16

Cuando cerró la puerta dejando a Rose sola, notó una especie de dolor físico. Casi podía sentir las punzadas que la intensidad de su deseo arrastraba desde el día de su matrimonio. Le tomó unos momentos recuperar la calma.

Estaba un poco molesto por sentirse tan dominado por sus encantos. Tenía infinidad de preguntas que necesitaban una respuesta, pero su mente sólo podía concentrarse en el único asunto sobre el cual no había ninguna duda: que deseaba a Rose.

Era una tortura estar cerca de ella y no poder tocarla, besarla, llevarla a su cama como tantas veces lo había hecho en sus sueños.

Pero no podía. Si no tenía la intención de ser un auténtico marido para ella, era mejor que no la tocara. Sin embargo, no sabía si podría contenerse.

En lugar de martirizar su mente y su cuerpo con aquello que no podía tener, George intentó pensar en su familia. Había quedado atrapado entre dos fuerzas. Esperaba la rabia de Jeff, pero le sorprendió descubrir la importancia que le daba a mantener unida a la familia.

No supo cuánto le afectaba esto hasta que Jeff se marchó furioso de la casa. Rose tenía razón al respecto. Haría cualquier cosa por sus hermanos. Habría regresado a casa sin necesidad de que Jeff lo hubiera instado a ello. Quizás hubiera tardado un poco más, alistándose primero en algún fuerte fronterizo, pero definitivamente habría regresado. Ellos eran su responsabilidad. No seguiría evadiéndola.

Suponía que su madre habría hecho lo mismo por él.

Quería llegar a conocer a sus hermanos. Necesitaba tiempo para empezar a entenderlos, para ayudarlos a conocerse mejor unos a otros, contagiarles su deseo de ser una familia estrechamente unida, para buscar y nutrir esas zonas ocultas que el legado de sus padres había dejado yermas.

Le preocupaba Tyler. Nadie parecía poder comunicarse con él. De George dependía abrir un camino para penetrar su aislamiento y volver a traerlo al seno de la camaradería familiar.

Su matrimonio le había aportado una persona que podría ayudarlo a entender y entretejer esa red de almas rotas.

George se preguntó si la nueva actitud que había adoptado frente a su familia tendría que ver con su matrimonio con Rose. Tal vez no hubiera reaccionado como lo hizo ante la calumnia de Peaches si no fuera consciente de lo que sentía por su familia. ¿Por qué no pudo haber malinterpretado sus sentimientos por Rose?

No estaba hablando de que ella le gustara o de que la encontrara atractiva, ni siquiera de que quisiera hacerle el amor. Estaba hablando de querer casarse con Rose porque no podía imaginar su vida sin ella. ¿Qué haría si tuviera que elegir entre estar con ella y mantener unida a su familia?

La pregunta le aterrorizaba.

Hasta entonces había estado seguro de que sacrificaría a Rose. Sin embargo, ahora que la posibilidad se lo presentaba delante de las narices, no lo tenía tan claro.

Sus sentimientos eran mucho más hondos de lo que había imaginado.

¡Menudo estúpido! Había estado tan ocupado tratando de no pensar en tocarla, besarla o hacerle el amor, que no había considerado todos los pequeños pasos que conducen a enamorarse de una persona: el placer que sentía en su compañía, la emoción que le producía verla a primera hora de la mañana y su presencia reconfortante al final del día.

No sabía si lo que sentía era fascinación, lujuria o un profundo e insatisfecho deseo que nunca desaparecía.

Pero sabía que no podía pensar en Rose sin sentir esa deliciosa sensación de placidez. Había algo en ella que él necesitaba. Y no tenía nada que ver con sus apetitos físicos. Sorprendentemente, le había disgustado no poder hacerle el amor aquella misma noche, y a punto estuvo de mandar a la porra su ciclo menstrual.

Resumiendo, Rose encarnaba todo lo que él necesitaba para ser feliz. ¿Cómo podía siquiera pensar en renunciar a ella?

No podía. No lo haría.

La primera semana reuniendo al ganado fue un infierno. El trabajo era brutal, hacía un calor insufrible y se palpaba una tensión asesina. Jeff se mantuvo alejado sin mencionar a Rose, pero su rabia pendía en el aire como una espada sobre sus cabezas, mientras exaltaba los ánimos con su venenosa lengua.

George se consideraba afortunado de que ni Monty ni Hen lo hubieran acribillado a balazos. Lo único que impedía el estallido definitivo era que había diez hombres más trabajando con ellos, de modo que Jeff podía alejarse para hacer otras cosas.

Marcar, separar y contar becerros no era un trabajo tan arduo como sacar del monte a un cuernilargo de seiscientos noventa kilos. Esas bestias se negaban a abandonar sus refugios naturales. Muchas habían crecido sin haber sido molestadas jamás ni reunidas en un hato. Otras nunca habían sido marcadas. Los gemelos hicieron cuanto pudieron, pero se les fue casi todo el tiempo en mantener a raya a los cuatreros, vigilar a los hombres de Cortina e intentar sobrevivir. Uno de cada cinco o seis animales estaba sin marcar.

Los cuernilargos no saldrían del monte a menos que se les forzara. Algunos dormían durante el calor del día y pastaban de noche. Aparte de que se ponían furiosos si la más mínima cosa los despertaba. George se alegraba de haber contratado unos vaqueros mejicanos para que le ayudarán a atraparlos. Ellos tenían el don de entender a los astados y de salir del monte con vida.

Esperaba también que eso les creara algún sentimiento de lealtad hacia el rancho. No podía pagarles un sueldo, pero la carne y la piel que les daría ayudarían a mantener a sus familias. Así reduciría las probabilidades de que le robaran o de que consintieran que sus compadres lo hicieran.

Una vez que los vaqueros hacían salir los cuernilargos del monte, los demás hombres debían arrearlos a los corrales. Conducir esas bestias mal encaradas y de ojos desorbitados era una labor peligrosa y agotadora. Los hombres debían cambiar de caballos cada dos horas.

Algunos animales trataban de resistirse. Eran más salvajes que los venados e igual de veloces y ágiles. Nadaban como patos, saltaban como antílopes y se defendían como boas heridas. Cuando estaban excitados, podían atacar cualquier cosa que se moviera.

Un día, George oyó gemir a un ternero. Poco después escuchó el sonido de unos novillos que salían en estampida por el monte. Al principio pensó que estaban huyendo. Luego se dio cuenta de que corrían hacia el ternero que estaba pidiendo ayuda. A los pocos minutos una docena de novillos cercaban el matorral de donde procedía la angustiosa llamada. Se oyó un alboroto tremendo y, pese a la distancia, vio cómo el chaparral se agitaba. De repente, un lobo salió corriendo del monte perseguido por media docena de cuernilargos. Aunque corría para salvar su vida, el lobo no pudo igualar la velocidad de las bestias. Allí mismo, ante los ojos de George, derribaron al lobo y lo trituraron con sus pezuñas.

Esperó a que los animales se tranquilizaran para adentrarse en el matorral. Sin embargo, tanto los toros peligrosos como las vacas de mala calidad debían ser sacrificados si quería mejorar su ganado. Les daría algunas cabezas a los vaqueros mejicanos. Otras se las llevarían los cuatreros. Y tendría que matar las restantes para sacarles la piel y el sebo.

Los trabajos de marcar y castrar toros adultos eran duros y peligrosos, pero los corrales permitían hacerlo sin riesgo de morir en el acto. Con cinco ex soldados confederados, otros tantos miembros de la familia Randolph y diez vaqueros mejicanos, el trabajo avanzaba a buen ritmo. George se propuso abrirse camino hasta la última pulgada de sus tierras y un poco más allá, para reunir su ganado. No había ningún otro rancho en casi treinta kilómetros. Por consiguiente, todas las vacas les pertenecían a sus hermanos y a él.

Pero no todo el mundo parecía creerlo. No pasaba un día en que no encontrara un blanquecino esqueleto de vaca. Algunos de estos animales debían llevar muertos desde antes de la guerra. Puede que no hubiera ranchos cercanos, pero sí personas que se creían con derecho a coger el ganado de los Randolph. Jeff podía creer que lo hacían para sobrevivir, pero George no tardó en concluir que su supervivencia se basaba en una copiosa dieta basada exclusivamente en carne de vaca.

Los gemelos tenían razón. No se veían por ningún lado señales de labranza, animales de cría o colonos dispuestos a construir una granja con la que mantener a sus familias. Sólo alguna huerta abandonada, un par de vacas viejas o una mula famélica, además de alguna cabaña ruinosa. Y, sin embargo, nadie parecía hambriento.

No era difícil adivinar por qué.

—Todos forman parte del clan McClendon —le informó Hen—. Son tan pérfidos como serpientes y tan perezosos como cerdos. Uno de ellos encontró un trabajo en la Reconstrucción y ahora creen que pueden hacer lo que les dé la gana.

—Bueno, pues a partir de ahora ya no podrán alimentarse de nuestro ganado —declaró George.

Aunque esperaban problemas —siempre tenían a alguien vigilando, ya fuera a caballo o a pie—, no se presentó ninguno. Los McClendon vivían al este de sus tierras motivo por el cual George decidió empezar por allí. Después de tres semanas se habían llevado cuanto pudieron tanto de los llanos como de las marañas del monte. Sólo quedaron cerca de cincuenta novillos solitarios que entregaron a los vaqueros mejicanos para que los mataran y se llevaran sus carnes y sus pieles.

—¿Tienes algún pariente vivo? —le preguntó George a Rose.

Ella había notado cómo se le escapaba por días, pero no había nada que pudiera hacer al respecto. Si al menos pudiera verlo más de dos horas al día, si pudiera hablar con él a solas, si no le hubiera llegado el periodo, quizá las cosas serían diferentes. Porque tal y como estaban ahora, sólo se veían durante las comidas.

No obstante, a la hora del desayuno había mucho ajetreo, pues todos comían apresuradamente para ponerse a trabajar. La hora de la cena no era mucho mejor. Los hombres llegaban exhaustos, llenos de polvo, sudor, espinas e innumerables contusiones, quemaduras y rasguños. Cuando terminaban de lavarse, curar sus heridas y cenar, ya era hora de irse a acostar.

—Sólo la esposa de mi tío y sus hijos —respondió ella—. Pero no los considero familia. Ni siquiera los conozco.

George compartía su cama, pero llegaba demasiado agotado para hacer otra cosa que darle las buenas noches y un rápido beso. Ella comprendía que debía ser difícil para él tocarla y luego darse la vuelta; pero ansiaba sus caricias, el roce de las yemas de los dedos, los pequeños abrazos o su mano deslizándose alrededor de su cintura.

Nada.

Había intentado hablar con él. George la escuchaba, pero después de todo un día impartiendo órdenes, no tenía ganas de charla. Y en realidad ella tampoco. No debía hablar de sus sentimientos. Habían hecho un trato. Era ella quien intentaba cambiar las reglas acordadas.

—¿No tienes que avisarles de que te has casado?

De vez en cuando le sorprendía contemplándola de la manera más extraña. Era casi como si estuviera mirando a una desconocida, examinándola, intentando entender quién era. Otras veces la miraba sin verla. Entonces sabía que estaba pensando en sus hermanos.

Empezaba a preguntarse si no se habría equivocado al pensar que George podría llegar a amarla. Es difícil enamorarse de una mujer cuando no se tiene casi tiempo de pensar en ella.

—No creo que les importe mucho, y menos desde que mi tío murió. Además, creen que todo el que vive en Tejas tiene una plantación y cientos de esclavos.

Rose intentaba convencerse de que se trataba de un bache pasajero, de que las cosas mejorarían cuando el ganado fuera agrupado y vendido. Pero sabía que cada día que pasaba hacía más difícil que George cambiara. En Austin había sido mucho más accesible. Desde entonces se había alejado de ella.

Había pensado pedirle que la llevara a la ciudad con el fin de alejarlo de la familia, pero no podía esperar que abandonara el trabajo cuando ella tenía todo lo que necesitaba para los próximos meses.

Excepto su amor.

—Debe haber alguien más. ¿Qué pasó con la familia de tu padre?

Cada vez que lo veía mirar la silla vacía de Jeff, comprendía que lo que sentía por sus hermanos era más fuerte que lo que sentía por ella. Lo percibía cada vez que miraba a Tyler con el ceño fruncido; cuando veía que hacía todo lo posible por pasar unos minutos con Zac por las noches.

Incluso si no tenía tiempo para estar con ella.

—Querían que se hiciera pastor de la iglesia. Lo repudiaron cuando fue a West Point.

Y el comportamiento de sus hermanos no había contribuido en nada a disipar sus temores con respecto a la mala sangre de su familia. Jeff tenía una lengua muy afilada y era cruel; parecía buscar siempre la manera de irritar a los gemelos. Monty y Hen estaban casi siempre irascibles, y el resto del tiempo eran simplemente brutales, Tyler ignoraba a la mayoría. Sólo George y Zac parecían tener algún equilibrio emocional. Quizás George tuviera razón. Tal vez todos estaban locos.

—Entonces estás realmente sola en el mundo.

Puede que ellos lo estuvieran, pero George no, y era a él a quien amaba.

Ella se sentía atada de pies y manos. Se volvería loca si no pasaba algo pronto.

—Ya no.

George se encontraba en permanente estado de tensión, Temía dejar a Rose embarazada, de modo que por tercera noche en menos de una semana se acostó junto a ella sin poder besarla ni tocarla. Las demás noches había dormido bajo las estrellas, soñando con estar junto a ella, con estrecharla entre sus brazos.

Cuando estaba ausente, parecía que estar lejos de ella era la cosa más difícil que jamás hubiera hecho. Pero acostarse a su lado, separado por una línea invisible de sesenta centímetros, le parecía mucho peor.

Durante toda una semana intentó no pensar en ella mientras cabalgaba con las vacas. Trataba de no recordar el fulgor de sus ojos cuando marcaba con el hierro al rojo vivo un toro de seiscientos noventa kilos que estuvo a punto de enloquecer al ser castrado. Trataba de no pensar en ella cuando hacía los planes del día o daba instrucciones, aunque invariablemente perdía el hilo de la conversación y confundía a todo el mundo.

Pero la tarea más ardua era intentar no pensar en ella cuando dormía en el rancho, porque sabía que no podía hacerla suya. Nunca le había parecido más difícil que aquella noche. Ella estaba despierta. Lo sabía. Podía percibirlo en el ritmo de su respiración. Sabía que yacía allí esperando.

¿Esperando qué?

Ni siquiera quería pensar en ello. ¿Qué querría cualquier mujer del hombre que ama? La única cosa que él no podía darle. Tal vez su padre era capaz de decir a una mujer que la amaba con el fin de conseguir un placer efímero, pero George no podía. Cuando le dijera a Rose que la amaba, se lo diría desde el fondo de su corazón.

Pero la deseaba. ¡Dios, cuánto la deseaba! El deseo hizo que todo su cuerpo se pusiera rígido. Tenía que hacer algo. No creía que pudiera seguir acostado allí ni cinco minutos sin explotar.

¿Y si sólo la tocaba? No haría más que besarla o estrecharla entre sus brazos. Podía estar ardiendo de deseo, pero éste no era tan fuerte como para hacer que perdiera el control y la preñara.

—Ten cuidado… —advirtió Rose cuando George extendió la mano.

—Lo sé. Sólo quería tocarte. ¿Te parece mal?

—No—contestó Rose.

George se tranquilizó. A pesar de todos sus esfuerzos, había estado pensando en ella todo el día. Sólo quería sentir su piel bajo la yema de sus dedos, sentir la suavidad de sus pechos, saborear la dulzura de sus labios. No haría nada más.

—Lamento no haber podido pasar más tiempo contigo —confesó mientras acariciaba su estómago. La delgada tela de su camisón era suave y cálida.

—Lo entiendo —contestó Rose. Su voz era casi inaudible y vacilante.

—No es la mejor manera de tratar a una esposa.

—No me he quejado.

Ella no se resistió cuando su mano subió a sus pechos y su cuerpo se endureció de deseo. Él podía sentir su pezón firme bajo sus dedos, lo que le enardeció aún más.

—¿No te sientes acosado, verdad? —preguntó ella—. Te prometí que nunca intentaría atarte.

—No es eso.

Él no quería hablar. Quería dejar que su mente se sumergiera en las sensaciones que le transmitían las yemas de sus dedos. Quería perderse en la única cosa que se había prohibido a sí mismo.

—¿Entonces qué es?

—Me siento culpable —logró decir George—. Más culpable de lo que nunca me he sentido.

—No tienes por qué.

Pero así se sentía. Se sentía culpable de haberle pedido que se casara con él sabiendo que no podía darle hijos ni la clase de hogar que ella quería. Se sentía culpable de no corresponder a lo que ella sentía por él; culpable de tener tantas ganas de hacerle el amor que todos los músculos estaban crispados; culpable, también, porque sus actos no eran consecuentes con sus sentimientos.

Su mano se deslizó bajo su camisón. Su piel era suave y cálida. A George se le paró la respiración cuando encontró su pezón. Expulsó el aire en un suspiro largo y trémulo mientras las yemas de sus dedos estimulaban la rígida cúspide.

Sintió que el cuerpo de Rose se ponía tenso, y que el suyo adquiría una rigidez aún mayor. Ya no podía detenerse. Se apoyó en uno de sus codos. Luego dejó caer su cabeza hasta que sus labios tocaron su ardiente piel.

Podía sentir su pecho estremecerse bajo su mano. Respiraba con agitación.

Él también.

Liberó uno de sus senos del camisón y, mientras seguía explorando el otro con su mano, sus febriles labios empezaron a rodear su pezón. Su boca rozaba suavemente su piel mientras se movía en círculos alrededor de su seno. Olía ligeramente a violetas. Le gustaba ese olor.

Empezó a trazar círculos con su lengua alrededor del pezón. Sabía a fruta dulce y fresca. Una brusca inhalación, la repentina rigidez de su cuerpo y su espalda inconscientemente arqueada, no hicieron más que inflamar su deseo. Tomando su pezón entre sus dientes, lo mordisqueó con delicadeza.

Sus suaves gemidos lo excitaron aún más.

Primero lo chupó suavemente y, luego, a medida que su deseo se hacía más avasallador, con más fuerza. Cogió el otro seno para acercarlo a él y sumergir su cara entre ambos.

Rose puso su mano detrás de su cabeza y lo apretó contra ella. George quedó al borde de un abismo.

Abandonando su seno, subió a la boca y le dio un ardiente beso, un beso inflamado por todo el deseo contenido tras una semana de pensar en ella cada minuto; una semana de tormento cuando por las noches soñaba con su cuerpo, los nervios tan tensos que amenazaban con explotar.

Fue un beso largo, apasionado, desesperado. Su necesidad excitaba tanto sus sentidos que apenas era consciente de que ella también lo besaba con desesperación.

Mientras cubría su cuello, hombros y senos de ardientes besos, su mano descendía por su costado hasta llegar a sus muslos. No supo si el gemido que se oyó salió de él o de Rose. Qué más daba. Ambos estaban bajo la irresistible necesidad que tenían el uno del otro. Ninguno quiso detener las fuerzas que los impelían a una unión tan ansiada.

La mano de George se deslizó bajo su camisón, subió más allá de las rodillas y llegó al recóndito centro de sus muslos. Con un suspiro apenas audible, Rose relajó su cuerpo esperando que él entrara.

Sin embargo, aunque tenía un dolor punzante en el cuerpo, George vaciló; sintió que una gélida corriente de miedo enfriaba su ardor.

Vio a un niño de siete años encogiéndose de terror ante su padre, cuya mano furiosa descendía sobre él una y otra vez hasta que ya no pudo levantarse. Oyó sus propios gritos de dolor y miedo, y vio la expresión de horror en los ojos de su padre al darse cuenta de lo que le había hecho. Vio a su madre, una mujer débil que no tenía el valor ni la fuerza para defender a sus hijos, tomarlo en sus brazos, y sus lágrimas de dolor cayendo sobre su cara. Vio a su padre borracho e irascible durante los días que siguieron. Vio a toda la familia andar con miedo por la casa.

Y el deseo murió en su pecho.

—Lo siento —musitó con voz áspera al tiempo que salía de la cama.

Se puso los pantalones y la camisa, cogió los calcetines y las botas, y se marchó tan rápido como la brisa en un día caliente de verano.

Una vez lejos de la casa, George se detuvo para permitir que los latidos de su corazón recuperaran su ritmo normal. Sintió que la tensión abandonaba paulatinamente su cuerpo; poco después pudo respirar hondo y relajarse. Finalmente, tras un gran suspiro, se sentó y se puso las botas.

No podía regresar. Ni esa noche ni ninguna otra. Había aceptado que la necesitaba, pero no podía ceder en nada más. No podía tener hijos. Nunca.

Tal vez debía pedirle que regresara a Austin y allí visitarla con frecuencia. No era un viaje largo a caballo, y menos con un corcel veloz. Quizás sería lo mejor para ella, y, sin duda, mucho más fácil para él.

Pero cada vez que se decidía a hablar con Rose, se le ocurría otra razón por la que no podía prescindir de ella. No tardó en darse por vencido.

Aun suponiendo que las mujeres de Austin estuvieran dispuestas a recibir a Rose con los brazos abiertos, George sabía que no podía pedirle que se fuera. La heriría en lo más profundo. Además, se había acostumbrado a su presencia. Le gustaba. La necesitaba. Ella ejercía un dominio sobre él del que no podía liberarse. En cuanto al riesgo de ceder y acostarse con ella sin correr riesgos, la única solución era que pasara la noche en el campamento. Era mejor dormir en el suelo unas cuantas noches que tener algo que lamentar por el resto de su vida.

Durante varios minutos Rose permaneció inmóvil, con el cuerpo temblando de deseo. Y dolor.

Luego, a medida que sus músculos empezaron a relajarse, brotaron las lágrimas. No hubo sollozos desgarradores ni convulsivos, sólo un silencioso correr de lágrimas saladas por sus mejillas, por sus labios, sobre su almohada.

Una vez más la vida le había ofrecido algo que podía ver, tocar, sostener, amar, y se lo había arrebatado justo cuando pensaba que ya era suyo.

No sabía cuánto tiempo podría aguantar antes de derrumbarse por completo. Ahora entendía que así como el amor puede crear, también puede destruir.

—¿Podrías llevarte a Zac contigo hoy? —preguntó Rose cuando George entró en la cocina. Los chicos aún se estaban bañando.

—No haría más que estorbar.

—Tengo una sorpresa para él —explicó Rose—. Mañana es su cumpleaños.

George se quedó avergonzado. Había estado tan ocupado con el ganado y aclarando sus sentimientos por Rose, que había olvidado el cumpleaños de Zac. Recordó lo importantes que eran esas fechas cuando era niño. Probablemente para Zac lo seguirían siendo. Su olvido era una prueba más de que sería un pésimo padre.

—Se muere por veros reagrupar las reses. Puedes decirle que es un regalo de cumpleaños. Así no esperara ir contigo todos los días.

—Lo llevaré —asintió George—. Sólo lamento no haber pensado en ello.

—No puedes pensar en todo. Has tenido muchas preocupaciones estos últimos días.

—Esa no es una excusa.

—Es más que suficiente. Deja ya de culparte.

La verdad es que a George le apetecía estar con Zac. El pequeño le sometió a tal interrogatorio mientras se dirigían al corral de marcar que estuvo tentado de llevarlo de regreso a la casa. Y, definitivamente, al final del día deseó haberlo hecho.

—Asegúrate de lavarte muy bien hoy —le dijo George a Zac al desmontar aquella tarde—. Si no lo haces, es posible que Rose no te deje sentar a la mesa. Con toda la tierra que tienes encima podríamos hacer una huerta.

—Tengo que servir la leche —protestó Zac.

—Yo lo haré. Prefiero hacerlo yo que tener que olerte toda la noche. Claro que si te das prisa, a lo mejor llegas a tiempo de servirla.

Zac era un niño, pero no era tonto. Se tomó el doble de tiempo que necesitaba. Todos llegaron a la cocina antes que él.

Cuando finalmente entró dando saltos, vio una tarta con siete velas encendidas y un montón de regalos en su sitio. Los ojos se le salían de las órbitas.

—¿Todo esto es para mí? —preguntó, mirando a George y a Rose.

—Claro que es para ti —le aseguró Rose—. No conozco a nadie más que esté de cumpleaños.

—¡Genial! —exclamó Zac—. Nunca me habían hecho una tarta ni me habían dado regalos.

Aunque ya nada podía hacerse respecto a los cumpleaños que Zac no había celebrado, George se sintió peor que nunca. Incluso si hubiera recordado esa fecha, nunca habría pensado en hacerle un regalo o en que Rose le preparara una tarta.

Sin embargo, ella había pensado en todo, si bien es cierto que siempre lo hacía. Parecía ser una cualidad inherente a ella. No sólo pensaba en las grandes celebraciones, sino que apenas transcurría un día en que no hiciera algo por alguno de ellos. Hasta por Jeff.

Sería una madre perfecta. Su cara de placer al mirar la emoción de Zac hizo que George se alegrará por verla disfrutar y, al mismo tiempo se sintiera culpable por no querer darle hijos.

—¡Zajones! —gritó Zac cuando abrió un paquete marrón de gran tamaño—. Para mí.

Zac se abalanzó sobre su hermano mayor y lo abrazó hasta casi romperle la nuca.

—¿Cómo supiste que quería zajones más que ninguna otra cosa en el mundo? —le preguntó, con los ojos brillándole de alegría—. No se lo dije a nadie.

George abrió la boca para negar que tuviera algo que ver con aquella maravillosa sorpresa, pero Rose movió la cabeza levemente para decirle que no lo hiciera. George comprendió que Zac estaría muy agradecido con Rose por haberle hecho la tarta, pero sólo un hermano mayor podría pensar en algo tan extraordinario como unos zajones. Rose quería que él se llevara todo el mérito, porque a Zac le hacía más ilusión que fuera idea de él.

George se tragó su orgullo.

—¿Qué otra cosa podría querer un hombre cuando tiene que cabalgar por el monte?

—Pero tú no me dejas. ¿Ahora sí podré hacerlo?

—Si no te importa que Rose te saque las espinas.

—A ti no te saca las espinas —señaló Zac—. Tampoco a Hen ni a Monty.

—No queremos que nos vea llorar —bromeó George.

—Tú no lloras —repuso Zac, riéndose de la broma de su hermano—. Ni siquiera te quejas. Monty sí que es escandaloso.

—¡Claro, ahora métete conmigo! —protestó Monty, abalanzándose de manera juguetona sobre su hermano. Zac se refugió en los brazos de George.

—Tú y Tyler sujetar a George mientras yo descuartizo a este pilluelo —le ordenó Monty a Hen. Ellos fingieron tratar de liberar a Zac de los brazos de George, mientras Monty le hacía cosquillas por todas partes.

Zac se reía convulsivamente.

Cuando sus hermanos se cansaron del juego y se sentaron de nuevo a cenar, Zac se atrevió a salir de los seguros, brazos de su hermano para abrir los otros regalos. Una camisa y un cinturón iluminaron su cara, pero un nuevo par de botas hizo que saltara nuevamente a los brazos de George.

—Esta vez tendrás que darle las gracias a Rose —indicó George, decidido a no atribuirse más méritos, pensaran lo que pensaran Zac y Rose—. Ella las escogió especialmente para ti.

George comprendió de repente que gracias a Rose sus hermanos y él habían vivido los momentos más felices desde que volvió a casa. No podía recordar haberlos visto reír tanto. Incluso Tyler se había divertido.

Se sintió aún más culpable de no amarla y de no poder darle hijos.

Se obligó a apartar estos pensamientos de su cabeza. Rose y él habían tomado una decisión siendo plenamente conscientes de lo que hacían.

«No, ella no lo había sido. Le ocultaste que no la amabas. Y sólo después de casarte le dijiste que no querías tener hijos».

George quería salir corriendo. El peso de la vergüenza que sentía, así como el de su compromiso con su familia y la responsabilidad que representaba el rancho, empezaban a pasarle factura.

Estaba lejos de solucionar sus problemas con Rose. Al igual que los de su familia. No sabía si estaba haciendo lo correcto en el rancho. Podrían perder toda la vacada en el camino a San Luis. A excepción de Monty, no creía que ninguno de ellos estuviera hecho para ser hacendado.

Así debió sentirse su padre cuando las cosas empezaron a desmoronarse. George nunca había sentido compasión por su padre, sólo rabia. Ahora lo entendía, y eso le asustaba.

—Ya se han terminado mis días fértiles —comentó Rose con toda naturalidad como si sus palabras no tuvieran ninguna importancia.

George se quedó paralizado. Sus hermanos acababan de salir de la cocina, pues Zac estaba ansioso de probarse sus zajones y Hen quería mostrarle cómo ponérselos. George se había quedado, y buscaba la forma de decirle a Rose que apreciaba mucho lo que acababa de hacer. No deseaba que sonara como si le estuviera dando las gracias por un trabajo bien hecho.

—Sólo quería que lo supieras, para que no te sintieras obligado a dormir en el campamento.

Era una invitación. También era el momento de que él decidiera qué iba a hacer respecto a su matrimonio.

Había ido posponiendo su decisión con distintas excusas. Ahora no había ningún obstáculo. Tenía que asumir algún compromiso con Rose o dejar que se marchara. No podía tenerla esperando y dudando eternamente, pues ella lo amaba.

Asintió con la cabeza en señal de que entendía.

Podía ver la desilusión en sus ojos, y también en su cara: su expresión se había petrificado. Parecía un hermoso objeto inanimado.

—Gracias por la fiesta de cumpleaños —declaró, sintiendo que pisaba un terreno más firme—. Pero no debiste dejar que me llevara el mérito por los zajones.

—Sabía que Zac se alegraría más si pensaba que eran un regalo tuyo.

—Sí, lo sé. Por eso dejé que me diera las gracias.

Hizo una pausa. ¿Cómo se le decía a una mujer que le miraba a uno con tanto amor que lo que acababa de hacer era muy dulce? Eso sería casi como un insulto.

—No sé cómo logras hacer siempre lo correcto. Yo soy incapaz.

—Quizás las mujeres tengamos más facilidad para ese tipo de cosas —señaló Rose, con una sonrisa esbozándose en sus labios—. Lo que tú haces es más que suficiente.

—No sé. Las cosas no marchan muy bien que digamos en el campamento. Ten la seguridad de que no logro que disfruten de una velada tanto como tú lo has hecho esta noche.

—Es lo que tú haces lo que permite que podamos pasar momentos como éste —respondió Rose, con una mirada afectuosa—. Hay muchas cosas que contribuyen más a la felicidad de una familia que los cumpleaños y los regalos.

Parecía que trataba de decirle algo, pero no sabía qué. Su familia nunca había sido feliz. Sólo habían vivido momentos desdichados.

—Tal vez, pero no sé cuáles. Quizás deba dejar que tú te hagas cargo de la familia. Lo harías mucho mejor que yo.

¿Se estaba compadeciendo de sí mismo? No, aún se sentía culpable por haber olvidado el cumpleaños de Zac. Y también frustrado por seguir indeciso, como un estúpido adolescente, respecto a Rose.

—Si crees que puedo hacer que Monty escuche lo que yo tengo que decir respecto a las vacas… —ironizó Rose dejando la frase en suspenso.

George sonrió. Y la tensión dentro de él empezó a desvanecerse.

—Supongo que será mejor que siga haciéndome cargo de todo. Y en ese caso, debo hablar con los gemelos antes de que se duerman.

Necesitaba tiempo para pensar. Rose le había dicho con toda claridad que quería que le hiciera el amor. Él también lo deseaba. Lo deseaba tanto que le sorprendió que ella no se lo notara en la cara. Pero primero, debía aclarar un par de cosas.

Sabía que aquella noche era crucial para los dos. Sabía lo qué quería hacer, y para ello debía asegurarse de que lo hacía por el motivo correcto. Era fundamental que estuviera seguro.

Rose estaba acostada en la cama, totalmente despierta, esperando.

¿Vendría George?

Se había marchado sin decir nada. Habían alcanzado un punto crítico. O por lo menos ella lo había alcanzado. Si no era lo bastante importante para que George fuera a su lecho aquella noche, entonces tampoco lo era para ser su esposa. Le dolía decirlo, aunque sólo fuera para sus adentros. Había llegado demasiado lejos para perder justo ahora.

Pasara lo que pasara, nunca olvidaría a George. Aunque no volviera a verlo. Nunca podría amar a nadie tanto como a él. Se pasaría el resto de su vida comparando a todos los hombres que conociera con él.

Había memorizado sus rasgos y sus cambios de humor, así como conversaciones y escenas enteras. Conocía cada uno de sus movimientos, cada una de sus expresiones. Él era parte de su ser. Siempre lo sería.

Tampoco olvidaría a sus hermanos. Sentía que ahora formaban parte de ella, independientemente de que ellos la siguieran viendo como una intrusa, lo cual no dejaba de ser extraño.

Pensó en la facilidad con la que se integró en la familia Robinson. Ellos la habían recibido bien desde el principio. Después de una semana, se sintió como si siempre hubiera formado parte de ellos. ¿Por qué no podía sucederle lo mismo en esa casa?

Ella siempre sabía salir a flote. Había logrado sobrevivir antes de que George apareciera en Austin, y lo seguiría haciendo incluso si nunca volvía a ver a George ni a sus hermanos.

El sonido de una puerta hizo que sus pensamientos se evaporaran y se quedara sin respiración. Oyó pasos en la cocina. El picaporte se movió.

¡George estaba ahí!