3
Rose dio media vuelta hasta encontrase de frente con la cara perfectamente encantadora y absolutamente sucia de un precioso niño. Su mirada inocente era una burla al miedo que un instante antes casi había provocado que su corazón se le saliera del pecho.
—¿Es usted la señora que va a cocinar para nosotros? —preguntó, asomando su cabeza por la puerta.
—Sí, soy yo —respondió Rose, apresurándose a enjugar sus lágrimas.
—No llore. George no le hará daño. A veces es muy malo, pero no creo que la pegue. Monty cuenta que él… —el niño se detuvo y reflexionó un instante—. Supongo que no debo repetirle las palabras de Monty. George dice que jamás había oído semejantes palabrotas, y eso que estuvo en la guerra.
—No estoy llorando porque tenga miedo de George.
—¿Entonces por qué? No está usted herida, ¿verdad?
Se acercó un poco, pero dejando la puerta entreabierta. Rose supuso que quería tener despejada su ruta de escape.
—Lloro por la casa.
—No está tan mal. Estaba peor antes de que George regresara.
—¿Entonces a él no le gusta que la cocina esté sucia?
Eso, al menos, era un punto a su favor.
—Fue él quien propuso que si no pensábamos limpiarla tendríamos que contratar a alguien. ¿A usted le gusta limpiar?
—No especialmente.
—Tyler dice que limpiar es una majadería. No creo que sea muy divertido, ni siquiera para una mujer.
—A las mujeres a veces nos gustan cosas muy raras —bromeó Rose, sintiéndose un poco mejor por tener a alguien con quien hablar—. Pero me temo que voy a necesitar ayuda.
El niño retrocedió rápidamente y volvió a ubicarse detrás de la puerta.
—Te llamas Zac, ¿verdad? —le preguntó mientras daba la vuelta a la mesa para acercarse a él.
—Sí.
Sólo se veía su cara.
—Pues bien, Zac, para poder preparar la cena necesito limpiar la cocina primero. Me hará falta una tinaja, un cubo, algo de leña y agua. ¿Puedes ayudarme con todo?
—Puedo decirle dónde está el pozo.
—Esperaba un poco más de colaboración.
—Ése es el trabajo de Tyler —se excusó Zac. Su labio inferior empezaba a sobresalir—. A mí me toca ordeñar las vacas y traer los huevos, pero sólo antes del anochecer.
—Bueno, haré un trato contigo. Si me enseñas dónde está todo lo que necesito, no te pediré que me ayudes. Pero tienes que encontrar a Tyler.
—De acuerdo —aceptó Zac. Se alejó a saltos y regresó casi de inmediato con un cubo de madera—. Sígame —dijo, al tiempo que la conducía detrás de la casa hasta un pozo excavado bajo la alargada sombra de un roble—. Tendrá que sacar los platos de la tinaja. No tenemos otra. A menos que quiera usar un puchero.
Rose había esperado no tener que tocar los platos hasta tenerlos en remojo, con agua caliente y con mucho jabón, por lo menos una hora, pero parecía que no se iba a librar. Mientras llenaba el cubo de agua, Zac recogía una brazada de leña.
—También me toca encender el fuego —admitió cuando regresaban a la casa—. George no debería darme tanto trabajo, pero cuando eres pequeño nadie te hace caso. Y menos Monty. Pero él no le hace caso a nadie. Ni siquiera a George.
Zac dejó que Rose le abriera la puerta. La chica bajó el cubo de agua y empezó a vaciar la tina.
—Háblame de tus hermanos.
Si quería ocupar un lugar en aquella familia, tendría que saber más sobre cada uno de ellos. Además, agradecía que le hablaran de cualquier cosa que distrajera su atención de aquellos platos asquerosos.
—No puedo contarle nada de George ni de Jeff. De Madison tampoco. Se marchó después de que mamá murió y no habemos vuelto a tener noticias de él.
—No hemos vuelto a tener noticias de él —corrigió Rose automáticamente.
—¿Vas a fastidiarme igual que Jeff? —preguntó, deteniéndose en su labor de hacer un fuego bajo la tinaja.
—Lo siento, ha sido sin querer —comentó Rose.
Zac no pareció creerla, aunque se mostró dispuesto a otorgarle el beneficio de la duda.
—Jeff cree que hablo muy mal. Dice que Hen y Monty hubieran debido enseñarme mejor.
—Estoy segura que lo han hecho lo mejor que han podido —aseguró Rose, preguntándose en qué nueva trampa caería.
—Hen y Monty no están nunca aquí —prosiguió Zac—. Ellos le disparan a la gente. Yo también quiero disparar, pero Hen no me dejará hacerlo hasta que sea mayor.
—¿Le disparan a la gente? —preguntó Rose mientras echaba el cubo de agua en la tinaja que ahora estaba vacía, y la colocaba directamente sobre el fuego que estaba haciendo Zac.
—Sí, a la gente que quiere nuestras vacas. Si tratan de llevárselas, Hen y Monty les disparan. Sobre todo Hen. Le gusta dispararle a la gente.
Rose no supo qué decir ante aquellas palabras.
—A Jeff eso no le gusta. Regaña a Hen y Monty todo el tiempo. Ellos no quieren regresar a casa por su culpa.
—¿Y dónde están ahora? —preguntó Rose. Aquella familia parecía cada vez más extraña.
—Allí fuera —dijo Zac, haciendo un gesto que abarcaba todo lo que se encontraba en el exterior—. Hen dice que no puedes atrapar ladrones si duermes en una cama.
—Eso suena razonable —afirmó Rose, rebuscando en todas partes hasta encontrar una pastilla de jabón. Estaba tan dura por la falta de uso, que le costó cortar un pedazo.
—A Monty le gustan las vacas —prosiguió Zac—. Tyler las odia. También odia Tejas. Creo que a Tyler no le gustan muchas cosas.
—¿Dónde está Tyler?
—Se ha largado. Odia a las mujeres.
—¡Oh! —exclamó Rose, preguntándose en qué clase de pesadilla se había metido—. ¿No me va a ayudar a preparar la cena?
—Tyler no ayuda a naiden a hacer nada.
Rose se mordió la lengua para no corregir a Zac.
«Por lo visto no me va a quedar más remedio que decidir sola qué comida preparo. Este niño no tiene intención alguna de hacer más de lo que le corresponde».
Zac se alejó un poco de la cocina.
—El fuego ya está encendido.
—¿Te marchas?
—Sí. Todo lo que tienes que hacer es poner más leña.
—Pero no sé dónde están las cosas.
—Las encontrarás si las buscas.
—¡La carne! —recordó Rose, al borde de la desesperación.
—En la despensa. Las patatas están debajo de la casa junto con las zanahorias —empezó a retroceder en dirección a la puerta—. En el pozo hay mantequilla y leche. George no la bebe si no está dulce, pero Tyler la prefiere agria. A Monty y Hen les gusta más el suero.
—¿Y a ti?
—Yo odio la leche. Bebo whisky.
Después de decir esto, se marchó.
Rose cerró la boca, y se echó a reír. Se preguntaba si en Tejas habría alguna ley que prohibiera a una mujer de veinte años casarse con un niño. Zac era diez veces más encantador que su hermano mayor.
Pero por muy simpático que le resultara el pilluelo, Rose debía admitir que George le parecía mucho más interesante. Aún no lo conocía bien, pero tenerlo cerca la hacía sentir algo que nunca antes había sentido: una especie de paz, quizás una sensación de arraigo, y eso a pesar de la frialdad con que la trataba.
Los diez minutos que pasaron juntos en el Bon Ton se habían grabado en su memoria de forma indeleble. Cuando se ofreció a trabajar, fue pensando en aquel George Randolph. Ahora, sin saber cómo, lo había perdido. Debía intentar recuperarlo a toda costa, pues había visto en aquel forastero del restaurante al tipo de hombre con el que querría casarse.
Nunca olvidaría cuan infeliz fue su madre durante los largos meses en que su padre se ausentaba. Aún podía ver las lágrimas brillando en sus mejillas cuando se sentaba a mirar su retrato, y también recordar las suyas propias cuando ella murió y su padre no estaba para consolarla. Su carrera siempre había estado por encima de ellas.
Quizás había leído demasiados cuentos de hadas. Siempre había soñado con encontrar a un hombre que jamás se separara de ella, que la convirtiera en el centro de su vida, que la hiciera sentir segura.
Ésa era la clase de hombre que veía en George.
Ahora se daba cuenta de lo peligrosamente cerca que estuvo de enamorarse de él a primera vista.
¿Qué mujer no lo haría?
La había rescatado del peligro. Se había preocupado por su bienestar respetando sus sentimientos. Había puesto un cordón de seguridad en torno a ella que nadie podía romper. Se había sentido querida. Bueno, quizás no tanto, pero sí valorada.
Pero todo rastro de aquel hombre había desaparecido. Ignoraba si George había representado el papel del caballero sureño o si tenía alguna razón para fingir ser más frío de lo que realmente era. Toda la familia parecía un poco rara. Y por lo que le habían contado los dos que conocía, ninguno parecía llevarse bien con los demás.
Sin duda George había representado un papel, aunque a primera vista no diera esa impresión.
Apartó todos esos pensamientos de su cabeza. Tenía platos que lavar, una cocina que limpiar y una cena que preparar. Y debía darse prisa si quería tener todo dispuesto para las siete en punto. Estaba segura de que George y su legión de hermanos llamarían a la puerta a las seis y cincuenta y nueve minutos.
Rose no recordaba haber estado tan cansada en toda su vida. Sin embargo, un atisbo de sonrisa asomó a sus labios mientras andaba de un lado a otro de la cocina. Había terminado de lavar los platos, fregar todas las cacerolas, restregar la cocina y ordenar la despensa.
La suculenta cena para siete personas estaba en marcha.
La carne asada cocinándose a fuego lento en la cocina, su aroma fundiéndose con el de la espesa salsa de zanahorias y patatas. Dos bandejas de panecillos estaban preparadas, una dorándose en el horno y la otra esperando turno. Los pondría en la mesa para que los mojaran en la salsa o los untaran con cremosa mantequilla. También había guisantes de la huerta de Tyler que ella misma había cogido, ya que éste no se había dignado a presentarse. Y finalmente, completaban la cena melocotones y tomates enlatados que había encontrado en la despensa. La leche —dulce, agria o en suero— estaba preparada para que los hombres hicieran su elección. Además de agua fresca en caso de que fuera cierto que a Zac no le gustaba la leche.
Rose echó un último vistazo a la mesa. La había limpiado tan bien como pudo, pero aún podían verse marcas de aceite derramado y quemaduras. Le hubiera gustado cubrirla con un mantel, pero no encontró ninguno. La lámpara Rochester colgaba sobre la mesa con su globo reluciente, proyectando su luz ámbar en toda la estancia.
Todo se vería mejor cuando tuviera tiempo de limpiar las ventanas, lavar y planchar las cortinas y restregar los suelos y las paredes, pero estaba contenta con lo que había logrado en un día. Mucho más de lo que creyó posible cuando entró por primera vez seis horas antes.
De pronto, llegó a sus oídos el sonido de unos cascos de caballo. Miró el reloj, uno de los pocos objetos que se encontraba en perfecto estado. Alguien se había ocupado de limpiar el cristal y la carcasa y de engrasar su mecanismo. Confió en que realmente fueran las siete menos tres minutos y corrió a limpiar un pedazo de ventana para poder observar a los que se acercaban: cuatro hombres acompañados de dos perros. Al parecer, George creía en la puntualidad. Zac venía corriendo a su lado. Obviamente sólo se había alejado de la casa lo suficiente para no tener que trabajar. No vio a nadie que aparentara tener trece años. Esperaba que Tyler no llevara su aversión a las mujeres hasta el punto de no presentarse a cenar.
Se apresuró a hacer los últimos preparativos. Pondría el asado frente al puesto de George justo antes de que todos entraran en la cocina. Después de bendecir la mesa, y mientras se pasaban las verduras, serviría los panecillos y metería en el horno la segunda bandeja. Zac podría servir la leche, ya que parecía saber cómo le gustaba a cada uno.
Intentó calcular el tiempo que tenía antes de que ellos se sentaran a la mesa. Entre desensillar los caballos —no sabía si les darían de comer o los meterían en el corral, pero seguramente los almohazarían—, lavarse y cambiarse de ropa, no podrían ser menos de quince minutos, quizá media hora. Aún tenía tiempo.
Se sentó a esperar.
Apenas se había acomodado en la silla cuando la puerta se abrió de golpe y un torbellino de hombres y perros, apestando a sudor y a caballo, invadió la habitación.
—Te dije que olía a asado —presumió uno de los chicos rubios que formaba la pareja de gemelos.
Antes que Rose pudiera levantarse de la silla, cogió la olla y la puso frente a él en la mesa. Acto seguido, empezó a servirse con una de las tazas que ella había dispuesto para el café.
—¡Panecillos! —gritó un chico alto y extremamente flaco que debía ser Tyler. Rápidamente sacó la bandeja del horno y volcó los panecillos dorados en medio de la mesa para poder alcanzarlos con facilidad.
A los pocos segundos, todos, excepto George, habían empezado a servirse. Se pasaban los alimentos de un lado a otro de la mesa, mientras cada uno pedía a gritos lo que quería. Uno de los gemelos arrojó un panecillo mojado en salsa a un perro esquelético que lo había seguido hasta allí. Otro perro, que no estaba dispuesto a esperar su turno, puso las patas delanteras sobre la mesa y comió del plato del segundo gemelo. Éste rio alegremente, bajó el plato al suelo y cogió el de George para él.
Nadie saludó a Rose, ni siquiera con un guiño.
Una ira desconocida se apoderó de ella, venciendo todo cansancio. Se puso en pie de un salto y se abalanzó hacia la cabecera de la mesa.
—¡Basta ya! —gritó, con voz estridente a causa de la furia—. No os atreváis a poner otra porción de comida en la boca hasta que os sentéis en esta mesa como seres humanos.
Era como gritarle al viento. Apartó de un empujón a un perro que intentó comer en el sitio de George y luego golpeó la mesa.
—Escuchadme —gritó—. No permitiré que os comportéis de esta manera.
Todos seguían ignorándola, excepto el hombre de cabello rubio, prodigiosos ojos azules y un solo brazo. Su mirada de indignación parecía preguntarse qué derecho tenía aquella mujer a quejarse de su comportamiento.
Temblando de rabia, con el instinto como su única guía, Rose decidió actuar. Cogió la mesa con fuerza, la levantó del suelo y la volcó. El asado, la salsa y las verduras calientes cayeron al suelo en medio de los gemelos. Mientras los cinco hombres la miraban atónitos, los perros se abalanzaban sobre la comida.
En ese preciso instante George entró en la cocina. Era el único que había ido a lavarse.
Todos bramaban al tiempo.
—¡A callar! —gritó Rose.
No le prestaron atención. Los perros continuaban con el festín.
Rose se giró rápidamente, cogió la cafetera llena y la alzó como si estuviera a punto de arrojar su líquido caliente a todos.
Silencio absoluto.
—Ahora escuchadme —gritó, jadeando de ira—, o juro por Dios que nunca volveré a cocinar aquí mientras viva.
—¡Loca de atar! —soltó uno de los gemelos—. George, no podrás creer lo que…
Rose levantó la cafetera de manera amenazante.
—Monty, sabes que no debes interrumpir a una dama.
George trataba de reprimir cualquier sentimiento hacia Rose, pero a ella no le costó mucho adivinar la rabia que fulguraba en sus ojos negros. Se preguntó si alguna vez habría golpeado a una mujer. Nunca antes había visto a un hombre ahogado por una furia semejante, tan pura, fría y peligrosa.
—Pero no puedes permitirle que…
George dirigió una mirada enardecida a su hermano.
—Déjala hablar. Luego podrás decir lo que quieras.
Ella pensó que nunca conseguiría distinguir cuál de los gemelos era Monty y cuál Hen, pero en aquel momento poco importaba si no los volvía a ver jamás. Sólo la ira de George parecía capaz de doblegarlos.
—De acuerdo, explíquenos qué sucede.
Sonó como una orden, como si la tomara por un soldado raso, y esperara que obedeciera de un salto. Muy bien, saltaría, pero no de la forma que George esperaba. Pondría en claro unas cuantas cosas. Quizás cometió un error al juzgar el carácter de George, pero no tenía intención de cometer otro.
—Me llamo Rose Thornton —empezó tras tomarse unos segundos para controlar la rabia que aún le hervía en la sangre y le impedía hablar con voz firme—. Vuestro hermano me contrató ayer con el propósito explícito de que me ocupara de una casa para siete —buscó a tientas la palabra adecuada— «hombres».
La mirada de George impidió otra explosión de cólera, pero Rose no pudo saber si iba dirigida a ella o a su familia.
—Al ver este lugar he estado a punto de regresar a Austin. Pero he firmado un acuerdo y tengo la intención de respetarlo. Sin embargo, me niego a trabajar en una casa donde la gente ni siquiera tiene la cortesía de dirigirme la palabra antes de abalanzarse sobre la comida. Creí entender que habíais sido educados como caballeros —señaló el revoltijo en el suelo—, pero veo que estaba equivocada.
—No nos puede culpar por eso —se defendió Tyler, dirigiéndose a su hermano—. La mesa no la hemos volcado nosotros.
«Ése es el que odia a las mujeres —pensó Rose—. Veo que ha logrado superar su aversión a tiempo para venir a comer».
—Era la única forma de que me miraran —manifestó Rose—. No podía consentir que siguieran lanzándose sobre la comida.
—¿Es que nadie se ha presentado? —preguntó George.
Rose podía ver que la ira seguía presente en su mirada, aunque en menor intensidad. Algo nuevo se ocultaba en sus ojos, y no tenía la menor idea de qué podía ser.
—Supongo que nos hemos dejado llevar por la emoción y el olfato al ver los alimentos —admitió el que tenía un solo brazo, Jeff, el que según George pasó dos años en una prisión yanqui y no podía enterarse de lo de su padre.
—Ni siquiera esperaron la bendición —desveló Zac con superioridad dejando entrever su extraordinaria habilidad para adivinar en qué dirección soplaba el viento y eludir sus ráfagas.
—Fue la comida —señaló el otro gemelo, Hen, que parecía ser el más tranquilo, o el más peligroso, pues según Zac le gustaba disparar a la gente.
—Pero no hacía falta volcar la mesa. Ahora los perros han acabado con todo.
Este era el otro gemelo, Monty, al que le gustaban las vacas. Más agresivo que Hen, como correspondía a alguien al que le gustaban los cuernilargos, los animales más bravíos de toda la creación.
—Supongo que era la única forma de atraer la atención —concedió George.
«Debería de haberse llamado Salomón —pensó ella—. Ahora propondrá que me dividan por la mitad para mantener la paz en la familia».
—Por descontado —afirmó Rose, dejando a un lado todas sus ideas preconcebidas con respecto a George y su familia. Si tenía que luchar para obtener cierto grado de consideración, sería mejor empezar cuanto antes. Así sabrían que merecía ser tratada como un ser humano—. Si voy a cocinar, limpiar y lavar para esta familia, espero algunas cosas a cambio.
—¿Cómo cuáles?
—No me gusta que me ignoren. No pretendo decir a nadie qué debe decir, pero a falta de otras palabras, me conformaría con un «buenos días». En segundo lugar, espero que todos se laven y cambien la camisa antes de sentarse en la mesa. Igual que yo me comprometo a recibirlos con la apetitosa comida recién hecha, también espero que los demás huelan bien.
—Está loca —protestó Monty—. Llego a casa agotado. No tengo tiempo de lavarme y cambiarme la camisa.
—Aparte de que no tienes una sola camisa limpia —añadió Hen en voz baja.
Monty miró a su hermano de mala manera, pero no dijo nada.
—¿Alguna otra exigencia?
—Sí. Espero que todos permanezcan de pie hasta que yo me haya sentado y que sólo empiecen a comer después de la bendición. Luego, nos pasaremos la comida por la derecha para que todos podamos servirnos sin necesidad de alargar el brazo desde el otro lado de la mesa ni gritar. Comeréis con los modales que estoy segura que os enseñaron. Y los perros se quedarán fuera.
—No aceptaré nada de eso —estalló Monty.
—Te advertí que no trajeras una mujer a esta casa —protestó Tyler—. No me molesta preparar la comida.
—Pero a nosotros sí nos molesta comerla —le recordó Jeff.
—La mujer puede quedarse —declaró Monty—, pero que no lleve las riendas.
—La mujer tiene un nombre —masculló Rose entre clientes—. Y si queréis volver a comer en esta mesa, tendréis que aprender a respetarme.
—Todos estuvisteis a favor de que se contratara una criada —recordó George—. Ahora depende de nosotros el que las cosas funcionen.
Rose giró sobre sus talones para darle la cara a George.
—¿Votaron?
—George nos decía todo el tiempo que él debía hacerse cargo de la familia por ser el mayor —explicó Monty—. Así que Hen y yo le dijimos que si tanto quería ser responsable de la familia, tendría que encontrar a una persona que mantuviera la casa limpia. No me gusta recibir órdenes de él, pero un acuerdo es un acuerdo.
—Eso mismo pienso yo —replicó George, volviéndose hacia Rose—. Y usted se comprometió a cocinar.
—Sólo si se satisfacen mis exigencias.
Su mirada la ponía nerviosa. Hubiera querido cambiar de tema pero, o dejaba claras las cosas ahora o no lo haría nunca. Además, aquella nueva mirada en sus ojos había suavizado su furia.
—Cortesía, buenas maneras y limpieza antes de sentarse a la mesa —repitió George.
—Y los perros fuera de la casa —añadió Rose. No estaba satisfecha con el resumen de sus exigencias, pero no quería llevar las cosas demasiado lejos.
—¿Y qué pasa con nuestra cena? —preguntó Monty—. Todavía tengo hambre.
Rose no quería ceder, pero una mirada a George la hizo cambiar de opinión. Él había aceptado sus peticiones, pero a cambio esperaba que hubiera comida.
—Si limpiáis este revoltijo, veré si puedo preparar algo en una hora más o menos.
—¡Limpiar nosotros! —estalló Tyler—. Fue usted quien lo tiró todo al suelo.
—No queda mucho por barrer —observó Hen—. Al menos, los perros tienen el estómago lleno.
—Si de mí dependiera, ellos serían los únicos con el estómago lleno —gruñó Monty, el de peor carácter.
—Creo que no hemos comenzado muy bien —intercedió George. Su mirada se había hecho más intensa—. Sugiero que empecemos de nuevo e intentemos olvidar lo sucedido.
—No pienso olvidar nada, ni tampoco limpiar lo que ella ha tirado —insistió Monty.
—Lo harás —ordenó George—, o no habrá comida para ti.
Los obstinados ojos de los dos hombres se encontraron. Monty no apartó la mirada, pero tampoco hizo ningún movimiento para desafiar a George.
—Hemos sido muy groseros, y no tenemos excusa —afirmó George, mirando a cada uno de ellos—. Tristemente, yo he sido el más grosero de todos. ¿Cómo pretendo que os comportéis con educación si ni siquiera he tenido la cortesía de presentarla?
—Empezaron a comer antes de que llegaras —dijo Zac.
Rose no sabía si lo decía para tranquilizar a George o para recriminarle por haber llegado tarde a la mesa.
George lo ignoró.
—Os presento a Rose Thornton —declaró George—. De Austin. A partir de ahora ella será quien se ocupe de la casa. Este es Thomas Jefferson Randolph —indicó, señalando al más tímido de los chicos—. Jeff y yo combatimos juntos en Virginia. No sabemos qué le ha sucedido a James Madison Randolph, pero le reconocerá cuando lo vea. Es una mezcla entre Zac y yo. Los gemelos son James Monroe Randolph y William Henry Harrison Randolph. Ellos se encargaron del rancho durante la guerra. Son un poco salvajes, pero nunca le darán la espalda. Ese chico con cara de pocos amigos es John Tyler Randolph. Es el más diferente y le gusta ir por libre. El pequeño granuja que hace todos los esfuerzos posibles por mostrar que está de mi lado…
—No soy pequeño —protestó Zac.
—… es Zachary Taylor Randolph, el menor de los chicos. No sé que habría hecho mi padre de haber tenido más hijos. Ya no le quedaban más nombres de presidentes de Virginia.
Rose no se atrevió a echarse a reír. Tener que soportar semejantes nombrecitos debió suponer todo un trauma para chicos en edad de crecimiento. No era de extrañar que Hen y Monty usaran apodos.
—Mucho gusto en conoceros —saludó Rose, habiendo un esfuerzo por olvidar discrepancias—. Aunque no lo creáis, normalmente soy una persona muy afable.
No hubo risas, ni siquiera una sonrisa. Sólo un asentimiento silencioso, estoico, obligado. Bueno, ¡por algo había que empezar!
—Hen, tú y Jeff levantar la mesa y las sillas —ordenó George—. Zac, tú y Tyler limpiar el suelo. Monty, los perros son tuyos, así que sácalos de aquí. Yo recogeré los platos rotos. Después iréis a lavaros y cambiaros de camisa. Y sólo entonces, podréis sentaros a comer con la educación que se os enseñó.
—No pienso hacer nada de eso —vociferó Monty, volviendo a montar en cólera tan rápidamente como se había calmado.
Les silbó a los perros y salió como una tromba de la cocina. Los animales no habían acabado del todo, pero Tyler cogió una escoba y pronto los convenció de que estarían mejor fuera.
—Pues yo no veo la necesidad de lavar el suelo —opinó Zac mientras cogía un cubo para traer agua—. ¡Si se va a ensuciar de nuevo!
—No sucederá —contestó Rose—, porque os limpiareis el barro de las botas antes de entrar en la casa.
—¿Se ha propuesto amargarnos las comidas? —preguntó Hen.
—¿Irías a sentarte a la mesa de tu madre apestando a caballo y dejando barro por todas partes?
Hen no respondió, pero Rose podía adivinar que, sin ser consciente de ello, había tocado un tema muy delicado. Aunque permaneció impasible, la expresión de su rostro se petrificó. Rose tomó nota mentalmente de no volver a mencionar a la difunta señora Randolph hasta que tuviera la oportunidad de preguntarle a George sobre ella.
Le observó mientras recogía los fragmentos rotos de platos y vasos. Era difícil imaginar qué le pasaba por la cabeza, pero agradeció su imparcialidad y la voluntad de apoyarla convencido de que tenía razón. No mostró ninguna emoción.
¿Acaso no tenía sentimientos?
En cualquier caso, ése no era el momento de preocuparse por ello. Tenía una comida que preparar. Ya lo pensaría mañana, porque George Washington Randolph constituía todo un misterio que ella tenía la intención de descifrar muy pronto.
George sintió que su rabia se iba apagando. Sabía que la llegada de Rose no iba a ser fácil, pero jamás imaginó que ella se enfrentaría con todos la primera noche.
Su actitud le había sorprendido e irritado, poniendo en serio peligro su idea de cómo debía comportarse una mujer decente. Le enfurecía que tratara a su familia como si fuera una banda de rufianes maleducados. Ellos eran los Randolph de Virginia, emparentados con gobernadores, rectores de universidades, ministros del gabinete, un presidente del Tribunal Supremo y un presidente de los Estados Unidos.
Incluso con Robert E. Lee.
¿Quién se creía? No era más que la hija de un oficial yanqui, una joven a quien había rescatado gracias a la bondad de su corazón. Se merecía que la mandaran a freír espárragos. No estaba dispuesto a permitir que una criada le diera órdenes.
Pero la manera en que sus ojos le miraron cuando entró en la cocina había evaporado casi por completo su ira. Parecía debatirse entre su furia de lince acorralado, y el miedo a su reacción, a decepcionarle. Y sin embargo, se mantuvo firme. Al igual que sucedió con Luke Kearney, había dejado bien claro cómo quería que la trataran, sin hacer ninguna concesión. No pudo por menos que admirar su valor.
¿Cómo podía guardarle rencor? En su obcecación de mantener una distancia prudente se había vuelto descortés. Había llegado tarde a propósito, pensando que con los chicos sentados en la mesa, su presencia no le turbaría tanto.
Se había equivocado totalmente.
Cuando vio que todos se habían aunado en su contra, quiso defenderla, protegerla con su cuerpo. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no correr a estrecharla entre sus brazos.
La fuerza de sus sentimientos le había desconcertado tanto que quiso alejarse, dejar que se las arreglaran solos mientras él retomaba el control de sí mismo. Su imprudencia había motivado esa situación y ahora no tenía más remedio que tratar de desagraviar a Rose sin perder objetividad. Lo había hecho en el ejército, pero hacer de conciliador entre sus hermanos y Rose resultaba una labor mucho más peliaguda.
Entretanto, hablaría con ella.
Le explicaría lo mucho que se estaban esforzando, todo por lo que habían pasado desde que fueron arrancados de la comodidad y seguridad de su hogar en Virginia para ser abandonados en el desconocido desierto del sur de Tejas. Hacerle ver el desasosiego y el terror que sintieron al tener que ocuparse de un rancho en una región plagada de cuatreros, donde tenían que matar para sobrevivir. Quizás así comprendería el dolor y la rabia de ver a su dulce y aristocrática madre morir, sola y casi indigente, en una tierra salvaje que ella nunca supo ni quiso entender.
Rose no podía saber que ser el hijo de William Henry Randolph disculpaba casi todo.
George cerró la puerta tras él.
—Los chicos están listos para pasar a la mesa cuando disponga —le anunció a Rose.
Ella apartó sus ojos de las ollas que estaban en la cocina para mirar el pan en el horno.
—Sólo tardaré unos minutos más. Los panecillos aún no están dorados.
—Se sienten bastante molestos por lo sucedido.
Rose alzó la vista.
—Dudo que se sientan peor de lo que me he sentido yo.
—No debí permitir que vinieran solos.
—Ya son lo suficientemente mayorcitos para saber comportarse, sin necesidad de que nadie les dirija.
Se preguntó qué pensaría de tener que preparar la cena por segunda vez. Apenas había pronunciado una palabra mientras los chicos estaban en la cocina, ni después.
—¿Puedo ayudarla en algo? —preguntó. No sabía estarse quieto. Ni siquiera los cuatro años en el ejército le enseñaron a esperar con paciencia.
—Siéntese. Me paga para prepararle la cena.
Así que aún estaba furiosa.
—Esto es diferente. El contrato no hablaba de repetir comidas.
—Puede servir la leche. Zac dice que a cada uno le gusta de una forma.
Llenó los vasos con los contenidos de diferentes jarros y los puso junto a los puestos correspondientes.
—Los chicos no son tan malos como parece —comentó—. A su edad a nadie le gusta la disciplina.
—No sabría decirle —respondió Rose, sacando los panecillos del horno y poniéndolos en un cesto cubierto por mi trapo—. Los chicos Robinson eran mucho más pequeños.
—Entonces supongo que será cuestión de acostumbrarse a nuestra familia.
—Estoy dispuesta a intentarlo, si ellos también lo hacen.
No se estaba echando para atrás. Se estaba preparando para los problemas que pudieran venir, y con toda la razón.
Rose dejó la mantequilla en la mesa, espantó una mosca que mostraba interés en el asado, se arregló el vestido y acomodó un rebelde mechón de pelo detrás de su oreja.
—Ya está todo listo. Puede hacerlos pasar.