Rose estaba preparando la cena. No tenía mucha hambre, pero el olor del pavo asado era suficiente para tentar al más inapetente.
—Todavía quedan muchos trabajos que yo no puedo hacer sola —señaló Rose.
—Haga una lista, y los iremos haciendo poco a poco —propuso George, sin mucho entusiasmo.
Su mente estaba muy lejos de las tareas domésticas. Pensaba en Rose. Hacía muchos años que no estaba en compañía de una mujer. Aunque no recordaba con detalle lo que sintió entonces, estaba seguro de que no se parecía en nada a lo que Rose despertaba en él.
Ahora no le movía su instinto protector. Era más bien un deseo incontrolado de llevarla a su cama y hacerle el amor hasta dejar de sentir aquel ardor en sus entrañas. Quería perderse en sus encantos hasta terminar con aquella ansiedad que lo consumía por dentro con sólo rozarla. Enterrarse en su cuerpo hasta saciarse y no volver a desear tanto a una mujer.
Y de paso, también, acabar con el dominio que ella ejercía sobre él.
Quería vivir libre de ataduras, hacer lo que le apeteciera, convertirse en lo que deseaba ser. Y no cargarse con las mismas dificultades y frustraciones que su padre. Ciertamente, él había sido débil y egoísta, pero George había visto cómo las interminables exigencias habían acabado con su entereza, hasta hacerlo perder el dominio de sí mismo, el decoro y el amor propio.
Y George era digno hijo de su padre.
Ya antes de la guerra se había dado cuenta de que tenía sus mismas debilidades. Entonces juró que no cometería los mismos errores, aunque para lograrlo tuviera que renunciar a muchas cosas.
Los chicos, de momento, no eran un obstáculo.
Rose sí podría serlo. Ella personificaba el peligro, y tenía que mantenerse alerta.
Intentó entender qué tenía aquella mujer que la hacía tan atractiva. ¿Cómo podía resultar tan seductora hasta con el pelo recogido, la frente empapada de sudor y el cuerpo envuelto en un ancho vestido marrón que le cubría desde la punta de los pies hasta la barbilla?
Rose estaba de espaldas a él, concentrada en la comida que preparaba. Se sintió incapaz de alejarse de ella y, como excusa, se ofreció a poner la mesa aunque no tenía ni idea. Lo máximo que había hecho hasta entonces era servir un vaso de leche.