23
George miraba los humeantes restos de su casa.
Los troncos eran demasiado gruesos para arder, pero el techo había desaparecido. El interior estaba prácticamente destruido. Habían levantado las tablas del suelo, destrozado las cómodas y los armarios, vaciado los pucheros y la despensa, abierto las latas y cajas arrojándolo todo al suelo. El jardín no estaba mucho mejor, había tantos agujeros en él que parecía una colonia de perros de la pradera.
Se habían atrevido incluso a abrir las tumbas de la señora Randolph y de Alex.
—No pueden vivir aquí —dijo Sheridan.
—No —asintió George—. Nos mudaremos a Austin.
Rose de inmediato lo miró.
—Ordenaré a mis hombres que retiren los escombros —propuso Sheridan—. Eso les dará algo que hacer mientras esperan que los bandidos de Cortina ataquen de nuevo. Tampoco tiene que preocuparse por los McClendon. Ya nos ocuparemos nosotros.
—No puedes rendirte —le suplicó Rose a George—. No después de todo lo que has trabajado.
—No me estoy rindiendo. Tenemos que asistir a un desfile, ¿o acaso lo has olvidado?
Rose nunca hubiera imaginado que una sonrisa pudiera ser tan triste. Pero se sintió orgullosa de él. Muy orgullosa.
—Además, no puedes quedarte aquí mientras construimos otra casa, una verdadera casa esta vez. Tardaremos mucho tiempo. Tiene que ser lo bastante grande para albergar por lo menos a media docena de mocosos yanquis.
Rose sintió que el corazón se le salía del pecho.
—¿Estás seguro?
—Completamente. Estoy deseando asumir esa responsabilidad. Acepto el reto de guiar los vacilantes pasos de nuestros hijos por el peligroso camino de la vida. Anhelo sentarme a resolver sus disputas, y para ello espero contar con la sabiduría de Salomón. Seré un depositario de conocimientos, una fuente del saber, un cofre de consejos.
—¿Estás seguro de que lo que quieres es tener niños? —preguntó Sal—. Parece que te estuvieras presentando como candidato a gobernador.
Rose y George se rieron.
—Sabes que no me quedaré en Austin después del desfile —le advirtió Rose a George—. Y de nada servirá discutir. Ninguna mujer en su sano juicio permanecería lejos de su marido mientras éste le construye una casa.
—¿Pero dónde vivirás?
—Viviré donde tú vivas y dormiré donde tú duermas. Al aire libre o en la cueva. No me importa, pero no me quedaré en Austin.
—Tal vez deba pensar mejor la idea de tener hijos —señaló George, intentado parecer serio—. No sé si podré soportar vivir en una casa llena de niñas tan tercas como tú.
La emoción hizo que la expresión de Rose se suavizara.
—No lo estás haciendo por mí, ¿verdad? —preguntó conmovida.
—Claro que sí. Será mi regalo para ti por todo lo que has sido y eres, y por todo lo que siempre significarás para mí. Pero también mi propio regalo. Serán mi fe en el futuro y en mí mismo, mi triunfo sobre el pasado. No podría haber hecho nada de esto sin ti.
—Para ser un ex soldado, es muy exaltado en sus sentimientos —le comentó Sheridan a Sal.
—Eso parece —respondió Sal con una sonrisa—. Supongo que es una buena cosa que no se haya vuelto a alistar.
—¿Pensaba alistarse de nuevo? —preguntó el general Sheridan, lanzándole una mirada penetrante a George.
—Sí. Durante un tiempo estuvo pensando en ir al oeste a combatir a los indios.
—¿Crees que lo haría? Un hombre que pudo resistir a cuarenta asaltantes prácticamente solo podría convertirse en coronel en poco tiempo. Y puesto que Grant ha mostrado interés en él, podría ascender muy rápido.
—No creo que le interese —señaló Sal, mirando a George y a Rose caminar del brazo hacia el roble que resguardaba las dos tumbas—. Creo que ahora está pensando en una tribu de indiecitos completamente diferente. Y Rose es el único general al que permitirá que lo mire por encima del hombro.