4

Entraron en la cocina como si se dirigieran al cadalso.

Se habían lavado y cambiado de ropa, pero Rose advirtió que sus camisas estaban viejas y sucias. Se dirigieron a sus sitios y permanecieron de pie esperando a que ella se sentara, pero las miradas de rabia persistieron. George le acercó una silla. Rose se sentó, pero al leer el desprecio en sus rostros, cambió de opinión y se levantó furibunda.

—Creo que será mejor que coma más tarde.

—Eso ni pensarlo —estalló Monty, relajando todo su cuerpo—. Nos ha montado este escándalo para que nos laváramos y cambiáramos de ropa. Si nosotros debemos sentirnos como unos desgraciados, usted también.

—No era mi intención hacer que nadie se sintiera desgraciado —intentó explicar Rose—. Un caballero debe saber comportarse cuando se sienta a la mesa. Si no corregís vuestros modales, nadie creerá que fuisteis educados correctamente.

—¿Ha pasado alguna vez la noche en el monte? —preguntó Monty—. ¿Se ha enfrentado a los hombres de Cortina? ¿Ha visto a sus amigos caer muertos de sus sillas de montar, y contemplar sus cuerpos pisoteados totalmente irreconocibles?

El hecho de que gritara no le quitaba gravedad a sus preguntas.

—No.

—Esta no es una tierra de caballeros. Únicamente de salvajes. No podemos cambiar de repente porque usted haya llegado.

Sin embargo, George había cambiado. Tal vez debido a las bestiales y aterradoras imágenes que presenció durante la guerra.

—No creo que la señorita Thornton necesite una descripción tan gráfica de lo que significa vivir en el sur de Tejas —intercedió George—. Además, estoy convencido de que podemos dejar de lado los modales de batalla al llegar a casa. Así se ha hecho durante siglos.

—Si no estuvieras tan ansioso por matar a esos pobres granjeros, no… —empezó a decir Jeff.

—¡Mojigato imbécil! —estalló Monty—. Si hubieras tenido que arrastrarte por el monte, o zambullirte en un riachuelo plagado de culebras para evitar que uno de esos pobrecitas granjeros te matara, no opinarías lo mismo.

—Ya basta —interrumpió George.

—¿No querrás escuchar sus lamentos?

—No, pero tampoco creo que la señorita Thornton quiera escucharte a ti.

—Pues más le valdría. Gracias a nuestras pistolas ella pudiera dormir segura en su cama.

—Podrá —corrigió Jeff.

Monty arrojó su leche al otro lado de la mesa. Le apuntó a la cabeza de Jeff, pero su hermano esquivó el vaso, y éste se hizo añicos al chocar contra la pared. Los fragmentos cayeron en la leñera y debajo de la cocina.

—Si no le cierras el pico a ese bastardo, yo mismo lo hare.

—Jeff, te he dicho que no corrijas a los chicos.

—No soporto oírlos hablar como paletos sin educación.

—Entonces no los escuches. Si a papá no le preocupó su educación, tú no eres quien para criticarlos. ¿Cómo crees que se sienten sabiendo que nosotros tuvimos profesores particulares mientras ellos ni siquiera pudieron ir a una escuela de pueblo?

George lanzó una elocuente mirada en dirección a Rose, indicándole que no sacara a relucir los trapos sucios de la familia frente a una desconocida.

—Monty, pídele disculpas a la señorita Thornton.

La mirada asustada y contrariada de Rose buscó la de George. No quería ser parte de aquella confrontación.

—Ni lo sueñes —estalló Monty—. Que se disculpe Jeff.

—O pides disculpas o te vas de la mesa. Ya hemos arruinado la primera cena que nos preparó. Sería imperdonable arruinar la segunda.

—¡Vete al diablo! —gritó Monty marchándose furioso.

Hen se levantó a medias de su silla. Fijó su mirada fría y colérica en Jeff.

George le hizo señas para que volviera a sentarse.

—Jeff, si no puedes dejar a Monty en paz durante la cena, tendrás que comer aparte. Puede que no te guste la manera en que los gemelos se ocuparon de mamá o del rancho, pero no tienes derecho a quejarte. Tú no estabas aquí.

—Claro, yo no estaba haciendo nada importante, simplemente perdí mi brazo defendiendo mi país —afirmó Jeff furioso.

Rose no sabía a quién compadecer más, si a los gemelos por su terrible complejo de inferioridad, o a Jeff por la pérdida de su brazo.

—Limpia la leche —le ordenó George a Jeff—. Es culpa tuya que se haya derramado.

«También es culpa tuya que Monty se haya ido sin cenar», pensó Rose.

Terminaron de comer en silencio.

Tyler fue el primero en levantarse.

—Si has acabado de comer, pregúntale a la señorita Thornton si puedes retirarte —ordenó George.

—¿Por qué debo preguntarle a ella? —inquirió Tyler, mirando a George como si hubiera perdido la cabeza—. No es más que la cocinera.

—Es un ser humano como tú —respondió George—. Si te gustó la cena, díselo. Luego pídele permiso para retirarte.

—Puedes retirarte si has terminado —se adelantó Rose, sin esperar que aquel chico ingobernable le pidiera permiso y tratando de evitar una nueva discusión.

—Todo estaba estupendo —agradeció Hen al tiempo que Tyler salía apresuradamente—. ¿Le importa si me levanto?

—En absoluto —asintió Rose.

—Yo también —apuntó Zac, levantándose de un salto—. No le hagas caso a Tyler —le susurró a Rose al oído—. Solo está enfadado porque le quitaste el trabajo. Ahora tendrá que ocuparse de las vacas, y es lo que más odia del mundo.

—No te olvides de llenar la leñera —le recordó Rose a Zac antes de que se esfumara—. Necesitaré más leña para preparar el desayuno de mañana.

Zac quiso discutir, pero una mirada a la severa expresión de George, cuyas pobladas cejas prácticamente se tocaban, lo hicieron cambiar de opinión.

—Será mejor que yo también me retire —comentó Jeff—. La comida estaba exquisita. George hizo bien en contratarla.

«Igual que si yo fuera una vaca o un caballo». Jeff era el más esnob de todos los hermanos. Ella nunca sería para él más que una empleada.

—Espero que no le importe si me quedo un rato —declaró George.

—Puede quedarse todo el tiempo que quiera —contestó Rose confiando en que su voz no revelara lo extenuada que estaba.

Había sido una de las peores noches de su vida y, sin embargo, con sólo una mirada, George conseguía que se olvidara de todo. ¿Qué extraño influjo ejercía sobre ella? Apenas había tenido un detalle desde que llegaron. Es verdad que la había apoyado, pero más por razones prácticas que por simpatía hacia ella.

Con todo, se sentía atraída por él.

La hacía sentir segura. Trataba de ser justo por encima de sus sentimientos, y eso, a la vista de su experiencia con la gente de Austin, era una cualidad a tener en cuenta.

«¡Mírate Rose! Parece que estés haciéndole campaña para que se presente como candidato a gobernador. Estás hablando de sentimientos, no de aptitudes».

—¿Quiere un café? —preguntó ella.

—No, gracias. Pero sí tomaría un poco más de leche —sonrió ante su cara de sorpresa—. Me temo que nunca seré un verdadero tejano. Odio el café. No podría beberlo ni aunque mi vida dependiera de ello.

—No creo que sea ese el caso.

—Le pido disculpas por el comportamiento de los chicos. Me temo que ha sido una noche muy desagradable.

—Es normal perder los estribos después de un día difícil. Además, mi presencia lo ha alterado todo.

—No tiene nada que ver con eso.

—¿Entonces con qué?

—No sabría explicarlo. Tendría que ser de la familia para entenderlo.

—Inténtelo.

No pensaba dejarse excluir tan fácilmente. Puede que enterarse no cambiara nada, pero necesitaba comprender ese odio entre ellos, aunque solo fuera para evitar nuevas peleas.

—Nos mudamos a Tejas seis meses antes de que estallara la guerra —empezó a decir George—. Mi padre nos mandó a Jeff y a mí a combatir. No sabíamos que tenía la intención de partir poco después. Esto obligó a Madison, de apenas diecisiete años, a ocuparse de cuatro hermanos menores y un rancho que odiaba. La salud de nuestra madre estaba ya muy deteriorada para que pudiera ayudarlo.

—¿Qué ocurrió con su madre?

—Murió un año después. Madison se marchó tan pronto como la enterraron, con lo que Hen y Monty tuvieron que hacerse cargo de todo. Nunca perdonaron a mi padre por abandonarla, ni tampoco creo que hayan perdonado a Madison.

—¿Adónde fue?

—No hemos tenido noticias suyas desde entonces.

Rose podía imaginar cuan doloroso debía ser todo aquello para George, especialmente si se sumaba el temor a que Madison hubiera muerto en la guerra.

—Por aquellos días hubo muchos robos de ganado —continuó George—. Nunca sabré todo lo que tuvieron que hacer los gemelos para impedir que les atacaran. En todo caso no fueron cosas a las que un chico de catorce años deba enfrentarse. Pelearon por sus vidas y por este lugar. Naturalmente, cuando regresé a casa no les gustó que yo tomara el mando. Sé que Jeff no debería provocarlos, pero está resentido por la pérdida de su brazo. Cree que lo de los gemelos no se puede comparar con los años que pasó en el campo de prisioneros.

Rose recordó sus desdichados años en Austin. Qué insignificantes parecían si se comparaba con los peligros de una guerra o con enfrentarse a los cuatreros; sin embargo, para ella eran muy reales. ¿Pensaría Jeff que no tenía motivos para quejarse? Seguramente, pero hubiera preferido luchar por defender su vida que enfrentarse al odio y la intransigencia de los habitantes de Austin.

—No somos quienes para juzgar el sufrimiento ajeno —razonó—. Lo que para unos es fácil de llevar, puede ser intolerable para otros.

—No creo que Jeff lo vea así hasta que no acepte la pérdida de su brazo.

—Espero que para entonces no sea demasiado tarde. No le servirá de mucho asumirlo si ya no le queda nadie a quien le importe.

—Tal vez debería hablar con él.

—Creo que me dedicaré a lavar los platos —replicó Rose, poniéndose de pie—. Presiento que será mucho más fácil.

—No soy el guardián de mi hermano.

—Sí lo es. Aunque no sea consciente, es el único que desea que los seis vuelvan a formar una familia.

—Los siete.

Rose se recordó a sí misma que debía procurar hablar de Madison como si aún fuera uno de ellos. A pesar de su íntima convicción de que debía estar muerto o no pensaba volver, era obvio que George sí esperaba su regreso.

Le hubiera gustado poder aliviar su carga, pero había demasiadas incógnitas que no se atrevía a preguntar.

Sin embargo, sí sabía una cosa: George tenía miedo a algo. No sabía qué era, pero sí que aquello era lo que le mantenía alejado de ella.

La responsabilidad de cuidar a sus hermanos a menudo abrumaba a George. En esas ocasiones quería abandonarlo todo y largarse al fuerte más cercano para solicitar el grado de oficial que sabía le concederían. Si lo pedía, el rango, el mando, la carrera que siempre había deseado, serían suyos. El último escándalo de su padre le había costado el ingreso en West Point. La guerra le había dado una segunda oportunidad. Si se alistaba ahora, podría obtener el cargo de su elección. En cambio, si esperaba hasta que los chicos se establecieran y Zac fuera lo suficientemente mayor para defenderse solo, ya sería demasiado tarde para reclamar nada. Pero no podía marcharse. Las únicas personas que realmente le importaban estaban allí. ¿Incluía eso a Rose?

Se había abierto a ella sin esperar tanta comprensión. Ahora necesitaba alejarse o no sería capaz de resistir la atracción que sentía por ella.

¿Cómo una sola noche podía cambiarlo todo? Deseó haber estado en la cocina cuando ella había volcado la mesa y ver las caras de asombro de sus hermanos. Jeff estaba acostumbrado a que las mujeres fueran débiles y no se enfrentaran a un hombre. ¿Cómo no estarlo? Su madre nunca le hizo frente a su padre. Monty esperaba que todo el mundo lo obedeciera, pero respetaba a quien supiera defenderse. Hen… George no sabía qué pensar de Hen. Nunca lo había sabido.

Les llevaría un tiempo acostumbrarse a una mujer tan decidida como Rose.

Repasó sus encantos mientras ella guardaba los platos.

Un calor familiar empezó a subir desde sus ingles. No dejaba de ser extraño que ella le excitara con tanta facilidad. Había conocido a cientos de chicas antes de la guerra y durante la misma, algunas muy bellas, siempre dispuestas a hacer cualquier cosa por el hijo del alto, guapo e infame William Henry Randolph, y él había logrado ignorarlas a todas.

Y sin embargo no conseguía ignorar a Rose.

Recordó el interminable viaje desde Austin, las horas que pasó tratando de concentrar sus pensamientos en el rancho, las innumerables veces que buscó sus ojos, la lucha para que el fuego que ardía en él no se reflejara en su voz o en su actitud.

Lo mismo que le sucedía en aquel instante. Todo se desvanecía hasta que sólo podía ver a Rose, pensar en Rose, querer a Rose. Era como si ella lo hubiera embrujado, como si lo forzara a hacer cosas que no quería hacer.

Sería tan fácil extender la mano y tocarla.

¡Y tan estúpido!

—¿Sabe George que ha salido?

—Sí, se lo he advertido.

—¿Y qué dijo?

—No me he parado a preguntárselo.

Monty se rio.

—No le importa sembrar cizaña, ¿verdad?

—No me gustan las peleas —respondió Rose, sorprendida ante semejante acusación.

Monty se rio de nuevo.

—Tira usted la comida al suelo porque le disgustan nuestros modales, luego me trae la cena sabiendo que George y Jeff me han echado de la cocina, y todavía dice que no le gustan las peleas.

—George no te echó.

—Sí lo hizo. Y el otro mojigato también.

—Debes tratar de ser paciente con Jeff —Monty emitió un gruñido descortés—. Perder un brazo debe ser algo difícil de aceptar. En cuanto a George, sólo intentaba hacer que me trataras bien. No le ha hecho ninguna gracia tener que echarte.

—No me lo creo.

—Deberías. Fue él quien me dijo dónde encontrarte.

—¿Por qué haría algo así? A él no le importa si me voy a la cama muerto de hambre o no.

—Te equivocas. Además me aconsejó que sería mejor que te trajera la cena en el perol para que los perros no me la quitaran por el camino.

Rose estaba agotada, pero no podía dormir. Dio vueltas en la cama hasta formar un nudo con las sábanas y tirar al suelo la delgada manta. Trataba de escuchar a los chicos, pero el silencio se había instalado en la casa hacía más de una hora.

Había decidido cerrar la puerta de la cocina con llave. No sabía si al hacerlo les vedaba la entrada a los hombres o se cortaba a sí misma la salida, pero necesitaba sentirse a salvo de los cuatreros.

Monty dormía fuera. Al parecer se turnaban para hacer guardia. Eso la hizo sentir mejor, pero también le inquietaba. Nunca había temido los asaltos, ni siquiera durante la guerra. Ahora sólo Monty se interponía entre ellos y el temible Cortina. Y Hen, quien le disparaba a todo aquél que intentara llevarse sus vacas.

Y por supuesto también George.

Él nunca permitiría que nadie le hiciera daño a su familia ni le usurpara sus propiedades. Y por el momento ella era parte de su familia. Saber esto la reconfortó como hacía mucho tiempo no le pasaba.

Pensando en él comprendió lo importante que era su familia, aunque los chicos no mostraran el mismo interés por su bienestar. No se daban cuenta de que todo lo que hacían, todo lo que querían, todo lo que les hacía daño afectaba a George, y a veces más profundamente que a ellos mismos.

Jeff y Monty pronto olvidarían la pelea de esa noche. Detrás vendrían otras que borrarían igualmente. Pero George no lo haría. Se torturaría pensando otras maneras de unir a su familia, mientras ellos insistían ciegamente en destrozarla. Le daban ganas de gritarles que si no querían intentarlo por su propio bien, al menos lo hicieran por su hermano mayor.

Pero ella no tenía derecho a entrometerse. Sólo conseguiría empeorar las cosas.

Bastante se había inmiscuido ya. Se estremecía al recordar las cosas que les había dicho a la cara. Tenía suerte de que no la hubieran despedido en el acto.

Rose se levantó de la cama y se dirigió a la diminuta ventana de la buhardilla. Miró el paisaje. No había mucho que ver. Kilómetros de impenetrable monte bajo se extendían en todas direcciones rodeando la casa. Si había algo escondido allí, era imposible descubrirlo.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

La luna inundaba la tierra con su resplandor. Extraño. En la ciudad las noches eran siempre muy oscuras. La única luz nocturna era la que salía de las ventanas de sus edificios. Ahora, en cambio, podía distinguir las hojas de los árboles meciéndose lánguidamente en el cálido aire de la noche.

Reinaba la calma más absoluta, apacible y silenciosa, tan alejada de los miedos que solían agobiarla.

Ya no temía a la gente de Austin. Se preguntaba cómo se había dejado intimidar por las miradas que las mujeres le lanzaban por las calles, los cuchicheos a sus espaldas, o las groserías de Luke y sus amigos.

Nada de eso la atemorizaba ya. Era sólo un desagradable y molesto recuerdo que había dejado de mortificarla. Al menos mientras estuviera allí. Mientras tuviera a George para protegerla.

Ni siquiera la noche que acababa de pasar le pareció tan terrible. Todos eran hombres fuertes, obstinados, que trabajaban duramente, que intentaban controlar sus temperamentos y moderar su carácter por el bien de todos. Puede que las cosas se pusieran difíciles de vez en cuando, pero era un espectáculo digno de contemplar. No eran alfeñiques que intimidaban a personas más débiles que ellos, ni hombres desleales y falsos que traicionaban las adhesiones y creencias de toda una vida para ganarse a los funcionarios de la Reconstrucción.

No podía imaginar nada más gratificante que formar parte de una gran familia que trabajaba en pos del bien común. Sí, surgirían peleas, pero no se dejaría apabullar. Ella también era una luchadora.

Los tres años que siguieron a la muerte de su padre habían acabado con cualquier resquicio de debilidad. Los consecutivos golpes que recibió —la partida de los Robinson a Oregón, sentirse una paria tras la muerte de su padre, la bancarrota que la dejó en la pobreza absoluta—, le habían arrebatado todo lo demás.

Pero ni siquiera en los momentos más sombríos perdió la esperanza de tener algún día una familia y un hogar propios.

Y ésta era la clase de lugar que quería.

«No eres más que la criada», se recordó a sí misma.

Rose sintió que su exaltación se disipaba. ¿Cómo se había involucrado con aquella familia tan rápido? Ni siquiera la habían recibido bien. Es cierto que ella no sentía la misma rabia, pero tampoco ellos habían experimentado el miedo que a ella la asolaba.

Eran valientes. Nada ni nadie los intimidaba. Quizás por eso le agradaban. Hasta Zac corría libremente por aquel monte amenazador sin vacilar un instante. Debía ser grato sentirse tan confiado, tan seguro. Le hubiera gustado vivir sin miedo, tener la certeza de que los días se sucederían felizmente. Esos hombres no se percataban de la bendición que aquello significaba. Ella sí, y si lograba salirse con la suya, nunca se iría de aquel lugar.

George decidió quedarse unos minutos más recostado. Necesitaba tiempo para pensar. Había tenido un sueño completamente perturbador.

Hasta aquel día se había considerado a sí mismo una persona muy sensata. Se enorgullecía de encarar la vida con ojo crítico y de tomar decisiones sin lastres emocionales. De vez en cuando la vida le obligaba a cambiar sus planes, pero, aún así, trataba de no apartarse del camino trazado, ni perder de vista sus objetivos.

Hasta que llegó Rose.

Ella en realidad no tenía la culpa, excepto quizás por ser la mujer más cautivadora que pudiera recordar, pelear como una gallinita cuando se sentía ofendida y preparar la mejor comida que jamás hubiera probado.

Por no hablar de la intensidad con que le bullía la sangre al mirarla y que no había sentido correr así desde hacía cinco años.

Quizás fue eso lo que provocó el sueño. Había tenido muchos sueños con mujeres. Algunas veces originados por conversaciones entre hombres en torno a una fogata. Otras, porque su cuerpo le recordaba que no estaba hecho para el celibato.

Pero nunca había tenido un sueño como éste.

Se vio casado. Con Rose. No sabría decir dónde vivían —la casa era una mezcla entre Ashburn, el hogar de los Randolph en Virginia, y diversas viviendas en las que se había alojado durante la guerra—, pero creía que era Virginia. Curiosamente, sus hermanos eran sus hijos. Había peleas en el sueño, pero el ambiente era de felicidad. Estaba contento de haberse casado con Rose, de ocuparse de su extensa propiedad y criar a sus numerosos hijos.

Aquellas imágenes representaban todo lo que George más temía en el mundo.

Por eso se despertó antes del amanecer con el corazón queriendo salírsele del pecho. Por eso se quedó en la cama buscando una explicación en su cabeza.

Rose era la única responsable. Tendría que tener mucho cuidado para que su seductora presencia no lo arrastrara a hacer justamente aquello que terminaría por hacerlo infeliz. Jamás hubiera pensado que fuera tan débil de carácter, aunque fuera por una mujer tan atractiva como Rose. Debía aprender a ser menos influenciable si quería ser un buen jefe de familia.

El chirrido de la puerta puso fin a su examen de conciencia.

—Es hora de levantarse —anunció Hen, entrando en la habitación con un pocillo de agua caliente y un cubo de agua fría.

Tyler se dio la vuelta. Zac no se movió. Jeff se incorporó y balanceó sus pies sobre el suelo. Monty se levantó y corrió a la puerta, con la intención de ir directamente a la cocina. Hen le pasó el pocillo.

—¿Para qué es esto? —preguntó Monty con irritación.

—La señorita Thornton lo envía con saludos de su parte. Supongo que significa que tenemos que afeitarnos antes de ir a la mesa.

—Maldito sea si…

—Es probable que lo seas —lo interrumpió George—, si no intentas controlar tu carácter. ¿Por qué no tratas de complacer a la señorita Thornton en lugar de sulfurarte por todo lo que hace?

—Maldita sea, George, pensé que ibas a contratar una criada. Esa mujer es peor que una niñera.

—Tal vez necesites una niñera —replicó George—. ¿Te has mirado en un espejo últimamente?

Hen bajó el espejo de la pared y lo sostuvo frente a Monty.

—¡Dios santo! —exclamó—. Asustaría hasta a una puta.

—Hace años que te lo vengo diciendo —advirtió Hen—. Por eso no puedes encontrar ninguna…

Monty saltó sobre su hermano, y cayeron al suelo entrelazados. George rescató el espejo.

—Tyler, ya que tú y Zac no necesitáis afeitaros, vestiros e ir a ayudar a la señorita Thornton.

—Yo también tengo barba —se indignó Tyler—. Tengo que afeitarme igual que tú.

George hizo un gesto con la mano para impedir que Tyler pronunciara las palabras que tenía en la punta de la lengua.

—De acuerdo, parece que Zac tendrá que ayudar a Rose. Tyler puede compartir mi pocillo.

—No iré solo —declaró Zac.

—Si logras que Monty y Hen dejen de pelear, te cedo mi cuenco —se ofreció Jeff.

Zac miró a los chicos que seguían forcejeando en el suelo. Eran mucho más grandes y fuertes que él. Antes de que George pudiera detenerlo, Zac cogió el cubo de agua fría y se lo tiró encima.

Las palabrotas retumbaron por todo el cuarto.

—Ve a traer más agua antes de que te despedacen —le sugirió George, sin poder contener las carcajadas—. Y trata de encontrar otro espejo. No podemos vernos en uno solo todos al mismo tiempo.

—Tú le diste la idea —Monty acusó a Jeff.

—No es culpa de Jeff —intercedió George—. Zac haría cualquier cosa por quedarse con nosotros. Todo lo que quiere es que lo tratemos como a un hombre.

—¡Qué exageración! —refunfuñó Monty—. A mí no me importaría ir a echar una mano con el desayuno.

—¿Crees que ella te dejaría? —preguntó George—. Anoche la hiciste pasar un mal rato.

—No creo que se haya molestado tanto.

—Claro que sí —afirmó Jeff—. Las mujeres son delicadas. No pueden soportar ciertas cosas que un hombre apenas notaría.

—No todas las mujeres son así—objetó George, impidiendo que Monty diera lo que temía fuera una inoportuna respuesta—. Tengo la impresión de que la señorita Thornton es capaz de cuidarse sola.

—Sólo hay otro espejo —anunció Zac entrando en la habitación y dando con la puerta en las narices a los perros que querían seguirlo—. Es de ella, y dice que no lo piensa plestar.

—Prestar —lo corrigió Jeff.

—Rose no me corrige, y ella sabe más que tú —le gritó Zac a su hermano.

—¿Qué quieres decir con que no te corrige? —preguntó George.

Zac había hablado más de la cuenta.

—Ayer me corrigió cuando tú te marchaste. Le dije que no me gustaba, que Jeff lo hacía todo el tiempo, y prometió no volverlo a hacer. Y no lo ha hecho —le recalcó a Jeff—. Hasta probé a decir cosas terribles para ver si faltaba a su palabra. Pero no fue así.

—No creo que Rose falte jamás a su palabra—insistió George, más para sí mismo que para sus hermanos—. Parece ser una mujer de firmes principios.

—Todo lo que queríamos era alguien que cocinara y limpiara —se quejó Jeff.

—Tengo la sensación de que un día te alegrarás de que no se limite a esas tareas —aventuró George.

—¿Por qué lo dices?

—No lo sé. Es sólo una intuición.

—Dejaros de palabrería y afeitaros —propuso Monty—. Me estoy muriendo de hambre, y apuesto a que ella no permitirá que entremos en la cocina a menos que nuestras caras estén tan suaves como el culito de un bebé.

—Y que nos pongamos camisas limpias —les recordó Zac.

—No tenemos camisas limpias —observó Hen.

—Ponte la misma de anoche —sugirió George—. Esa estará bien.

—¿Y qué haré esta noche y mañana por la noche? —preguntó Hen.

—Ya veremos.

—Cuando yo cocinaba no había que afeitarse ni ponerse camisas limpias —señaló Tyler.

—Sólo teníamos que temer por nuestras vidas —se burló Monty.

—Agradecemos mucho lo que hiciste —intercedió George, esperando que Tyler comprendiera que valoraba su esfuerzo—, pero tienes que admitir que Rose es mucho mejor cocinera.

—Y también es más guapa —añadió Monty, disfrutando en fastidiar a su hermano.

—Fuera todos —ordenó George—. No voy a posponer mi desayuno para que podáis empezar otra gresca.

—Péinate, Zac —le aconsejó Jeff—. Ella no querrá que te sientes a la mesa con los pelos de punta, como si un lince te hubiera dado un susto de muerte.

—No le tengo miedo a los linces.

—No más peleas —les atajó George—. Tengo hambre.

Los seis hombres se precipitaron a la cocina, pero se quedaron helados al ver que Rose encendía el fuego bajo la tina de lavar la ropa.

—Antes de que os sentéis a la mesa, quiero que llenéis esta tina con agua y metáis toda la ropa dentro, con excepción de la que lleváis puesta.

—¡Por todos los demonios! —maldijo Monty.