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Lárgate —le ordenó Peaches—. Aquí no pintas nada.

—Llegas demasiado tarde —le informó la viuda Hanks.

Ja —añadió Berthilda Huber.

—¡Vamos, señoras! —intercedió el sheriff Blocker, un poco nervioso—. Todo el mundo tiene derecho a hablar con el señor Randolph. Éste es un país libre.

—No debería serlo. Al menos no para mujeres como ella —afirmó Peaches, con algo más que desprecio refulgiendo en sus ojos—. Si aquí hubiera justicia, hace ya mucho tiempo que la habríamos echado de esta ciudad.

—No te temo, Peaches McCloud, ni tampoco a tus embustes y calumnias —replicó Rose.

Situada entre Peaches y Berthilda, con su ropa gastada y su apariencia desaliñada, parecía pequeña y desvalida. Sin embargo, no se acobardó ante ellas, ni se dejó intimidar por la diferencia de estatura. Le plantó cara a George con mirada firme de muñeca de porcelana.

Él sintió resurgir en su cuerpo la atracción que sentía por Rose, e instintivamente frenó sus sentimientos en seco.

Había heredado esta habilidad de su padre, y aunque intentaba no parecerse a él, necesitó echar mano de todos sus recursos para resistir el arrollador encanto de aquella mujer.

—He oído que busca una criada —explicó Rose—, y quisiera que me tuviera en cuenta para el puesto.

George se dijo a sí mismo que no tenía ningún sentido considerar la posibilidad de contratarla, sabiendo que Peaches era la candidata perfecta. Rose parecía frágil comparada con las otras mujeres, incluso débil. Pese a su escaso metro sesenta y cinco de estatura, se veía en ella un asomo de elegancia que no existía en las demás.

Debía rechazarla. Sentirse tan cautivado por su propia criada no le traería más que calamidades.

—Creo que sería tan desdichada en este trabajo como estas damas —señaló.

—Pero no puede rechazarme sin siquiera darme una oportunidad —adujo ella.

—Claro que puede —le aseguró la viuda Hanks.

—¿Está segura de que sabe cuáles son las condiciones bajo las que trabajaría? —preguntó George, intentado ganar tiempo para reflexionar—. La casa no es nada del otro mundo, no es más que un cobertizo, y somos siete personas.

—Entiendo. Sería un acuerdo contractual. Yo prestaría ciertos servicios a cambio de dinero.

—¡Descarada! —exclamó la viuda Hanks—. Haces que un acuerdo perfectamente respetable suene como algo vergonzoso.

—¿Qué puede saber una mujer de su clase sobre relaciones decentes? —preguntó Peaches.

Ja —añadió Berthilda.

Rose miró a su alrededor. La frustración, la impaciencia y la desesperación afloraron sucesivamente a su rostro.

—¿Podríamos hablar unos minutos a solas? —le preguntó a George—. Tengo algunas preguntas de índole personal que quisiera me respondiera.

—Yo no tengo esa clase de preguntas —se burló Peaches.

—No pienso esperar toda la vida —afirmó la viuda Hanks.

Ja —añadió Berthilda.

George pensó que no había razón alguna para ver a Rose a solas, que lo mejor sería poner fin a aquello en ese mismo instante. Pero, sin embargo, se sintió incapaz de rechazarla delante de aquella multitud hostil. Aparte de que no sabía cómo resistirse a las súplicas de sus grandes ojos marrones.

Por otro lado, algo más le hizo aceptar su petición. Había presenciado cómo ella se enfrentaba a todos con gran valor, a pesar del miedo que se ocultaba en el fondo de sus ojos, y que sólo asomaba cuando algo la cogía desprevenida; o que le surcaba la cara cuando una de las mujeres intentaba predisponerlo en su contra.

Los instintos de George, desarrollados durante cuatro años de combate, no paraban de prevenirlo contra el peligro, haciéndole sentir culpable de su propia debilidad… por Rose. Jamás llegaría a ser un buen oficial del ejército si no podía tomar decisiones sin permitir que los sentimientos interfirieran en su razón.

—¿Le parece bien en el Bon Ton?

Rose asintió con la cabeza.

—Aléjese de ella —gritó Tom Azufre justo cuando George se dio la vuelta—. Es un engendro yanqui.

¡Yanqui! George se quedó paralizado durante un breve instante. Un fuerte impulso le hizo volverse hacia Tom Azufre.

—La mayoría de nosotros llegó a Tejas proveniente de otro lugar. ¿Dónde nació usted?

Como respuesta, el viejo escupió el tabaco a sus pies. George se estaba burlando abiertamente de él.

—Veo que he dado en el clavo, ¿no?

El grupo de curiosos le abrió paso.

A Rose le pareció eterno el camino al Bon Ton. Intentaba encontrar las palabras adecuadas para convencerle. Su futuro dependía de la decisión de ese hombre, ahora frío y formal.

No sabía si era por su causa, pero el caso es que él ya no parecía el caballeroso forastero que la había defendido de Luke Kearney, sino más bien, el hombre intimidante que había obligado a Dottie a atenderla y a Jeb y Charlie a recoger los destrozos.

En cualquier caso, había visto su otra cara. Ahora sabía que dentro de aquel caparazón convivían dos personas. Quizás lejos de Austin consiguiera sacar de nuevo al primero.

—Debe estar preguntándose por qué quería hablarle en privado —empezó ella en cuanto se sentaron en una de las mesas.

Él sonrió.

—Supongo que no quería discutir sus asuntos frente a toda la ciudad.

Rose se relajó un poco. Ahora no parecía tan adusto.

—Sólo quiero hacerle algunas preguntas sobre el trabajo.

—No hay mucho que explicar.

—Tal vez no para usted, pero una mujer debe tener en cuenta otras cosas.

George no respondió.

—Usted necesita una criada, alguien que cocine, friegue y lave la ropa.

—Sí, ¿pero cómo sé que usted está preparada para ese trabajo? Servir comida en un restaurante no es lo mismo que ocuparse de una casa.

Rose suspiró cansada.

—He trabajado toda mi vida. Al morir mi madre, me fui a vivir con una familia de apellido Robinson. La señora Robinson siempre estaba embarazada, así que todos los quehaceres domésticos recaían sobre mí. Yo no estaba obligada a hacerlos. Mi padre pagaba a la señora por tenerme allí y ella era muy amable conmigo. Además, me enseñó a cocinar. Tenía un don para la cocina. Nadie en Austin podía igualársele. Cuando empecé a trabajar en el Bon Ton fue como cocinera, pero Dottie me puso a atender a los clientes con la esperanza de que atrajera a algunos más.

No le habló de la humillación que supuso para ella verse como cebo para hombres como Luke, ni tampoco que Dottie había sido la única persona en Austin que le dio un trabajo.

—Creo que con eso me basta —interrumpió George.

—Debo advertirle que si acepto será con algunas condiciones —apuntó Rose tímidamente—. Nada extraordinario, por supuesto —se apresuró a añadir al ver que él se ponía tenso—. Naturalmente, necesito un cuarto propio. Quiero que me pague en oro todos los meses y poder venir a la ciudad por lo menos tres veces al año. También espero que me traiga de vuelta a Austin cuando el contrato haya terminado.

—Todo lo que pide es bastante razonable —concluyó George, dispuesto a levantarse de la mesa.

—Aún no he terminado.

—¿Qué más desea?

—Creo que le debo una explicación por lo que ha dicho de Tom Azufre.

—No es necesario.

Rose se puso de pie.

—Veo que es inútil continuar, puesto que ya ha tomado su decisión.

George abrió la boca para negar la acusación, pero no le salían las palabras.

—Aunque sé que luchó en la guerra —prosiguió Rose, con un leve temblor en el labio inferior—, nunca imaginé que me condenaría sin siquiera oír lo que tengo que decir.

—Es cierto, tanto mi hermano Jeff como yo combatimos en la guerra, pero no por ello condenaríamos a nadie sin escucharle antes —George volvió a sentarse—. Dígame.

Rose se sentó también.

—Mi padre era militar de profesión —confesó con orgullo—. Graduado en West Point.

Rose advirtió la rigidez que se dibujaba en la cara de George, y se le cayó el alma a los pies. De acuerdo, no tenía ninguna oportunidad, pero de todas maneras le contaría su historia. Al menos sabría la verdad antes de rechazarla.

—Lo enviaron a Tejas durante la guerra con Méjico. Le gustó mucho más que su New Hampshire natal y se estableció aquí. Pero al estallar la guerra, decidió combatir por la Unión. Tuvo un destacado papel en la batalla de Vicksburg, aunque también encontró la muerte allí.

—Entonces, ¿está sola en el mundo?

—Sí.

—¿Por qué quiere marcharse de Austin?

Una mirada de amargura se reflejó en sus ojos.

—Desde que mi padre murió, he sido como un paria en esta ciudad. Ninguna mujer decente me habla, y mucho menos me invitan a su casa. Todos los hombres me tratan de manera parecida a como lo hizo Luke esta mañana. Nadie en esta ciudad movería un dedo para impedir que me muriera de hambre.

—Eso no debe importarle, al menos mientras tenga un trabajo.

Rose no tenía la intención de contarle todo a George —quería guardar esa vergüenza para sí misma—, pero podía adivinar que él estaba decidido a rechazarla.

—Dottie me despidió esta mañana. Señaló que no podía tolerar más peleas por mi causa.

George, lleno de rabia, maldijo en voz baja.

—¿Quiere decir que la despidió por mi culpa?

Rose asintió sin estar muy convencida. Aunque esa no había sido la intención de Dottie, el resultado era el mismo. Odiaba apelar a los buenos sentimientos de George, pero le parecieron su única arma.

—Dejó bien claro que no podía permitir que le destrozaran el lugar.

Después de una nueva sarta de maldiciones, George se recostó en su asiento para reflexionar. Se encontraba entre la espada y la pared. El deber le dictaba hacer caso a su deseo de contratar a Rose. Pero el sentido común, que le había ayudado a sobrevivir durante cuatro años de sangrientos combates, le gritaba que contratara a Peaches McCloud o a la viuda Hanks, o incluso a Berthilda Huber. Escogiendo a Rose se vería arrastrado a una vorágine emocional que no le permitiría siquiera tomar un respiro.

—¿Hay algo más que deba saber?

No era más que una pregunta retórica, algo que le permitía ganar tiempo mientras intentaba obligarse a recordar las razones por las cuales debía elegir a Peaches.

Ella pareció avergonzarse.

—Quiero que ponga por escrito lo que hemos dicho aquí —murmuró encogiéndose, como si temiera que él fuera a salir disparado de allí.

Desde luego, ganas de hacerlo no le faltaron. ¿Por qué seguía perdiendo su tiempo con aquella mujer?

—¿Acaso no confía usted en mí?

—Claro que sí —aseguró Rose, un poco sorprendida al darse cuenta de la vehemencia de su contestación.

—¿Y aún así quiere un contrato escrito?

—Sí.

¿Por qué seguía insistiendo si no sabía si él se había decidido por otra candidata? Aun así, quería tener un papel, una prueba que demostrara su compromiso. Cuando le pasó una pluma y el papel que había sacado de la cocina de Dottie, él los aceptó sin poner objeciones.

—Veamos. Yo, George Washington Randolph… sí, me pusieron el nombre de un presidente, acepto contratar a Rose

—Thornton. Rose Elizabeth Thornton.

—… Elizabeth Thornton a partir del día 15 de junio

—Hágalo a partir de mañana.

—… del 16 de junio de 1866, para que se ocupe de la casa de la familia Randolph. Deberá cocinar, limpiar, lavar y cuidar de su adecuado funcionamiento —George hizo una pausa, pero Rose no tenía ninguna observación que hacer—. A cambio, tendrá una habitación propia, se le pagará en oro todos los meses, será llevada a Austin una vez cada tres meses y traída de vuelta en caso de romperse el contrato.

George le dio la vuelta al papel para que Rose pudiera leer lo que había escrito.

—Ahora debe usted escribir mi parte —dijo ella.

—¿Por qué?

—No puedo pedirle que haga una promesa si yo no estoy dispuesta a hacer lo mismo.

—Será mejor que la escriba usted —dijo George, pasándole el papel a Rose.

Yo, Rose Elizabeth Thornton, acepto cocinar, limpiar, lavar y, en general, satisfacer las necesidades de George Washington Randolph y sus seis hermanos.

Rose firmó y escribió la fecha.

—Ya está —indicó, enseñándole el papel a George.

—Creo que lo hemos contemplado todo.

—Hay algo más —añadió Rose, ruborizada.

—¿Y ahora qué sucede? —la impaciencia y la molestia resonaron en su voz. Sólo su atribulada mirada le impidió hacer pedazos el papel.

Rose se sentía humillada, pero estaba desesperada.

—Debo dinero.

—¿A quién?

—A la funeraria.

Las peticiones de aquella mujer parecían no tener fin.

—¿Cuánto?

—Cincuenta dólares.

—¿Cómo es posible que deba tanto dinero?

—Quería que mi padre fuera enterrado junto a mi madre. El ejército no quiso costear esos gastos.

¡Esos condenados ojos! ¿Por qué con cada nueva explicación le hacían sentir más infame?

—Si la contrato, pagaré sus deudas —concedió, poniéndose de pie y pasándole el acuerdo escrito, pero cuidándose esta vez de no mirarla de frente.

La rechazaría. Rose lo sabía. Esperó a que saliera del restaurante delante de él. En aquel momento ella hubiera querido que se la tragara la tierra, huir, cualquier cosa menos regresar a aquel lugar y soportar la humillación de verlo elegir a Berthilda o a Peaches.

Y sin embargo su orgullo la hizo caminar junto a él con la cabeza bien alta. El orgullo le dio fuerzas para escuchar la decisión que destruiría su última esperanza.

—¡Cuánto han tardado! —protestó Peaches cuando llegaron a la comisaría.

—¿No le habrá contado mentiras sobre nosotras, verdad? —preguntó la viuda Hanks.

Ja —asintió Berthilda Huber.

—La señorita Thornton simplemente tenía algunas preguntas que quería hacerme sin que toda la población estuviera presente. Y yo también necesitaba algunas respuestas.

—Apuesto a que más de un chico de la ciudad hubiera podido dárselas —intervino bromeando Tom Azufre.

George no supo qué le hizo reaccionar tan bruscamente ante la burla del viejo. Pero cualquiera que fuese el resorte de su cerebro que Tom Azufre activó, la respuesta sonó mucho más contundente de lo esperado.

—Siento absoluto respeto por cualquiera que haya alcanzado una edad tan avanzada —comenzó George, dirigiendo una mirada glacial al irreverente Tom—, a pesar del obvio maltrato que obviamente le ha dado a su cuerpo —los allí presentes soltaron carcajadas de aprobación, incluyendo el aludido—, pero su longevidad correrá serio peligro si vuelve a insultar a la señorita Thornton. Si me pasa usted el acuerdo —pidió, volviéndose hacia Rose—, lo firmaré delante de todos estos testigos.

Rose le pasó el papel. Su asombro apenas se vio atenuado por la furiosa reacción de la gente congregada frente a la comisaría, y especialmente de la señorita Peaches McCloud.

Sin embargo, nadie estaba más horrorizado que el propio George.

Rose no podía recordar haberse sentido nunca más agotada. Todo su cuerpo le dolía. Tras pasar la noche en Austin, George había insistido en partir al amanecer con el fin de hacer el viaje de regreso al rancho en un día. Le dio a elegir entre viajar a caballo con él o seguirlo en un carromato. Su respuesta había sido automática. Cabalgaría con él. Ahora se preguntaba, por más de una razón, si no habría tomado la decisión equivocada.

No sólo le atormentaba la seguridad de que no podría sentarse en toda una semana, sino la imposibilidad de haber mantenido una sola conversación con George. El viaje había sido monótono. Él parecía de mal humor, frío y poco comunicativo. Contestaba a todas sus preguntas, sí, pero sin disimular que prefería cabalgar en silencio. Incluso hubo veces en que sus respuestas rozaron la indelicadeza. No cabía duda de que tenía otra cara, mucho menos agradable de la que había mostrado en Austin.

Y también tenía sus propios demonios. Rose podría jurar que había estado luchando contra ellos durante las últimas horas. Al principio creyó que los compartiría con ella, pero pronto constató que no. No era el tipo de persona que se confiaba a los demás. Cabalgaba con su mirada fija en el horizonte, totalmente ajeno a lo que le rodeaba.

Y también a ella.

Rose había oído hablar mucho del sur de Tejas, pero nunca había estado allí. Ahora, mientras lo atravesaban, se preguntó escéptica cómo algún ser vivo, podía sobrevivir en un lugar como aquél. Parecía que los tupidos matorrales no acabaran nunca. Podían transcurrir kilómetros antes de que divisaran un claro, alguna planicie en medio de aquella maraña de chaparrales, groselleros silvestres y arbustos de todo tipo, que exhibían flores de aromas agradables y frutos suculentos, además de fieras espinas. Rose no lograba explicarse cómo las vacas y los venados, o incluso los cerdos y los pavos, podían ocultarse entre aquella espesura, ni cómo hombres y caballos se metían en aquellas breñas y salían ilesos.

Acostumbrada a vivir en la ciudad, la soledad de aquellos montes la ponía nerviosa. No habían visto una sola casa en todo el día. Era como si ellos fueran las únicas personas sobre la faz de la tierra. Dudaba que pudiera sobrevivir tan lejos de la gente, y menos con George actuando como un auténtico cardo.

Un camino ancho apartó su atención del monte. Rose divisó una construcción en la distancia. Sintió que el corazón le latía más rápido.

—El rancho no es gran cosa —le advirtió George—. Nos acabábamos de mudar aquí cuando estalló la guerra. Al marcharnos mi padre y los dos mayores, mi madre tuvo muchas dificultades para mantener todo esto.

Rose cayó en la cuenta, algo sorprendida, de que nunca antes había mencionado a sus padres.

—Pensé… usted nunca me dijo que… me hizo creer que…

—Mi madre murió hace tres años. La casa será por completo su responsabilidad. —Podrían perfectamente estar discutiendo sobre alguna maniobra militar, pues él no manifestaba ningún sentimiento en su voz. Ni siquiera la había mirado.

—¿Y su padre?

Su vacilación al contestar fue apenas perceptible.

—Creemos que lo mataron en Georgia, no mucho después del combate de Atlanta.

Rose no supo qué decir. El tono de voz de George mostraba tal mezcla de emociones —fría reflexión e intensa rabia—, que creyó más oportuno guardar silencio.

El rancho no ayudó en nada a levantarle el ánimo. Constaba de una casa, que a simple vista parecía no tener más que dos habitaciones muy grandes con un corredor en medio, y dos corrales a un lado. Un toro bravo ocupaba uno de ellos.

George siguió su mirada.

—Una familia de Alabama nos regaló el toro en agradecimiento por nuestra ayuda. Jeff y yo lo custodiamos durante todo el camino para asegurarnos de que nadie nos lo robara. Por las noches nos turnábamos para dormir. Sus novillos pueden hacernos ricos.

A medida que se acercaban, el estado de la casa se veía aún más lamentable. Las sucias gallinas que picoteaban buscando comida no contribuían en nada a embellecer el paisaje. Una vaca lechera pastaba a cien metros de la casa. Su precario aspecto la hacía encajar perfectamente con el entorno. Una persona podría morirse de hambre en aquel lugar y nadie se daría cuenta jamás.

—Me temo que las cosas se han descuidado mucho desde que mi madre murió. Los gemelos han estado muy ocupados con el ganado y a los pequeños no les importa el desorden.

—¿Los pequeños? Usted dijo que eran siete hombres.

—Ahora sólo somos seis. No sabemos nada de Madison —se le entrecortó la voz durante un instante—. Los gemelos tienen dieciséis años. Tyler tiene trece y Zac casi siete.

—Es prácticamente un bebé —exclamó Rose, compadecida de que un niño tuviera que crecer en aquellas tierras baldías.

—No le vaya a decir eso —le advirtió George con una sonrisa, la primera que Rose le había visto en horas, rasgando la expresión solemne de su rostro—. Cree que es tan mayor como todos nosotros.

—Pero falta uno.

—Jeff.

Pronunció el nombre como si mereciera un capítulo aparte, una autentica excepción.

—Jeff perdió un brazo en Gettysburg. Una bala le destrozó el codo.

¿Por qué sintió que sus palabras la acusaban? Lo había dicho sin mirarla, y sin embargo no lograba sacudirse esa impresión.

—Pasó el resto de la guerra en un campo de prisioneros.

Rose guardó silencio.

—Finge que lo ha aceptado, pero no es verdad. Será mejor que no mencione que su padre fue un héroe del ejército de la Unión.

—¿Quiere que lo mantenga en secreto?

—Contarlo no traería más que problemas.

Rose asintió, aunque odiaba las mentiras, incluso aunque solo fueran para ocultar la verdad.

—Hábleme de los otros.

—Apenas los conozco. Zac era un bebé cuando me marche. Tyler tenía ocho años.

—¿Y los gemelos?

—Ahora son unos adolescentes a los que entiendo muy poco.

Nadie acudió a saludarlos. El silencio de la media tarde se volvió opresivo. Todavía faltaba un mes para el asfixiante calor del verano, pero Rose sintió que habían irrumpido en una naturaleza muerta. Todo estaba inmóvil, inanimado.

George se bajó del caballo y la ayudó a desmontar. Apenas sentía las piernas y tenía el cuerpo totalmente entumecido. Fue un gesto caballeroso, sin ninguna calidez. Casi hubiera preferido la compañía del caballo. Le daría coces, pero al menos demostraría alguna emoción.

—Nosotros dormimos en aquel lado —explicó George, señalando el lateral izquierdo de la casa mientras ella estiraba sus músculos—. Allí está la cocina.

Rose lo habría adivinado por la chimenea. El jardín, si al erial que rodeaba la casa podía llamársele así, no había sido rastrillado en semanas. Rose dudó incluso que lo hubiesen limpiado alguna vez. El corredor, además de ser el lugar donde guardaban las sillas de montar y los arneses, parecía hacer también de vertedero de cosas inútiles. Las ventanas tenían vidrios auténticos, aunque difícilmente podría distinguir mucho más que la luz del día y la oscuridad hasta que no las hubiera limpiado.

Luego George abrió la puerta de la cocina.

A Rose estuvieron a punto de fallarle las rodillas. Aquella habitación estaba en tal estado que resultaba irreconocible. Sobre una enorme cocina de hierro se encontraban apiladas todas las ollas de la casa, llenas de sobras de comida. La mesa estaba cubierta de platos y vasos sucios. Al mirarlos de cerca, Rose descubrió que la mayoría estaban desportillados y eran de poco valor. Sólo había unas cuantas piezas de cristal y porcelana extremadamente finas. Alrededor de la rústica mesa de madera había ocho sillas con el espaldar semejante a una escala, con los listones rotos, los travesaños desgastados y los asientos de rejilla deshaciéndose.

Cubos de madera, una lámpara Rochester revestida de cobre, una cafetera abollada, una mesa de trabajo rudimentaria y una pila de latas, se encontraban amontonados en otro rincón. Las cortinas estaban mugrientas y en la leñera no había más que astillas.

Un fuerte olor a grasa rancia inundaba la habitación.

—Tyler se ha encargado de la cocina, pero no es que sepa mucho. Me temo, además, que la limpieza no es el fuerte de ninguno de nosotros.

—¿Dónde está mi cuarto? —preguntó Rose. Si no se recostaba pronto, sufriría un colapso allí mismo.

—Arriba —George señaló una escalera que conducía a la buhardilla. El ánimo de Rose cayó por los suelos. Sus ilusiones de tener un cuarto soleado con cortinas floreadas, una cama blanda, mucha luz y aire fresco, se desvanecieron por completo.

A través de la puerta abierta podía ver que su cubículo era apenas lo suficientemente alto para que ella pudiera erguirse. Sólo confiaba que los ratones no subieran hasta allí, aunque no descartaba tener que batirse con las palomas y las lechuzas para tomar posesión de la cama.

George fue a buscar su equipaje mientras Rose examinaba detenidamente la cocina. Se estremeció. Docenas de platos sucios habían sido apilados en una tina de metal. No quiso pensar cuánto tiempo llevarían así. Deseó fervientemente que los gusanos no hubieran incubado allí, pues no soportaría tocarlos.

George regresó con sus maletas.

—Sé que todo está hecho un asco, pero Tyler nunca lava nada a menos que sea absolutamente necesario.

—Y por lo visto los demás han seguido su ejemplo —señaló ella. George subió sus maletas al desván.

—A veces nos ausentamos durante muchos días —le gritó George desde arriba.

—Estoy segura que el monte está más limpio que esto. Al menos allí llueve de vez en cuando.

George sonreía de manera casi imperceptible al bajar las escaleras, pero definitivamente sonreía.

—Reconozco que su aspecto es bastante intimidante, pero estoy seguro de que en poco tiempo lo tendrá todo limpio y ordenado.

—Algunos platos parecen buenos —comentó Rose, sosteniendo un plato de porcelana fina con un diseño floral muy elaborado—. ¿No deberíamos usar otros?

La frialdad que tantas veces se había adueñado de él durante el viaje, volvió de nuevo.

—Son los únicos que hay. Solemos cenar a las siete. Avisaré a los chicos de que está aquí. —Se volvió con la intención de marcharse.

—¿Se va? —pensó que no podría soportar quedarse sola en aquel momento.

—No se preocupe, Tyler y Zac están por ahí. Veré si puedo encontrarlos. Ellos le dirán todo lo que necesite saber.

—Pero la comida… ¿qué cocino? ¿Dónde está la despensa?

—No lo sé. Tyler se encargaba de eso.

—¿Qué haré hasta que aparezca? —el pánico se sumaba a su creciente ira.

—Puede ir limpiando. Hay mucho que ordenar.

Después desapareció. Rose permaneció inmóvil por unos instantes, luego corrió a la puerta con la intención de llamarlo, de pedirle que esperara tan sólo un momento.

Demasiado tarde. Lo vio cabalgar hacia la omnipresente espesura. Unos momentos después, el sonido de los cascos de su caballo se había apagado. Luego no hubo nada. Nadie. Nada en absoluto.

Estaba sola.

Tuvo la intención de regresar a la cocina, pero se detuvo antes de abrir la puerta. No estaba preparada para enfrentarse de nuevo con aquello, todavía no. Abrió la puerta de la habitación donde ellos dormían. Allí reinaba un caos aún mayor.

En el enorme cuarto se mezclaban indistintamente sillas, camas y armarios toscamente labrados. La ropa sucia se amontonaba por todos lados, incluso en la pila de afeitarse.

Cerró con un portazo y entró en la cocina dando tumbos. Lo único bueno en medio de aquel desastre era que sus piernas y su trasero le habían dejado de doler.

De repente, la tensión acumulada durante las últimas horas le volvió de golpe. Se desplomó en una silla, y apoyando los brazos sobre la mesa, dejó que su cabeza se hundiera en ellos y lloró a lágrima viva.

Había sido una tonta. Una completa, confiada y ciega tonta. Tantos años de cuidarse sola, de aprender a distinguir a la persona honorable y sincera de la falsa e hipócrita, de acostumbrarse a los desaires e insultos, para ahora caer hechizada por el primer hombre que la había tratado decentemente.

George Washington Randolph podía tener algunos momentos de amabilidad, instantes en los que recordaba que había sido criado para ser un caballero, pero estaba claro que no tenía la más mínima intención de malgastarlos con la criada. Todo lo que se esperaba de ella era que trabajara como una esclava desde el alba hasta el anochecer, y luego se arrastrara hasta su cubil para descansar y reanudar a la mañana siguiente sus labores. ¿Era éste el futuro que le aguardaba? ¿No alcanzaría nunca la felicidad con la que tanto había soñado?

Exhalando un ruidoso y poco femenino quejido, Rose se incorporó y miró la habitación. Imaginó que en el infierno las cocinas debían ser peores, por increíble que pareciera. En todo caso, aquel era su infierno privado, y George esperaba que lo limpiara. Recordó que había firmado un acuerdo que la comprometía tanto a ella como a George. Por muy deprimida que se sintiera, nadie podría reprocharla jamás que no cumplía su palabra.

Rose oyó que las bisagras de la puerta de entrada chirriaban quedamente. Imágenes de indios salvajes, bandidos mejicanos merodeando la casa y cuatreros que saqueaban y destrozaban todo, estallaron en su imaginación. Posiblemente no tendría que preocuparse por los años de duros trabajos que le esperaban. Posiblemente moriría en unos instantes.