20

George entró en la habitación de los chicos, donde Rose estaba preparando la ropa para el viaje al rancho de King.

—¿Qué has hecho con la carta de ese coronel?

La pregunta cogió a Rose desprevenida. Había pensado que todos habían decidido hacer como si nunca hubiera existido.

—La guardé. Sólo conseguía poneros a todos irascibles y de mal humor.

Podía ver que George estaba inquieto. Dejó de doblar los pantalones de Monty y los apretó contra su pecho.

—No entiendo por qué esa carta te altera tanto. Sé que tu padre era muy duro contigo, ¿pero no puedes sentirte un poco orgulloso de lo que hizo? Murió como un héroe, George. Eso debe tener algún valor.

—Eso no cambia nada.

George evitó su mirada, como hacía siempre que trataban el tema de su padre.

—¿Por qué no? A mí no me agradó que mi padre decidiera combatir contra la Confederación, pero aun así estaba orgullosa de él.

—Tú no sabes nada acerca de mi padre.

Rose siguió doblando la ropa.

—Entonces supongo que ya es hora de que me hables de él —le pidió.

George alzó la vista para mirarla a los ojos.

—No.

Rose terminó de doblar los pantalones y los tiró sobre la pila de ropa.

—Tu padre se ha interpuesto entre nosotros desde el momento en que te conocí. No puedes seguir guardando todo eso en tu corazón. Terminará por destruirte.

George no respondió. Seguía mirándola fijamente.

Ella apartó un mechón de pelo que le caía sobre la cara.

—Destruirá nuestro matrimonio.

—No lo permitiré.

—No podrás impedirlo. Te martiriza más de lo que a Jeff le tortura su brazo. No te das cuenta porque tú no le gritas a la gente, ni tampoco estallas o permaneces enfurruñado durante días.

—Hablar no cambiará nada.

Ella cogió una camisa a cuadros y empezó a doblarla.

—Eso sólo lo sabrás cuando lo hayas intentado. Te amo, George. Quiero sentir que me amas tanto como yo. Pero cuando me excluyes, no puedo. Me desgarra el corazón no poder hacer nada mientras tú mueres un poco por dentro.

—Sólo conseguiré que tú también lo odies.

George recogió una espuela que Zac había dejado en el suelo.

Rose podía oír el dolor en su voz. Aborrecía tener que causarle más sufrimiento, pero tenía que hacer las paces con el fantasma de su padre o éste lo perseguiría durante el resto de su vida.

—Tú padre sólo puede hacerme daño a través de ti.

Subió otro cesto de ropa a la cama y empezó a doblarla.

—¿Vas a contármelo o tendré que preguntárselo a tus hermanos?

George se sentó en su antigua cama. Hizo girar la rueda de la espuela con la punta de su dedo.

—No entenderás nada acerca de papá si no te digo antes que yo lo adoraba. Era apuesto, alto, atlético, inteligente, encantador, popular y rico. Nadie tenía un padre así. Me sentía tan orgulloso de ser su hijo… y, por todos los demonios, yo lo quería.

George tiró la espuela, se levantó y se acercó a la ventana. Aunque estaba de espaldas, Rose podía notar el movimiento convulsivo de los músculos de su espalda mientras luchaba por controlar sus emociones. Quería acercarse a él y estrecharlo entre sus brazos, pero sabía que tenía que enfrentarse solo.

—¿Sabes qué fue lo que más me dolió de la carta del coronel? Oír que papá era como un padre para sus hombres, que ninguno de sus asuntos era demasiado pequeño para no merecer toda su atención —George se volvió hacia Rose—. En una época hubiera dado todo lo que tenía a cambio de que él me hiciera caso tan sólo cinco minutos.

Aunque la estaba mirando, Rose sabía que su mente se remontaba en el tiempo, que volvía a ver al niño que fue. Siguió doblando la ropa.

—Hubo un tiempo en el que él me llevaba a todas partes. Me enseñó a montar y a cazar. Si hacía algo mal, me daba un latigazo en la espalda con su fusta, pero yo me esforzaba al máximo por complacerlo. Un día dejó de llevarme con él, y desde entonces dejé de existir. Debí de fallarle de algún modo.

Rose temblaba de rabia al pensar que un hombre pudiera golpear a su hijo por errar un tiro o dar la espalda a un niño que lo adoraba. Si pudiera, resucitaría al padre de George sólo para decirle cuánto le despreciaba.

Terminó de ordenar la ropa de Monty en pilas y pasó a la cama de Tyler.

—Cuando no estaba persiguiendo a las esposas de otros hombres, se dedicaba a perder en el juego todo lo que había heredado. O se emborrachaba y buscaba camorra. Llegó un momento en que la gente le daba la espalda cuando lo veía llegar.

George hizo una pausa tan larga que Rose tuvo tiempo de terminar con la ropa de Tyler y pasar a la cama de Hen, pero no quiso romper su silencio. Estaba tan absorto en sus recuerdos que ella dudaba que él fuera siquiera consciente de su presencia.

—Uno de los primos de papá, Tom Bland, era vecino nuestro. Tom había sido su mejor amigo desde que eran niños. No estaba casado, y después de un tiempo, en cierto modo nos adoptó. Solía echarle una mano a mamá cuando papá estaba ausente o no tenía dinero. Incluso se hizo cargo de todos nosotros, y nos llevaba de caza, nos enseñaba los alrededores y nos daba consejos. Hasta pagaba la escuela de Madison. Se puede decir que fue más padre para nosotros que papá. Si ahora somos hombres de bien, es gracias a él.

George sorprendió a Rose cuando fue a la cómoda, sacó una foto enmarcada en un grueso marco dorado y se la pasó. Era el daguerrotipo de un hombre de aspecto bastante común. A pesar de la densa barba y del bigote, Rose podía ver la amabilidad en sus ojos. Le asombró que George tuviera un retrato de Tom Bland, pues no tenía ninguno de su madre ni de su padre.

—A papá se le metió en la cabeza que Tom y mamá le estaban engañando. Como no pudo provocar a Tom para que peleara con él, sedujo a su hermana. Tom siempre había sido leal a papá, pero aquello no pudo soportarlo. Le dijo que no volviera a poner un pie en su propiedad o, de lo contrario, haría que lo azotaran. Papá pegó a Tom y lo retó a duelo. Todo el mundo trató de detenerlos; no obstante, papá mató a Tom treinta minutos más tarde en el jardín de su casa, frente a su hermana y su madre.

Rose le devolvió el retrato a George. Él se quedó mirándolo largo tiempo. La amargura marcaba paulatinamente su rostro de líneas profundas.

—¿Ahora entiendes por qué lo odiamos tanto?

Rose asintió con la cabeza. Finalmente entendía cuál era el terrible legado de aquel hombre vil al que George debía llamar padre. Estaba tan horrorizada que no sabía qué decir. Se compadecía especialmente de George. Para los gemelos era más fácil. Ellos odiaban a su padre sin sentirse culpables, pero George lo había querido. Se sentía responsable de su transformación. Era evidente que no lo era, ¿pero cómo podría convencerle?

Entendía mejor por qué no quería tener niños, pero no sabía qué le causaba más miedo: si parecerse a su padre o dejar a sus hijos semejante herencia. Era un cruel legado, especialmente para un hombre como George que asumía sus responsabilidades con tanta seriedad y que valoraba a la familia por encima de todo lo demás.

Tenía que ayudarlo a liberarse de aquel yugo de miseria, pero no sabía si tenía la suficiente influencia sobre él. Para ser libre, George debía enfrentarse con todo lo que más temía.

—No te va a gustar lo que te voy a decir —interrumpió Rose—, pero creo que debes ir a ese desfile en Austin.

—¡No!

Después de la tranquilidad con que le había hablado de su padre, Rose no esperaba una respuesta tan vehemente.

—No por tu padre —se apresuró a añadir—, sino por ti mismo. Si no lo haces, te sentirás culpable el resto de tu vida.

George miró la foto de nuevo.

—Te equivocas. Nunca me perdonaría a mí mismo si asistiera.

Volvió a guardar el retrato en la cómoda.

—Tienes que hacerlo por sus nietos —continuó ella, ignorando su interrupción—. Puede que ellos lleguen a sentirse orgullosos de que tu padre fuera un héroe, y así les darás algo que a ti te negaron.

George parecía estar a punto de estallar de nuevo, pero controló su rabia.

—Entonces que vayan sus padres.

A Rose no le interesaban sus hermanos ni los futuros hijos de éstos. Sólo George. Subió otro cesto a la cama de Hen y siguió doblando ropa. Habría sido tan fácil quedarse callada, concentrarse en doblar las ropas raídas que había lavado con tanto esmero. Pero se había prometido cuidar a George. Nunca había esperado que fuera fácil.

—El otro día les dijiste a los chicos que no ibas a eludir tus responsabilidades como cabeza de esta familia. Pues bien, ésta es una de ellas. Puedes enfadarte conmigo por decírtelo, pero todos vais a tener que aceptar lo que tu padre era. No es a él a quien castigáis al ocultar los hechos, os estáis castigando a vosotros mismos. Es tu responsabilidad dar el primer paso, mostrar a tus hermanos que ya es hora de olvidar. Este desfile es sólo una de las cosas que debes hacer.

—No puedo.

Rose no quiso detenerse. Tenía que llegar al meollo del asunto: el odio y la desconfianza que George sentía de sí mismo.

—Ya es hora de que dejes de culparte por lo sucedido y que dejes de tener miedo de parecerte a él. Nadie se parece completamente a otra persona.

—¿Cómo puede alguien estar con esta familia veinticuatro horas —con un amplio movimiento de su brazo, George abarcó toda la habitación—, y no ver la huella de papá en todos nosotros? —preguntó, dándole rienda suelta a su rabia—. Hen mata sin sentir el menor remordimiento de conciencia. Monty disfruta intimidando a todo el que puede. A Tyler le importa un bledo cualquier ser vivo, y Jeff sólo se preocupa de sí mismo. Por lo que puedo ver, Zac juraría en falso con tal de ganar una discusión. Sólo de pensar en tener hijos así, siento escalofríos.

De manera inesperada, se quitó la camisa.

—¿Ves esto?

Latigazos. Tenía más de una docena de cicatrices apenas visibles en toda su espalda.

—Papá me hizo esto en una de sus borracheras. ¿Crees que yo podría perdonarme si le hiciera esto a un hijo mío?

Rose había pensado que la brutalidad y la crueldad de aquel hombre ya no la sorprenderían. George tenía razón. Ella también podría llegar a odiar a su padre. ¿Qué clase de hombre le pegaría a su hijo de aquella manera? No podía imaginar cómo debió haber sido crecer sabiendo que la sangre de un monstruo semejante corría por tus venas.

—No podemos saber si has heredado o no los mismos rasgos que tu padre. Pero lo importante es saber si dejarías que estos te vencieran, o te deformaran.

—No siempre puedes controlar lo que la vida te hace.

Rose lo sabía. Para ella era fácil ser razonable, sopesar las evidencias y emitir juicios consecuentes; pero George tenía que vivir con sus recuerdos, con la pasión, la rabia y la brutalidad que aún se presentaban de forma vívida en su memoria. Era imposible racionalizar eso.

—George, no hay nadie en el estado de Tejas que esté más dispuesto a asumir responsabilidades que tú. ¿Qué crees que haces cuando intentas enseñar a tus hermanos a llevarse bien; cuando piensas cómo mejorar tu ganado, lo reúnes para el mercado y lo llevas a Corpus Christi; cuando le enseñas a Zac a montar, o dejas que te ayude a ti y a Sal a construir el establo? Tienes tanta facilidad para ello que ni siquiera te das cuenta.

—Nunca me ha gustado tomar todas las decisiones.

—Sí, sí te gusta —lo contradijo Rose con una sonrisa indulgente—. ¿Por qué crees que te sentiste tan bien en el ejército o persiguiendo a los hombres de Cortina? Tal vez no te guste asumir responsabilidades, pero nunca serías feliz recibiendo órdenes. Como tampoco lo serías lejos de tu familia.

George no parecía convencido.

—Esos rasgos que heredaste de tu padre los puedes transformar para hacer cosas buenas. Fíjate en todo lo que los chicos y tú habéis logrado desde que regresaste. Hen no vacilaría en sacrificar su vida para proteger a cualquiera de nosotros. Y aunque Monty puede ser irritante en ocasiones, es la persona más trabajadora de este lugar. Tyler colabora sin quejarse a pesar de que odia todo lo relacionado con el rancho. Jeff es extremamente leal a ti. Y Zac le mentiría al mismo Dios con tal de poder pasar más tiempo contigo.

George parecía menos apesadumbrado. Ella no sabía si estaba escuchando o había decidido ocupar su mente con pensamientos menos deprimentes hasta que terminara de hablar.

Cogió sus tres cestos.

—Ven conmigo a la cocina. Tengo que empezar a preparar la cena.

La rutina diaria era sagrada. Por muchas crisis a las que tuvieran que enfrentarse, no podían saltársela. El simple hecho de no servir la cena a las siete en punto podría provocar una crisis aún mayor.

—Hay muchas más cosas que no te permites ver —explicó Rose mientras sacaba un cuenco—. Tienes tanto miedo de fallar que no lo quieres intentar, ni tampoco quieres confiar. ¿Por qué?

—Porque le fallé a mi padre.

—No, eso no es cierto. Algo pasó dentro de él. Acércame unas patatas.

—Si sólo pudiera estar seguro de eso.

La estaba escuchando. ¿Cómo podría convencerle?

Sacó una cacerola y echó agua en ella.

—¿Acaso Zac podría hacer algo que te hiciera volverle la espalda?

—Claro que no —contestó George desde la despensa—. Es un bribón, y dudo que pueda distinguir entre lo que está mal o bien, tampoco estoy seguro de que le importe la diferencia, pero tiene muchas cualidades.

—¿Te das cuenta de lo que acabas de decir? —le preguntó Rose cuando él entró con una cesta de patatas—. Si Zac no puede destruir el afecto que le tienes, entonces tú tampoco pudiste haber destruido el afecto de tu padre.

—Realmente crees eso, ¿verdad?

—¿Y por qué tú no puedes? —preguntó ella.

—No lo sé.

—¿Por qué interpretas todo tan negativamente? Déjame decirte lo que yo veo. Déjame ser tus ojos y tu conciencia.

Lavó una patata grande en una cacerola de agua y empezó a pelarla.

—Eso no sirve —repuso George—. Mi madre amaba tanto a mi padre que no veía sus errores. ¿Cómo podría estar seguro de que tú no harás lo mismo? Tengo que saber que puedo mirarme a mí mismo y estar orgulloso de lo que he hecho. Quiero tu aprobación, pero también tengo que tener la mía.

Rose dejó lo que estaba haciendo. El cuchillo quedo clavado en la patata y la piel flotando en el agua.

—De acuerdo, mírate a ti mismo todo lo que quieras, pero tienes que poder ver lo que hay en tu interior, no a un hatajo de fantasmas salido de tu imaginación.

—Puedes ser una fierecilla cuando te lo propones —bromeó George, con una sonrisa que finalmente ilumino la solemnidad de su cara.

Rose cortó la cascara y empezó a pelar una nueva patata.

—Estamos hablando de mi felicidad tanto como de la tuya. No permitiré que un muerto me la arrebate.

George sonrió de oreja a oreja. Acercándose a ella por detrás, pasó sus brazos alrededor de su cintura.

—Serías una buena madre. Harías que tus hijos se sintieran orgullosos de sí mismos aunque no lo quisieran.

—Y tú serías un buen padre —replicó Rose, olvidándose de su patata por un momento—. Tus hijos estarían orgullosos de ti.

—Pensaré en todo lo que has dicho, menos en esto último —añadió George, besándola en la cabeza—. Estoy muy contento de haberme casado contigo. Ojalá mamá hubiera podido tener algo de tu coraje. Nos hubiera ido mucho mejor. Nos falló a todos, incluso a papá —hizo girar a Rose hasta tenerla frente a él. Ambos se olvidaron de la patata y del cuchillo—. Ésa es una de las razones por las que te amo. Tienes fuerza por los dos. Nunca dejarás que me dé por vencido, y luchas por lo que crees que es correcto. No cambies nunca. Dependo de ti.

—No cambiaré si me prometes que creerás en ti al menos la mitad de lo que los demás lo hacemos.

George la besó en los labios.

—Prometo intentarlo. Ahora será mejor que vaya a ver a los chicos y me cerciore de que no se hayan matado entre ellos.

A Rose le hubiera gustado obtener una prueba más concluyente de su felicidad, pero sentía un enorme alivio de haber logrado avanzar un poco. Su patata ya se había secado. La sumergió en agua y empezó a pelar de nuevo.

—No olvides encender un fuego bajo la tina de lavar antes de marcharte. Estoy preparando un pavo para Monty. Me alegra saber que no tendré que hacer otro por lo menos en dos meses. Estoy segura de que los pavos también agradecerán la tregua.

Rose sintió que casi no había tenido tiempo de apoyar su cabeza en la almohada, cuando ya era hora de levantarse. Los chicos querían emprender el viaje antes del amanecer. Tyler los había convencido de que lo dejaran cocinar. Ella no sabía cómo lo había logrado, pues todos odiaban lo que él preparaba; pero el chico parecía creer que era un cocinero innato, y le traía al fresco lo que opinaran los demás.

Rose les preparó suficiente comida para tres jornadas.

El día transcurrió tranquilamente. George y Sal estaban construyendo un establo para el toro. Probablemente hubieran podido avanzar el doble de rápido si Zac no los estuviera estorbando, pero no había manera de hacer que se quedara en la casa con Rose cuando podía estar con su hermano.

Rose se sentó a la sombra del roble que estaba junto al pozo mientras tomaba una taza de té. Miraba a Zac ayudar a George en todas las labores. El niño le hacía trabajar con mayor lentitud, pero nunca agotaba su paciencia. George contestaba todas sus preguntas, haciéndole sentir que su ayuda era importante.

De repente, imaginó a George haciendo estas mismas faenas con su hijo, el hijo de ambos, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Tenía que encontrar la manera de convencerle de tener hijos. Y no sólo porque la idea de no tenerlos la pusiera infinitamente triste.

También por George. Sin ellos habría un gran vacío en su vida. Él no lo sabía aún. ¿Cómo podía saberlo si sus hermanos actuaban como niños pequeños? Pero ellos se marcharían en diez o quince años. Entonces se daría cuenta de lo que le faltaba.

Algo tramaba George que llevaba toda la noche eufórico. Bueno, todo lo eufórico que podía estar un hombre tan práctico y serio como él. Pero era obvio que estaba entusiasmado con algo. Podía verlo en sus ojos. Y por si le quedaba alguna duda al respecto, ésta se disipó cuando inesperadamente le dio permiso a Zac para dormir al aire libre con Sal.

—No quiero que Sal se quede dormido y no vea venir a algún visitante inesperado —le explicó a Rose—. Con Zac cerca, es casi seguro que no podrá pegar ojo.

Como todos se habían marchado, incluyendo los perros, Sal dormía fuera de la casa para evitar que los atacaran por sorpresa.

George y Rose se retiraron a su alcoba para meterse en la cama. La alegría de George seguía en aumento a pesar de que no había intentado hacerle el amor. Ella esperaba que no tuviera fiebre.

Se puso uno de los camisones que había comprado en Austin, el que tenía una cinta amarilla, y se sentó a cepillarse el pelo hasta hacer que brillara. Sus reflejos ébano realzaban su intenso color caoba. Además, su cabello parecía especialmente oscuro y abundante bajo la tenue luz, lo que le encantaba.

Quería estar lo mejor posible para George.

—¿Ya has terminado de arreglarte? —le preguntó él, con un deje de impaciencia en su voz—. Cualquiera diría que vas a un baile.

—Nunca he estado en un baile.

Rose lamentó haber dicho esto, pues George se sintió mal.

—Pero estoy segura de que iré a cientos de bailes cuando seas el ganadero más rico de Tejas.

—Te mereces divertirte un poco —comentó George. Se arrodilló junto a su silla hasta mirarla a los ojos—. No deberías tener que quedarte aquí trabajando de sol a sol mientras tu belleza se esfuma sin que nadie pueda apreciarla.

Rose se inclinó para besar sus labios.

—Espero no estar perdiendo mis atractivos tan pronto. No quiero convertirme en una vieja fea antes de llegar a los veintiuno —puso sus dedos en los labios de George cuando intentó interrumpirla—. Pero eso no me importa mientras tú estés a mi lado. No estoy segura de querer ir a ningún baile. No me gustaría avergonzarte.

—Nunca me avergonzarías.

—Pero sí me gustaría ir a Nueva Orleáns. Zac ha logrado picar mi curiosidad.

George parecía más serio que nunca.

—No sé por qué te casaste conmigo. No puedo darte todo lo que te mereces.

—Yo tampoco lo sé —bromeó ella, esperando hacerle sonreír un poco—. Me merezco vivir en una mansión de balcones de hierro forjado en Nueva Orleáns; tener muchos sirvientes, joyas y vestidos, y una fila de amantes rindiéndose a mis pies —dio un suspiro de fingida aflicción—. No puedes imaginarte lo decepcionada que me siento de que tus vacas sólo te vayan a hacer medianamente rico.

—Hablo en serio —replicó George sonriendo.

—Yo también. Como diría Monty, me importan un bledo los bailes, las joyas y los sirvientes, si tú me amas.

—Entonces supongo que no querrás esto.

Sólo comprendió de qué estaba hablando cuando miró su mano abierta. Acomodado en el fondo de ésta, se encontraba un anillo engastado con una piedra dorada.

Ella dio un grito ahogado.

—¿De dónde lo has sacado?

—Lo encontré colgado de un arbusto.

—No seas ridículo. Pero es idéntico al…

—Al anillo que viste en el escaparate de McGrath y Hayden.

Rose asintió con la cabeza.

—Debe ser porque es el mismo anillo. Le pedí a Jeff que me lo comprara a su vuelta del rancho de King.

—Pero era muy caro.

—Eso no importa.

—Sé que estoy siendo poco romántica y desagradecida, pero sí importa. Tú nunca usarías el dinero de la familia. ¿Cómo has hecho para pagarlo?

George parecía algo molesto. Sentía arruinarle el momento, pero tenía que saberlo.

—Dímelo, por favor.

—Vendí mi espada.

Rose se quedó atónita. Para un hombre que había combatido en la guerra, no había un recuerdo más valioso que su espada. Su padre habría preferido morir antes que separarse de ella.

Pero George la había vendido para regalarle una alianza.

Quiso llorar de felicidad. ¡Qué ingenuo era! ¿Acaso no se daba cuenta de que esto significaba que la amaba tanto como a su familia? ¿No se daba cuenta de que ella ahorraría todo lo que pudiera, durante el resto de su vida si era necesario, para recuperar su espada?

George tomó su mano y puso el anillo en su dedo. Ella tuvo que contenerse para no arrojarse en sus brazos y bañarlo en lágrimas. Sus ojos anegados en llanto ni siquiera le permitían ver el anillo. Apenas podía distinguir los queridos y preciosos rasgos de George.

Era la primera vez que podía mirarlo sin pensar en lo guapo, fuerte, grande y seguro que le parecía. Era un hombre, su hombre, que la necesitaba sin siquiera saberlo. Era fuerte, invencible y valiente. Pero por dentro tan vulnerable como cualquier niño. Él no lo sabía. Nadie más lo sabía. Y ella tampoco estaba dispuesta a decirlo.

Bastaba con que ella lo supiera.

Sin embargo, algo empañaba su felicidad.

Le había dado el anillo porque la amaba, porque quería regarle algo que ella deseaba. Pero también era consciente de que se lo daba porque se sentía culpable por negarse a darle hijos. Éste no era más que un pago simbólico.

No quería verlo saldando esa deuda durante el resto de su vida, por lo que se juró a sí misma que lo haría cambiar de opinión. Era una pena que tuviera miedo de permitirse tener algo que realmente quería. Pero era todavía más intolerable que se sintiera culpable por ello.

Sin embargo, dejaría esto para otra ocasión. Aquella noche quería disfrutar de su amor, dejar que su corazón se desbordara de felicidad ante la certeza de que él la amaba lo suficiente como para hacer un sacrificio semejante por ella.

—Es precioso —suspiró—, pero sabes que no esperaba que me regalaras un anillo.

—Esa es una de las razones por las que quise dártelo —repuso George—. Nunca esperas que te dé nada, pero tú me has dado mucho más de lo que hubiera creído posible. Esto es lo menos que puedo hacer por ti.

Rose hizo que se acercara a ella y recostara su cabeza entre sus pechos.

—No sé qué puedo hacer para convencerte de que soy feliz tal como estoy.

—Te he hecho vivir en un chamizo; te he obligado a cocinar y limpiar para media docena de hombres, a que permanezcas aquí sin ninguna compañía femenina y a que renuncies a toda esperanza de tener una familia. Creo que ninguna mujer querría casarse bajo esas condiciones.

—Lo harían si tú fueras parte del trato —le aseguro Rose—. No hubieras podido deshacerte de mí por más que lo intentaras.

—Aún no me creo mi suerte —exclamó George, acariciando sus senos con su boca a través de la delgada tela.

—Supongo que no esperarás que te lo explique mientras tú me excitas de esta manera.

—Puedo hacer cosas mucho mejores que ésta —la tentó, mirándola con deseo y picardía.

—Eso espero —respondió Rose con voz temblorosa—. Cuento con ello.

Durante la media hora siguiente Rose se olvidó de todas las preguntas que la asediaban, de todos los argumentos que necesitaba reunir para hacer que George cambiara de opinión, e incluso de la importancia del sacrificio que él había hecho para comprarle el anillo. Sólo era consciente de lo que George le estaba haciendo a su cuerpo. Cedió encantada a cada una de sus sugerencias.

Hacía tanto calor que no podían dormir. Se levantaron y sacaron unas sillas al jardín. La luna inundaba el paisaje de luz, y la noche estaba completamente silenciosa. Hasta los grillos del riachuelo parecían haberse tomado un respiro. Todo parecía estar reservando energías para el día siguiente. La brisa hacía susurrar las frágiles hojas de los árboles que se encontraban a lo largo del camino y en el interminable monte. Rose imaginaba que había un lobo o una pantera acechando a su presa en medio de la noche y agradecía que George estuviera junto a ella.

Era difícil creer que después de pasar toda su vida en una ciudad pudiera sentirse segura en aquel lugar, tan alejado de todo, en el que peligros desconocidos merodeaban en la lejanía. Ni siquiera la amenaza que constituían los indios la asustaba.

No mientras George estuviera allí.

No sabía qué pensarían otras mujeres de él. Nunca había tenido amigas, ninguna chica le había hecho confidencias. No obstante, imaginaba que muchas jóvenes, atraídas por lo guapo que era y por su porte distinguido, se desilusionarían al descubrir que era tan silencioso y serio que disfrutaba quedándose en casa.

A Rose sin embargo esto le producía una inmensa paz.

Recordaba el dolor que experimentaba cada vez que su padre se marchaba, la felicidad de éste cuando era asignado a un nuevo puesto, su descontento cuando pasaba sus permisos en casa. Ella siempre había sentido que ocupaba un segundo lugar en su corazón.

Nunca se sentiría así con George. Él no la cambiaría por nada en el mundo: sólo quería estar a su lado.

—He estado pensando —comentó George. Estaba de pie mirando la casa—. Tenemos que construir más habitaciones. Un cuarto no es suficiente para cinco chicos.

Y menos si Madison volvía a casa. Aunque no lo dijo, ella sabía que lo pensaba. Nunca perdería la esperanza de que su hermano regresara.

—¿Cuántas habitaciones más crees que se necesitarían? —preguntó Rose.

—Tú necesitas un cuarto propio, aparte de la alcoba y la cocina. Y nos vendría bien un lugar donde podamos comer que no esté pegado al fogón.

—Esto no es Virginia —señaló ella riendo—. Las casas de los ranchos de Tejas no tienen salones ni comedores.

—Nosotros los tendremos, aunque nadie más los tenga.

Rose sonrió de manera indulgente.

—¿Y qué más quieres hacer?

—No lo sé. Es difícil predecir cuánto tiempo se quedarán los chicos aquí. Puede que alguno decida vivir en el rancho con su familia. En fin, quién sabe.

Dependería de cuántos hijos tuvieran sus hermanos. George no se atrevió a decirlo porque no quería hacer sufrir a Rose, pero ella sabía exactamente lo que había querido decir.

—Tal vez prefieran vivir en sus propias casas —indicó Rose.

—Podríamos construirlas en la colina que está junto al riachuelo —afirmó George, señalando una pequeña elevación de terreno que se extendía a lo largo de varios kilómetros.

—En ese caso, no tendrías que agrandar la casa.

—Ya veremos.

El cuerpo de Rose se puso tenso, y enseguida alzó la vista. Había algo diferente en el tono de voz de George y también en su expresión. Él se volvió hacia los corrales.

—Creo que también tenemos que construir un establo. El toro es demasiado valioso para que lo dejemos fuera y lo expongamos a los ataques de lobos y panteras.

¿Estaba hablando del establo porque quería, o porque trataba de despistarla para que no le preguntara qué había insinuado con lo de agrandar la casa? Estaba a punto de preguntárselo cuando Zac se acercó corriendo. Llegaba sin aliento, y tuvieron que esperar varios segundos antes de que pudiera hablar.

—Los McClendon vienen hacia aquí —exclamó finalmente—. Ya han cruzado el riachuelo.