19

Durante los días que siguieron, Hen no volvió a sonreír. Insistió en que enterraran a Alex Pendleton junto a la señora Randolph. Decía que Alex nunca había tenido una madre. Ahora tendría una, y la señora Randolph alguien a quien cuidar.

Hen se negó a hablar de lo que había hecho aquella noche. Sólo comentó que encontró a la vaca lechera «deambulando por nuestras tierras».

Menos de una semana después, se enteraron de lo que había sucedido.

Un día en que los hermanos volvían de la pradera, se encontraron con que un teniente del ejército y un destacamento de seis hombres habían acampado en el jardín de su casa. El viejo McClendon y dos miembros de su clan iban con ellos.

—Dejadme hablar a mí—advirtió George a sus hermanos.

—¿Porqué? —preguntó Monty.

—Porque nunca sé qué vas a decir.

—No eres el único que tiene un cerebro. Yo puedo…

—¡Cierra la boca! —gruñó Hen.

La inesperada orden de su hermano gemelo asombró a Monty hasta el punto de hacerlo callar. Al menos unos segundos.

—¿Es usted George Randolph? —preguntó el teniente.

—Sí—respondió George desmontando de su caballo. Su mirada se dirigió hacia Rose y Zac, que en ese instante salían de la casa. El niño corrió hacia, él.

—Dicen que mataste a un hombre —se adelantó Zac, aferrándose a George en busca de protección—. Les dije que eso no era cierto, pero no quieren creerme. Ni también a Rose.

George se arrodilló para darle a Zac un abrazo tranquilizador.

—Tampoco —le corrigió, cogiéndolo de la mano al tiempo que se levantaba y se volvía hacia el oficial—. ¿De qué se trata?

—Soy el teniente Crabb —se presentó el joven—. El señor McClendon afirma que uno de ustedes mató a dos parientes suyos. Los otros dos hombres corroboran esta declaración.

—¿Qué quiere decir con eso de «uno de ustedes»? —preguntó George.

—Usted, sus hermanos o uno de los hombres que trabajan para usted —gritó el viejo.

—Podría incluir también al resto del condado —respondió George tranquilamente—. Tengo seis hermanos, contando a este pilluelo. Además, en este momento hay quince hombres trabajando para mí.

—El teniente ha venido a arrestarlo por asesinar a un hombre —anunció uno de los jóvenes McClendon.

—No puede arrestarme sin más porque alguien matara a uno de sus parientes —respondió George.

—Tejas está bajo el régimen de la Reconstrucción —afirmó el teniente—. Ciertas leyes han sido suspendidas.

—¿Cuáles? —preguntó George, atravesando al teniente con su mirada—. ¿Las que protegen a los ciudadanos honestos de ataques criminales en medio de la noche? ¿Las que protegen a las mujeres y los niños de ser asesinados en sus camas? ¿O sólo las que deberían proteger a ciudadanos decentes de los cargos presentados por los hombres de la oficina de la Reconstrucción?

—¿De qué está usted hablando? —preguntó el teniente.

—Digo que este viejo y su clan irrumpieron en nuestro campamento hace seis noches y mataron a uno de mis ayudantes. Y no estoy diciendo que alguien lo hizo. Lo estoy acusando a él —indicó George, señalando a McClendon—. Y todos los hombres presentes pueden atestiguarlo, ¿no es verdad, chicos?

Ellos asintieron con la cabeza.

El teniente se volvió hacia McClendon, pero la mirada del viejo era inexpresiva.

—Y también puedo probar que poco después atacó esta casa —añadió Rose, dando un paso adelante—. Lo herí en el hombro izquierdo. Pídale que se quite la camisa, si no me cree.

—Alega que fue herido cuando sus hombres atacaron a su familia, que ellos hirieron a más de media docena de parientes suyos.

—Puede usted ver las balas incrustadas en los troncos —replicó Rose, señalando las huellas perfectamente visibles que dejaron en la fachada—. Y por el color de las astillas verá que son recientes.

El teniente parecía indeciso.

—Si quiere puedo enseñarle nuestro campamento —propuso George—. Aunque lo hemos adecentado, todavía quedan rastros de lo que sucedió. También puedo mostrarle la tumba del joven Alex. Está bajo aquel roble —señaló.

Incluso desde donde se encontraban podía verse el túmulo de tierra fresca.

—¿Pero por qué iban a atacarles? —preguntó el teniente.

—Se han estado alimentando de nuestro ganado durante años —exclamó Monty, incapaz de contenerse por más tiempo—. Ahora lo estamos reuniendo todo para venderlo. De modo que tendrán que trabajar o morirse de hambre.

—Eso es una mentira —gritó el viejo McClendon—. Ninguno de mis parientes ha matado jamás sus bestias.

—Ustedes no tienen vacas, ¿entonces cómo puede explicar que siempre haya carne en su mesa?

—Nosotros compramos nuestra carne —protestó el viejo—. Podemos jurarlo.

—Si lo hacen, estarán mintiendo —Hen habló en voz baja, pero su voz temblaba con tal rabia que todos se volvieron a mirarlo—. Yo puedo probar que han estado robando nuestro ganado.

—Esa es una acusación muy seria —advirtió el teniente.

—¿Más seria que un asesinato? —preguntó George.

—¿Puede usted mostrarme sus pruebas?

—Sólo cuando regresen el resto de mis hombres. No me fío de que el clan de los McClendon no nos mate a todos cuando estemos en sus tierras.

—Represento al ejército de los Estados Unidos —declaró el teniente con orgullo—. Nadie les hará daño.

—O usted es tonto o no lleva mucho tiempo en Tejas —replicó bruscamente Monty.

El viaje a las tierras de los McClendon fue largo y desagradable. George dejó a Sal y a Silas en el rancho para cuidar a Rose y a Zac. Todos los demás cabalgaban juntos formando un grupo compacto. Hen iba delante, y George se cercioró de que Monty y él cabalgaran entre los McClendon y el otro gemelo.

Los McClendon parecían muy tranquilos al principio, pero a medida que se acercaban a sus tierras, empezaron a inquietarse. Cuando Hen giró hacia el este, en dirección a un roble caído, se pusieron visiblemente nerviosos. Y al enfilar hacia un bosquecillo de pacanas que bordeaba un extenso bajío del riachuelo, desaparecieron tras el matorral más cercano.

—Caven ahí —ordenó Hen, desmontando sobre un banco de arena que se encontraba en medio del riachuelo.

A menos de cuarenta centímetros de la superficie sus palas se clavaron en unas pieles. Había más de una docena de ellas, todas tenían una marca claramente legible.

—Estaban tan seguros de sí mismos que ni siquiera se tomaron la molestia de cortar las marcas ni de quemar las pieles —exclamó Monty asombrado.

—Llevan haciendo lo mismo desde antes de que llegáramos aquí —explicó Hen—, y nadie ha tratado de impedírselo. Seguramente no esperaban ser detenidos ahora que tienen buenas relaciones con la Reconstrucción.

—La Reconstrucción no está aquí para estafar a los hacendados de la región —manifestó el teniente. Su turbación lo hacía ponerse a la defensiva.

—Ahora no me cabe duda de que no lleva mucho tiempo en Tejas —reiteró Monty—. Debió ver todo esto hace un mes.

—¿Por qué lo dice? —preguntó el teniente.

—Pregunte en la oficina del catastro cuando regrese a Austin —le respondió George—. ¿Qué piensa hacer respecto a los McClendon?

—¿Puede usted jurar que el viejo mató a ese chico?

—Ninguno de nosotros puede decir quién lo hizo —admitió George—. Nos atacaron por sorpresa en mitad de la noche. Encontramos a Alex cuando ellos ya se habían marchado.

—No creo que pueda arrestar a nadie basándome en esa acusación.

—Pues pensaba arrestarme basándose en una acusación parecida.

—Tengo una orden de arresto contra usted. En cambio, no tengo nada que me permita detenerlo a él.

Le enseñó a George la orden.

—Mi esposa es la ahijada del general Ulysses S. Grant —le explicó George al teniente, mientras miraba la orden. Su cólera estaba a punto de estallar igual que un cohete en el día de la Independencia—. No tenemos ningún problema en demostrárselo si hace falta. No creo que a él le agrade saber que me arrestó basándose en la falsa acusación de un probado cuatrero —señaló las pieles—, y menos que usted alegue que no puede arrestar a esos bandidos a pesar de que intentaron matar a su ahijada y a su familia. Cuenta usted con una docena de testigos que pueden dar fe de ello, Es verdad que algunos de nosotros somos ex soldados confederados, pero somos hombres de honor.

—Además, el general le piensa mandar un indulto a George —le informó Monty—. Una vez que lo tenga en sus manos, será tan respetable como cualquier político. No me sorprendería que ya hubiera llegado a Austin.

—¿Un indulto? —preguntó el teniente.

—Un indulto presidencial, cortesía del general Grant en persona —le explicó Monty—. No esperará que a un hombre como el general le agrade que el esposo de su ahijada viva bajo sospecha, ¿verdad?

—Eso también lo podemos probar —añadió George.

—El general Sheridan se pasará a visitarnos uno de estos días para ver cómo se encuentra Rose. Tal vez usted quiera quedarse a esperarlo. He oído decir que es un hombre muy poderoso. Quizás si lo conoce su carrera dé un giro radical.

—Creí que odiabas a los yanquis —le comentó George a Monty una vez que el teniente y sus hombres emprendieron el camino de regreso a Austin—. Nunca pensé que te escudarías tras uno.

—No me estoy escudando, simplemente no veo por qué no valerse de algo que tenemos delante de las narices. Vamos a tener más problemas con los McClendon, no creo que dejen las cosas así. Es mejor no tener también al ejército encima.

—¿Crees que lo volverán a intentar?

—Por lo que sabemos, nunca han trabajado para ganarse el pan. No creo que se crucen de brazos mientras nosotros les quitamos la comida de la boca.

Rose se sentía incómoda con Silas. Es cierto que éste no le había dado motivo para ello, sin embargo, parecía vigilarla. Se suponía que era su obligación, pues para eso le había dejado George en la casa, pero él no la miraba como Ben o Ted, ni como cualquiera de los hombres que George había contratado tras el ataque de los McClendon.

La miraba a hurtadillas. No, más bien lo contrario. Lo hacía abiertamente, como si estuviera esperando pillarla en algo. Pero ella no sabía qué.

—No hay mucho que hacer aquí —comentó él.

—Eso lo pensará usted —respondió Rose.

Había visto lo agobiada de trabajo que había estado toda la mañana. Pero la idea de Silas Pickett de cómo debía tratarse a una mujer no incluía echarle una mano. Estaba sentado a sus anchas junto a la puerta para poder ver quién entraba por el jardín. Tenía la silla apoyada contra la jamba, y los pies en el travesaño. Por un momento Rose deseó que la silla se venciera, pero luego se sintió culpable por abrigar un pensamiento tan poco caritativo.

—Me sorprende que George la haga trabajar. La mayoría de hombres que poseen tanto oro guardado como él llevan a sus esposas a vivir a Austin o tal vez a Nueva Orleáns, y se toman las cosas con calma. No viven en este monte dejado de la mano de Dios, ni se parten el lomo por una manada de vacas salvajes.

Rose estaba preparando dos jabalíes para asarlos. Monty había decidido descargar la rabia que sentía contra los McClendon en los animales salvajes de la región. Durante la última semana habían cenado antílope, venado, pavo, cerdo y conejo. Si no fuera por los muchos hombres que debía alimentar a diario, la mayor parte de la carne se habría desperdiciado.

—A nosotros no nos gusta vivir en la ciudad —replicó Rose.

—¿Qué sentido tiene guardar todo ese dinero para sus hijos? Parece que sus hermanos tampoco lo quieren.

—No sé qué se imagina acerca del dinero, pero no creo que unas cuantas monedas de oro sean motivo suficiente para emocionarse tanto. Al paso que se están acabando las provisiones, no durarán más de unos cuantos meses.

—No estoy hablando de un puñado de oro, sino de cajas enteras. De miles y miles de monedas.

—Debe tener mucha imaginación para pensar que George tiene todo ese dinero. Su familia lo perdió todo en la guerra.

—Entonces supongo que no se lo ha contado.

—¿Contarme qué?

La mirada de Silas había dejado de ser amable, tornándose descaradamente hostil.

—Los hombres suelen confiar en sus esposas antes que en otro hombre, porque no pueden quedarse callados, No tiene ningún valor si nadie lo sabe. Claro que es posible que él no desee que sus hermanos se enteren, que lo quiera todo para él.

—Me parece que se ha quedado mucho tiempo al sol. Está delirando.

—Claro que también podría estar esperando. No es muy aconsejable aparecer forrado de oro de un día para otro. Es mucho mejor que parezca que se lo ha ganado trabajando en un rancho ganadero. Su esposo es un hombre bastante listo.

—Yo también creo que George es un hombre excepcionalmente listo —contestó Rose—, pero no tengo ni la menor idea de qué me está hablando. Ahora me gustaría que fuera a buscar a Zac, a menos que quiera ayudarme a preparar la carne. Ese niño puede desaparecer más rápido que un pedazo de hielo en una cocina caliente.

—Iré a buscarlo en un minuto. No quiero que venga todavía.

Algo en su voz le advirtió a Rose de que las cosas habían cambiado, que la situación podría volverse peligrosa.

—¿Qué es lo que quiere?

Se aseguró de mantener firmemente agarrado el cuchillo que había estado usando. Estaba lo bastante afilado para cortar tendones, cartílagos o huesos pequeños.

—Quiero saber qué ha hecho su esposo con todo ese oro.

—¿Por qué tiene esa obsesión con el oro? ¿Es por lo que gastaron en Austin? No era mucho, y ya casi no queda nada.

—Estoy hablando de cerca de medio millón de dólares en oro.

Ahora Rose estaba segura de que Silas había perdido el juicio.

—Todo el mundo sabe que su familia dejó Virginia en la más absoluta miseria. Sus amigos tuvieron que comprarles este lugar.

—El capitán Randolph iba al mando de un destacamento de asalto que confiscó un tren del ejército de la Unión que transportaba una nómina de más de medio millón en oro. En el desconcierto, el vagón que llevaba el oro desapareció. Nunca lo encontraron.

—¿Qué le hace pensar que el padre de George tuvo algo que ver con eso? Supongo que habría otros hombres con él.

—Ese tren estaba cerca de su casa cuando tendieron la emboscada. Ninguno de los que estaba en el tren conocía la región como el capitán Randolph.

—Suponiendo que sea cierto que la nómina estaba en ese tren y que el capitán se la llevó, ni George ni Jeff pudieron tener nada que ver con eso. Ellos no volvieron a ver a su padre después de alistarse en el ejército.

—Él pudo haberles enviado una carta.

—Es verdad, pero esa carta pudo haberse perdido; o también es posible que el botín se haya extraviado o que el vagón simplemente haya desaparecido. Todo podría ser producto de su calenturienta imaginación. No sé quién le ha contado ese cuento acerca de que George tiene el oro o que sabe dónde está, pero quien sea se equivoca. Conociendo a George, si él supiera dónde está escondido el otro, lo devolvería.

—Él no es tan tonto —repuso Silas riendo.

—No todo el mundo valora el oro por encima de su honor.

—¡Es medio millón!

—Será lo que sea, pero nosotros no lo tenemos ni sabemos nada al respecto.

—No me lo creo.

—Obviamente, si me creyera no seguiría hablando de ello. ¿Acaso le parece ésta la casa de un hombre rico?

—Podría tenerlo escondido.

—George y su hermano salieron de Virginia llevando ese toro delante de ellos. Ahora bien, si puede explicarme cómo hicieron para transportar quinientos mil dólares en oro sin que nadie se diera cuenta, es que es mucho más listo que yo.

—Pudieron haberlo dejado en Virginia.

—Me sorprende que esté aquí en lugar de andar pul ahí buscándolo —replicó Rose—. Nunca he conocido a nadie que sufra de una fiebre de oro peor que la suya.

—Es probable —comentó Silas levantándose—. Siempre he soñado con hacer fortuna. Seguro que es mejor que ganarse un dólar por trabajar.

—Eso no pienso discutírselo, pero la única manera de hacerse rico rápidamente es apropiándose de bienes ajenos. No puedo imaginar que alguien educado con los mismos principios que mi marido haga algo semejante. Usted no lo haría, ¿verdad?

—Señora, un hombre nunca sabe qué hará al verse cara a cara con la tentación. Medio millón de dólares es una tentación bastante fuerte. Ahora dígame dónde puede estar escondido ese niño. No quiero buscar detrás de cada arbusto que hay de aquí al campamento.

—Lo más probable es que lo encuentre cerca del riachuelo —apuntó Rose.

Sintió un gran alivio al ver que Silas se marchaba. No le daba miedo, pero le preocupaba. Un hombre con la fiebre del oro podría ser peligroso. Y en aquel momento no necesitaban más problemas. Hablaría con George por la noche. Probablemente no era importante, pero lo mejor sería estar prevenidos.

—King afirmó que estaría encantado de negociar con nosotros. Que preferiría darnos sus vacas a dejar que Cortina las mate para sacarles la piel y el sebo. El ejército está persiguiendo a sus hombres, pero todo el mundo sabe que no servirá de nada. No pueden seguirlos hasta Méjico.

Jeff había regresado de Corpus Christi la noche anterior y desde entonces no había parado de hablar. Rose no recordaba haberle visto tan animado. Hubiera dado cualquier cosa por saber qué había ocasionado aquel cambio y si había alguna posibilidad de que durara.

—Está conforme en llevar nuestros novillos a San Luis la primavera que viene. Me advirtió de que correríamos algunos riesgos en el camino, pero que allí estaban ofreciendo el mejor precio que podríamos encontrar, quizás unos treinta dólares. También existe la posibilidad de que perdamos los novillos. Entre los cuatreros, las estampidas y los indios, hay un cincuenta por ciento de riesgos. Otra opción es esperar a vendérselos a alguien en la primavera.

—¿Qué crees que debemos hacer? —le pregunto George.

—Llevémoslos al norte con King. Él es el único que puede hacer que esos novillos lleguen al destino.

—¿Y de dónde sacamos el dinero para pagar a los hombres?

—King se llevará la vacada ahora. Esto le evitará tener que preocuparse por recogérnosla la primavera que viene, Aceptó darnos doce dólares por cabeza por adelantado y el resto cuando se vendan los novillos.

George estaba encantado con su hermano. Por primera vez había sido capaz de dejar de lado sus problemas y concentrarse en su trabajo.

La expresión de Jeff cambió de repente. Toda la cólera que tenía contenida volvió a salir a la superficie.

—Hay algo más —añadió, metiéndose la mano en el bolsillo—. Parece que el sheriff de Austin tenía esto desde hacía algún tiempo. Tardó mucho en darse cuenta de que tú eras el George Randolph de esta carta.

George cogió el sobre. Alguien lo había abierto.

—¿La leíste?

No estaba molesto. Sólo tenía curiosidad.

—Una parte. No pude terminarla.

George sintió más curiosidad aún. La carta era del coronel Jonah Marsh.

—¿Qué quiere este hombre de nosotros?

—Léela tú mismo. Léesela a todos —sugirió, señalando a sus hermanos—. Les alegrará saber que nuestro padre era un verdadero héroe.

George estaba estupefacto. Tenía que haber algún error. Abrió la carta y empezó a leer.

Estimado señor Randolph,

Tenía la intención de escribirle antes, pero las dificultades de volver a la vida civil no me han permitido hasta ahora disponer del tiempo necesario para hacerlo. Durante meses he sentido la creciente e imperiosa necesidad de contarles a usted y a su familia cómo fueron los últimos días de la vida de su padre. Era un hombre realmente excepcional. La causa confederada le debe mucho a su liderazgo y valentía.

George miró a Jeff. No podía creer lo que estaba leyendo.

—Y aún falta más.

George no supo por qué lo hizo, pero le pasó la carta a Rose. Ella la cogió sin estar muy segura de qué debía hacer. Luego empezó a leer.

Conocí a su padre muy poco tiempo. Él se incorporó a mi regimiento después de la batalla de Atlanta. Debido a su edad y a su experiencia, de inmediato lo puse al mando de las tropas. Fue la mejor decisión que pude haber tomado. Era como un padre para esos chicos. No había problema demasiado pequeño que no mereciera toda su…

Rose se detuvo cuando Hen se levantó de un salto y salió de la habitación dando un portazo y maldiciendo. Miró a los demás, pero sus ojos sólo se cruzaron con los de Zac.

—Sigue —indicó George sin alzar la vista.

… que no mereciera toda su atención. Hizo inagotables esfuerzos por integrar a sus soldados en una unidad de combate indestructible.

Hasta entonces sólo habíamos podido hostigar ligeramente a Sherman mientras le arrancaba el corazón a Georgia, pero no pasó mucho tiempo antes de que él y sus hombres llegaran a conocer a su padre por su nombre. Les dio suficientes motivos para ello.

No le tenía miedo a nada. Cuando pensaba que el peligro era demasiado grande para los jóvenes que estaban bajo su mando, él mismo se lanzaba al ataque. No puedo hablarle de todos los prodigios que logró. Era un hombre intrépido. Pero aunque muchas de sus acciones tuvieron éxito, fue su valor el que finalmente ocasionó su muerte.

Rose hizo una pausa. Todos los hijos sabían que a su padre lo habían matado, pero no estaba segura de que quisieran oír lo que la carta decía al respecto. Sólo Zac mostraba algún interés. La cara de Tyler era indefinible. Las de George y Jeff dejaban entrever una rabia rigurosamente dominada. Monty estaba a punto de estallar y hacia grandes esfuerzo por controlarse. Sintiéndose más insegura que antes, Rose siguió leyendo.

Mi unidad era pequeña. Sherman envió un pelotón bastante numeroso contra nosotros, con la intención de eliminarnos para que sus tropas pudieran seguir sin trabas su avance hacia la costa. Nos atacaron por sorpresa. Necesitábamos una maniobra de distracción que nos diera tiempo a refugiarnos en los bosques cercanos. Sin previo aviso, su padre se lanzó contra la tropa de la Unión, atacando directamente a sus jefes. Nunca había visto nada igual. Disparando con ambas manos y usando todas las armas que poseía, derribó a media docena de hombres de sus sillas de montar. Aunque una lluvia de balas caía sobre él, se acercó tanto a la línea de fuego que ésta se deshizo antes de que una bala lo alcanzara.

Nuestras tropas lograron escapar sin que hubiera ninguna baja. Enviamos un destacamento especial a buscar su cuerpo en el campamento de la Unión. Después de todo lo que hizo por nosotros, teníamos que darle sepultura junto a los hombres por los que había muerto.

Rose alzó la vista, pero no hubo ninguna reacción. Monty se levantó de su silla y se dirigió a la ventana, pero no dijo nada. Ella siguió leyendo.

No dejó mucho más que sus pistolas y su uniforme, pero le hemos confiado estos objetos a uno de los hombres que tiene la intención de dirigirse hacia el oeste cuando terminen los combates. Él lo buscará en Tejas. Su nombre es Benton Wheeler.

—¡Sal! —exclamó Zac con alegría.

Estaba a las órdenes del capitán Randolph, de modo que él puede hablarle mejor que yo del hombre tan admirable que era su padre. Sepa que todos lamentamos su pérdida, pero comprendemos que lo que nosotros sentimos en calidad de amigos y compañeros de combate no puede compararse con lo que usted debe estar sintiendo. Su país y su familia pueden estar orgullosos de él. Que descanse en paz.

Dios lo bendiga a usted y a su familia.

Atentamente,

Coronel Jonah Marsh.

—¡Hijo de puta! —exclamó Monty.

—Cuida tu lengua —advirtió George—. Rose está aquí.

—Aunque estuviera el mismísimo Dios, maldeciría a ese cabrón —insistió Monty. Sentía tanta rabia que no podía quedarse quieto.

—Eso no es lo peor de todo —intervino Jeff—. Van a hacer un desfile en su honor en Austin. Esperan que todos nosotros asistamos.

Monty soltó todo su repertorio de insultos. Rose se sorprendió de que se supiera tantos estando tan lejos de la civilización.

—No pensarás asistir, ¿verdad George? —preguntó Monty.

George no respondió. Permanecía sentado con la mirada perdida.

—Yo, desde luego, no pienso ir —anunció Jeff—. Me tiene sin cuidado los homenajes que le hagan. Si alguno de nosotros tiene que ir, tendrás que ser tú, George. Eres el mayor.

George no respondió.

—¡Un desfile! —clamó Monty furioso—. No podrían obligar a Hen ni apuntándole con una pistola en la cabeza. Pero se merecerían que fuera yo a decirles a qué clase de rata le están rindiendo honores.

Rose sabía que William Henry Randolph no había sido un buen padre. No podía imaginar qué había hecho para hacer que sus hijos lo odiaran tanto, pero pensaba que no asistir al desfile no haría más que empeorar las cosas.

—Sé que no es asunto mío —se inmiscuyó Rose, con miedo de hablar, pero sintiendo que debía hacerlo—; sin embargo, debo decir que están rindiendo honores a lo que vuestro padre hizo, no al hombre como tal. No estoy tratando de cambiar vuestros sentimientos por él, ¿pero no sería mejor que los dejarais de lado mientras se celebra el desfile?

George se levantó. Rose nunca había visto tanto dolor en sus ojos. Siempre había pensado que tenía una caparazón que lo protegía de las emociones extremas.

Su dolor era intenso y penetrante. No amargo ni cargado de furia como el de los gemelos. O beligerante como el de Jeff. Había sido herido donde era más vulnerable. Donde aún era vulnerable.

—Los chicos pueden hacer lo que quieran —declaró George, con su mirada aún perdida en el espacio y la voz apagada, sin vida—, pero yo no asistiré.

Salió de la cocina.

—¡Asunto arreglado! —suspiró Monty con una especie de lúgubre satisfacción—. George es el único que hubiera podido obligarnos a ir.

—¿Trajiste el anillo? —le preguntó George a Jeff. Lo había seguido hasta el dormitorio.

—Sí—respondió Jeff. Buscó en uno de sus bolsillos y luego le pasó a George un pequeño paquete hecho con un pedazo de papel que había sido doblado muchas veces—. Te lo habían guardado. Dijo que sabía que no tardarías en regresar por él.

George desenvolvió el papel hasta descubrir su secreto: un anillo de oro engastado con una piedra amarilla de gran tamaño. Sabía que era un topacio, pero los nombres de las piedras no significaban nada para él. Rose lo quería, y eso era todo lo que le importaba.

—¿Te pagaron lo suficiente por la espada para cubrir el precio? —preguntó George sin apartar su mirada del anillo.

—Sí. Me habría podido dar más dinero, pero le hice prometer que no la vendería al menos en un año.

—¿Porqué?

—Querrás recuperarla. Tal vez no desees recordar la guerra, pero querrás tu espada. Imagino que entonces tendremos el dinero para pagar por ella. Y aunque tú no la quieras, puede que tus hijos sí.

George miró fijamente a su hermano. No podía creer que estuviera hablando con Jeff.

—Te preguntarás a que se debe este cambio —repuso Jeff, esbozando una sonrisa tímida y sin gracia. Parecía un hombre que se había resignado a aceptar, sin entusiasmo alguno, algo que nunca le agradaría—. Nunca te perdonaré por casarte con Rose, así como tampoco perdonare a la vida por quitarme un brazo. No es cuestión de quererlo o no. Simplemente no puedo. Pero tú eres mi familia. Con esta cosa —dijo mirando su muñón—, es muy probable que seas toda la que tenga. Además, eres la única persona que me mira sin hacerme sentir como un monstruo. Sin embargo, a veces resulta útil para hacer negocios. Un hombre tiene que ser muy insensible para no sentir un poco de compasión por alguien que perdió un brazo por la causa.

George sintió un alivio indescriptible.

—Eres un excelente negociante sin necesidad de recurrir al brazo. En cuanto a la espada, no quiero recuperarla. Y no tendré ningún hijo que pueda heredarla.

—¿Qué diablos quieres decir? A menos que este muy equivocado, esa mujer anhela tener un enjambre de soldaditos norteños corriendo por toda la casa.

—Recuerdas cómo era nuestro padre. ¿En serio crees que tentaría al destino para que todo se repitiera?

—Por el amor de Dios, George, no te pareces en nada a papá.

—Tal vez no, pero ése es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

Rose permaneció sentada frente a su taza de café durante un buen rato. Ya estaba frío cuando, con un suspiro fatalista, decidió levantarse. Estaba segura de que la falta de fe de George en sí mismo estaba relacionada con su padre, pero no sabía qué hacer al respecto. Tampoco sabía si podía hacer algo, a menos que le hiciera hablar de ello. No sabía cuándo estaría listo, pero su mirada le decía que no tardaría mucho.

—No me ha pedido que traiga las cosas de su padre —le contó Sal—. Creí que alguno de ellos lo haría.

—Te las pedirá. Sólo necesita más tiempo.

Pero a medida que pasaban los días iba perdiendo las esperanzas. George había puesto la carta del coronel en un estante donde todos podían verla. Parecía ejercer un poder maligno sobre los hermanos. Incluso a Zac, que no tenía ningún recuerdo de su padre ni de su madre, le afectaba.

Rose no pudo soportarlo más tiempo. Cogió la carta y la guardó en el fondo de un cajón.

Los chicos notaron su ausencia. Rose vio a cada uno de ellos mirar el estante al entrar, y luego detenerse un momento al darse cuenta de que la carta no estaba allí. Sin embargo el ambiente mejoró casi de inmediato. No pasó mucho tiempo antes de que todos estuvieran más animados.

Ya casi habían terminado de reagrupar al ganado. No habían tenido más problemas con los McClendon, y pronto emprenderían el viaje a la hacienda de King. Habían resguardado el rancho, y en poco tiempo tendrían su ganado para la cría y algo de dinero. Estaban a punto de convertir el rancho Randolph en un negocio permanente y rentable.

Y lo habían logrado juntos. Ninguno de ellos lo reconocía, pero Rose sabía que todos estaban orgullosos de sí mismos.

—Creo que el rancho debería tener una marca distintiva —propuso ella una noche.

—Tenemos una marca —le recordó Jeff.

—Y también un nombre —añadió—. No querréis que la gente lo llame el rancho Randolph, ¿verdad?

George le lanzó una mirada expectante y divertida.

—Estoy de acuerdo —asintió Monty, entusiasmándose de repente—. La ‘S’ que estamos usando no es nuestra marca. La heredamos con el rancho.

—¿Qué marca te gustaría? —preguntó George.

—Tiene que ser algo distintivo, algo que la gente asocie con nosotros —indicó Jeff.

—Y que no sea fácil de cambiar —añadió Hen.

—No puedo pensar en nada que reúna todos esos requisitos —repuso George. Luego miró a Rose—. ¿Alguna idea, chicos? —preguntó sin apartar su mirada de ella.

—Podríamos usar… —empezó a decir Monty antes de que Hen le diera un codazo en las costillas—. ¡Qué me importa! —estalló Monty, volviéndose contra su hermano gemelo.

—Él no tiene ninguna idea —le explicó Hen a George—. Ninguno de nosotros tiene la menor idea.

Rose estuvo tentada de salir de la habitación. Se estaban confabulando contra ella. Hasta Monty, que normalmente era demasiado impulsivo para entender nada, se había dado cuenta. Hubiera dado cualquier cosa por borrar esa sonrisa burlona de la cara de George. Y Hen no se quedaba atrás. Decidió arriesgarse a hacer una propuesta. Después de todo, había sido idea suya.

—Yo tengo una sugerencia que podríais considerar —logró decir, devolviéndole a George la mirada—. Puesto que sois siete hermanos, he pensado que deberíais usar el número siete.

—Sólo somos seis —la corrigió Zac.

—No debes olvidar a Madison —le recordó Rose amablemente—. George nunca lo hace.

Su comentario borró la sonrisa del rostro de George, y ella deseó no haber hablado.

—Y creo que deberíais poner un círculo alrededor del siete. El Círculo Siete suena bien. Y además dificulta que alguien pueda cambiar la marca.

—Un bloque cuadrado sería aún más difícil de cambiar —precisó George. Le estaba tomando el pelo. Ella lo sabía.

—Me gusta cómo suena Círculo Siete —afirmó Monty.

—Sin embargo, me gustaría saber por qué Rose piensa que debemos usar un círculo —demandó George.

—¿Es que tiene alguna importancia? —preguntó Monty.

—Sí —insistió George.

Estaba decidido a hacer que dijera la razón. «Pues bien, se la diré», pensó Rose, «pero lamentará habérmelo preguntado».

—Pensé en un círculo porque representa el amor inquebrantable e infinito que une a esta familia. Cada vez que lo miréis, sabréis por qué tenéis que trabajar tan duro.

Rose nunca los había visto tan avergonzados. Tendría que recordar que los hombres no saben qué hacer con las emociones, y menos cuando están junto a otros hombres.

—Si incluimos a Madison, tenemos que incluirte a ti —sugirió Zac. Era el único inmune a la trascendencia de las palabras de Rose—. Debería ser el Círculo Ocho.

—Juega bien tus cartas, jovencito, y podrás hacer una carrera maravillosa desplumando a viudas ricas y a herederas guapas —bromeó Rose, queriendo abrazar a Zac—. No puedes llamarlo el Círculo Ocho, aunque es muy amable de tu parte sugerirlo. Tendría que convertirse en el Círculo Nueve cuando otro se case, y luego en el Círculo Diez, y así sucesivamente. De lo contrario, las demás esposas se ofenderían.

—Tiene razón —admitió Jeff—. Voto por que se llame el Círculo Siete.

No hubo ninguna objeción.

—¿Cuándo se te ocurrió? —le preguntó George a Rose cuando se metió en la cama junto a ella.

Rose buscó sus brazos como si no hubiera estado esperando nada más en todo el día.

—Hace unos días. Estaba pensando que el rancho no tenía nombre, y tan pronto como se me ocurrió uno, me di cuenta de que también podía ser una marca.

—Me refiero a la parte del círculo.

Rose vaciló. George estaba muy afectuoso aquella noche, y ella no quería arruinar el momento.

—Las personas necesitan que de vez en cuando les recuerden las cosas que son importantes para ellas. Especialmente tus hermanos. Vuestra manera de enfrentaros al mundo es como si fuerais un círculo. Las mujeres y los niños se encuentran en el centro, mientras que vosotros estáis dispuestos a defender cada rincón; sin embargo, ni siquiera sospecháis cuánto dependéis los unos de los otros.

George estrechó a Rose un poco más fuerte entre sus brazos y la besó en la mejilla.

—Te debemos muchas cosas.

Rose se volvió hasta quedar frente a él, con sus labios sobre sus labios, sus senos contra su pecho, y sus muslos contra los suyos.

—Creo que un hombre debe pagar sus deudas —contestó, mordisqueando suavemente su cara.

—¿Quieres que empiece ahora? —le preguntó George, mordiendo su cuello.

—Eso puedes darlo por descontado —respondió Rose, encontrando su propio punto sensible.

Los chicos oyeron a su hermano gritar desde el otro lado de la casa. No estaban seguros de qué había ocurrido, pero como el grito no se repitió, imaginaron que no se trataba de nada grave.

—No voy con vosotros —anunció George sorprendido de las palabras que salían de su boca.

—Claro que vendrás —replicó Monty con tono sarcástico—. Sabes que no confías en nosotros a menos que nos estés vigilando y diciéndonos qué errores cometemos.

—Hace un mes habrías tenido razón, pero ya no.

—¿Qué ha cambiado?

—No me gusta dejar a Rose sola. Sé que los McClendon han desaparecido, pero podrían volver en cuanto les demos la espalda.

—Deja a Sal aquí.

—Él se queda, pero yo también.

—No sabía que estuvieras tan cautivado con el matrimonio —bromeó Monty, dándole un codazo en las costillas a su hermano.

—Yo tampoco lo sabía hasta que comprendí que estaría ausente varios meses. Eso hizo que viera las cosas desde otra perspectiva.

—¡Ya lo creo!

—No seas vulgar —le dijo Hen a su hermano gemelo—. No ves que le preocupan los McClendon.

—No se atreverán a volver a aparecer por aquí —declaró Monty.

—No lo sé. Ese viejo atacaría al mismo demonio si le diera la espalda.

—Estoy harto de los McClendon —protestó Monty—. ¿Quién va a estar al frente de la expedición? Odio que George me dé órdenes todo el tiempo, pero al menos él tiene algo de sentido común.

—¿Nadie más lo tiene? —preguntó Jeff.

—Es obvio que tú no.

George interrumpió lo que prometía convertirse en una acalorada discusión.

—Veréis, cuando regresé a casa pensé que era mi responsabilidad mantener unida a esta familia. Me agobiaba cada decisión que tomaba. Después comprendí que no podría reteneros aquí indefinidamente. Que sólo estaréis aquí mientras queráis.

—¿Y qué?

—Entre los cuatro podéis haceros cargo de todo.

—Que estupideces se te ocurren —replicó Monty.

—Es cierto, tenéis todas las habilidades que se requieren para llevar la vacada al rancho de King. Nadie conoce mejor las reses que tú, Monty, y nadie sabe más de negocios que Jeff. Hen puede encargarse de protegeros en el trayecto. Y Tyler es capaz de reparar todo lo que se rompa.

—Tal vez, pero nadie más puede hacer que estos tontos trabajen juntos —señaló Tyler.

—Aunque lo ha pintado fatal, tiene razón —añadió Jeff.

—No puedes abandonarnos ahora sólo porque tienes una picazón y quieres que te rasquen —le recriminó Monty, haciendo una señal de complicidad con la cabeza en dirección a Rose.

—No os estoy abandonando —aclaró George, haciendo caso omiso de la puya de Monty—. Seguiré dirigiendo este rancho mientras me lo pidáis, pero yo no puedo hacerlo todo. No sería justo ni conmigo ni con vosotros si lo hiciera. Sobre todo, no sería justo con Rose. Vais a tener que aprender a cumplir con vuestras obligaciones sin que yo os esté vigilando. Si no podéis dirigir esta expedición juntos, es que no sois mejores que cualquier peón.

—George tiene razón —reconoció Hen—. Pasamos demasiado tiempo peleando, que es exactamente lo que papá haría. Pues bien, yo no tengo ninguna intención de ser como él, y tampoco dejaré que lo seáis vosotros.

Los hermanos miraron boquiabiertos a Hen. Era un discurso bastante largo para él, y especialmente contundente. George no podía recordar alguna vez en que se hubiera preocupado por los demás.

—Podéis empezar por decidir qué ruta tomaréis. Jeff acaba de regresar de Corpus Christi, y Ben viene de Brownsville. Entre los dos os pueden recomendar el mejor camino.

—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —le preguntó Rose a George, mientras los hermanos discutían acerca de la ruta a seguir.

—Sí —respondió George, deslizando su mano alrededor de su cintura y dándole un beso en la cabeza—. Al principio será duro para ellos, pero no tardarán en cogerle el tranquillo al asunto.

—¿Absolutamente seguro? —insistió Rose viendo que Monty perdía los estribos.

—Parecen dispuestos a derribarse a golpes, pero no es verdad. Hay mucho afecto detrás de todas esas peleas.

—Pase lo que pase, no se lo digas.

George se rio. Había un timbre de satisfacción en esa risa.

—No lo haré. Dejaré que lo descubran ellos mismos. Eso será aún mejor.

—A mí no me importa quedarme en Austin mientras estéis fuera.

—No lo hago únicamente por ti, creo que necesitan hacer esto solos. Compréndelo. Fuiste tú quien me dijo que no debía cargar con todo solo.

—Lo sé. Sólo quería estar segura. No quería que te quedaras por mí.

—No se me ocurre una razón mejor para quedarme —repuso George—. Ni siquiera Zac. Y el toro sólo ocupa un distante tercer lugar.

Rose estaba segura de que si George continuaba así, podrían pasar dos meses muy dulces juntos.