5

¿No puede esperar hasta después del desayuno? —preguntó George. Quería desayunar casi tanto como Monty, y le irritaba que Rose le ordenara llenar la tina de lavar y buscar toda la ropa antes de comer.

—Sería lo lógico —convino Rose—, pero, ¿cómo haría entonces para que todos se quedaran aquí después?

—¿Pidiéndonoslo?

—Sí, podría intentarlo —admitió Rose—, pero es más sencillo hacerlo así.

—¿Vas a dejar que se salga con la suya? —preguntó Monty.

—¿Que se salga con qué? —preguntó George de mal genio—. Quisisteis que contratara una criada. Pues bien, lavar la ropa forma parte de sus deberes. Si pretendéis que se haga el trabajo, dejémosla hacerlo.

—Entonces que lo haga sola. No tengo intención de impedírselo.

—¿No te importa que registre tus cosas?

Era obvio que Monty no había pensado en eso.

—No quiero que registre las mías —afirmó Hen.

—Puede hacer todo lo que quiera con mi ropa —indicó Zac—. Ni siquiera me gusta ponérmela.

—Ninguna mujer va a tocar mis cosas —declaró Tyler.

—Estoy seguro de que ella no pretende hacerlo —intercedió Jeff—. Probablemente usará un palo.

—Chicos, ir a buscar la ropa —recomendó George—. Jeff y yo traeremos el agua. ¿Te importa sacar mis cosas mientras la traigo? —le preguntó a Hen.

—Claro que no. Te echaré una mano tan pronto como haya terminado.

—¡Diantres! Yo ayudaré a traer el agua —se ofreció Monty.

—Jeff lo hará —concluyó George, lanzando a Monty una mirada incisiva—. Tú cerciórate de que Zac y Tyler no dejen la mitad de su ropa enterrada bajo alguna tabla del suelo.

—No deberías dejar que se saliera con la suya —replicó Jeff mientras se dirigían al pozo.

—¿Que se salga con qué? —preguntó George.

—Con darnos órdenes como si fuera un general y nosotros sus reclutas.

—Supongo que dejará de hacerlo cuando sienta que puede pedir las cosas y encontrar colaboración —respondió George.

—No deberías permitir que nos dé órdenes. Eso te corresponde a ti.

—¡Demonios! Para eso la contraté —se enfureció bruscamente George, dejando caer su cubo en el agua. Cuando oyó que tocaba el fondo, empezó a tirar de él—. No quiero tener que preocuparme por la cocina ni por la limpieza ni por ninguna otra cosa que se necesite hacer.

—De acuerdo, pero se te está subiendo a la espalda.

—Si eso sucede, la despedimos y contratamos a otra —George le pasó el primer cubo a Jeff y arrojó el segundo en el pozo. Cuando este último tocó fondo, volvió a subirlo—. Somos los dueños del rancho, Jeff, y nosotros decidimos qué hacer. Pero cuando contratas a una persona para que haga un trabajo, no puedes abrumarla y luego esperar que esté contenta.

—Me tiene sin cuidado que ella esté contenta o no.

—Pues cometes un grave error —George sacó su cubo del pozo con esfuerzo—. Vamos. Cuanto antes llenemos la tina, más pronto comeremos.

—Aún faltan otro par de viajes para llenarla —comentó Monty cuando vaciaron los cubos. No se había movido del sitio, ni dejaba de fulminar a Rose con su mirada.

—Entonces será mejor que busques un cubo y nos ayudes.

—¿Crees que tiene el desayuno preparado, que sólo lo mantiene caliente mientras nos hace trabajar? —preguntó Monty mientras regresaban juntos al pozo.

—Sí.

—Maldita sea. Eso fue lo que dijo Hen.

—No creo que quieras esperar veinte minutos más, ¿verdad? —pregunto George.

—Claro que no. Pero no es justo que se quede ahí, esperando, mientras nos hace correr de un lado a otro como si fuéramos unos simples peones.

Rose observaba a George y sus hermanos vaciar los últimos cubos de agua en la tina de lavar. Hen ayudaba a Zac a preparar el fuego de modo que el calor se distribuyera por todo el recipiente. Tyler se dedicaba a buscar con saña ropa sucia en todos los rincones de la casa. Probablemente pensaba que si la abrumaba con más trabajo, ella regresaría a Austin. Rose no le hizo ni caso.

Todos parecían cumplir de buen grado, mucho mejor de lo que ella esperaba. Sabía que se lo debía a George.

A Rose le gustaba contemplarlo con sus hermanos. Le recordaban mucho a los Robinson.

Había vivido con ellos hasta que tuvo diecisiete años. Tiempo durante el cual la familia pasó de tener tres hijos a ocho. Nunca había suficiente dinero, pero lo único que necesitaban para ser felices era reunirse en torno al señor Robinson. Todos hablaban, reían y competían por obtener su atención. «Se montan encima de él como los cachorros de una perra recién parida», decía la señora Robinson.

Rose solía pensar con nostalgia en la familia que quería cuando creciera. Quería tener tres niños y tres niñas. Los niños primero, para que pudieran ayudar a su padre, y las niñas después, para poder consentirlas. Quería tenerlos seguidos para que se acompañaran mientras crecían. Aún le dolía la soledad de su niñez.

Y por supuesto, todos serían personas resueltas, que se abrirían camino honestamente y contarían con la ayuda de su padre para aconsejarles en temas delicados. Y éste los ayudaría. Siempre. Porque su familia sería más importante para él que cualquier otra cosa en el mundo.

No le cabía duda de que George lo haría. Sólo cuando ayudaba a sus hermanos a solucionar sus problemas parecía olvidar sus propios demonios. Aunque no se daba cuenta, su familia podía ser su salvación.

Si tan sólo Rose pudiera hacérselo ver.

«Cómo me gustaría», se dijo, «que él también se preocupara por mí».

Había tratado de impedir que el pensamiento le pasara por la cabeza. Era una pérdida de tiempo. El único lazo que la unía a aquella familia era la necesidad mutua. No debía cometer el error de pensar que podría quedarse allí por motivos distintos.

Sin embargo le dolía pensar que ella sólo le interesaba mientras trabajara para él.

«Si no puedes aceptarlo, pídele que te lleve de vuelta a Austin. Pero antes de hacerlo, recuerda que por muy mal que se porten los chicos, aquí estás mucho mejor que allí».

Pero quería más. Se preguntaba si alguien la miraría alguna vez con el amor y el interés que ella veía en los ojos de George cuando miraba a sus hermanos. Se preguntaba si alguna vez alguien renunciaría a algo que quisiera mucho por ella, o al menos a una pequeña parte de ello.

Claro que no podría ser en Tejas. No en aquel lugar donde siempre sería una condenada yanqui.

—Le gusta dar la lata, ¡pero cómo cocina de bien! —exclamó Monty, atacando su desayuno con tal ímpetu que George tuvo que recordarle sus modales.

—Entonces que no cocine tan bien —contestó Monty con la boca llena—. Nunca me imaginé que comer pudiera ser tan placentero.

—Si continuas tragando así, tu caballo pronto se negará a llevarte —se burló Jeff.

—¡Caray! Iría andando hasta Río Grande por comida como ésta.

—¿Y tú, Hen?

—Está muy buena, pero yo no iría tan lejos. Me saldrían ampollas del tamaño de los huevos de una comadreja.

—Sabes que no existen los huevos de comadreja —señaló Zac.

—Lo sé, pero puede que Rose no. Pensaba pedirle una tortilla de huevos de comadreja para mañana, y me has fastidiado la broma.

Zac se río alegremente.

—Hasta las chicas de la ciudad saben que las comadrejas no ponen huevos. ¿No es verdad Rose?

—Señorita Thornton para ti, jovencito —lo corrigió George.

—Es más fácil que todos me llamen Rose —propuso ella—. Y claro que sé que las comadrejas no ponen huevos. ¿Sabías que la comida favorita de los osos es el cerdo?

—¿Estás tomándome el pelo?

—No —le aseguró Rose—. Cómete el desayuno rápido. Si lo tiro a la basura, los osos estarán aquí antes de la cena.

—Nunca he visto un oso.

—No querrás ver uno al que le encanta el cerdo. Les gusta comerse a los niños a la hora de la merienda.

—Me estás tomando el pelo —protestó Zac.

—Sólo un poco. Pero podemos hacer un trato. Tú me avisas cuándo Hen quiera tomarme el pelo y, a cambio, yo no te contaré más cuentos como éste.

—Hen no haría eso. Monty sí.

—Entonces, unámonos contra Monty.

—Si sigue cocinando así, puede hacer de mí lo que quiera —exclamó Monty, comiéndose el último pedazo de panecillo y bebiéndose de un trago la leche. Se puso de pie—. Regresaré a las siete tan hambriento como un oso.

—Se te olvidó pedir permiso —recordó Zac.

—Estúpido niño —le espetó Monty entre dientes a su hermano menor, mientras se sentaba de nuevo—. ¿Puedo retirarme, señorita?

—Sí, y puedes llamarme Rose.

—Será mejor que yo también me vaya —repuso Hen, poniéndose de pie—. No puedo dejar solo a Monty contra todos esos cuatreros.

—Imagino que los McClendon están demasiado ocupados tratando de alimentar a sus familias como para intentar robar nuestras vacas —apuntó Jeff.

—¿Preparo algo especial para la cena? —preguntó Rose rápidamente, cuando vio que los dos gemelos se volvían hacia Jeff con odio en sus miradas.

—Pavo —sugirió Monty—. He avistado a toda una bandada posándose en un roble cerca del río.

—Tráelos a casa esta noche y te prometo que mañana te prepararé pavo asado.

—¡Caray! Va a resultar que después de todo no es tan mala.

—Ya ve, no es tan difícil llevarse bien con nosotros señaló Hen.

—No mientras mantenga vuestros estómagos llenos.

—¿Por qué no hace una lista de las provisiones que necesita? —le propuso George a Rose—. Monty no podrá traer pavo a casa todas las noches. La próxima semana enviaré a alguien a la ciudad. Jeff, necesito hablar contigo —George se volvió de nuevo hacia Rose—. Zac y Tyler quedaros y ayudar a lavar la ropa.

—No pienso traer agua como si fuera un bebé —estalló Tyler—. Puedo hacer el mismo trabajo que vosotros.

—No seas ridículo —le advirtió Jeff—. Hace años que haces las tareas domésticas. ¿Qué sabes tú de cabalgar campo a través?

—Más de lo que tú pudiste aprender encerrado en una prisión yanqui —le gritó Tyler.

Jeff se puso pálido.

Monty y Hen salieron sigilosamente.

—Sólo necesito que una persona me ayude —intercedió Rose—. Con Zac bastará.

—¿Por qué siempre yo? —gimió el niño.

—Porque tenemos que pensar qué broma le hacemos a Hen para vengarnos de esa historia de los huevos de comadreja —dijo Rose—. Y no podremos hacerlo si te vas todo el día. Además, no sé nada de la vida en el campo. Hay muchas cosas que tengo que aprender. ¿Y si trato de ordeñar al toro?

Zac, naturalmente, desdeñó el comentario.

—¿No tendré que quedarme en casa todos los días, verdad? —le preguntó a George.

—No todos.

—De acuerdo. Pero no me gusta la idea.

—Tyler, Jeff y tú id a ensillar los caballos. Yo os seguiré tan pronto como tenga unas palabras con la señorita Thornton.

—¿Puedo ensillar tu caballo? —preguntó Zac.

—No puedes… —empezó a decir Jeff.

—Claro que sí —asintió George—, pero no ensilles al bravo. Después de la jornada de ayer, es probable que me esté esperando para arrancarme un pedazo de pierna de un mordisco.

—Te echo una carrera hasta el corral —le retó Zac, y salió corriendo. Tyler lo seguía pisándole los talones.

—Será mejor que no los pierdas de vista, Jeff.

—Para el caso que me hacen.

—Se te da bien vigilarlos. Es cuando abres la boca cuando lo estropeas —afirmó George.

—Sé que no es su intención —comentó Rose cuando Jeff se marchó—, pero aun así, es como si buscara el punto más débil de los demás para herirlos.

Se mordió la lengua al advertir el ceño fruncido de George. Tendría que procurar no ser tan franca. Ya era suficiente con que les diera tantas órdenes. No debía ser agradable que una desconocida criticara a su hermano, aunque hubiera motivos para ello.

—No se siente a gusto en su presencia, ¿verdad?

—No, pero no es por su brazo. Usted quiere a sus hermanos, a pesar de no estar siempre de acuerdo con ellos. Jeff no.

Lo había hecho de nuevo. ¿Aprendería alguna vez a callarse?

—Se equivoca. De los dos, Jeff es el que más se interesa por la familia. De hecho, yo no habría regresado a casa si no hubiera sido por él.

—¿Qué hubiera hecho entonces?

—Me hubiera alistado en el ejército para luchar contra los indios.

Sus palabras dejaron a Rose estupefacta.

—Pero eso significaría alistarse en el Ejército de la Unión.

No podía creer que él quisiera volver después de cuatro años en el Ejército Confederado.

—En el Ejército de los Estados Unidos —corrigió George—. Siempre he querido seguir la carrera militar. Pretendo volver a alistarme tan pronto como pueda irme de aquí.

—¿No será difícil sostener a una esposa, y especialmente tener una familia, en esas condiciones?

—No pienso casarme ni tener una familia.

Sus palabras cayeron sobre ella como un jarro de agua fría, dejándola sin respiración. Cada uno de sus pensamientos estaba estrechamente ligado a su familia. Parecía lo más natural que quisiera tener una propia.

—Es que pensé… con tantos hermanos… Y habiendo asumido tantas responsabilidades…

—Por eso mismo no quiero una familia —argumentó George—. Sé qué clase de carga fuimos para mis padres. ¿Y para qué? ¿Siete hijos que no pueden llevarse bien entre ellos? No es algo que me atraiga demasiado.

—¿Pero por qué el ejército? —preguntó Rose, incapaz de asimilar el impacto de sus palabras.

—Es un trabajo que sé hacer bien. Y me da la libertad de vivir como quiero.

—¿Pero no echará de menos el amor y la compañía que una familia le brindan?

—En el ejército también se forjan amistades extraordinarias entre hombres. Uno le confía su vida a un compañero porque sabe que él daría la suya por defenderlo. Esos sentimientos son tan fuertes como los que puedan surgir entre un hombre y una mujer, pero sin ningún lazo asfixiante. Las esposas y los hijos se aferran a uno para toda la vida, le consumen la fuerza. Se nutren de uno como animales salvajes de su presa. Con los hombres no sucede así.

Zac se acercó corriendo con el caballo de George.

—¿Lo he hecho bien? —preguntó. Sus ojos brillaban de la emoción.

—A mí me parece que está perfecto —alabó George, haciendo caso omiso de una cincha suelta y de la certeza casi absoluta de que había una arruga en la manta.

—Hen le puso la brida, pero yo hice lo demás.

—Es evidente que voy a tener que darte un caballo.

—¿En serio?

Zac estaba tan emocionado que soltó la brida y se arrojó a los brazos de George. Hen aprovechó la oportunidad para apretar la cincha. Rose imaginó que George se detendría tras el primer matorral y arreglaría la manta.

—Apenas se presente la ocasión, iremos a atrapar un potro salvaje. Monty dijo que vio una manada al otro lado del río.

—¿Puedo ir contigo? Quiero elegir mi propio caballo.

—Claro que pue… —empezó a decir Jeff.

—Ya veremos —interrumpió George—. Pero alguien tiene que quedarse aquí para proteger a Rose en caso de que aparezca algún bandido mientras estamos fuera.

—Quiero uno negro —declaró Zac, aparentemente impasible ante la posibilidad de que Rose corriera algún peligro—. Así nadie podrá verme cuando cabalgue de noche.

—Ya hablaremos de eso luego —concluyó George.

—Cuando dices eso es porque no quieres llevarme —protestó Zac.

—Como sigas así, desde luego —indicó George con tono severo—. Ahora me tengo que ir. Haz todo lo que Rose te pida. Esta noche hablaremos de tu caballo.

La muchacha los vio alejarse a galope con el corazón encogido. George le había confesado que anhelaba seguir una carrera militar y, también, que no ambicionaba nada que oliera a hogar y a responsabilidad familiar. Ninguna atadura.

Ella se había jurado hacía mucho que jamás se casaría con un soldado.

Su padre casi nunca estuvo en casa. Jamás se llevó a su familia con él porque decía que era peligroso y le distraían. Había pasado su infancia y adolescencia esperando sus cortas visitas y contando los días que faltaban hasta que se marchara de nuevo.

Y ahora descubría que George aspiraba a una carrera militar y no quería una familia.

Le sorprendió sentirse tan descorazonada ante la noticia. Le gustaba George, se había hecho ilusiones convirtiéndolo en el centro de su pensamiento. Pero se daba cuenta de que sólo eran sueños. Vanas esperanzas. Se había dejado embaucar por un espejismo y ahora George Randolph lo había espantado de un manotazo.

Se sintió perdida. Como un barco a la deriva. El horizonte se abría ante ella, vacuo y, de alguna manera, peligroso.

—Hay un montón de ropa sucia esperando —afirmó Zac, interrumpiendo sus pensamientos—. ¿Vas a lavarla toda hoy?

—Sí, hasta la última prenda —contestó Rose.

—No hay ninguna prisa. A nadie le importará.

—Tú lo que no quieres es hacer todo el trabajo —replicó Rose. Hablar con Zac siempre le animaba.

—Sí, eso también —admitió Zac con una sonrisa descarada—. Parece que hay muchísima ropa.

—Cuando todo esté limpio, ya no tendremos que trabajar tanto.

—¿Por qué las mujeres siempre están dale que dale con ese asunto de la limpieza? Mi mamá no dejaba de molestarme con eso. Desde que murió sólo me lavo una vez al mes, y he crecido bien.

—Pero, en cambio, no hueles tan bien —apuntó Rose, arrugando su nariz—. Ahora corre a buscar más leña. Necesitaremos agua hirviendo para sacar toda esa suciedad.

—No veo nada de malo con la suciedad —gruñó Zac mientras se marchaba—. A Dios también debía gustarle, pues hizo muchísima.

Rose observó la cocina. Había algo en aquella habitación que le molestaba, pero no sabía qué. Era su primer día en el rancho, y tenía mucho trabajo que hacer para dejarse distraer por un sentimiento vago. Necesitaría cada minuto de su tiempo si quería tener todo preparado cuando los hombres llegaran a casa. Para que su plan tuviera éxito, debía cogerles la delantera.

Sin embargo, al entrar en la despensa para buscar conservas, aquel sentimiento volvió a apoderarse de ella. En cuanto regresó a la cocina, supo qué era. La habitación era demasiado pequeña para todo el espacio que ocupaba esa mitad de la casa. Cómo no se había percatado antes.

«Has estado demasiado ocupada, demasiado inquieta y asustada para notar cualquier cosa más allá de tus narices».

Se quedó mirando la pared interior y casi de inmediato distinguió la puerta. Estaba tapada por gruesos abrigos e impermeables que colgaban de una serie de perchas de madera. Aquello tendría que cambiar. La cocina no era lugar para guardar la ropa.

Descolgó un abrigo e intentó mover el picaporte. Éste giró, pero tuvo que quitar otros dos más, antes de poder abrir la puerta.

Al entrar se encontró con el dormitorio de la señora Randolph.

La habitación era tan grande como la cocina y estaba llena de los muebles más exquisitos que jamás había visto.

Algunos objetos de porcelana y de cristal revelaban que los Randolph fueron ricos en otros tiempos. La estancia mostraba algunos visos de cómo debió ser el interior de su mansión de Virginia.

Por lo visto la señora Randolph se había traído todos los objetos de su anterior dormitorio: desde una enorme cama con dosel, revestido en satén y montones de almohadas, hasta las diversas alfombras que cubrían el rústico suelo de madera. Alguien había tratado incluso de empapelar la habitación, pero el intento había sido abandonado después de vestir las paredes lisas. Las de madera y argamasa estaban cubiertas de muebles y tapices. Cortinas y guirnaldas brocadas colgaban de las rústicas y angostas ventanas altas. Sillas, cofres de cajones, armarios y un canapé competían por ocupar un espacio en la habitación. Una puerta ubicada en el otro extremo, más o menos contigua a la despensa, debía conducir a un vestidor.

Aunque sentía que estaba quebrantando alguna prohibición tácita, Rose se dirigió al centro de la habitación. El polvo y la arenisca de Tejas lo cubrían todo. Probablemente los chicos no habían entrado allí desde la muerte de su madre. Se preguntó si aquello era una especie de santuario o sólo un rincón de sus vidas guardado bajo llave. No se lo contaría a George. Si él quería que lo supiera, se lo diría.

Se le ocurrió entonces que aquella podía haber sido su habitación, aunque ella no lo habría permitido. Lo mejor sería que permaneciese cerrada, como un monumento a todo lo que había salido mal en el pasado de los Randolph.

Una delgada espiral de humo cruzaba el horizonte.

—Pensé que terminaría de lavar mucho antes de que regresáramos —comentó Hen.

—Entre una cosa y otra, seguramente no le ha dado tiempo. Además tenía que cuidar de Zac —recordó Jeff.

—Y había mucha ropa sucia —señaló George.

—Como pretenda que nosotros se la colguemos, yo me largo —declaró Monty.

—¡Dios santo! —exclamó George—. No tenemos una cuerda de tender. No puede haber secado nada.

—¡Jesús! Eso significa que toda mi ropa estará empapada —refunfuñó Monty—. ¿Qué me voy a poner?

—¿Qué tiene de malo lo que llevas puesto? —preguntó Jeff—. Sólo lo has usado una semana.

—Cállate —gruñó Monty—. Tú tampoco hueles muy bien.

—Si vais a empezar otra vez, será mejor que os quedéis aquí —interrumpió George—. Ya he tenido suficiente por hoy.

—Yo también —repuso Tyler—. Sois más pesados que dos mujeres criticonas.

Monty arremetió con su caballo contra Tyler, pero el chico ya se dirigía al corral a toda carrera.

—No tendríamos peleas si Jeff no se empeñara en molestar a Monty —explicó Hen.

—No lo haría si él se lo pensara dos veces antes de abrir la boca —apuntó Jeff.

—Tenías que haberte quedado en Virginia —soltó Hen, con los ojos brillantes de ira—. No creo que ni Tejas te vaya a gustar, ni mucho menos tú a Tejas.

Azuzó el caballo en los costados, y siguió a Monty y a Tyler a medio galope.

George y Jeff cabalgaron unos segundos en silencio.

—Estás de acuerdo con él, ¿verdad? —preguntó Jeff con rabia.

—Caray, Jeff, ¿vas a dejar que tu amargura siga envenenando todo lo que dices? Los chicos están convencidos de que los odias.

—Si no me preocuparan no les regañaría tanto. Tienen que entenderlo.

—Pues no lo hacen. Incluso Rose lo ha comentado.

Jeff se tensó de golpe, y George supo que había cometido un error al mencionar a la chica en la discusión.

—Ponte como quieras, pero si una desconocida se ha dado cuenta de la situación en un solo día, es peor de lo que crees —prosiguió George.

—Me trae sin cuidado su opinión.

—¿Tampoco piensas tener en cuenta la opinión de los chicos ni la mía?

—No quise…

—Tu situación es muy injusta, Jeff, nadie lo niega, pero estás vivo. Puedes caminar. Hay miles de hombres que se considerarían afortunados de poder hacerlo.

Pero George no tuvo tiempo de preocuparse por la ira de Jeff, pues apenas entraron en el jardín, advirtió que Monty y Tyler estaban gritando a Rose. Hen y Zac también parecían haber cerrado filas en su contra. Con un suspiro de exasperación, espoleó su caballo para que apretara el paso.