18
El sexto sentido de George los salvó.
Amenazaba lluvia. La atmósfera húmeda y pesada parecía inquietar a los cuernilargos. Justo en el momento en que los hombres habían terminado su trabajo, un novillo especialmente rebelde rompió la cerca llevándose con él casi todo el ganado que habían reunido en el día. Cuando finalmente reagruparon al rebaño y le pegaron un tiro en la cabeza al instigador, ya era demasiado tarde para regresar al rancho. Despellejaron el novillo, cocinaron toda la carne que pudieron y, muertos del cansancio, se fueron a dormir. Querían descansar lo máximo posible antes de que empezara a llover.
Algo despertó a George. Quizás el viento gimiendo entre los árboles, o una rama seca al caer. Estaba demasiado oscuro para poder ver algo. Nubarrones de tormenta ocultaban la luna. La única luz provenía de los rescoldos de la hoguera.
Uno de los perros estaba inquieto y señalaba con su cabeza en la dirección del viento. Emitía roncos gruñidos. Miraba a Monty, gemía ansiosamente, y luego sus ojos volvían a perderse en la noche. Gruñó de nuevo.
George tuvo la inexplicable intuición de que estaban a punto de atacarlos. Fue un presentimiento. Cogiendo su pistola, disparó hacia la noche.
—¡Alguien viene hacia nosotros desde el riachuelo! —les gritó a sus hombres.
Los asaltantes embistieron precipitadamente. Montados en mulas y ponis, llegaron al centro del campamento disparando indiscriminadamente. Los hombres se levantaron a toda prisa, intentando a la desesperada guarecerse tras cualquier cosa. Cuando encontraron sus armas, los asaltantes ya se habían marchado. Era imposible decir cuántos había. Llevaban ropas oscuras y las caras tiznadas.
Los bandidos se dirigieron directamente al campamento de los mejicanos, que se encontraba a unos cincuenta metros de allí.
No encontraron a nadie. Los vaqueros mejicanos eran tan expertos en desaparecer en el monte como los cuernilargos. George pudo oír que los asaltantes volcaban un carromato, rompían platos y hacían un gran estruendo con objetos metálicos. Intentaban destruir el equipo y sus provisiones.
Luego dieron media vuelta y regresaron a todo galope al campamento de George. Sólo se veía un frenético y estruendoso pelotón cabalgando en la oscuridad. Él supuso que debían ser unos treinta o cuarenta hombres. No hubieran podido hacer mucho contra un número tan avasallador si no hubiera sido por un fusil que, disparando con delirante regularidad, tiró a matar a cada uno de los asaltantes. Cuando el último de ellos cruzó el campamento, había cuatro hombres tambaleándose en sus monturas.
—Hen, ¿eres tú? —gritó George en dirección al francotirador. No se oyó ninguna respuesta.
Los asaltantes dieron media vuelta dispuestos a embestirles de nuevo. Aunque en esta ocasión aparecieron más diseminados, el mortífero fusil logró eliminar a tres hombres más. Los bandidos se dispersaron antes de llegar, desapareciendo en la oscuridad. Y el eco de sus cascos fue apagándose rápidamente en la densa atmósfera.
—¡Los McClendon! ¡Esos condenados hijos de puta! —maldijo Monty, saliendo de su refugio detrás del tronco en el que solía sentarse a comer—. Esperaba que atacaran antes.
—¿Estás seguro de que no son los bandidos mejicanos a los que hicimos salir en estampida cuando regresábamos de Austin? —preguntó Sal.
—No, tienen que ser los McClendon. Ningún bandido que se respete dejaría que lo mataran en su jamelgo.
—No importa quiénes sean. El caso es que vienen a por lo mismo —apuntó George—. Cerciórate de que todos estén bien. Sal, ¿tenemos botiquín?
—No para heridas de bala.
—Si alguien está herido, tendremos que llevarlo a la casa enseguida.
Pero nadie parecía estar lesionado.
—Ve a ver cómo están los vaqueros, Monty —dijo George.
—Puedes estar seguro de que estaban escondidos en el monte antes de que esos hijos de puta cruzaran nuestro campamento.
—De todos modos ve a comprobarlo.
Monty se dirigió al campamento de los mejicanos.
—Parece que tendremos que montar guardia de ahora en adelante —señaló George.
—Igual que en el ejército. ¿Haremos guardia en parejas o solos? —preguntó Silas.
—Con uno será suficiente. Los perros serán de más ayuda que otro hombre.
—Deja que Alex haga la primera guardia. Siempre es el último en irse a dormir.
—¿Dónde está Alex? —preguntó George—. ¿Alguien lo ha visto?
—Ahora que lo mencionas, no lo hemos visto —advirtió Sal.
Sin decir una palabra, Hen se internó en la oscuridad que los rodeaba, dirigiéndose hacia el grupo de arbustos donde Alex se había acostado. Siempre le gustaba dormir bajo cubierto. Era de las montañas de Alabama, y no se fiaba los espacios abiertos. Decía que le ponían nervioso. Prefería los sotos.
Era un chico muy flaco, de veintitrés años, pero aparentaba menos. Tenía un temperamento alegre y todos lo querían. Hen y él se habían hecho muy amigos. George no podía entender por qué, pues eran muy diferentes. Acongojado, siguió a Hen.
Hen separó los arbustos que cubrían la cama de Alex. Quedó paralizado y con la mano en el aire. Por la manera en que el chico encorvaba los hombros y por la rigidez de sus músculos, George supo lo que iba a encontrar. No tuvo que hacer ninguna pregunta.
A pesar de sus años de guerra, sintió ganas de vomitar al ver a Alex. Un impacto de bala debió alcanzarlo a quemarropa justo en el momento en que se disponía a levantarse. Estaba irreconocible.
Instintivamente, George puso su mano en el hombro de Hen. Sintió que sus músculos se agarrotaban y su cuerpo se ponía tenso, pero no lo rechazó.
—Quería ir a Santa Fe cuando llegara la primavera —recordó Hen en voz baja—Me contó que conocía a una chica allí, que era pelirroja y tenía muchas pecas.
—La escribiremos. Estoy seguro de que preferirá saber lo que pasó.
—Quería tener una casa en las montañas. No dormía bien a cielo raso.
—Lo enterraremos en la montaña más alta que podamos encontrar —le prometió George—. Lo haremos a primera hora de la mañana.
—¿No deberíamos estar preparados por si regresan? —preguntó Sal.
—Esos hijos de puta no regresarán —se lamentó Monty con desprecio—. Son unos cobardes. Esperaban cogernos desprevenidos. Preferirían atacar a mujeres y niños antes que volver a enfrentarse con nosotros.
—¡La casa! —exclamó George. El pánico se apoderó de él. Los McClendon debieron dirigirse hacia el rancho cuando su segundo ataque fracasó. Rose, Tyler y Zac estaban solos.
Corrió a buscar su caballo. Los hombres lo siguieron en tropel.
Rose no oyó nada al principio. Le estaba contando un cuento a Zac. Era especialmente importante que lo hiciera bien, pues Tyler escuchaba atento. Fingía estar dormido, pero ella sabía que los espiaba. Decía que era mayor para interesarse en cuentos, pero ella recordaba haberlos disfrutado hasta la época en que su padre se fue a la guerra.
—Cuando el príncipe llegó al castillo, no pudo entrar. Las enredaderas cubrían las puertas y ventanas.
—Podría cortarlas —dijo Zac.
—No llevaba hacha —le contestó Rose, un poco molesta por las constantes interrupciones.
—¿Entonces cómo podía cortar la leña para la cocina?
—Los príncipes no tienen hachas, imbécil —intervino Tyler, incorporándose en su cama—. Tienen espadas, y se visten con armaduras brillantes.
—Alguien tiene que cortar la leña —insistió Zac—. ¿Cómo hace la princesa para preparar el desayuno?
—¡No sabes nada! —protestó Tyler exasperado—. Las princesas no cocinan.
—Rose sí lo hace.
—Muchas gracias, Zac —repuso Rose, dándole un beso en la cabeza, que a él no le agradó mucho—, pero no soy una princesa. En el castillo hay un leñador que se ocupa de cortar la leña —añadió, esperando zanjar la cuestión—. Los príncipes no tienen hachas. No es muy caballeresco.
—¡Ah! —exclamó Zac, aparentemente satisfecho con la explicación.
—Veamos, ¿por dónde iba? Ah, ya recuerdo. Caminó alrededor del castillo buscando una entrada, pero todo estaba cubierto de enredaderas. Y éstas tenían grandes espinas largas y puntiagudas.
—¿Cómo las uñas de un gato? —preguntó Zac.
—¡Shhhh! —siseó Rose—. ¿Habéis oído eso? Parecen disparos.
—Puede ser Monty matando un pavo. Dijo que ya era hora de que prepararas otro.
Pero Monty no mataría tantos pavos, ni tampoco erraría tantas veces.
—Algo pasa —indicó Rose.
Se levantó de un salto y corrió a la puerta. Los chicos la siguieron. Los disparos se oían más fuertes allí fuera. Y hubo muchos más.
—Es el campamento —señaló Tyler—. Alguien está atacando el campamento. Tengo que ayudar.
—¡Espera! —exclamó Rose.
—Me necesitan.
—Podrían venir aquí —alegó Rose.
Tyler se quedó inmóvil.
—No vendrán aquí, a menos que…
—Puede que haya dos grupos —razonó Rose, poco dispuesta a permitir que su mente terminara el pensamiento de Tyler—. Quienquiera que ataque el campamento, podría querer atacar la casa.
—Iré a ver —se ofreció Tyler.
—No. Los hombres pueden cuidarse solos. Tenemos que estar preparados por si vienen aquí. Trae todas las armas que puedas encontrar y también todas las municiones.
—¿Sabes disparar?
—Bastante bien. No olvides que soy la hija de un coronel.
—¿Yo también puedo disparar? —preguntó Zac.
—Quiero que cargues las armas.
—Pero yo quiero disparar.
—No discutas ahora. Tyler y yo no podremos apartarnos de las ventanas. Alguien tendrá que cargar nuestros rifles. ¿Podrás hacerlo?
Zac asintió con la cabeza. Sus ojos brincaban de emoción. Aquello no era más que una aventura para él, un combate de cuento de hadas.
—Trata de esconder al toro, ¡rápido! Pero si los oyes venir, regresa corriendo.
Rose examinó el campo de tiro desde cada una de las ventanas, mientras Tyler buscaba las pistolas y las municiones.
—Yo me apostaré en el cuarto —propuso Tyler—. Tú dispara desde la cocina.
—Quiero que estemos todos en la misma habitación —explicó Rose—. Si tenemos que escapar, lo haremos juntos.
El montón de rifles y cajas de municiones en medio de la habitación la asombraron. Hen y Monty debieron llenar la casa de armas por si se daba el caso de que tuvieran que resistir un ataque prolongado. Aquella noche estaba agradecida de que lo hubieran hecho.
Zac irrumpió en la habitación.
—¡Ya vienen! —gritó—. Los oí llegar por el riachuelo.
—¿Cuántos son? —preguntó Rose.
—Miles—respondió Zac.
—Siéntate allí en medio del cuarto. Mantén el farol encendido con la mecha baja. Hagamos lo que hagamos, no dejes de cargar las armas. Nuestras vidas dependen de ello.
Zac ya no parecía estar divirtiéndose. Estar sentado en medio de una docena de cajas de proyectiles para rifles hizo que toda emoción desapareciera.
—Apuesto a que atacarán los caballos y el corral primero.
—No podemos hacer nada al respecto —repuso Rose
—Podría salir a hurtadillas por la parte trasera de la casa…
—¡No! —exclamó Rose, casi gritando—. No puedo arriesgarme a que salgas sin que nadie te cubra.
Rose oyó el pánico en su voz y se horrorizó. ¿Cómo podía esperar que los chicos mantuvieran la calma si ella no lo lograba? Tendría que serenarse. No obstante, sentía el miedo ascender dentro de ella.
No se dejaría llevar por el pánico. Su padre había sido un oficial. Había sobrevivido a muchas batallas y nunca había perdido los nervios, ni siquiera cuando disparaban sobre sus tropas.
George tampoco perdería la calma. Además, confiaba en ella para que cuidara de que nada les pasara a sus hermanos. Pensó en todo lo que aquellos dos chicos significaban para George, en lo que ellos significaban para ella, y se puso furiosa. No sabía quién quería atacar la casa, pero sólo unos despreciables cobardes irían contra mujeres y niños.
La rabia acabó con el miedo.
—Cuando los veas venir, elige un hombre a quien apuntar —le aconsejó Rose a Tyler—. No mires a nadie más si no quieres errar el tiro.
Se lo había enseñado su padre. «Elige tu blanco —le explicó—, y olvídate de todo lo demás».
—Ponte a mi lado —le ordenó a Tyler—. Si intentan rodearnos, cambias de ventana.
Los asaltantes irrumpieron en el jardín a todo galope. Surgían como una exhalación de la oscuridad.
Rose y Tyler dispararon tan rápido como pudieron. Los agresores, que aparentemente esperaban tomar la casa por sorpresa, retrocedieron en medio de una gran confusión.
—Sigue disparando —ordenó Rose mientras le pasaba el rifle vacío a Zac y cogía otro—. Tenemos que intentar disuadirles.
El estruendo de los disparos dentro de la habitación estaba a punto de dejar sorda a Rose. Estaba segura de que el ruido le produciría un daño irreparable a su cerebro, pero se concentró con fiereza en los hombres que en aquel momento se preparaban a arremeter contra la casa por segunda vez.
—¿Sabes quiénes son? —le preguntó a Tyler.
—¡Los McClendon! —le gritó el chico sin dejar de disparar.
—¿Quién es el jefe?
—El viejo. Ese hombre que parece como disecado.
—Voy a apuntarle —dijo Rose—. Tú dispara al que se acerque más.
Desechó un segundo rifle justo en el momento en que los hombres empezaban una segunda ofensiva. Luego escudriñó la densa noche esperando a que el entrecano anciano apareciera.
—Están rodeando la casa —indicó Tyler.
—Ve a la otra ventana —gritó ella, sin apartar la mirada de la negra neblina que ocultaba a los asaltantes.
Había empezado a llover, lo que dificultaba aún más la visibilidad. Quizás las armas de los agresores se estropearan con el agua.
Cuando inesperadamente salieron de la oscuridad, estaban casi al pie de su ventana. Sobresaltada por su repentina aparición, a Rose casi se le olvidó disparar. Recuperándose con toda rapidez, apuntó al viejo. Erró el tiro, pero tuvo la satisfacción de ver el horror pintado en su cara. La bala debió haberle rozado.
Cuando el hombre se volvió, ella vio el desgarrón en su manga. ¡Le había dado! Siguió disparándole sin que ninguna de sus balas lo alcanzara, pero en cambio logró herir a otro bandido. Desechó su rifle sin mirar atrás, cogió otro y siguió disparando.
—¿Qué tal te va de ese lado? —le preguntó a Tyler,
—Herí a dos. Se están retirando, pero son muchos.
—¿Crees que podemos contenerlos?
—No si deciden tomar el corredor.
—No creo que lo hagan —replicó Rose, sorprendida de tener una opinión tan terminante sobre un enfrenta miento, sin saber nada del tema—. El viejo parecía bastante aturdido cuando le di. Y la bala apenas le rozó el brazo,
—¿Qué están haciendo ahora? —preguntó Tyler No oigo nada.
—No lo sé. Temo que traten de llevarse al toro. ¿Lo escondiste, Zac?
—No pude encontrarlo —respondió el niño—. No me dio tiempo.
Rose oyó un disparo en la distancia, y después nada. Era evidente que los asaltantes le habían disparado a algo, El hecho de que hubieran tirado una sola vez significaba que habían dado en el blanco. Sintió náuseas. Habían encontrado el toro. George se pondría furioso. Todos sus planes se irían al traste.
—Tyler, coge un rifle y sígueme.
—¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a ahuyentarlos. No conocen el rancho, y no pueden vernos en la oscuridad. Creo que podremos disparar al menos a dos de ellos antes de que sepan que estamos fuera.
—Pero nos matarán en cuanto vean de dónde salen los disparos.
—No nos vamos a quedar allí. Zac, quédate junto a la puerta. No abras hasta que oigas mi voz. ¿Entiendes?
El niño asintió con la cabeza.
Rose no había dado ni cinco pasos fuera de la casa cuando deseó no haber salido. No se había dado cuenta de cuan reconfortante era poder refugiarse tras gruesas paredes. Las balas no podían penetrar los troncos. En cambio, fuera de la casa no había nada que pudiera detenerlas.
—Están en los corrales —le susurró a Tyler.
—Apuesto a que esos cabrones los están echando abajo —respondió él.
Tyler estaba en lo cierto. Los bandidos ataron varias cuerdas a cada uno de los postes y los estaban arrancando uno a uno del suelo. De no estar lloviendo tanto, seguramente los habrían quemado.
—¡Hijos de puta! —masculló Tyler y levantó su rifle.
—¡Espera! —le dijo Rose entre dientes—. Tenemos que disparar al mismo tiempo. No podremos hacer más de uno o dos disparos sin que nos vean.
—Apuntemos a los hombres que están arrancando los postes.
—No, disparemos al viejo y al hombre que está junto a él. Si les damos, tal vez los demás se vayan.
—De acuerdo.
—Haz tres disparos rápidos y luego corre a la casa tan aprisa como puedas.
—Entendido.
Rose esperó hasta que los hombres dejaron de moverse.
—¡Ahora! —le susurró a Tyler, y disparó tan rápido como pudo.
Tras ver que el anciano se estremecía, dirigió su rifle hacia el hombre que estaba junto a él. Hizo dos disparos, agarró a Tyler del brazo y gritó:
—¡Vamos!
No intentó ocultarse ni ser sigilosa. Los asaltantes debían saber de dónde habían salido los disparos y que ellos tratarían de regresar a la casa. Cabalgando a todo galope, llegarían antes que Rose y Tyler.
Rose corría tan rápido como le era posible, pero no podía competir con las piernas largas de Tyler. El chico llegó a la casa mucho antes de que ella estuviera siquiera a medio camino. Oyó ruido de cascos. Alguien se le venía encima a una velocidad vertiginosa. Eran dos. El miedo hizo que corriera más rápido. Lograría llegar a la casa, pero no con mucha diferencia de sus agresores.
Justo en aquel momento tropezó con un rifle que alguien había dejado tirado en el suelo y se cayó.
Haciendo caso omiso del lodo que la cubría, se levantó de un salto. Los hombres estaban prácticamente encima. Hizo una finta para evadir a uno de los jinetes, pero al girar se puso justo en el camino del segundo, quien le apuntó con su pistola.
El estallido fue aterrador. Rose no sintió ningún dolor, Las rodillas no se le doblaron. Siguió corriendo. Llegó al porche, entró en la casa como una exhalación, cerró la puerta de un portazo y luego la atrancó.
Zac estaba apostado en la ventana con un rifle en sus manos. Tenía la cara tan blanca como el papel.
—Ese hombre iba a hacerte daño —repuso Zac.
—Disparó antes que yo pudiera hacerlo —alegó Tyler al tiempo que sacaba su rifle por la ventana y acribillaba la noche con sus balas—. Y el muy gilipollas le dio.
—Iba a hacerte daño —repitió Zac.
Rose se dio cuenta de que el niño estaba aterrorizado, Le había disparado al hombre justo en el momento en que estaba a punto de matarla, y ahora parecía paralizado. Zac era demasiado pequeño para tener que pasar por un momento tan espantoso.
Rose corrió hacia Zac y lo estrechó en sus brazos,
—Todo está bien —le susurró a media voz—. Eres un chico muy valiente.
Zac no se movió. Parecía un maniquí entre sus brazos. Mirando a través de la ventana, Rose vio que los dos asaltantes se habían marchado.
—Me has salvado la vida —le explicó a Zac, quitándole con delicadeza el fusil que agarraba con fuerza entre sus manos—. Tu hermano va a estar muy orgulloso de ti.
—¿Cuándo va a venir George? —preguntó Zac.
—Pronto —le aseguró Rose—. Estoy segura de que viene de camino.
—¡Se están marchando! —gritó Tyler—. ¡Se alejan en sus caballos!
Se dirigió hacia la puerta.
—Quédate aquí —le ordenó Rose—. Podría ser una treta. Puede que hayan ahuyentado a sus caballos para que salgamos y así poder matarnos.
Tyler miró a Rose con aire pensativo.
—Serías una buena guerrera india —declaró—. Mira por dónde, no se me había ocurrido.
Rose se quedó tan sorprendida que no supo qué decir.
Sintió que el cuerpo de Zac se relajaba un poco. Luego el niño enroscó los brazos en su cuello con fuerza. Rose pensó que iba a estrangularla, pero no intentó soltarse. Lo estrechó aún más contra su cuerpo cuando empezó a temblar, esperando que su contacto y su calor le dieran el consuelo que necesitaba.
Ella también había disparado a un hombre por primera vez en su vida, pero lo único que sentía era alivio de que el peligro hubiera pasado y rabia contra aquellos malvados que habían intentado matarlos. Sabía que no tendría ningún reparo en disparar de nuevo si regresaban.
—¡Ya llega George! —gritó Tyler.
—No salgas. Puede ser una trampa.
—Vienen a todo galope. Sólo George y los gemelos podrían cabalgar así en medio de una tempestad.
Estaba lloviendo con fuerza. Era imposible ver nada.
—Sube la luz de la lámpara y ponla en la ventana —sugirió Rose—. Pero por si acaso, no te levantes.
Sin poder desprenderse de los brazos de Zac, lo cogió en brazos y se acercó a la puerta. La abrió lentamente. Cuando vio que nada sucedía, la abrió un poco más y salió.
Las ráfagas de viento húmedo le impedían avanzar por el corredor, pero ella les hizo frente. Quería ver a George, Necesitaba saber que se encontraba bien.
Él salió de la penumbra como la roca que antecede a una avalancha. Se había bajado de su caballo y corría a abrazarlos antes de que ella lo hubiera llamado siquiera.
—¿Estás bien? —preguntó él, hundiendo la cabeza en su hombro. Zac se encontraba apretujado entre ellos. ¿Dónde está Tyler?
—Aquí estoy —anunció el chico, saliendo de la habitación con la lámpara encendida. La luz apenas alcanzaba a iluminar los rostros de los demás hombres que se encontraban detrás de George.
—¿Atacaron el campamento? —preguntó Rose sin soltar a George.
—Primero nos atacaron a nosotros.
—¿Alguien está herido?
—Mataron a Alex —informó Monty, pasando por delante de George y Rose, que aún se encontraban abrazados—. ¿Hicieron algún daño aquí?
Rose soltó a George.
—Mataron al toro. Zac trató de esconderlo, pero no tuvo tiempo.
Monty soltó una maldición particularmente obscena y salió corriendo, desapareciendo en la noche. Hen y otros dos hombres lo siguieron.
—Entrad —dijo Rose—. Haré un poco de café y calentaré el estofado. Estáis empapados.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó George.
Rose le contó lo sucedido mientras hacía el café, cortaba pan y calentaba un estofado de venado.
—Si Zac no le hubiera disparado a ese hombre, yo no estaría aquí en este momento.
Con el regreso de su hermano mayor, el pequeño había recuperado los ánimos bastante rápido. La luz había vuelto a sus ojos y la energía a sus extremidades. Estaba impaciente por contarle a George su papel en el tiroteo.
—Era un tipo de aspecto malvado —explicaba el niño, encantado con la manera en que todos los adultos de la habitación escuchaban atentos sus palabras—. Estaba seguro de que mataría a Rose a tiros allí mismo, en medio del lodo.
El estado en que se encontraba el vestido de Rose era prueba suficiente de que lo que decía era verdad.
—Así que cogí una pistola y le disparé.
—Pero tú no sabes disparar —indicó George.
—Tengo un talento innato —respondió Zac, orgulloso de sí mismo—. Sólo le apunté con la pistola, y le di.
—Con el rifle —le corrigió Tyler, disgustado con las fanfarronadas de su hermano menor—. Y sólo lo rozaste porque se alejó al galope.
—Pero no le disparó a Rose —repuso Zac.
—Y eso es todo lo que importa —concluyó George.
La conversación se desvió hacia temas más generales hasta que Monty regresó. Fue como una ráfaga de viento entrando en la habitación con la energía desbordante de un huracán.
—Esos asquerosos cabrones mataron la vaca lechera —informó, aceptando el café que Rose le ofrecía—. Pero no han tocado al toro. El muy holgazán se había metido en un chaparral para evitar que su precioso pellejo se mojara.
—Lo habrían matado si Rose y yo no los hubiéramos ahuyentado —intervino Tyler, decidido a atribuirse algún mérito por la labor de la noche.
—¿Salisteis de la casa? —preguntó George, con tono tan horrorizado y furioso que Tyler se amilanó de inmediato.
—Fue decisión mía —se adelantó Rose, en auxilio de Tyler—. Me dio rabia que atacaran a niños. Luego, cuando le dispararon a tu toro…
—Pero no lo hicieron —señaló George.
—Pensé que sí —insistió Rose—, y eso me enfadó aún más. Ellos no podían vernos en la oscuridad, así que Tyler y yo les disparamos un par de veces.
—Bien hecho —les felicitó Monty sonriendo.
—Ha sido una locura —protestó George, lanzándole a su hermano una mirada furibunda—. Podían haberos matado.
—Sí, pero también lo hubieran hecho si me quedaba en la cama —replicó Rose—. Además, me pareció injusto esperar aquí, temblando de miedo, mientras ellos derribaban el corral y recuperaban las fuerzas para atacarnos de nuevo. Pensé que podíamos ahuyentarlos, y así lo hicimos.
George no pareció muy convencido con la explicación, pero no dijo nada más.
—Quizás intenten atacar de nuevo —expuso Sal Deberíamos montar guardia también aquí.
—Eso nos complicará mucho las cosas —señalo Monty—. ¿Alguien puede decirme cómo haremos para montar guardia y al mismo tiempo terminar con el ganado?
Les llevó más de una hora decidir acerca de lo que debía hacerse. Cuando terminaron de concebir un plan y organizar las guardias, el sol ya empezaba a salir.
Había dejado de llover. Todo parecía limpio y nuevo.
Excepto los hombres.
—¿Dónde está Hen? —preguntó George de repente—. Hace horas que no lo veo.
—Se fue conmigo a buscar el toro —dijo Monty.
—¿Regresó contigo?
—Claro.
—Aquí no ha entrado —señaló Sal—. Sólo recuerdo haberos visto a Ben y a ti.
—¿Estás seguro? Estaba justo detrás de mí cuando llegamos a la puerta.
—No presté mucha atención, pero creo que fue al otro lado de la casa —afirmó Ben.
Monty salió corriendo de la habitación y regresó en menos de un minuto.
—No está ahí. Y por lo que parece, no ha estado allí en toda la noche. Los rifles y las municiones todavía están en el suelo.
Rose sintió un repentino temor. Fue a la habitación. No tuvo que contar las cajas para darse cuenta de que faltaban unas cuantas.
—Fue a perseguir a los McClendon —presagió Monty—. Tiene que ser eso. Debí irme con él.
—No, no debiste —discrepó George—. Te hubieran matado. No puedes combatir solo contra treinta o cuarenta hombres.
—Pero Hen fue solo.
—No sabemos qué ha hecho Hen, pero dudo que vaya a enfrentarse con tantos hombres. Es demasiado listo.
—Voy a ayudarlo.
—Te vas a quedar aquí a desayunar. Luego regresaremos al campamento a seguir con el trabajo.
Monty parecía dispuesto a pelear.
—Es mi hermano gemelo. No puedo dejarlo solo.
—También es mi hermano —repuso George—, y creo conocerlo un poco. Sé que quiere estar solo. Él es un lobo, Monty. Esos hombres corren más peligro que él. Tú eres un oso. Atacarías justo en el medio esperando dominarlos por la fuerza.
—¿Pero por quién me has tomado? ¿Acaso crees que soy un inútil? Hemos defendido con uñas y dientes este lugar durante cuatro años.
—No piensa que seas un inútil —intercedió Rose—. Sólo se preocupa por ti.
—Pues yo estoy preocupado por Hen.
—Todos lo estamos, pero no servirá de nada que lances un ataque en medio de quién sabe dónde. Él regresará a casa cuando esté preparado. Ahora siéntate. Rose ya va a servir el desayuno.
Veinte minutos después, el ruido de cascos de un jinete que se acercaba a la casa rompió el incómodo silencio. Monty se levantó de un salto y se dirigió a la ventana.
—¡Hijo de puta! —exclamó—. Es Hen, y el cabrón trae una vaca lechera.
—Quedaros donde estáis —ordenó George cuando vio que todos corrían hacia la ventana y la puerta—. Hagamos como si no lo hubiéramos echado de menos.
Unos segundos más tarde, después de lavarse, Hen entró en la cocina, se sentó en el lugar en el que Rose le había puesto un cubierto, se sirvió y empezó a comer. Una vez que se había llevado un segundo bocado a la boca, y antes de que todos estallaran de curiosidad, alzó la cabeza y miró a George.
—Zac, será mejor que vayas a ordeñar la vaca. Si George tiene que beber ese café en el desayuno, más vale que lo tome con leche o no podrá salir a disparar.
Hen miraba a George con sonrisa extraña. Tras decir estas palabras, siguió comiendo.
—No recuerdo haber sentido más miedo en toda mi vida. Ni siquiera durante la guerra —le confesó George a Rose.
Estaban plácidamente acostados el uno junto al otro, saboreando un momento de intimidad. George aún tenía que recordarse que Rose estaba casada con él y que sería su esposa por el resto de la vida. Todavía no terminaba de creérselo.
Habían hecho el amor apasionadamente aquella noche. Tal vez debido al peligro que habían corrido la noche anterior, o a que George comprendió que pudo haber perdido a Rose. Fuera cual fuera la razón, él se sentía más unido a ella que nunca.
—No puedo creer que haya tardado tanto tiempo en percatarme de que atacarían la casa —se recriminaba George, preguntándose por enésima vez si sus instintos de supervivencia lo habrían abandonado—. Te pudieron haber matado antes de que yo llegara.
—Tyler estuvo genial. No tiene muy buena puntería, pero no le tiene miedo a nada. Creo que hasta se divirtió.
—No tanto como Zac. Ese pilluelo no para de hablar de lo sucedido.
Soltándose de los brazos de George, Rose se incorporó en la cama.
—No he tenido tiempo de hablar contigo, pero estoy preocupada por Zac. Lo pasó fatal. Estaba tan blanco como el papel después de dispararle a ese hombre. Tuve que quitarle el rifle de las manos. Sólo se repuso cuando tú llegaste.
George sintió el yugo de la responsabilidad asirse con un poco más de fuerza a sus hombros, y las correas de la culpa apretar más su pecho. ¿Lograría conducir a Zac y Tyler a la edad adulta sin más tropiezos?
Gracias a Dios que no tendría hijos propios.
—Trataré de pasar un poco más de tiempo con él.
—No le digas el motivo —recomendó Rose, riendo entre dientes—. Está muy orgulloso de sí mismo. Heriría su amor propio saber que te hablé de su debilidad.
—Pero me acabas de decir que estaba aterrorizado.
—Lo estaba, ¿pero acaso no me acabas de confesar que nunca habías estado tan asustado en tu vida?
—Sí.
—¿Quieres que se lo cuente a todos tus hermanos? A Monty le encantaría saberlo, y a Tyler también.
—Claro que no.
—Pues a Zac le sucede lo mismo. Por fin ha hecho algo que considera una hazaña. Cuando crezca se sentirá orgulloso.
George se volvió para mirar a Rose.
—No sé cómo he podido pensar que podría manejar esta familia sin ti.
Rose se ruborizó de alegría.
—Sé que de alguna manera lo habrías conseguido.
—No. Ahora me doy cuenta de que no se puede hacer siempre todo lo uno se propone.
—¿No estarás pensando en marcharte, verdad? —le preguntó Rose, buscando sus ojos con los suyos y sintiendo un nudo en el estómago.
George se acercó a ella y la estrechó contra su cuerpo.
—No estoy pensando en marcharme a ninguna parte, ni en dejar a nadie. Y menos a ti. Sólo estoy empezando a aceptar el hecho de que necesito ayuda. Y me siento muy feliz de que seas tú quien me la preste.
Rose se acurrucó un poco más contra él.
—Cualquiera podría hacer lo que yo he hecho.
Lo creía sinceramente, pero esperaba de corazón que él lo negara.
—Una persona no podría hacer lo que tú has hecho si no quisiera a mis hermanos tanto como yo. Me di cuenta cuando cabalgaba angustiado hacía aquí, maldiciéndome por ser tan estúpido y esperando no llegar demasiado tarde. Supe que de algún modo tú los protegerías.
Rose no supo qué decir, así que estrechó a su esposo un poco más fuerte.
—También descubrí algo más, durante la insufrible carrera a través de la lluvia y el lodo. Verás, puedes devanarte los sesos reflexionando hasta quedar tan confundido que ya ni sabes lo que piensas. Pero cuando se presenta una crisis, de repente todo lo ves claro.
—Eso le pasa a todo el mundo.
—He estado luchando contra lo que siento por ti sin llegar a ningún lado. Bastó que pensara en esos cabrones acercándose a ti mientras dormías para dejar a un lado toda indecisión. Temí por ti tanto como por mis hermanos. Sé que algún día tendré que dejar que se vayan de mi lado, pero nunca podré permitir que tú te alejes de mí. Incluso si no te necesitara tanto, no querría renunciar a ti.
—A una mujer le gusta sentir que es importante para su marido —rezongó Rose, acurrucándose aún más.
George se incorporó y se soltó de sus brazos para poder mirarla a la cara.
—No me estás entendiendo. Lo que trato de decirte es que te amo. Ahora sé lo que siento por ti, y te amo. Creo que te amo hace tiempo sin saberlo.
Quería creerle más que nada en el mundo, pero tenía que cerciorarse.
—¿Estás seguro? Es normal que una persona exagere sus emociones durante una situación así.
George la cogió del brazo y la acercó a él.
—Te amo, Rose Thornton Randolph. Te amo tanto que siento que voy a explotar si intento guardar este sentimiento dentro de mí. Te amo por lo mucho que nos quieres. Te amo porque eres preciosa, porque quiero hacerte el amor durante el resto de mi vida. Te amo incluso porque estás tan loca como para atacar a los McClendon por matar un toro al que ni siquiera dispararon.
Puso sus dedos en los labios de Rose para acallar sus objeciones.
—Pero además hay algo que hace diferente este sentimiento. Son las pequeñas cosas que me gustan de ti. Cuando nuestras miradas se cruzan a distancia y me sonríes, no puedes imaginar cuánta alegría siento, y me dan ganas de hacer alguna tontería. Cuando tu falda se engancha en una astilla o cuando te pinchas el dedo con la vaina de las judías secas y sueltas una de esas palabrotas que has aprendido de Monty. Me gusta incluso la manera en que te secas el sudor de tu frente cuando estás cocinando. ¿No es absurdo?
Rose se preguntó si una persona podría morir de felicidad. En caso afirmativo, a ella no debían de quedarle más de cinco minutos de vida. Estaba segura de que George no hablaría de aquella manera si sus palabras no le salieran del corazón. Era difícil ceder, permitirse ser vulnerable de nuevo, pero era aún más difícil contenerse ante algo que había deseado tan ardientemente durante los últimos meses.
—No más que el hecho de que a mí me guste la manera en que te creces cuando miras tus tierras. Pero lo que más me enternece es cuando te ves obligado a beber café. Parece que prefirieras beber el fango de un charco.
George le hizo cosquillas a Rose hasta que ella lloró de risa. Luego la abrazó y la besó apasionadamente.
—Si alguien nos oyera pensaría que estamos locos.
—No, sólo que estamos enamorados.
—¿Todas las personas adultas se comportan así? ¿Como si tuvieran catorce años de nuevo?
—No sé nada de los demás, pero a mí me gusta. Quisiera seguir sintiéndome así durante el resto de mi vida.
—¿Y estás segura de que no te importa no tener hijos?
Rose hubiera preferido que George no le hubiera hecho esa pregunta en aquel momento. Era la única cosa en su vida que la entristecía. Hubiera preferido disfrutar su declaración sin recordar que había un precio a cambio. Pero no servía de nada eludir el asunto.
—Sí me importa. Me sentí muy sola siendo hija única. El ir a vivir con los Robinson me ayudó mucho, pero siempre quise tener hermanos. Cuando me convertí en una mujer, empecé a desear tener hijos. Ahora no sé si los quiero más por mí o por ti.
—¿Por mí? ¿Por qué?
—He tratado de decirte que eres un hombre maravilloso. Y no soy la única que lo piensa. Tus hermanos y todos los hombres que trabajan para ti están de acuerdo. No puedo imaginar nada más emocionante que ver a tus hijos crecer queriendo ser como tú, o ver a tus hijas esperar encontrar un hombre que sea al menos la mitad de bueno que tú.
George se estremeció.
—¿Cómo yo? Si me asusto sólo de pensar que aún tengo que criar a Zac y a Tyler.
—No hace falta que te pongas a la defensiva. No trato de convencerte de que cambies de opinión, pero sí de que serías un buen padre.
—¿Para qué?
—Porque mereces tener un buen concepto de ti mismo. No sé qué te hizo tu padre ni por qué piensas que vas a repetir sus errores, pero mereces poder mirarte en el espejo con orgullo.
George se horrorizó al ver que se había turbado tanto. Lo que era aún peor, tenía un extraño lagrimeo en los ojos. Por un espeluznante momento temió perder el control de sus emociones. Había aprendido a aceptar muchas cosas desde que conoció a Rose, pero esto era demasiado.
Estrechó a Rose un poco más contra él.
—No sé por qué he tardado tanto en darme cuenta de que te amaba. Me estremezco sólo de pensar que estuve a punto de perderte. Para ser una persona tan maravillosa como dices, soy bastante duro de mollera.
Rose se volvió para besarlo en la nariz.
—Bueno, pues lo importante es que finalmente lo has entendido.
George dejó caer su cabeza hasta que sus labios rozaron sus pechos.
—¿Estás segura de que estás contenta?
—Estoy loca de alegría —respondió Rose volviéndose para que él pudiera alcanzarla con mayor facilidad—. ¿Y tú?
—Completamente.
Los dos se abandonaron al deseo que los envolvía como una ola agitada por el viento. Al poco tiempo sólo fueron conscientes el uno del otro.