21

¿A qué distancia están de la casa? —preguntó George. Miró instintivamente el camino de entrada, como si esperara verlos acercarse a todo galope.

—No lo sé. Los vimos en el robledal donde Monty caza los pavos. Sal me estaba enseñando cómo cazarlos cuando los oímos —explicó Zac.

—¿A las dos de la mañana?

—No podía dormir y Sal tampoco.

—Apuesto a que estabas acribillándole a preguntas. ¿Dónde está?

—Se ha quedado vigilando.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Rose.

—Intentaré convencerlos de que se marchen. Zac, quédate aquí a ayudar a Rose.

—Eso no es justo. Yo quiero…

—Esto no tiene nada que ver con la justicia —lo interrumpió George—. Rose necesita tu ayuda.

Nadie cuestionaba a George cuando usaba ese tono de voz, y Zac lo sabía.

George fue corriendo a su habitación. Sacó una chaqueta y llenó sus bolsillos con munición. También sacó un rifle de repuesto.

—Regresaré tan pronto pueda, pero no me esperéis antes del amanecer.

—Tendrás cuidado, ¿verdad? —le preguntó Rose.

—Por supuesto. Hay muchas cosas que quiero hacer, y no tengo ninguna intención de permitir que los McClendon me lo impidan.

George decidió ir a pie, pero no tardó en arrepentirse de esta decisión. Sus botas no estaban hechas para caminar, ni mucho menos para correr. Pero no tenía tiempo para ensillar un caballo, y tampoco quería que esos bandidos oyeran el ruido de los cascos.

No tuvo que caminar mucho. Los McClendon estaban a menos de medio kilómetro de la casa.

—¡Eh! —lo llamó Sal desde un matorral que se encontraba junto al riachuelo.

George corrió hacia él.

—¿Cuántos son?

—Seis. El viejo está al mando. Se acercan despacio, han envuelto con trapos los cascos de sus caballos. Quieren acercarse lo más posible para luego atacarnos por sorpresa.

—Pues bien, yo también tengo una sorpresa para ellos.

—Hay algo que debes saber. Silas está con ellos.

—¡Silas! Pero si se fue con los demás chicos a Corpus Christi.

—Debió escabullirse para regresar aquí.

—¿Por qué?

—No lo sé. Pensé que tú lo sabrías.

—¿Cómo podría saberlo? Apenas he cruzado con él más de cuatro palabras.

—Debe tener un motivo.

—Lo sé, y es lo que me preocupa.

—¿Qué piensas hacer?

—Preguntarles qué están haciendo aquí.

—¡Qué…! —Sal rio entre dientes—. Seguro que esa táctica no la aprendiste en el ejército.

—No, pero ésta es una batalla que no quiero librar. Podría ser sólo un señuelo. Espero que el grupo principal no se esté acercando por detrás de la casa.

—No lo creo. No se hubieran tomado tantas molestias para que no los oyéramos llegar si intentaran distraer tu atención.

—A eso estoy apostando. Espero que tengamos razón. Ahora volvamos hacia la casa. Tendrán que coger el camino a través del monte. Cuando lleguen al cuello de botella, los detendremos. Tú te pondrás de un lado, y yo del otro.

Una vez que George y Sal retrocedieron doscientos metros en dirección a la casa, George tuvo la certeza de que no había otra fuerza de ataque. Sólo estaban el viejo McClendon, sus cuatro hijos y Silas. Por alguna razón, los demás miembros del clan no habían sido incluidos. George y Sal se apostaron en la maleza a esperar. No pasó mucho tiempo antes de que estuvieran lo bastante cerca para oírlos hablar.

—¿Cómo piensas obligarlo a decirte dónde está escondido el oro? —le estaba preguntando el viejo a Silas.

—Sólo tienes que apresar a su mujer y al niño, y él te dirá todo lo que quieras saber.

—Yo no cambiaría el oro por ninguna mujer —dijo McClendon, burlándose de este razonamiento.

—Yo tampoco, pero George Randolph no es como nosotros. Piensa que la gente es más importante que el oro.

—¡Imbécil! —espetó McClendon.

—¿Estás seguro de que hay tanto como dices? —preguntó uno de los chicos—. No parece posible que hayan podido traer todo ese oro desde Virginia sin que nadie se diera cuenta.

—Hay medio millón, y lo trajeron con ellos. ¿De dónde crees que salió todo el oro que han estado derrochando en Austin?

—Me iré a Nueva Orleáns apenas me den mi parte —comentó uno de los chicos—. Pienso reservar un cuarto lleno de mujeres que sólo podrán llevar puestas medias negras.

—Yo quiero tener una mansión llena de sirvientas que hagan todo lo que me apetezca.

—¿Incluso brincar contigo en la cama? —bromeó otro.

—Eso también —asintió su hermano.

—Pues no podréis gastar ese oro hasta que no lo tengamos en nuestras manos —declaró el patriarca—. Será mejor que repasemos lo que hay que hacer cuando lleguemos a la casa. Explícaselo de nuevo —le ordenó a Silas.

—Dejamos nuestros caballos en el corral —empezó a decir Silas—. George y su esposa duermen detrás de la cocina. Sal y el niño en la habitación que está del otro lado del corredor. Dos de vosotros daréis la vuelta hasta llegar…

—Está un poco oscuro para dar un paseo, McClendon —gritó George cuando los bandidos pasaron al lado de ellos.

—Supongo que eso explica por qué estás tan lejos de tus tierras —gritó Sal desde el otro lado del camino.

Al comprender que podían ser atacados por ambos lados, los asaltantes tiraron de sus riendas de manera involuntaria y trataron de sacar sus armas. Los caballos reaccionaron levantando las cabezas, bufando y moviéndose nerviosamente de un lado a otro. Habían estado cabalgando en formación cerrada y con la confusión que se produjo lo único que pudieron hacer fue impedir no chocarse los unos con los otros.

—¿Qué buscáis aquí? —preguntó George—. No habréis venido en medio de la noche para hacer una visita amistosa.

—Venimos por el oro —contestó Silas.

—¿Por qué se lo has dicho? —comentó entre dientes el viejo McClendon—. Ahora estará alerta.

—Teníamos que decírselo tarde o temprano —respondió Silas—. No puedes asaltar a un hombre sin decirle qué quieres.

—Sobre todo porque no sabemos dónde lo tiene escondido —añadió uno de los chicos.

—Todo lo que me queda son cien dólares —declaró George—. ¿Por qué creéis que mis hermanos fueron a vender una parte de la vacada?

—Te estoy hablando de la nómina de la Unión —replicó Silas.

—No sé de qué nómina me hablas.

—Hablo del oro que tu padre robó.

—Debes estar borracho, Silas —dijo George—. ¿Sabes de qué está hablando, Sal?

—Tu padre atacó un destacamento de la Unión que escoltaba una nómina del ejército de medio millón de dólares —le respondió Sal—. Nadie encontró ese dinero. Tu padre dedujo que aquel destacamento no era más que un señuelo, que el oro debieron de llevarlo por otra ruta.

—Su padre robó ese oro —insistió Silas—. Imagino que George debió encontrarlo cuando estuvo en Virginia después de la guerra. El dinero que se ha estado gastando en la ciudad es una parte de ese oro.

—Pues imaginas mal.

—¿Cómo podría un ex confederado como tú tener oro?

—Vendimos una parcela de tierra que una tía nos dejó —señaló George—. Mirad en los archivos del registro si no me creéis.

—No te creo. Trajiste ese oro y lo escondiste. No tienes que preocuparte. No nos lo llevaremos todo.

—¿Cuánto te llevarías, Silas?

—La mitad. No podrás quedarte con nada si le decimos a los funcionarios de la Reconstrucción que lo tienes tú.

—Y una vez que te hayas llevado ese oro, ¿no querrás volver por la otra mitad?

—La mitad es suficiente para mí.

—¿Y para los McClendon? Tal vez ellos piensen que robar oro es más fácil que hurtar ganado.

Los jóvenes McClendon, mascullando insultos, dieron muestras de querer cargar contra las voces ocultas.

—No dejéis que os saque de quicio —les ordenó el viejo a sus hijos—. Podrían derribaros de un balazo antes de haber recorrido diez metros.

—Si yo tuviera ese oro, preferiría devolvérselo al ejército que dárselo a ladrones —manifestó George—. Al menos así podría dormir tranquilo en mi cama.

—No hay necesidad de estar intranquilo —le aseguró Silas—. Vosotros sois seis y nosotros también. La mitad parece justo. Eso nos dará a todos algo con que volver a empezar.

—Silas, no tengo ese oro. Ni lo he tenido nunca. De tenerlo, se lo habría entregado al ejército.

—Os dije que no había ningún oro —recordó entre dientes uno de los chicos.

—Sólo está tratando de hacernos creer que no lo tiene —apuntó otro—. Esos Randolph son tan listos como ratas.

—Silencio —les ordenó el viejo—. Nadie le creerá hasta que lo veamos con nuestros propios ojos.

—Te evitarás muchos problemas si aceptas darnos el oro —afirmó Silas—. No nos meteremos ni con tu esposa ni con tu hermano pequeño. Simplemente nos iremos de aquí y nunca nos volverás a ver.

—Por última vez, no tengo ese oro y no sé nada al respecto. Segundo, si lo tuviera, no creo que os marcharais de aquí dejándome la mitad. No estaríais contentos hasta llevároslo todo. Los McClendon sois demasiado perezosos para criar ganado en una región donde éste prácticamente se cuida solo. No confío en que unos hombres que roban vacas se vayan tan tranquilos sabiendo que queda algo de oro.

—Estás cometiendo un grave error.

—No, vosotros estáis cometiendo un error. Os estáis arriesgando a dejaros matar por algo que ni siquiera existe. Pero ya basta de charla. Dad media vuelta y regresad por donde habéis venido.

—Volveremos —amenazó el viejo McClendon.

—Supongo que sí —contestó George—, pero sabed que si regresáis mataré a todos los que pueda.

—Somos más de cuarenta —señaló el viejo—. Tú estás solo.

—Usted también —le contestó George—. Y pienso matarlo a usted primero. Cuando se le corta la cabeza a la serpiente, el cuerpo muere. Usted es la cabeza, McClendon. Usted es el mal que infecta a su familia.

—Te mataré, Randolph —gritó McClendon—. Te mataré a ti y a todos tus parientes.

—Unos cuantos miles de yanquis ya lo intentaron y no pudieron. Creo que cualquiera de ellos era mejor hombre que usted.

George disparó al suelo, frente al caballo de McClendon. El animal se encrespó asustado y derribó al viejo, para luego perderse en la noche.

—Ahora largaos de aquí.

McClendon caminó cojeando hacia sus hombres, que se batían en retirada.

—¿Crees que vendrán hoy?

Rose le había llevado la cena a George al matorral que dominaba el camino. Él había decidido que la hora más segura para comer era la media tarde.

—Eso creo. Tienen que capturarnos vivos. Me necesitan para que les diga dónde está el oro, y os necesitan a Zac y a ti para obligarme a hablar.

—Intenté decirle a Silas que no había ningún oro —alegó Rose.

—Cuando a alguien se le mete en la cabeza que hay una fortuna que puede ser suya con sólo quererlo, no hay manera de convencerlo, aunque se lo repitas mil veces. Eso significaría que tendría que perder las esperanzas, y la gente es capaz de todo por mantener viva la ilusión.

—Bueno, pues puedes decirles a Silas y a ese malvado viejo que yo también tengo ilusiones y que no pienso renunciar a ellas.

—¿Y cuáles son?

George le hizo señas a Rose para que se sentara junto a él. No se atrevía a apartar la mirada del camino, pero le gustaba tenerla cerca. Rose lo complació y se sentó a su lado.

—Sueño con vivir aquí el resto de mi vida, con pasar año tras año viéndote llegar a la casa en tu caballo a la hora de la cena, con ver a tus hijos cabalgando junto a ti…

—Ya hemos hablado de eso.

—Es mi sueño —le recordó Rose—. Puedo soñar lo que quiera.

—De acuerdo —asintió George, volviendo a su comida—. ¿Qué más?

—También sueño con tener hijas. Hay demasiados hombres en este lugar. Necesitas unas cuantas chicas junto a ti. Te harían sentir como un hombre nuevo.

George gruñó. Rose dudó que estuviera precisamente asintiendo.

—Sueño con tardes en las que nos sentemos juntos en el porche a mirar la puesta del sol, con noches de invierno junto al fuego, con días de verano cogiendo ciruelas o haciendo un picnic en el bosquecillo de pacanas. También sueño con ver a todos tus hermanos aquí con sus esposas y sus hijos.

—La casa no sería lo bastante grande para todos.

—Es verano —repuso Rose—. Los niños juegan hasta tarde mientras los adultos se sientan en el jardín a conversar, se ponen al día sobre las últimas noticias y recuerdan sus épocas de juventud.

—Realmente te seduce la idea de tener hijos, ¿verdad?

—No puedo evitarlo. Un futuro sin niños parece tan vacío.

—¿Por qué?

—No creo que pueda explicarlo. Sé que implican mucho trabajo, que traerán angustias y penas, pero no puedo imaginar nada más maravilloso que pasar la vida rodeada de mis hijos. No obstante, esto es sólo una parte de mi sueño.

—¿Cuál es el resto?

—Casi todo está relacionado contigo.

—¿No quieres contármelo?

—Si quieres.

—Claro que sí —la alentó George, dándole un rápido beso.

—No es nada fuera de lo común. Sólo son cosas que me gustan de ti.

—Cuéntamelas.

Rose rio alegremente. Era difícil creer que pudiera estar tan feliz en medio del trago por el que estaban atravesando. Tal vez después de haber tenido que enfrentarse a indios, bandidos y cuatreros se estaba acostumbrando al peligro. Pero, por otra parte, todo le parecía menos peligroso cuando estaba con George.

—Me gusta mirarte cuando estás con tus hermanos. Nunca estás tan contento como cuando ellos están a tu lado, normalmente hablando todos al mismo tiempo y defendiendo vuestros puntos de vista. Claro que sabes que harían cualquier cosa que dijeras…

—No soy tan mandón.

—… para que tú estés a gusto. También me agrada mirarte cuando estás con Zac. Siempre encuentras tiempo para él, aunque se ponga pesado.

—¿Eso es todo lo que te gusta de mí? ¿George el patriarca, George el hermano indulgente?

Rose bajó la cabeza para no tener que mirarlo.

—También me gusta George el amante. No creo que yo sea muy experta en la cama, pero me gusta mucho.

—Eres perfecta —afirmó George, acariciándola—. Si no temiera que los McClendon estuvieran merodeando por aquí, en este mismo instante te enseñaría lo buena que eres.

Rose se incorporó sobresaltada.

—¡No te atreverías a hacerlo aquí, en medio de estas zarzas y con todo este polvo!

—Claro que lo haría.

—No te permitiré que me trates como a una de tus viejas vacas —protestó Rose. Parecía indignada, pero en el fondo estaba encantada. Le emocionaba pensar que George pudiera sentirse tan atraído por ella que se atreviera a hacerle el amor en medio del monte y a plena luz del día. Había empezado a atesorar recuerdos en un cofre, momentos en que George se había conmovido tanto que había actuado de forma inusual. Hasta aquel instante sólo guardaba el día en que derribó a Luke Kearney y aquel otro en que le pidió que se casara con ella. Hacer el amor al aire libre sería una agradabilísima incorporación. Trataría de inventar alguna excusa para organizar un picnic.

En aquel momento, sin embargo, los McClendon debían estar cerca, y ella tenía mucho que hacer antes de que cayera la noche. Por más que no quisiera que aquel momento terminara, nunca olvidaría la expresión en la cara del viejo McClendon cuando atacó la casa para buscar unas cuantas vacas. Ni siquiera quería pensar en qué estaría dispuesto a hacer por medio millón de dólares.

George le pasó su plato vacío.

Ella se levantó.

—No te quedarás aquí mucho tiempo, ¿verdad?

—Sólo hasta que Sal regrese. Cuando sepa cuántos vienen, decidiré qué hacer.

Unos pocos minutos después, Sal llegó por el monte.

—Los McClendon vienen con todo el clan —anunció—. Están a una media hora de aquí.

George miró el sol poniente.

—Tenemos otras dos horas antes de que oscurezca del todo. ¿Crees que esperaran?

—Yo no contaría con ello. Son tantos que es posible que crean que pueden atacar cuando les venga en gana.

—Eso creo yo también. ¿Silas estaba con ellos?

—Sí.

—De modo que aún están convencidos de que yo tengo ese oro.

—Así parece.

George les maldijo.

—Así que, después de todo, tienen la intención de matarnos.

—Nos quedaremos aquí hasta que podamos resistir, pero no creo que logremos defender la casa mucho tiempo.

George y Sal habían regresado al rancho. Una vez terminados los preparativos para el ataque, George se encontraba examinando sus planes de escape.

—He preparado una cesta con comida suficiente —comentó Rose.

—Y yo he escondido nuestros caballos —añadió Sal—. Deberíamos poder llegar a Austin al amparo de la noche.

Desde el instante en que Sal mencionó Austin, George supo que no huiría. Podía ser una locura intentar combatir contra tantos bandidos, pero un hombre tiene que enfrentarse a las cosas en algún momento. No podía seguir huyendo si quería llegar a algo. Y pretendía hacer mucho más que eso. Quería crear algo, dejar huella.

Quería tener hijos.

La sola idea le produjo una inesperada sensación de satisfacción. Era como si otra pieza suelta de su vida encontrara su lugar preciso en el engranaje. Otra pieza más del rompecabezas que una vez terminado mostraría quien era George Randolph.

Hubiera querido contárselo a Rose. Compartir sin dilación lo que acababa de descubrir, pero no tenía tiempo. Si quería tener algún futuro, con o sin hijos, tenía que concentrarse en los McClendon.

—Tiene que haber un lugar donde podamos guarecernos, un lugar en el que no nos encuentren.

—Podríamos internarnos en el monte —propuso Sal.

—Eso sólo les detendría durante algún tiempo. Allí estarán más en su elemento que nosotros.

—Sé dónde podemos escondernos —declaró Zac—. En la cueva.

—¿Qué cueva? —preguntó George.

—La cueva del riachuelo, bajo las pacanas.

Miraron a Zac.

—Hay suficiente espacio para todos. Yo siempre me oculto allí.

—Por eso nunca puedo encontrarte —repuso Rose.

—¿Podemos llegar hasta allí sin ser vistos?

—Claro. Yo lo hago todo el tiempo —replicó Zac con una picara sonrisa.

—Entonces, Rose y tú llevaréis la comida y las municiones para allá ahora mismo —ordenó George.

—No me iré sin ti —objetó Rose.

—Será mejor que Sal y yo nos quedemos. Si nos atacaran mientras estáis en la cueva, no les disparéis. No quiero que descubran vuestro escondrijo.

Rose comprendió que si abandonaban la casa, los McClendon destruirían todo lo que había en ella. Odiaba pensar que podría perder los hermosos muebles de su alcoba, pero en la casa no había nada más que fuera realmente importante para ellos.

Salvo el retrato de Tom Bland.

Corrió a la habitación de los chicos. Abrió la cómoda y sacó la foto. Estaba a punto de irse de allí, cuando notó el pico de otro marco asomando debajo de una pila de camisas. Rose las apartó para sacarlo.

La sorpresa la dejó sin respiración. Era una foto de la familia de George con la casa de Virginia a sus espaldas, hecha probablemente poco antes de venir a Tejas. Zac aún era un bebé al que su madre cargaba en brazos.

Enseguida dirigió su mirada hacia el chico más alto, situado detrás de su madre. Una sonrisa de ternura suavizó los rasgos de Rose. Era George, muy joven y serio. No estaba tan guapo como ahora, pero era fácil adivinar la clase de hombre en qué se convertiría.

Inexorablemente, su mirada se dirigió hacia el hombre que se encontraba a la derecha del grupo. Se quedó atónita. William Henry Randolph no era para nada como ella se lo había imaginado. Era el hombre más guapo que jamás hubiera visto. Era el único de la foto que sonreía; su atractivo trascendía del ferrotipo. Era casi imposible creer que el padre al que George temía y que los gemelos despreciaban pudiera vivir dentro de aquel hombre tan apuesto. En la cara no se le notaba ninguna debilidad, ningún libertinaje, ningún salvajismo. Parecía ser el tipo de hombre que toda mujer desea.

Luego miró a Aurelia Randolph. Era una mujer pálida, frágil, tímida y cansada. No era difícil que su mando la eclipsara —no tenía su energía ni esa vitalidad que prácticamente se salía de la foto—, pero era muy bella. Rose sintió envidia de que una mujer pudiera seguir tan encantadora después de haber tenido tantos hijos.

Era fácil identificar a los demás. Tyler estaba en una esquina, ya entonces era un niño solitario, y los gemelos a ambos lados de su madre. Suponía que Hen era el que poma una mano protectora sobre el hombro de la dama. Jeff se encontraba completamente eclipsado entre George y su padre. Y la versión más pequeña de George debía ser Madison.

Hurgó en la cómoda para ver si había más fotos, pero no encontró ninguna. Envolvió los daguerrotipos con mucho cuidado. Quizás fueran los únicos recuerdos de la vida de George antes de la guerra. Los necesitaría para mantener su memoria fresca.

Los McClendon empezaron a atacar cinco minutos después de que Zac y Rose salieran de la casa. No era un asalto frontal. Venían de todos lados: por el monte, de detrás de los corrales y del otro lado del jardín.

—No podremos resistir mucho tiempo así —gritó Sal desde la otra parte de la casa.

—No dejes de disparar tan rápido como puedas —le respondió George—. Si podemos romper este primer ataque, tendremos una oportunidad.

De ordinario, dos hombres solos no podrían mantener a distancia a tantos adversarios, pero contaban con la ventaja del terreno despejado que rodeaba la casa hasta casi unos cincuenta metros en todas las direcciones. George y Sal podían disparar con gran facilidad contra los McClendon desde el momento en que salían al descubierto. Quince minutos después la fuerza atacante había sido reducida a una cuarta parte.

Los McClendon retrocedieron.

—¿Y ahora qué? —gritó Sal desde la cocina.

—Esperemos —le respondió George desde la habitación—. Y carguemos tantos rifles como podamos antes de que ataquen de nuevo.

Pero no lo hicieron. Cayó la noche, y siguieron sin llegar.

—¿Qué estarán planeando? —gritó Sal.

—Van a prenderle fuego a la casa para obligarnos a salir.

—¿Cómo lo sabes?

—Es la única manera. Ya han encendido las antorchas.

Sal podía ver un fatídico resplandor en el monte.

—¿Qué podemos hacer?

—Salir antes de que nos convirtamos en presa fácil.

Recogiendo todos los rifles y llenando sus bolsillos de munición, George salió corriendo de la habitación, atravesó el pasillo y se dirigió al riachuelo. Sal lo siguió.

—¡Están huyendo! —gritó uno de los McClendon.

Los disparos acribillaron la noche a su alrededor.

—Olvidaos de ellos —gritó otra voz—. Es el oro lo que queremos.

—Pero no sabemos dónde está.

—Silas dice que lo sabe.

George y Sal llegaron al riachuelo, se arrastraron entre la maleza y subieron al bajío.

—¿Dónde estará la cueva de Zac? —farfulló George.

—Aquí —les llamó la voz del niño, emergiendo de algún lugar de la noche.

El seco verano había convertido al riachuelo en una delgada franja de agua. Pero la violencia de sus periódicas crecidas se evidenciaba en su lecho de cerca de siete metros de ancho y casi dos metros de profundidad. Un espeso bosquecillo de pacanas bordeaba la corriente a ambos lados, en el punto en que ésta tomaba un brusco recodo. Las crecidas habían cavado una red de túneles entre las gruesas y profundas raíces. El aire era denso y húmedo, pero afortunadamente era fresco.

—Es una cueva enorme. Podría ocultar fácilmente a una docena de personas.

—Nunca nos encontrarán —fanfarroneó Zac con orgullo.

—A lo mejor no, pero no les daremos la oportunidad. Haremos guardia.

—Yo ayudaré —se ofreció Zac.

—Todavía no. Sal y yo nos turnaremos. Rose y tú necesitáis descansar. No sabemos qué harán esos hombres mañana.

—¿Estás seguro de que no podemos ayudar? —preguntó Rose—. Quedarme escondida mientras tú corres todos los riesgos me hace sentir como una cobarde.

—No tenemos otra opción —indicó George—. Ellos son muchos más que nosotros. La única manera en que podremos vencerlos es desgastando sus fuerzas. Si consiguen atrapar al menos a uno de nosotros, todo habrá terminado. Puede que tengamos que salir corriendo, y entonces necesitaremos de toda nuestra energía.

—¿Planeas huir?

—No, pero no pienso arriesgar nuestras vidas tontamente. Ahora trata de dormir un poco. Te despertaré cuando haya amanecido.

—¿Crees que vendrán a buscarnos? —preguntó Sal. Eran cerca de las tres de la madrugada, hora de cambiar el turno. Estaba junto a George en la maleza que se encontraba en la orilla opuesta del riachuelo.

—Sí. Cuando no encuentren el oro creerán que lo trajimos con nosotros. O por lo menos pensarán que yo sé dónde está enterrado.

—No debí contratar a Silas. Nunca me cayó simpático.

—Es imposible adivinar qué hay en la cabeza de una persona. Pudo haber sido cualquiera de los otros —George guardó silencio durante unos minutos—. Ha cometido una estupidez diciéndoselo a McClendon. Debió hacerlo solo. Ese viejo no compartiría nada con nadie, ni siquiera con sus propios hijos. Mataría a Silas en cuanto tuviera el oro en sus manos.

—¿Crees lo que dijeron acerca de tu padre?

—No lo sé. Era lo suficientemente temerario para hacer cualquier cosa. Se habría llevado el oro si hubiera querido, pero dudo mucho que lo hiciera pensando en ayudarnos —George se rio con acritud—. Nunca hizo nada por su familia.

Se sentaron en silencio durante un tiempo.

—¿Por qué no me dijiste que conocías a papá? —preguntó George.

—Me pidió que no dijera nada hasta que tú preguntaras —contestó Sal—. Me advirtió que seguramente estarías tan enfadado que no querrías saber nada de él.

—Lo estaba, pero supongo que sigo esperando enterarme de algo que me explique su conducta. No creo que ni siquiera él supiera por qué hacía las cosas. Probablemente no hacía más que ir donde el viento le llevaba. Sin embargo, me gustaría creer que había una motivación más importante detrás.

—Así fue —repuso Sal—. Se sentía atormentado por haber arruinado su vida. No podía hacer nada al respecto. Eso fue lo que finalmente lo mató, o lo que le llevó a matarse.

George soltó un resoplido de desprecio.

—Papá no se habría matado. Se quería demasiado a sí mismo como para hacerlo.

—Al contrario, se odiaba —desmintió Sal—. Sabía que era un fracaso, que os había desilusionado a ti y a tus hermanos, y no podía vivir con eso.

Unos cuantos improperios hendieron el aire de la noche.

—¿Esperas que me crea eso después de la forma como nos trató? ¿Y qué me dices de mamá?

—Me temo que no tenía muy buena opinión de las mujeres. A lo mejor las conquistaba con demasiada facilidad. No lo sé.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Yo estaba bajo las órdenes de tu padre. Formé parte de su último pelotón.

—De modo que tú eres uno de los soldados a los que trató como a un hijo.

—Eso te dolió, ¿verdad?

—Más que cualquier otra cosa que ese hijo de puta hizo. Hubiera dado mi brazo derecho porque hubiera sido un padre para mí.

—Él lo sabía.

—¿Entonces por qué demonios no hizo algo al respecto?

—Porque no podía.

—Porque era más divertido seguir bebiendo y persiguiendo mujeres que llevar a su hijo a dar un paseo a caballo.

—Tu padre nunca hablaba con ninguno de nosotros —recordó Sal—. Sólo nos escuchaba. Pero la noche antes de arremeter contra las líneas de Sherman no pudo dormir, y habló sin parar. Creo que ya había tomado una decisión respecto a lo que haría. Yo me senté junto a él a escucharlo.

—Apuesto a que tenía mucho que decir. No me sorprende que no tuvierais fuerzas suficientes para combatir al día siguiente.

—Sólo me habló de dos personas. De Tom Bland y de ti.

George hubiera esperado cualquier cosa menos eso.

—¿Y qué dijo?

—Que con vosotros cometió los errores más grandes de toda su vida. Era lo único que le importaba.

—Ni siquiera mi madre.

—Él la advirtió, pero ella no quiso creerle.

—¿Advertirle de qué?

—De que no se casara con él, que estaba podrido por dentro, que le partiría el corazón.

—Esa es una predicción que ciertamente cumplió. ¿Qué excusa tenía respecto a lo sucedido con Tom Bland?

—Ninguna. Odiaba a Tom casi tanto como le quería.

—Eso no tiene sentido.

—Veía en Tom todo aquello que él debió haber sido. Y lo odió aún más cuando acudisteis a él en busca de apoyo. Cada fracaso suyo acrecentaba su odio.

—O tú estás loco o lo estaba papá. Nunca había oído tantos disparates.

—Era como si cuanto mejor persona fuera Tom, más ganas tuviera de destruirlo. En todo caso, sedujo a la hermana de Tom sólo para provocar el duelo.

—¿Y lo mató porque era tan bueno que no podía soportar que siguiera vivo?

—No creo que tuviera la intención de ir tan lejos. El alcohol lo aturdió un poco.

—Nada lo aturdió. Era un hombre ruin hasta la médula.

—No tan ruin como para no sentir remordimientos. Solía farfullar cosas acerca de Tom. Yo no le entendía. Supongo que sólo tenían sentido para él.

—No creo que sintiera remordimientos por matar a Tom —precisó George con rabia—, pero me alegra saber que algo le torturaba. Sólo deseo que haya sufrido al menos la mitad que el resto de nosotros.

—Así fue, sobre todo por ti.

George no quería oír nada más. Finalmente había llegado a aceptar el hecho de que su padre no tenía ninguna cualidad a su favor. No podía permitirse el lujo de volver a abrigar esa esperanza.

—No me digas que pensó en mí alguna vez después de ignorarme durante tantos años porque no te creeré.

—No sé cuántas veces se acordó, pero sin duda estaba orgulloso de ti, George.

Los improperios que salieron de la boca de George hubieran escandalizado incluso a Monty.

—Aunque no era muy comunicativo, de vez en cuando soltaba alguna que otra frase donde quedaba bien claro lo orgulloso que estaba de su hijo. Ésta era una de las razones por las que los chicos confiaban en él. Suponían que si se interesaba tanto por ti, podría querer escucharlos a ellos.

George tuvo ganas de levantarse y salir corriendo. No creía ni una sola palabra. Pero lo que más le disgustaba era que quería creerlo. Necesitaba creer. Independientemente de lo que Sal le dijera, seguía esperando encontrar un indicio al que aferrarse que le permitiera respetar a su padre al menos un poco.

—Tu padre sabía que no era un hombre bueno, pero también que tú sí lo eras.

—No inventes cosas, Sal —protestó George. Podía sentir cómo crecía dentro de él la necesidad de creer. Si sólo pudiera confiar en que Sal le decía la verdad…

—Contaba que desde que tú eras niño podía ver que llegarías a ser la clase de hombre que él no pudo ser. Consciente de que lo adorabas, que hubieras hecho hasta lo imposible por ser como él, decidió alejarse para no echarte a perder.

—No esperarás que crea que papá se convirtió en el hombre más asqueroso de Virginia sólo para impedir que yo intentara ser como él.

—No. No creo que hiciera nada con lo que no pudiera disfrutar, pero quería protegerte. Por eso te ignoraba.

—Para que yo creciera sin ningún tipo de orientación.

—Dijo que sabía que tú eras muy fuerte. Y demostraste que tenía razón.

George había estado a punto de sucumbir, a punto de creer, pero esto ya era demasiado. No podía recordar que su padre hubiera dicho nada acerca de su fuerza de carácter ni una sola vez en toda su vida. De hecho, le reprendía por ser débil y demasiado propenso a hablar cuando se requería actuar. Se había burlado de sus habilidades, de sus amigos, de su modo de vestir, de su interés por ir a West Point. Quizá sintió algún remordimiento por haber matado a Tom —George quería creer que al menos había ese poco de humanidad en su corazón—, pero nunca creería que admirase alguna cualidad en él.

—Me dio algo para ti. Me hizo prometer que te lo entregaría.

—¿Cómo supiste dónde encontrarme?

—Me explicó cómo llegar a este lugar. Sabía que estarías aquí. Dijo que vendrías porque tus hermanos te necesitaban.

George de nuevo se tambaleó al borde del abismo. Algunas veces deseaba poder olvidar que había tenido un padre. Nunca lo había deseado más que en aquel momento.

Sal fue hasta su saco, lo abrió y sacó una espada. Se la enseñó a George.

—Quería que tuvieras esto.

George no podía tocarla. Por más que quisiera, no podía. Hacerlo significaría que creía. Significaría que era vulnerable. Si cedía una sola vez, no habría forma de volver atrás, ninguna barrera que lo separara del dolor que había logrado contener durante tantos años. No podía correr ese riesgo.

—¿Por qué querría darme su espada?

—También me dio una carta.

Sal rebuscó de nuevo y sacó un sobre arrugado del fondo. El sello de cera estaba completamente agrietado, pero no estaba roto.

—La escribió la noche antes de morir.

George sintió como si alguien lo hubiera convertido en piedra. No podía moverse. Miraba fijamente el sobre que Sal sostenía en sus manos. Se moría de ganas de cogerlo, pero tenía miedo. Estaba a punto de claudicar y lanzarse al vacío, y tal vez nunca pudiera salir de él.

Entonces recordó lo que Rose le había dicho: que tenía tanto miedo de que algo saliera mal que no se permitía vivir, que se negaba la oportunidad de tener las cosas que quería. Si no tenía el valor de leer las últimas palabras que su padre había escrito para él, ¿cómo podría tener el valor de afrontar el resto de su vida?

¿Cómo podía ser digno de una esposa como Rose?

Rápidamente, antes de que cambiara de opinión, cogió el sobre, rompió el sello y sacó la carta. Había una sola frase escrita en aquella hoja.

«Recuérdame por la manera como caí, no por la manera como viví».

George podía percibir que los muros se desmoronaban. Podía sentir el templado acero de su interior torcerse y fundirse. Advertía que algo se liberaba en su interior, algo diminuto e indefinible, pero absolutamente esencial. Por un momento experimentó malestar; luego se le pasó. Se sentía mal y bien al mismo tiempo. Una mezcla explosiva de desilusión y tristeza, pero sobre todo alivio.

Quizás podría creer después de todo.