22
—Tienen que estar por aquí —indicó una voz.
—A lo mejor se han marchado a Austin. Han tenido toda la noche para huir.
—Sí, mientras nosotros cavábamos la mitad de su jardín.
—Nunca pensé que hubiera oro, pero papá se niega a escuchar. Quiere atrapar a ese hombre para que le diga dónde lo escondió. Dijo que si era necesario le arrancaría el pellejo a esa mujer centímetro a centímetro.
George había sentido rabia antes, pero lo que experimentaba en aquel momento era algo completamente nuevo. Podía sentir que la sangre le hervía de furia, como olas rompiendo en una costa rocosa, impulsadas por una fuerte corriente a golpear cada vez con más fuerza. Así debía sentirse su padre cuando perdía los estribos.
Pensar en ello asustó tanto a George que su rabia empezó a disiparse.
—Tenemos que ponerles algún señuelo para que se alejen de aquí, o no tardarán en encontrarnos —le susurró George a Rose—. Sal y yo los confundiremos. Zac y tú quedaros aquí. No os mováis por muchos disparos que se oigan.
—¿Por qué disparos? —preguntó Rose.
—No podemos alejarlos sin atraer su atención, ¿no crees?
Rose no se quedó tranquila con la explicación.
—No nos esperéis hasta que anochezca —repuso George.
—Ten mucho cuidado.
En la cueva tenían que andar a gatas, pero George se las arregló para abrazar a Rose.
—Nunca había tenido una razón para regresar, pero ahora la tengo. Puedes estar segura de que se necesitan más de unas cuantas docenas de McClendon para alejarme de ti —besó a Rose con vehemencia—. Zac y tú acostaros un rato. Así el día se os pasará más rápido.
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé, pero voy a convencer al viejo McClendon de que no es una buena idea venir por aquí.
—¿Cómo?
—Ya encontraré la manera.
Guiñó el ojo para quitarle importancia, salió de la cueva a gatas y desapareció.
Rose estaba inquieta. George no era el de siempre. Había en él una fiereza que no había visto antes. Conocía su determinación y contaba con ella. Pero aquello era diferente. La asustaba.
—¿Podemos al menos ver qué está sucediendo? —le rogó Zac.
Habían pasado todo un largo, tenso y aburrido día, ocultos en lo más profundo de la cueva esperando que George regresara. Ella había permanecido despierta, mientras Zac dormía. Ahora él rebosaba de energía y ella luchaba desesperadamente por mantener los ojos abiertos.
—Ni se te ocurra acercarte a la entrada —le dijo Rose—. Uno de ellos podría estar cruzando el riachuelo. Y no hables tan alto.
—Pero no me descubrirán. Tú nunca pudiste encontrarme —adujo Zac—. George tampoco.
—Eso es verdad —admitió Rose—, pero no estamos jugando al escondite. Si esos hombres te atrapan, sabes que George se entregaría, ¿o no?
El niño asintió con la cabeza.
—No creerán que no tenemos ese oro. Nos matarán a todos. ¿Entiendes?
Zac asintió de nuevo.
—Muy bien. Ahora ¿por qué no me cuentas un cuento? No creo que yo pueda pensar en otro ni aunque me apunten con una pistola en la cabeza.
Rose se despertó sobresaltada. Se había quedado dormida mientras Zac le hablaba del perro que le pediría a George cuando vendiera la vacada. Se preguntó por qué tenía tanto calor, y se dio cuenta de que Zac la había arropado con un edredón. Realmente era un niño adorable. Tendría que hacer algo verdaderamente especial para él cuando todo regresara a la normalidad. Entretanto, sería mejor que se ocupara de la comida. Debían ser las últimas horas de la tarde, pues la cueva estaba bastante oscura. Se incorporó esperando encontrar a Zac junto a ella.
¡Se había marchado!
Sintió deseos de azotarle apenas pudiera atraparlo, pero al mismo tiempo el temor por su vida hizo que el corazón se le acelerara. Tal vez estuviera cerca de la entrada. Se abrió paso con dificultad a través del laberinto de raíces, mientras se maldecía por haberse quedado dormida. Zac nunca se habría marchado si ella hubiera permanecido despierta.
No había nadie en la entrada de la cueva. Zac se había marchado. Nunca se perdonaría a sí misma si algo le pasaba al niño.
Ni siquiera quería pensar en cómo se sentiría George. Por la manera en que actuó aquella mañana, podía adivinar que no se detendría hasta que todos los McClendon estuvieran muertos. Esto destruiría a George, así como todos sus sueños. No podía permitirlo.
Rose salió de la cueva y se quedó un momento escuchando. Oyó disparos por el este. Eso significaba que George y Sal habían logrado alejar a los McClendon. Se sintió un poco mejor. Cuantos menos hubiera, más posibilidades había de que nada le hubiera ocurrido a Zac. Volvió a entrar en la cueva, cogió un rifle, lo examinó para cerciorarse de que estuviera cargado y salió de nuevo.
Tras media hora de búsqueda seguía sin encontrar rastro del niño, ni tampoco de ningún McClendon. Era como si nunca hubieran estado en aquel lugar. No se atrevió a aproximarse a los humeantes restos de la casa —seguramente los McClendon estarían cerca—, pero no creía que Zac hubiera ido allí. Se preguntó si no habría regresado a la cueva.
Rose no consiguió llegar al riachuelo. Apenas había recorrido veinte metros, cuando el viejo McClendon salió de detrás de un grueso tronco y se abalanzó sobre ella, arrancándole el rifle de las manos.
—Sabía que regresarías a tu guarida —declaró el viejo, riéndose entre dientes—. Conozco esas cuevas. Una vez me escondí allí de unos indios que me perseguían. Pensé que os refugiaríais allí.
Era inútil resistirse. Él podía parecer viejo, pero era sorprendentemente fuerte. Además, si intentaba huir la mataría a tiros.
—Vamos a regresar para esperar a tu marido —indicó McClendon—. No creo que se quede fuera por más tiempo.
Rose sabía que no podía permitir que McClendon la llevara a la cueva. Si entraban allí, George no podría rescatarla.
Forcejeó para hacer que él aminorara la marcha, intentando decidir cuál era el momento adecuado para oponer resistencia. Tenía que hacer algo pronto. Le puso una zancadilla para hacerlo tropezar, al tiempo que le golpeaba en el estómago con todas sus fuerzas.
El viejo ni se inmutó. La golpeó en la frente con la culata de su rifle y ella se desplomó a sus pies.
—Te romperé la cabeza si lo intentas de nuevo —la amenazó.
Rose no opuso resistencia cuando el viejo la levantó y empezó llevarla a rastras hacia el riachuelo. Luchaba por mantenerse consciente. Tenía que prevenir a George. Reuniendo todas sus fuerzas, dio un largo grito.
—¡George!
El sonido se expandió en el denso aire de la tarde como un resplandor, pero Rose no lo oyó. Los dedos largos y delgados de McClendon rodearon su cuello, dejándola sin aire. Sólo alcanzó a oír un zumbido en sus oídos antes de que la oscuridad la envolviera.
* * *
Una hora antes George y Sal habían decidido no continuar con el juego de distraer a los McClendon y emprendieron el camino de regreso a la cueva. Casi habían llegado al riachuelo cuando George oyó aquel grito que le heló la sangre y lo impulsó a actuar de inmediato. Atravesó a toda carrera la abierta llanura que lo separaba del riachuelo, saltó a éste por encima de la maleza y corrió por el lecho de grava en dirección al grito que aún zumbaba en sus oídos. Se detuvo temblando cuando vio que McClendon arrastraba el cuerpo inerte de Rose hacia el riachuelo.
Una ira asesina, diferente de todo lo que hasta entonces había sentido, estalló dentro de él. Sintió un despiadado deseo de matar, de aniquilar sin misericordia a aquel hombre que amenazaba a quien él amaba. Era como si una fiera, agazapada durante mucho tiempo, despertara de lo más profundo de su ser. Pero la necesidad de luchar por su vida y la de aquellas personas a las que quería le habían despojado de toda debilidad, desencadenando al monstruo.
Era como si su padre hubiera resucitado en su cuerpo.
Incluso cuando tuvo a McClendon frente a él e intentaba decidir qué hacer para proteger a Rose, George combatió su deseo de sangre, su furia animal. Hiciera lo que hiciera, lo haría porque era su deber, no porque no pudiese controlarse.
—Suéltela, McClendon —gritó George—. Ya le dije que no hay ningún oro. Nunca lo ha habido.
El hombre alzó la vista sorprendido. Luego una sonrisa diabólica se esbozó en su cara.
—Les ordené a los demás que se fueran —manifestó—. Creen que se ha marchado a Austin. Yo sabía que no lo haría. Es demasiado terco, pero no estúpido. Todo lo que quiero es el dinero. Sólo dígame dónde está y soltaré a su mujer. No quiero que los chicos sepan que lo tengo. No harían más que desperdiciarlo en putas. Antes de Navidad ya lo habrían gastado todo. Yo no. No quiero ser pobre de nuevo.
Sal se había acercado a George durante el intercambio de palabras con McClendon.
—Voy a intentar dispararle —susurró George.
—¿Dónde? Aunque le pegaras un tiro en la cabeza, tendría tiempo de disparar a Rose.
—Lo sé. Voy a tratar de darle en el codo. Vigílalo un minuto.
George entró en la cueva. Salió momentos después con una pistola de duelo.
—Permanece atento a ver si ves a Zac —le pidió a Sal—. No está por ningún lado.
George dio un salto para salir del lecho del riachuelo y llegar al terreno llano en el que se encontraba McClendon.
—Dígame dónde está el oro o la mato —le provoco McClendon, sonriendo de oreja a oreja.
—Está fanfarroneando, viejo —le respondió George—. Suelte a Rose o lo mato ahí mismo. Y no crea que no puedo hacerlo. Mi padre me enseñó a disparar a los puntos de un naipe a veinte pasos de distancia. Una noche no me dejo ir a dormir hasta hacerlo veinte veces seguidas.
McClendon miró nervioso la pistola que colgaba a un costado de George, pero no soltó a Rose.
—No me matará —prosiguió George, y empezó a caminar hacia el viejo—. Si yo tuviera ese oro, no le habría dicho a nadie dónde lo escondí. Usted nunca podría encontrarlo si yo muriera. Y no matará a Rose porque sabe que le pegaré un tiro en la cabeza.
—Será mejor que no me presione demasiado —señaló el viejo.
George siguió caminando.
—No se acerque más —gritó McClendon—, o la mataré.
—Y yo lo mataré a usted. Pero en cualquier caso no se quedará con el oro.
George se había acercado lo suficiente para ver que Rose había recobrado el conocimiento. También vio un delgado hilo de sangre saliendo de su sien.
La fiera dentro de él se levantó de un salto gruñendo. Todo sentimiento de compasión, todo deseo de perdonarle la vida al viejo, murieron en su corazón. Nunca se había sentido tan tranquilo en toda su vida, ni tan seguro de que podía matar.
No era el hombre que siempre había sido. A ese alguien lo había quitado de en medio a empujones. Otra persona había tomado el control de su cuerpo.
—Voy a matarlo, Rose —anunció George, ignorando a McClendon—. Tan pronto como puedas, libérate de él. Luego corre hacia el riachuelo lo más rápido que te sea posible. Los demás bandidos pueden salir del monte.
—Realmente es usted un tonto si cree que puede huir —afirmó el viejo retrocediendo y arrastrando a Rose con él—. Los chicos lo atraparán.
—Eso no le servirá de nada a usted, ¿verdad? —se burló George, sin dejar de caminar hacia el viejo—. Ya estará muerto y en el infierno.
Incluso cuando George sintió que su cuerpo se ponía tenso y que su brazo empezaba a alzarse, hizo un último intento por combatir el deseo de sangre que invadía su cerebro. Nunca en su vida había actuado llevado por una ira ciega. Mataría para proteger a Rose, exterminaría a todo el clan McClendon si fuera necesario, pero no mataría por rabia. Debía asumir con dignidad las consecuencias de sus actos.
Poco a poco, George sintió que la insensata furia empezaba a perder control sobre él; la luz de la razón volvió a brillar. En aquel mismo instante, el viejo tropezó con una raíz y Rose lo apartó de un empujón. Cuando empezó a correr, McClendon alzó el brazo y disparó.
George vio que Rose se tambaleaba y caía. Casi enseguida disparó sobre el viejo. Sin esperar a ver si le había dado, George corrió hacia Rose.
—Es sólo un rasguño —dijo ella, señalando el lugar de su hombro en que la sangre manchaba su vestido—. No estoy herida.
De repente se produjo una ráfaga de disparos en torno a ellos.
George levantó a Rose de un tirón y, agachados, corrieron hacia el riachuelo y se lanzaron a su lecho. Sal disparaba tan rápido como su rifle se lo permitía.
—Salen de todas partes —informó—. No sé cuánto tiempo podremos resistir.
George y Rose cogieron sus rifles justo en el momento en que los McClendon cruzaban precipitadamente la maleza. Con determinación mortífera, apuntaron a cada uno de ellos. No pasó mucho tiempo antes que el ataque disminuyera.
Luego cesó.
George esperó, pero nada sucedió. Pasaron muchos minutos y todo continuó en calma.
—¿Hay alguien allí? —gritó.
No hubo respuesta.
Después de un tiempo, una voz contestó:
—Sí.
—No hay ningún oro —vociferó George—. Nunca lo ha habido. Traté de decírselo al viejo, pero no quiso escucharme. Podéis cavar cada centímetro de tierra que rodea la casa si queréis.
—Ya lo hicimos —respondió la voz.
—No tiene ningún sentido que nadie más salga herido.
Hubo un largo silencio.
—¿Seguís ahí?
—Sí.
—¿Vas a dejarnos en paz?
Hubo otro largo silencio. George creía poder oírlos hablar, pero no tenía ni idea de qué decían.
—¿Podemos llevarnos a papá?
—Sí.
Momentos después, un hombre alto y delgado, que debía ser la viva imagen de McClendon cuando era joven, salió de la maleza. Se detuvo un momento, y luego caminó hacia el lugar donde yacía su padre.
—Le dije que no había ningún oro. Le dije que los hombres ricos no trabajaban tanto como usted. Pero ese tal Silas seguía jurando que él sabía dónde estaba. Decía que todo lo que teníamos que hacer era sacarlos de la casa.
—¿Qué le pasó a Silas?
—Papá lo mató. Se puso tan furioso cuando no pudo encontrar el oro que le pegó un tiro.
El hombre miró a su padre.
—Le dije que no molestara a esa chica, que ningún hombre tolera que se metan con su mujer, que eso los enfurece más que al mismísimo demonio. Pero no quiso escucharme. Papá no escuchaba a nadie. Creía que lo sabía todo. Mire cómo ha terminado, cómo hemos terminado todos —indicó, mirando a los hombres heridos que empezaban a levantarse del suelo.
Y a los que no se levantaron.
—Ustedes sí que saben disparar. También le dije eso a papá. Contestó que ustedes eran del este, que ningún hombre del este, excepto la gente de la montaña, sabe usar un arma. Le hablé de ese hermano suyo, de cómo eliminó a Klute y Buddy sin que nadie pudiera verlo siquiera, pero tampoco quiso escuchar.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó George.
—Lo llevaremos a casa y lo enterraremos junto a mamá. A ella le hubiera gustado. En lo que a mí concierne, no me importaría que los coyotes lo devoraran.
George miró al hombre levantar a su padre y colocarlo sobre la silla de un caballo que alguien había sacado de la maleza. El viejo estaba muerto. George había perdido aquella batalla contra sí mismo.
—Quería pegarle un tiro en el codo —señaló George, hablando más consigo mismo que con Rose y Sal—. Sólo quería asegurarme de que no le dispararía a Rose después de que yo le diera.
—Así fue, le diste en el codo —explicó Sal—, pero él se cambió el arma de mano. Te iba a disparar mientras ayudabas a Rose a levantarse. Así que tuve que pegarle un balazo. Yo no soy tan bueno como tú, y le apunté a algo más grande que su codo.
George sintió un gran alivio. Había ganado. Si podía controlarse cuando la vida de Rose estaba en peligro, podría hacerlo siempre.
—Iré a ver si se han marchado —se ofreció Sal. Salió del riachuelo y se internó en la maleza.
—¿Crees que regresarán? —preguntó Rose.
—No —respondió él, sintiéndose casi como el antiguo George—. Ese hombre no es como su padre. ¿Dónde escondiste a Zac? No lo vi cuando fui a buscar mi pistola.
—No sé dónde está —contestó Rose—. Lo estaba buscando cuando McClendon me atrapó.
—¿Quieres decir que se marchó sin decirte nada?
—Me temo que me quedé dormida.
—Cuando lo encuentre, le voy a arrancar hasta el último centímetro de pellejo —juró George.
—No quiso…
—Lo sé, pero casi te matan por su culpa. No puedo perdonarle eso.
Pero George no tuvo que buscar a Zac. En aquel preciso instante el niño salió de la maleza, saltó al lecho del riachuelo y se lanzó a sus brazos.
Antes de que George pudiera decirle todo lo que le bullía en la cabeza, Zac gritó:
—Mira George, traje al ejército.
George alzó la vista y vio a un oficial a caballo, ostentando una insignia de general y docenas de condecoraciones. Lo seguía un destacamento de dieciocho hombres.
—Soy Phil Sheridan —anunció el hombre—. ¿Pueden decirme dónde puedo encontrar a George Randolph? Vengo a entregarle un indulto.