17

Ella esperaba bajo la tenue luz de la lámpara, con la mecha en el mínimo para ahorrar combustible. Él no dejaba de maravillarse con su belleza. No podía entender cómo un hombre permitiría que el pasado unionista de su padre le impidiera ver sus encantos. Internos y externos.

Parecía tan vulnerable, tan frágil, tan temerosa de lo que él fuese a hacer.

O no hacer.

—Creí que no vendrías —comentó ella. Había ansiedad en su voz, como si tuviera miedo de que cualquier paso en falso lo ahuyentara.

—Quería pensar un poco.

—Yo también estuve reflexionando.

George se estremeció de inquietud. Nunca se le había ocurrido que Rose también le diera tantas vueltas a los problemas. ¡Qué tonto era! ¿Por qué siempre pensaba que era el único que tenía que tomar decisiones? Ahora se daba cuenta de que había estado haciendo lo mismo con los chicos.

Pero sobre todo con Rose. No había sabido valorarla. Asumía que estaría allí, esperando, dispuesta siempre a que él decidiera acudir a ella.

George se acercó a la cama. Se sentó en el borde, mirando a Rose.

—¿Ya tienes las ideas claras? —preguntó ella.

—Más que antes.

Le habría gustado que subiera la luz. No podía ver su expresión. Quería saber cómo reaccionaría ante lo que iba a decir.

—¿Te importa si hablo yo primero? —preguntó Rose.

George sintió que se le hacía un nudo en el estómago. No quedaba nada de la Rose alegre y sosegada de hacía un rato. Parecía terriblemente seria. Tristemente seria.

—No.

No habló enseguida. Tampoco lo miró. Lo que le inquietó aún más. Si era tan difícil para ella encontrar las palabras adecuadas, debía ser porque pensaba que a él no le gustaría oírlas. Alzó la vista y lo miró a los ojos.

—No sé por qué me pediste que me casara contigo. Para serte franca, no he tenido valor para preguntártelo.

Bajó la mirada. Parecía reacia a continuar.

—Sabes que te amo —declaró—. Nunca lo he ocultado.

Él no sabía cómo responder, qué decir.

—Me temo que el amor me traicionó al hacerme prometer cosas que no creo que pueda cumplir —prosiguió ella.

La sensación de malestar en su estómago empeoró.

—Dije que entendía tu miedo a la responsabilidad, que nunca te ataría. Es verdad que te entiendo, pero no puedo seguir viviendo aquí a la espera de que tú decidas si quieres acercarte a mí, temiendo que cambies de opinión en cualquier momento. Quizá antes fuera suficiente, al menos eso creía, pero ya no lo es.

¿Acaso estaba a punto de decirle que quería marcharse?

—Cuando llegué aquí, soñaba que el caballero George me rescataría. Sabía que era un absurdo cuento de hadas para niños; pero creía que si lograba quedarme algún tiempo, las cosas se arreglarían de una u otra manera.

»Pero no fue así.

»Me enamoré de ti. Luego Zac me sedujo con su picara sonrisa. También me encariñé con Hen y hasta Monty me cae bien cuando no está gritando o asustándome con su arrolladora personalidad. Tyler no me desagrada, y Jeff me preocupa.

—Has aprendido a sentir afecto por todos nosotros —murmuró George.

—Tienes una familia maravillosa. Todos tan inteligentes, tan llenos de energía y tan extremadamente leales. Cada uno a su manera tiene mucho amor que dar, pero todos tenéis miedo de ser rechazados si tendéis la mano.

—Ellos no te han rechazado.

—No, pero tampoco me han tendido la mano. Están esperando que tú lo hagas. No se permiten quererme hasta que tú no me ames.

George estaba atónito. Nunca se le había ocurrido que la decisión de sus hermanos pudiera depender de la suya. Y todavía le impresionó más pensar que se contenían de hacer algo que querían sólo por él. ¡Y pensar que se había estado refrenando por ellos!

Si Rose tenía razón…

—Nadie puede vivir aquí como yo lo hecho sin encariñarse con tu familia —prosiguió Rose—. Es muy doloroso sentirse continuamente excluida. No creo que pueda soportarlo más.

—¿Quieres regresar a Austin?

—¡No! —musitó en voz baja, pero firme—. Quiero quedarme aquí el resto de mi vida, pero no puedo. No, tal y como están las cosas. Pensé que podría, pero no. ¿Puedes entender cómo me siento?

«¿Puedes?», imploró en silencio, «nunca has pensado en nada desde un punto de vista distinto del tuyo».

Lo intentaba, pero había estado tan absorto en sus propios miedos y en su preocupación por la familia, que no había aprendido a ver nada desde otra perspectiva.

Y para su sorpresa, tampoco había tenido tiempo de considerar sus propios sentimientos. Ahora tenía que hacerlo porque Rose estaba a punto de dejarlos. De dejarlo. Y sabía con una claridad que nunca en su vida había tenido, que no quería que se marchara.

—Empiezo a entenderte —respondió George—, pero te equivocas al pensar que esta familia no te acepta. A veces pienso que Zac te quiere más que al resto de nosotros.

—Zac ansia quererme pero, sin darse cuenta, guarda las distancias esperando que tú le dejes saber que está bien que lo haga.

—¿Crees que percibe ese tipo de cosas?

Rose lo miró como si pensara que pese a ser un hombre guapo y maravilloso, era tonto de remate.

—Todos lo intuyen. Mira a Monty. Antes solía tomarme el pelo. Cuando se hizo evidente que había algo entre nosotros, se alejó. Si pensara que me amas, volvería a tomarme el pelo, pero esta vez como a una hermana.

George se había percatado del cambió, pero simplemente asumió que Monty había vuelto a ser tan intratable como de costumbre.

—Hasta Jeff está esperando. Quizás decida marcharse o quizás no. Pero esperará hasta que tú tomes una decisión.

George se sintió peor que nunca. No sólo le había fallado a Rose, también a su familia.

—Nunca quise que esto pasara —repuso.

—Lo sé. Lo último que querías era que una mujer te complicara la vida.

—Al ver lo que sucedió con mis padres, decidí que no quería arriesgarme a cometer sus mismos errores. Después te conocí, y todo empezó a cambiar. Me preguntas por qué me casé contigo. No podía hacer otra cosa. Puede parecer estúpido que un hombre adulto lo reconozca, especialmente cuando no hace más que dar órdenes a todo el mundo, pero es la verdad. Mis sentimientos por ti son cada día más fuertes, pero no logro distinguir si simplemente me gustas mucho, si me haces sentir tan bien que no puedo soportar la idea de renunciar a ti, o si me atraes porque eres la mujer más guapa que jamás haya visto.

—¿Eso es todo?

—No. No hago más que repetirme que estoy loco, que estoy haciendo exactamente lo que no quiero hacer, lo que nunca quise hacer. Entonces me doy cuenta que ya no quiero lo mismo, que deseo tenerte más que nada en el mundo. ¿Acaso pretendo usarte para mi placer, o es que mis sentimientos han cambiado tanto que quizás haya llegado a amarte sin saberlo?

—¿Y a qué conclusión has llegado? —preguntó con la ansiedad consumiéndola por dentro.

—A que no sé qué es el amor. No lo he visto nunca. Sin contar, claro, el que mamá sentía por papá. Una devoción que no la dejaba ver lo que él era. No creo que el amor te impida ver la verdad. Si lo hace, no lo quiero. Mis sentimientos por ti son muy fuertes, pero no sé si lo suficiente. Sin embargo, el mundo no deja de existir cuando te miro. No puedo decir que no me afectaría que el mundo se derrumbara a mí alrededor mientras te tenga entre mis brazos. Por mucho que quiera, no puedo olvidar a mis hermanos. Lo único que sé es que no quiero que te marches.

Rose no se atrevía a hacerse ilusiones. ¿Qué la hacía pensar que ahora todo sería diferente? George no vivía más que para sus hermanos y para ese miedo obsesivo de parecerse a su padre. ¿Qué podía hacer ella contra esas fuerzas tan poderosas?

A pesar de ello, comprendió que él había dado otro paso adelante, que aun siendo pequeño, no dejaba de ser un paso: no quería que ella se marchara.

Tal vez la amaba y no lo sabía.

Cómo le gustaría que fuera cierto. Lo deseaba desesperadamente. ¿Pero podría soportar otra desilusión? Lo sucedido no era culpa de nadie, pero era ella quien estaba sufriendo.

Y George también.

Él estaba tratando de aprender a amar. ¿Podía abandonarlo justo cuando estaba a punto de alargar la mano en su busca? Y no sólo como amante. Tendía la mano para salir de las arenas movedizas de la duda, de la terrible sensación de inutilidad que estaba a punto de ahogarlo.

Ella quería ser su amante, no su salvadora, pero comprendía que tal vez no fuera posible ser la una hasta que no se hubiera convertido en la otra. Él la había ayudado incluso contra su voluntad. ¿Acaso no le debía lo mismo?

Quizás, pero no quería estar con él porque le debiera algo. Quería que se quedara con ella porque la amaba, porque no podía hacer otra cosa.

«Eso es exactamente lo que dijo, tonta. Dijo que se casó contigo porque no podía hacer otra cosa».

¡La amaba! Él estaba llegando a comprenderlo poco a poco. Todavía no podía ver el camino, no alcanzaba a ver la meta, pero estaba llegando con paso seguro e inexorable.

¿Pero cuánto tiempo podría esperar ella? ¿Aguantará una nueva desilusión?

Podía soportarlo todo mientras George la amara. Eso lo sabía. Tal vez no le gustara admitirlo, porque no quería sufrir otro desengaño; pero al igual que George, se quedaría porque era lo único que podía hacer.

—Me quedaré si estás seguro de que me quieres —declaró ella.

—¿Aunque no pueda prometer nada?

—¿Me quieres aunque yo tampoco pueda cumplirlas?

Su respuesta fue inmediata.

—Sí. Y te haré una sola promesa.

Rose volvió desilusionarse. Iba a prometer cuidarla y eso ya no era suficiente.

—Te prometo que trataré de amarte. Quiero hacerlo.

Rose se sintió tan feliz que quiso arrojarse sobre George para abrazarlo. Lo hubiera hecho si no temiera que así le alejaría. La amaba. Sólo necesitaba tiempo para darse cuenta de ello.

—Y yo prometo esperar todo el tiempo que sea necesario.

Le pareció que formulaban los votos matrimoniales por primera vez, que ahora sus vidas estaban verdaderamente unidas. Si él le hacía el amor aquella noche, su matrimonio se consumaría de verdad. Ella cogió su mano entre las suyas.

—¿Vas a quedarte esta noche?

—¿Estás segura de que eso es lo que quieres? No puedo contenerme. Lo he intentado, pero ya no puedo más.

—No quiero que te contengas.

George sintió que todo su cuerpo se estremecía de ardor. Podía sentir la llama del deseo extendiéndose por sus entrañas mientras sus dedos entrelazaban los suyos. Sabía que si no se marchaba ahora, ya nunca podría separarse de ella.

Pero no quería marcharse. Aquella noche había decidido que quería estar con Rose el resto de su vida. Y haría cualquier cosa que fuera necesaria para que se quedara.

George se acostó junto a Rose sintiendo que, por primera vez, ese era su lugar. No pensó en su miedo al fracaso ni en la acuciante culpa respecto a sus intenciones. Se sintió feliz. En paz.

De forma inconsciente, extendió su mano y dejó que sus dedos se movieran sobre la piel de Rose. Más que un acto de pasión, era un acto de compromiso. Una nueva vía de comunicación entre ellos que le decía que la quería, que la deseaba. Que seguiría queriéndola por el resto de su vida.

Dejó caer su cabeza hasta que sus labios rozaron la redondez de uno de sus pechos, esparciendo sutiles besos por su suave y aterciopelada piel. Sus labios decían que la quería, que la deseaba. Que la valoraba y cuidaría de ella mientras pudiera.

El sutil aroma de violetas inundó su nariz. Aunque le gustaba, pues encajaba perfectamente con ella —intenso, pero no asfixiante, igual que Rose—, esa noche sólo quería oler el perfume de su cuerpo.

Degustó su piel. Tenía un ligero sabor a humedad. A la humedad producida por el calor de la noche. A la humedad producida por la incertidumbre. Por el deseo.

Él también se sentía húmedo. Las llamas que crecían dentro de su cuerpo pronto se convertirían en irrefrenable sudor. Su entrepierna ya había comenzado a erguirse en señal de su apremiante necesidad. George cambió de posición para estar más cómodo, apoyándose en su codo de manera qué sus labios pudieran abarcar aún más la perfección tentadora de Rose. Pero mientras sembraba una cadena de besos en sus hombros y a lo largo de su clavícula, su cuerpo se puso virulentamente tenso. Su mano derecha cubrió uno de sus senos, acariciándolo a través del delgado algodón de su camisón.

Obedeciendo al impulso primigenio de capturar y poseer, la recorrió como si le perteneciera. La envolvió con su pasión, la rodeó con su deseo, la arropó con su necesidad, la cubrió con su calor.

Rose gimió dulcemente. Se pegó aun más a George, abrasándole con el calor de su cuerpo. Al sentirla contra sí, su dominio de sí mismo flaqueó. Tuvo que recurrir a toda la compostura de la que fue capaz para no arrojarse sobre ella. Se incorporó hasta poder besar sus párpados cerrados y dejó caer un beso en la punta de su nariz, y otro más vehemente en medio de sus labios.

Rose gimió de nuevo contoneándose suavemente. Su boca se abrió para recibir la de George, y él la besó con voracidad. Ella enroscó los brazos alrededor de su cuello al tiempo que apretaba su cuerpo contra el de él. Sus senos, firmes y voluptuosos, oprimían su pecho; sus rígidos pezones quemaban su piel. Su olor embriagaba sus sentidos; la humedad de su piel se mezclaba con la suya. El sabor de su boca lo incitó a pedir más.

George gimió. Pero no quedamente. Era el gemido de un hombre atrapado en las redes del deseo. Mientras su lengua se abría paso en la boca de Rose, sus manos bajaban los tirantes de sus hombros y liberaban sus pechos del leve encierro del camisón. Con un jadeo de deseo, atacó un pezón con su glotona boca, y el otro con las yemas de sus dedos.

Agarrándose a la cama para evitar devorarla de un bocado, George se concentró en los pechos de Rose más que en su propia necesidad. Había esperado tanto tiempo que quería disfrutarlo detenidamente; saborear cada minuto, cada caricia, cada sensación. Gozar con su exclamación de sorpresa cuando tomara su firme pezón entre sus dientes. Saborear su excitación cuando la estimulara con su lengua febril.

Pero cuando se dio cuenta de que estaba más preocupado por contenerse que por explorar su cuerpo, echó toda compostura por la borda. Ya se tomaría su tiempo en otra ocasión. Aquella noche iba a explotar si esperaba un minuto más.

Le quitó el camisón con su ayuda. Rose parecía tener más prisa que él por deshacerse de todas las barreras que los separaban.

Ella no parecía ser consciente de su desnudez. Él no era consciente de otra cosa. No se cansaba de recorrerla. Sus ojos, sus labios, sus dedos, cada parte de él quería explorar su cuerpo con frenético furor.

Llevado por el deseo que prendió aquel lejano día en el que la vio por primera vez en el Bon Ton, se quitó las ropas rápidamente y volvió junto a ella.

—Puede que sientas molestias al principio —advirtió mientras separaba sus muslos.

El cuerpo de Rose se abrió para recibirlo. Ella arqueó su espalda cuando sus dedos se hundieron en su ardiente humedad. Soltó un gemido tras otro cuando se sumergió dentro de ella, preparándola para su entrada.

—Esto te va a doler, pero sólo unos segundos —dijo George mientras se colocaba encima de Rose.

Entonces la hizo suya, de la manera en que los hombres han requerido a sus mujeres desde el comienzo de los tiempos: adueñándose de su cuerpo, su mente y su alma.

Quiso controlarse todo lo posible para entrar con cuidado en su cuerpo, en lugar de hundirse en él. Pero Rose no tenía el mismo dominio de sí misma. En el momento en que George se preparaba para romper su velo virginal, se abalanzó contra él, haciendo que la penetrara.

George abandonó todo control. Moviéndose desenfrenadamente al ritmo de su deseo, buscó sin más rodeos su satisfacción. Sólo aminoraba el paso para que Rose pudiera seguirlo.

Pero cuando sintió que una ola de dulce agonía les embargaba, aceleró el ritmo, conduciéndolos a ambos a una devastadora liberación de sus deseos tanto tiempo mantenidos en cautiverio.

Se quedaron jadeantes, acostados el uno junto al otro sin hablar. Cuando recuperó la compostura, a George le pareció difícil creer que acababa de hacerle el amor a su esposa. Pero sólo tenía que volverse o extender la mano para darse cuenta de que Rose estaba allí, ardiente y tentadora.

La sensación de satisfacción volvió a hacerse presente. Podía sentirla extendiéndose sobre él como una manta vivificante. Ya no tenía duda de que había hecho lo correcto.

Era la primera sensación de paz verdadera que podía recordar haber sentido en toda su vida.

George se despertó con los primeros rayos del sol.

Miró a Rose. Ella estaba acostada frente a él con los ojos cerrados: aún dormía. Alzó lentamente la cabeza y se apoyó sobre su codo para poder mirarla mejor. No sabía cómo era posible, pero parecía aún más encantadora mientras dormía. Su aspecto ligeramente desarreglado transmitía placidez. Como si nada en el mundo pudiera perturbar su sueño.

Pero su cercanía turbaba la calma de George con sus labios casi rozando los suyos, sus senos apenas cubiertos, la perfección de porcelana de su cuello y sus hombros desnudos.

Podía sentir la llama del deseo reavivándose dentro de él. Aún sentía el ardor de la noche anterior.

Había deseado a Rose casi desde el principio, pero nunca adivinó que ella pudiera cambiar tanto su manera de ver las cosas. No estaba seguro de cuál era el cambio. Sólo en aquel instante se daba cuenta de que veía todo de otra manera. Y se sintió feliz.

Nunca se había sentido tan bien, y menos respecto a sí mismo. Pensaba disfrutarlo mientras durara.

Porque esta sensación no sería eterna. Ni siquiera Rose podía hacer de la vida algo que no era. Pero sabía que siempre estaría a su alcance. Estaría tan cerca como Rose. Todo lo que tenía que hacer era tender la mano para buscarla.

Tocó su mejilla suave y fresca. Rozó sus labios apretados. Al parecer ella no sentía el ardor que a él le invadía haciendo que brotaran gotas de humedad en la piel. George recorrió con los dedos la superficie de su cara, rozó su oreja, bajó rápidamente a la delgada columna de su garganta y empezó a acariciarle los hombros. No sabía por qué se sentía tan bien sólo con tocarla. Había tocado a otras mujeres antes, pero no había sido igual.

Lo que sentía era más que un deseo físico de su cuerpo y una instigadora necesidad de encontrar una liberación de su apetito sexual. Era una necesidad de conocerla, de descubrir todo lo que había que aprender sobre su cuerpo. De recorrer sus labios detenidamente. De probar si los besos sabían mejor en la concavidad de sus hombros o en la de su garganta. De determinar si su piel era más suave en sus pechos o en sus labios. De descubrir dónde la excitaba más que la tocara. Ella era un laberinto de misterios y quería aprender a resolverlos todos.

Rose se movió.

La besó para que se despertara.

—¿Qué hora es? —preguntó en susurros.

—Ya amaneció.

—Tengo que levantarme —musitó Rose tratando de incorporarse—. Los muchachos querrán su desayuno pronto.

George se lo impidió.

—Pueden esperar un poco.

Metió su mano en el camisón y sostuvo uno de sus senos entre sus manos. Rose lo miró a los ojos.

—No podemos. Si no estamos en la cocina cuando lleguen, sabrán lo qué estamos haciendo.

—No me importa si el mundo entero lo sabe —declaro George, quitándole el camisón y acercándola a él—. Somos marido y mujer.

—Pero…

—No hay pero que valga —concluyó George—. Nunca me he sentido tan libre en toda mi vida. No sé cómo me sentiré cuando salga por esa puerta, pero ahora no me importa. Te necesito.

George se sorprendió al darse cuenta de que le había dicho a Rose que la necesitaba. Y así era, más de lo que jamás hubiera imaginado; pensó que nunca podría decirlo y ahora acababa de hacerlo. Después de todo no le había costado tanto.

Se preguntó qué nuevos milagros podría obrar Rose en su espíritu.

Ya lo pensaría más tarde. Ahora quería sumergirse en los prodigios de su cuerpo.

—Jeff, ha habido un cambio de planes. Ven cuando los otros se marchen y te lo explicaré.

George había cabalgado hasta el campamento con los gemelos, sin prestar mucha atención a las continuas bromas que le habían hecho durante el camino. Se sentía como un hombre nuevo. Todo gracias a Rose.

Debía tenerla. Sin importar lo que tuviera que hacer. Renunciara a lo que renunciara. Lo que antes le había parecido tan difícil, tan complicado, ahora se había vuelto fácil y natural.

—¿Qué se te ha ocurrido ahora? —le preguntó Jeff.

Estaba tan malhumorado como siempre. Era evidente que nada en él había cambiado.

—Ya lo he hablado con los gemelos. La estación está demasiado avanzada para llevar el ganado hasta San Luis. No creo que lo lográramos antes del invierno. Con este verano tan seco, dudo que podamos encontrar suficiente pasto y agua en el camino.

—Entonces espera hasta la primavera. Recuerda que te lo advertí.

—No podemos esperar tanto tiempo —continuó George—. Quiero que vayas a ver a King ahora.

—¿En persona?

—Sí. Ve a su rancho si es necesario, pero necesito que hables con él.

—No hay nada de qué hablar. No tenemos dinero para comprar vacas.

—Debes negociar con él. Llevará una vacada a San Luis en la primavera. Para sus hombres es más fácil que para nosotros. Tienen la experiencia y los recursos, y conocen los caminos. Proponle un trueque de novillos por vacas. Llevar los novillos a su rancho no será ningún problema. Averigua si quiere hacer el canje y bajo qué condiciones. A mí me gustaría que nos diera una vaca por cada dos novillos.

—¿De quién es la idea? —preguntó Jeff.

—Mía —afirmó George.

—Es la única idea sensata que has tenido desde que regresamos —reconoció Jeff—, pero no tengo tan claro que a King le guste.

—Yo tampoco, tú eres el único que puede convencerlo.

Jeff pareció sorprendido, y luego desconfiado, como si esperara que hubiera alguna trampa.

—¿Por qué dices eso?

—Sabes ser muy persuasivo cuando quieres. Además eres el más tacaño con el dinero. Necesitamos hacer el mejor trato que podamos, y tú eres la persona indicada para conseguirlo.

Jeff se revolvió nervioso por el cumplido. Debía estar esperando una discusión cuando George le llamó. Se había preparado; había afilado las garras, y estaba dispuesto a atacar. Pero ahora parecía desconcertado.

—¿Y si King se niega a negociar?

—Debe haber otros hacendados que tengan intención de viajar en la primavera. O agentes que quieran comprar una vacada. Tal vez encuentres a alguien que esté dispuesto a llevar nuestro ganado a cambio de una comisión. No me gusta la idea de irnos tan lejos sin que ninguno hayan tenido primero la oportunidad de hacer el viaje con alguien que conozca el camino. Pregúntale a King si los gemelos pueden ir con él la primavera que viene.

—¿Cuánto debo pedir?

—Todo lo que puedas, pero no te conformes con menos de doce dólares por cabeza. Si no te dan más, entonces tendremos que llevar la vacada nosotros mismos, De lo contrario, nos dará igual venderla para cuero y sebo.

—¿Cuándo quieres que me marche?

—Cuanto antes mejor. Le he pedido a Rose que fuera preparándote el petate.

La expresión de Jeff cambió: pasó de malhumorada a hosca. George la ignoró.

—Hay algo más que quiero que hagas cuando estés en Austin —repuso George.

Fue hasta su caballo, y regresó con un objeto largo y delgado envuelto en una tela.

—Esa es tu espada —exclamó Jeff—. ¿Le sucede algo? Dudo que haya alguien en Austin que pueda trabajar un arma tan fina como ésa.

—No le sucede nada —dijo George, entregándosela a Jeff—. Quiero que la vendas.

—¡Que la venda! No andamos tan mal de dinero.

—Quiero que la vendas y compres una alianza para Rose.

Jeff estaba incandescente.

—Ve a McGrath y Hayden, y pregunta por Jim Hayden. Ya lo hablé con él. Sabe cuál es el anillo que quiero. Te hará un buen precio.

—¡No pienso hacerlo, maldición! No puedo vender tu espada para comprar un anillo para…

—Será mejor que lo pienses antes de terminar esa frase —le advirtió George—. Y mientras lo haces, trata de recordar que estás hablando de mi esposa.

—Pero…

—No hay pero que valga, Jeff. Pareces creer que enfureciéndote puedes cambiar todo, pero no es así. Rose seguirá siendo mi esposa, hagas lo que hagas.

—Sigo esperando que entres en razón y…

—¿Y qué? ¿Y le pida que regrese a Austin? ¿Me divorcie de ella? ¿Por qué tendría que hacerlo? Ella no ha hecho más que cuidar de nosotros, mejor que nuestra propia madre.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Porque es la verdad. Papá nunca se ocupó de nadie. Y mamá nunca nos defendió de él. Tal vez tú no te acuerdes, pero yo sí.

Su mirada se volvió tan severa como la de Jeff. Recordó las palizas que le daba su padre, mientras su madre se quedaba mirando sin hacer nada, impotente. Recordó la rabia que le causaba su debilidad.

—Rose me mataría si yo tratara de hacerle a Zac la mitad de lo que papá me hizo, y lo sabes.

—No pienso comprarle un anillo a esa mujer. Y menos si para ello tengo que vender tu espada. Es sagrada.

—Sólo es una espada, Jeff. Un recuerdo de cuatro años terribles que preferiría olvidar. Tú ves una causa, yo veo las creencias por las que combatimos. Veo a los chicos a los que comandé destrozados por las balas. Algunos tan desfigurados que ni siquiera pude reconocerlos.

—Sigo pensando que no debes venderla.

—No puedo usar el dinero de la familia. Tengo que pagar ese anillo con mi propio dinero. Y ésta es la única manera de hacerlo.

—No lo haré. No puedo.

—¿Qué es lo que no puedes hacer? ¿Comprarle el anillo a Rose o vender la espada?

—Ninguna de las dos cosas.

George miró la expresión retorcida e infeliz de la cara de su hermano, y su rabia se desvaneció. Si él hubiera perdido el brazo, ¿no sentiría la misma ira y la misma amargura?

—Jeff, vas a tener que olvidar la guerra. Buena o mala, ya terminó. Ya no se puede volver atrás, ni hacerla de nuevo. Si sigues mirando por encima del hombro vas a ser un infeliz y todos los que estén a tu alrededor serán igualmente desdichados.

—¿Cómo puedo olvidar? —gritó Jeff, agitando su muñón en la cara de George.

—Dejando atrás el odio. Entiendo que sientas rabia contra los yanquis, pero la estás descargando en nosotros.

—Si lo dices por Rose…

—Por Rose, sí, pero también por los gemelos. Y Zac y Tyler. Y por mí. Nadie está contento en tu presencia. ¿No has notado cómo todos guardan silencio cuando te acercas?

—No soportan estar con un lisiado.

—Aunque no lo creas, te quieren. Te lo demostrarían, pero no les dejas.

—Esa es una maldita mentira. Cuando yo llego, ellos se quieren marchar de inmediato. Monty prácticamente sale corriendo.

—¿Por qué habría de quedarse? No le has dicho nada amable desde que regresaste.

—Es una persona intolerante, terca, irritable…

—No más que tú.

Jeff parecía estar a punto de explotar de rabia.

—Monty es diez veces peor que yo.

—Habla con Rose si no me crees.

—No pienso hablar con ella.

—Deberías. Podrías aprender algunas cosas que te sorprenderían y podrían ayudarte.

—Si tienes la intención de transmitirme los consejos de Rose, será mejor que no malgastes saliva.

—Sólo quiero darte un consejo —insistió George—. Vas a tener que escoger entre tu familia y tu amargura.

—Estás tratando de obligarme a que acepte a Rose. Sabes que nunca lo haré.

—Lo que te digo es que estás haciendo que se alejen de ti las únicas personas en el mundo que tienen un motivo para amarte, por más que te comportes como un miserable cabrón amargado. Rose ahora forma parte de esta familia. Hen y Monty también se casarán en unos cuantos años. No puedes rechazar a sus esposas sin rechazarlos también a ellos.

—No se casarán con yanquis.

—A lo mejor no, pero esa decisión no te corresponde a ti. Debes estar dispuesto a aceptarlos independientemente de las mujeres con quienes se casen.

—No puedo hacer eso.

—Bueno, pues piénsalo bien en el camino a Corpus Christi; y también cuando estés hablando con el señor King, cuando estés vendiendo mi espada y cuando estés comprando el anillo de Rose. Decide qué es más importante para ti: esta familia o tu rabia. Puedes quedarte unos días más en Austin si quieres estar completamente seguro. Si escoges a la familia, estaremos felices de que vuelvas a dormir en la casa. Si no, será mejor que me mandes el anillo con alguno de los hombres.

—¿Me estás pidiendo que me marche?

—Te estoy pidiendo que tomes una decisión. No voy a permitirte que destruyas esta familia.

—Eres tú quien la está destruyendo con tu esposa yanqui.

George creyó que las palabras de Jeff lo pondrían furioso, pero el recuerdo de Rose lo hacía imposible.

—Debiste haber estado en la casa ayer. Mi esposa yanqui, como tú la llamas, organizó una magnífica cena de cumpleaños para Zac. Ninguno de los hermanos nos acordamos. Ninguno pensó en hacerle una tarta ni en comprarle regalos. Sólo mi esposa yanqui pensó en ello. Uso el dinero con que le pagamos para comprarle a nuestro hermano unos zajones. ¿Te puedes imaginar cómo me sentí?

—¿Y le gustaron?

—Estuvo en las nubes durante horas. ¿Y sabes qué más hizo mi esposa yanqui? Me atribuyó el mérito de haber comprado los zajones. Estaba tan abochornado conmigo mismo que casi no podía mantener la cabeza en alto. La única cosa que Zac quería de cumpleaños, y yo ni siquiera lo sabía.

Jeff no dijo nada.

—Nunca había visto al chico tan feliz. Monty y Hen empezaron a tomarle el pelo. Hasta Tyler pareció divertirse. Los cuatro terminaron luchando tirados en el suelo. ¿Acaso tú has podido darle a la familia una velada como esa? Yo no he podido, pero mi esposa yanqui sí. La gente de ambos bandos sufrió durante la guerra, Jeff. Ya sé que eso no cambiará lo que te ocurrió ni hará que papá vuelva. Pero amargarse tampoco cambiará nada.

—Así que si no me olvido de esto —agitó su muñón frente a la cara de George—, y de papá y de todo lo demás, debo marcharme.

George suspiró cansado. Era como hablarle a una pared. Pero tenía que seguir intentándolo.

—Ninguno de nosotros olvidará la guerra, Jeff. Siempre formará parte de nosotros, pero sólo una parte. A medida que pasen los años, esa parte se hará más pequeña y más fácil de sobrellevar. Pero tenemos que empezar ahora, cuando es más difícil.

—Nunca podré olvidar lo que hizo su padre.

—No te pido que olvides. Rose tampoco puede. Sólo te pido que no le guardes rencor a ella. Ningún hombre te acogerá en su casa si no puedes respetar a su esposa.

—Dime que la amas —exigió Jeff explotando, concentrando toda su rabia en ese desafío—. Nunca te he oído decirlo. No creo que puedas.

—¿Eso te haría cambiar de opinión respecto a Rose?

—Es posible. Si me lo dijeras con el corazón. Pero no creo que puedas.

Gruñendo de impaciencia, George quiso ignorar la pregunta de Jeff. No tenía nada que ver con Rose o con él aunque…, pensándolo mejor, tal vez sí. Jeff había hecho una pregunta. Quizás quería encontrar una de las respuestas que necesitaba.

—Hace unos días comprendí que no sabía lo que era el amor.

—Mamá adoraba a papá —objetó Jeff indignado—. Estaba obsesionada con él.

—Ésa es una de las razones por las que le tenía tanto miedo al matrimonio. Quise mucho a mamá, pero no querría casarme con alguien como ella. Para mí su amor era débil, asfixiante, doloroso. Sólo cuando conocí a Rose comprendí que el amor era fuerte, que implicaba saber defenderse solo, decir cosas que nadie quería oír. También que exige darse a uno mismo para hacer feliz a otra persona. No sé si amo a Rose. Durante un tiempo tuve la seguridad de que no, pero…

—¡Lo sabía, lo sabía!

—… pero ahora no estoy seguro. Sé que la necesito, que no puedo imaginar vivir el resto de mi vida sin ella. ¿Eso es amor? Creo que en parte sí. Sé que la quiero. Ella conforta mi alma y mi cuerpo como nunca nada lo ha hecho. Eso también forma parte del amor. Nunca soy tan feliz como cuando estoy con ella.

—Suena como si estuvieras obsesionado.

—Tal vez eso también forme parte del amor. No lo sé, voy comprendiéndolo poco a poco. A veces es vergonzoso. Me siento como un niño. Pero todos los días aprendo algo. Es como una nueva manera de vivir. Es estar dispuesto a renunciar al control; a asumir un compromiso y tener fe en que va a funcionar.

—Creo que te has vuelto loco —exclamó Jeff con el ceño fruncido.

—Tal vez eso también forme parte del amor. Como quiera que sea, es algo que deseo más de lo que jamás hubiera imaginado. Y Rose es la única que puede enseñarme. No pienso renunciar a ella, Jeff, cueste lo que cueste.

—¡Diantres! —exclamó Jeff—. ¡Estás enamorado!