14

Por la novia —propuso un desconocido, ofreciéndole una bebida a George—. Que Dios la bendiga con muchos hijos.

—Por la novia —repitió George, aceptando la bebida sin vacilar demasiado.

No tenía ningún sentido rehusar. En las últimas horas había brindado una vez por lo menos con cada hombre de Austin. Se había retirado a una esquina esperando pasar desapercibido, pero los hombres parecían encontrar su mesa a los pocos minutos de entrar en la taberna. Se acercaban a él con una sonrisa de enhorabuena en los labios y una bebida en sus manos.

Se había escapado a la taberna para intentar pensar cómo iba a manejar el deseo que sentía por Rose sin aprovecharse de su amor por él, de su vulnerabilidad, de su generosidad. Pero en aquel momento su cerebro, aturdido por el alcohol, apenas recordaba otra cosa aparte de que su cuerpo ardía en deseos.

—No te puedes quedar aquí hasta el amanecer —le espetó Sal—. Es tu noche de bodas.

—¡Ya sé qué noche es, maldita sea! —respondió George, arrastrando las palabras.

Se encontraban en Golden Nugget, una de las lúgubres tabernas de Waller Creek, no lejos de las caballerizas del ejército. Era un recinto alargado, con un techo de poca altura y paredes oscuras. El espejo que estaba detrás de la barra reflejaba la sórdida luz que daban dos faroles de queroseno que colgaban en lo alto. Los clientes que jugaban a las cartas en un rincón tenían que entrecerrar los ojos para poder ver algo con la escasa luz.

George no era bebedor y, en consecuencia, el alcohol se le había subido a la cabeza. Ya era demasiado tarde para arrepentirse por haber tomado esa decisión. Demasiado tarde para tratar de explicarle a Rose que no había querido emborracharse, que sólo había intentado encontrar una manera de ser justo con ella y también consigo mismo.

A una novia común le dolería saber que su novio se había emborrachado una hora después de casarse. Pero teniendo en cuenta la forma en que le había propuesto matrimonio, Rose quedaría destrozada.

—¿Puedes imaginar cómo debe sentirse Rose, esperando en ese cuarto sin saber qué te ha ocurrido ni cuándo piensas regresar?

¿Regresar a qué? No podía ir a la habitación donde ella estaba y no hacerle el amor. No era tan fuerte.

Varias veces aquella noche había estado a punto de olvidar todos sus escrúpulos y correr directamente a sus brazos. Si pudiera perderse en su amor, tal vez lograra olvidar que su conciencia le remordía sin piedad. Si pudiera satisfacer aquella necesidad física que le desgarraba hasta dejarlo en carne viva, tal vez lograra encontrar respuestas con la mente despejada.

Pero no podía hacerlo. Tenía que permanecer alejado de Rose hasta que pudiera entregarse de manera plena y honesta a ella y a su matrimonio. Era lo mínimo que le debía, Sería cruel por su parte tomar su cuerpo y rechazar sus demás atributos. Después de todo lo que había hecho por él y por su familia, era lo menos que le debía.

—Le advertí que seguramente no regresaría hasta muy tarde, que no me esperara.

¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Decirle que esperara despierta a un esposo que no sabía si podría regresar, y que no sabía qué haría si volvía? ¿A un esposo que sabía que no debía tocarla, pero que no se podía resistir a hacerlo?

Pensó en las numerosas noches que había soñado con Rose, en las incontables horas que había pasado pensando en ella, imaginándola en sus brazos, fantaseando que le hacía el amor y recorría cada parte de su cuerpo.

Unos pocos besos tendrían el mismo poder perturbador que habían tenido los de aquella tarde. Pero ahora no había barrera alguna, ningún temor de arruinar su reputación. A los ojos de Dios y de los hombres, ella era suya.

—¿Que le dijiste qué cosa?

—Ya me oíste. No pienso repetirlo.

—¿Por qué?

—¡No es asunto tuyo, maldita sea!

—Tienes razón, no es asunto mío, pero estoy seguro de que sí es asunto de Rose, y creo que ella merece saber qué estás haciendo y por qué.

George trató de pensar. Tenía que decidir qué hacer antes de caer desmayado.

—Rose tampoco es un maldito asunto tuyo. Ella es mi esposa.

—Nadie lo diría.

George intentó levantarse de su silla, pero tropezó. Sal tuvo que ayudarlo a sentarse de nuevo.

—No sé qué bicho te ha picado —repuso Sal—, pero sea lo que sea, yo no avergonzaría a mi esposa de esta manera.

—No estoy avergonzando a Rose.

—¿Qué crees que están pensando todos estos hombres al verte borracho como una cuba? ¿Qué razón puede haber para que un hombre pase su noche de bodas emborrachándose, y menos cuando tiene una novia como Rose esperando en su habitación?

—No me importa lo que piensen de mí.

—Ya lo sé, pero quizás deberías preocuparte de lo que piensen de Rose.

Tras incorporarse, George se volvió para mirar a los demás hombres que se encontraban en la taberna. Estaban congregados en diversos grupos dispersos por todo el recinto. Algunos bebían, varios apostaban y otros sólo conversaban. Muchos de ellos observaban a George con el rabillo del ojo.

—Será la comidilla de todas las mujeres de la ciudad cuando se enteren. Si todas son como esa ramera de la McCloud, tratarán a Rose como a un perro durante el resto de su vida.

George se enderezó en su silla.

—Rose no tendrá que seguir huyendo de ningún dragón —afirmó, casi como si estuviera haciendo una declaración—. Yo me encargaré de ello.

Rose se había puesto el más bonito de sus camisones nuevos, pero en ningún momento pensó en meterse en la cama. ¿Cómo podía una recién casada dormir en su noche de bodas si su esposo no estaba a su lado? No tenía ni idea de dónde podría estar. Tampoco tenía idea de cuándo regresaría, ni de si regresaría.

Para su sorpresa, George había ordenado a la administración del hotel que durante los esponsales trasladaran las cosas de ambos a la suite más lujosa de todo el establecimiento. Tenía vistas a la calle Pacana desde dos ventanas y a la Avenida del Congreso desde otra, mesas con lámparas de aceite de ballena, sillas tapizadas, dos lavabos y una cama grande de latón. Los empleados habían guardado, incluso, sus ropas en los enormes armarios de caoba.

Sin embargo, Rose apenas miró la suntuosa habitación. Sus pensamientos estaban completamente absortos en George. No era probable que le hubiera ocurrido algo con Sal a su lado. No, se mantenía lejos de ella intencionadamente. Pero, ¿por qué?

«No tienes ni idea, y dudo mucho que llegues a entenderlo aunque pases la noche en vela. Lo más sensato es que te metas en la cama, intentes descansar y mañana te ocupes del asunto».

¿Y si no regresa?

Eso no le preocupaba. George regresaría. Él asumía sus responsabilidades con seriedad.

Pero si no quería decirle lo que sucedía, ¿cómo podía convencerlo para confiar en ella? Tenía que hacerlo. Ningún matrimonio prosperaba cuando existían tales secretos entre un esposo y su mujer.

¡Su esposo! Aún no se acostumbraba a oírlo. Estaba casada. Con George. Era su esposa. El matrimonio se había efectuado de forma tan repentina e inesperada que era difícil de creer. A lo mejor George sentía lo mismo.

Quizás había confundido sus sentimientos y ahora ahogaba sus penas en la bebida. Quizás se había casado con ella por conveniencia y no le daba ninguna importancia a la noche de bodas. Era posible que la quisiera, pero tal vez sin pasión.

Rose no había tenido idea de cuánto amaba a George hasta que él la condujo arriba después de que todos terminaron de darles la enhorabuena y le dijo que regresaría en un momento.

Sólo entonces comprendió cuánto anhelaba estar a solas con él. Sólo entonces acabó de entender cuan profundamente podría herirla saber que él no correspondía a su amor, que vivir con George podría ser mucho más doloroso que vivir sin él.

¿Había cometido un error al casarse con alguien que no la amaba? ¿Se había obcecado tan fijamente en su sueño que se había olvidado de ver al hombre? ¿Había estado demasiado absorta en sus esperanzas para el futuro, en las voces de niños felices corriendo por la casa, en el amor y la devoción de George colmando cada rincón de su corazón?

«¡Despiértate princesa! —se dijo Rose a sí misma bruscamente—. El dragón está muerto y el caballero ha huido del castillo. Es hora de seguir adelante con tu vida».

Pero sin el amor de George no había razón para intentarlo.

Rose se despertó sobresaltada al oír que llamaban a la puerta. Se había quedado dormida. La llama de la lámpara estaba a punto de extinguirse. Debía ser más de media noche. Subió la luz y se puso una bata.

—¿Quién es? —preguntó, acercando la boca a la puerta.

—Traigo a George —dijo Sal.

El miedo que toda la noche había mantenido a raya se apoderó de ella. Algo le había sucedido a George. En su prisa por abrir la puerta, intentó torpemente meter la llave en la cerradura y se le cayó. Cuando finalmente la abrió de golpe, la angustia la embargaba.

Los dos hombres estaban frente a ella. Sal sostenía a George, que estaba borracho. Ella no sabía cuánto, pero parecía que no podía mantenerse en pie por sí sólo. Su miedo se transformó en desesperación. De nada servía enfadarse

—Pasa —indicó, dando un paso atrás—. ¿Dónde lo has encontrado?

En realidad no quería saberlo. No quería oír que George había ido a todas las tabernas de la ciudad intentando olvidar que se había casado, que ni siquiera con el aliciente de la noche de bodas tuvo valor para dar la cara ante su esposa sin estar prácticamente inconsciente.

—No debiste esperarme levantada —balbució George. Sus palabras salían lentamente y con gran esfuerzo.

—Estaba preocupada por ti —contestó Rose.

—Todos los hombres de la ciudad quisieron brindar con él —explicó Sal—. Tiene que tener una resistencia de acero para estar consciente después de todo lo que ha bebido.

Rose añadió un nuevo punto a la lista de costumbres brutales que los hombres parecían disfrutar.

Sal quiso ayudar a George a entrar en la habitación, pero éste le hizo señas de que se apartara.

—¿Puedes ir a ver si me encuentras un poco de café? —le preguntó a Sal.

—Si tú odias el café —le recordó Rose.

—Detesto aún más sentirme ebrio —respondió George, sonando un poco más sereno—. Además, bebí sólo para evitar enfrentarme a la verdad. Un hombre que sea tan tonto como para hacer eso, merece un castigo peor que el café.

—Te lo traeré, aunque tenga que sacar a la cocinera de la cama —le prometió Sal, y se esfumó.

George cerró la puerta con mucho cuidado detrás de Sal. Le flaqueaban las piernas, pero podía caminar. Atravesó la habitación y se sentó muy lentamente en una silla. Rose no se atrevió a ofrecerle su ayuda. Se sentó en el borde de la cama y esperó con las manos en su regazo.

Aguardó a que el hacha cayera. Que George le dijera que no la amaba, que el matrimonio había sido un error, que pensaba regresar al rancho y dejarla en Austin.

Rose esperó la confirmación que terminaría con su vida.

No obstante, a pesar de su propio dolor, no pudo evitar compadecerse por él. Parecía sentirse tan desolado e infeliz como ella. Nunca le había visto borracho. Ni siquiera le había visto beber una copa. Debía estar verdaderamente desesperado para llegar a tal extremo.

—Mi cabeza no rige muy bien, así que es posible que lo que diga no tenga mucho sentido —comenzó George—. Fue una estupidez hacer todos esos brindis, sobre todo porque yo nunca bebo. Sabía que al final tendría que explicártelo todo —George hizo una pausa. Parecía estar mirando algo que sólo él podía ver—. Mi padre casi nunca se emborrachaba. Pero si lo hacía se convertía en un ser despreciable e imprudente.

George miró a Rose.

—Pero no he venido a hablarte de mí padre. Quería decirte otra cosa.

Su esfuerzo resultaba tan angustioso que a Rose le dieron ganas de acercarse a él, sostener su cabeza contra su pecho, prometerle que nada sería tan terrible como pensaba,

—No sé cómo decírtelo. No puedo encontrar las palabras que quiero. Se me escapan. Son como Zac, que nunca está donde lo necesitas.

No sabía si reír o llorar. Él estaba a punto de decirle que habían terminado, y sin embargo la hacía reír.

—Siempre supe que no debía casarme —empezó a decir George. Hablaba pausadamente, casi como si tuviera que darle caza a cada palabra antes de poder usarla—. Hay que tener buena cepa para casarse. Yo no soy de buena cepa. Tengo el corazón podrido. Igual que ese enorme roble que teníamos en casa. La gente solía hablar de lo bonito y verde que era. Mamá organizaba veladas bajo sus ramas en el verano. Un día, una ráfaga de viento lo derribó. Estaba podrido por dentro. Así estoy yo. Todo podrido por dentro.

Rose no tenía idea de qué hablaba, a qué clase de podredumbre se refería. Obviamente no era a su afición a la bebida, No estaba disfrutando aquella noche mucho más que ella.

—Por eso traté de mantenerme alejado de ti —continuó George—. ¿Sabes lo difícil que es prohibirse hacer justamente aquello que más se desea en el mundo? —Su mirada la traspasó con la misma intensidad con que luchaba por salir de la nube de alcohol que le envolvía—. Es la peor clase de infierno.

Rose sintió que su esperanza renacía. Le estaba diciendo que la quería. Que se obligó a mantenerse alejado de ella. A pesar de ello, se advirtió a sí misma que no debía hacerse falsas ilusiones. El whisky lo había aturdido. Aún podía pronunciar aquellas fatídicas palabras.

—Mi padre era más fornido que un roble —continuó George, saliéndose por la tangente y desconcertando a Rose—. Pero estaba podrido. Era un hombre ruin y podrido. Mamá trato de ocultarlo, pero yo podía verlo. Todos podíamos verlo.

Rose sintió que esas presencias invisibles se interponían entre ellos, fantasmas con los que no podía hablar ni discutir, y a los que tampoco podía expulsar. Fantasmas que acosaban a todos los hermanos Randolph impidiéndoles ser felices debido a la ira que sentían por el fracaso de sus propias vidas.

—Está dentro de todos nosotros. Es lo que hace que Jeff sea tan resentido, que Monty esté dispuesto a desafiar al mundo, que Hen disfrute matando y que a Tyler no le guste la gente. Es lo que llevó a Madison a darnos la espalda y desentenderse de todo.

—¿Qué es lo que está dentro de ti? —preguntó Rose, tratando de encontrar algún sentido a la conversación y no perder completamente el hilo.

—La putrefacción —contestó George—. Está ahí, carcomiendo todo, esperando su momento. Entonces se abrirá paso y nos destruirá.

—No hay nada malo en ti ni en tus hermanos —se apresuró a decir Rose—. Ni siquiera en Jeff.

—Yo soy el peor de todos —insistió, ignorándola—. Soy igual que papá.

—¡Qué ridiculez! —protestó Rose, indignada de que alguien pudiera pensar algo así.

—No seré un buen esposo. Papá lo intentó, pero sólo logró que todos lo odiáramos. Lo peor que podría pasarme es que tú me odiaras.

Un rayo de entendimiento atravesó la niebla. George veía en él alguno de los defectos de su padre. Tenía miedo de cometer los mismos errores.

—No te pareces en nada a tu padre —le aseguro Rose—. Puede que no siempre quieras asumir responsabilidades, a nadie le gusta hacerlo constantemente, pero las aceptas porque quieres a tus hermanos.

—Pero…

—Sabes que nadie más puede hacer lo que tú estás haciendo. Si decides alistarte en el ejército, será sólo cuando estés seguro de que ellos pueden cuidarse solos.

—Papá nos abandonó —musitó George.

—Pudiste no haber regresado después de la guerra, pero volviste. Pudiste haberte hartado de Monty o Jeff y haberte marchado, pero no lo hiciste.

George no parecía convencido.

Rose decidió que ya era hora de llegar al meollo del problema. Si George no estaba dispuesto a mencionarlo, entonces ella lo haría.

—Si lo que me estás diciendo es que cometiste un error al casarte conmigo…

La transformación fue instantánea. No había ninguna confusión ni arrepentimiento en el George que ahora es taba sentado frente a ella.

—Nunca dije que no quisiera casarme contigo, ¿o sí?

—No, pero pensé que…

—Quería casarme contigo más de lo que jamás hubiera creído. Pero mereces que todo sea perfecto. Deberías tener un esposo que te ame más que a la vida misma, que sea digno del amor que tienes para dar, que quiera las mismas cosas que tú, que no destruya todo lo que toque.

—No hay nada destructivo en ti.

—Sí, sí lo hay. Lo más mortífero de todo.

—¿Qué?

—Mi sangre.

—No entiendo.

—La sangre de mi familia es dañina, y corre por las venas de todos nosotros.

Si no estuviera segura de que hablaba en serio, habría pensado que el alcohol le había nublado completamente el cerebro. Llamaron a la puerta. Sal entró con una cafetera humeante y dos tazas.

—Pensé que usted también podía querer un poco.

Rose negó con la cabeza. Esperó con impaciencia a que Sal sirviera el café. Estaba ansiosa por verle sobrio y así entender lo que trataba de decirle.

Pese a que odiaba el café, George se lo bebió de un trago. Seguramente estaba tan caliente que ni notó el sabor. Debió quemarle la boca y la garganta. ¿O es que estaba demasiado borracho para sentir algo?

—Estaré al lado por si me necesitan —indicó Sal, retirándose.

—¿Qué quieres decir con eso de la sangre dañina? —le preguntó Rose apenas se cerró la puerta.

—No puedo darte hijos.

—No entiendo.

—Simplemente eso. No puedo darte hijos.

¿Qué insinuaba? ¿Qué estaba físicamente incapacitado para ser padre? ¿Temía que ella dejara de amarlo si lo estaba?

—Explícate.

Por un momento pensó que se negaría a hacerlo. Obviamente era algo que no quería compartir con nadie, ni siquiera con su esposa.

—La sangre de nuestra familia está dañada, y es peor en cada nueva generación. Papá estaba podrido, y tuvo siete hijos podridos. No puedo darte hijos sabiendo la clase de padre que sería o la clase de hijos que engendraría.

—Quieres decir que…

—¿Crees que podría someterte intencionadamente a todo lo que mi madre tuvo que soportar?

De nuevo los fantasmas. El pasado tenía una influencia más poderosa sobre George que el presente.

Siguió hablando, pero Rose no quiso escuchar nada más. No tenía que hacerlo. No temía a los fantasmas ni, mucho menos, a los miedos de George. Sabía que eran infundados. Hubiera querido reír a carcajadas del alivio que sintió.

Pero se contuvo. Por ridículos que los creyera, para George eran muy reales. No podía comprender el daño que sus padres les habían hecho a él y a sus hermanos, ni juzgar la gravedad de sus cicatrices. Tampoco podía sopesar el temor que sentía de hacerle lo mismo a sus hijos, especialmente si llegaban a ser tan difíciles como sus hermanos.

Aunque él viera todos los innobles atributos de su progenitor reflejados en sí mismo, ella sabía que sería un padre maravilloso. ¿Acaso no lo había visto portarse como tal con sus hermanos?

De ella dependía ayudarlo a pensar así.

Pero no podía cambiar todo al tiempo. Tenía que ir poco a poco.

—¿Entiendes por qué no podía acostarme en tu cama esta noche? —concluyó George.

Rose acalló su emoción. Necesitaba estar muy tranquila. No podía equivocarse. Corría el riesgo de que, si no se acostaba en su cama aquella noche, no lo hiciera nunca. Primero tenía que eliminar esa barrera. Tendría que dejar los fantasmas para otra oportunidad.

—Sé que no me amas. No tienes que sentirte culpable. Nunca dijiste que me amaras. ¿Pero estás seguro de que aún quieres estar casado conmigo?

George se apresuró a levantarse de su silla. Se sostuvo un momento en uno de sus brazos para mantener el equilibrio, pero se las apaño para llegar a su lado bastante rápido. Se dejó caer en la cama junto a Rose, tomó sus manos en las suyas y la miró a los ojos.

—Más que cualquier cosa que haya querido en toda mi vida. Luché para no casarme contigo. Luché para apartarte de mi mente, pero no pude. Por eso me dediqué a brindar con todo el mundo, tratando de posponer el momento de dar la cara y confesarte que había hecho algo que no podía hacer.

—¿Serías feliz conmigo si yo aceptara no tener hijos?

—Pero siempre has querido una familia.

—Responde a mi pregunta.

Rose había tomado una decisión. Sabía que habría momentos en los que se arrepentiría amargamente, pero la experiencia le había enseñado que no podía tenerlo todo. Tenía el cariño, la lealtad y el apoyo de George. Estaba segura de que algún día también tendría su amor. Sólo por eso, sería capaz de hacer cualquier sacrificio.

George se aterró al advertir que, en toda la noche, no se le había pasado una sola vez por la cabeza la idea de renunciar a Rose. No podía imaginar estar sin ella.

Se preguntó si su padre no habría sentido lo mismo cuando conoció a la joven y bella Aurelia Juliette Gascoigne y se casó con ella. Aún recordaba la época en que parecían felices juntos.

Se estremeció. ¿Podría esto ocurrirle a él?

—Sí.

En ese momento la respuesta le salió del corazón.

—Hay algo que quiero que me prometas —añadió Rose.

George sintió que unos fríos grilletes se enroscaban alrededor de sus talones, atándolo, conteniéndolo.

Su firme determinación hizo retroceder la aprensión que no intentaba penetrar en sus venas. Rose lo amaba. No esperaría que hiciera algo que no podía hacer. Y él haría cualquier cosa para que ella fuera feliz.

—Prométeme que me dirás si alguna vez empiezas a sentir que nuestro matrimonio te está asfixiando.

—¿Qué harías en ese caso?

—Dejaría que te fueras. Quiero que estés conmigo porque disfrutas con mi compañía, porque aunque eres libre de ir donde te plazca, no hay ningún otro lugar en la tierra donde prefieras estar. Por la felicidad que podemos alcanzar juntos, estoy dispuesta a renunciar a tener una familia.

—No puedo permitir que hagas eso.

—Todos tenemos que tomar decisiones, George. Tú me pediste que me casara contigo aunque temías que la podredumbre terminara derribándote. Yo estoy dispuesta a arriesgarme a ser feliz sin una familia. ¿Acaso no es justo?

George asintió con la cabeza. No confiaba en su voz.

—Pero que conste que no hay ninguna podredumbre dentro de ti. No estoy tratando de cambiar ni una palabra de lo que acabo de decir. Sólo quiero que sepas que creo que eres el hombre más íntegro que he conocido. Creo que puedes hacer cualquier cosa que te propongas.

Aun después de todo el whisky que había bebido, George se maravilló de cuánto le complacía la confianza que Rose tenía en él. Puede que fuera digno hijo de su padre, pero con la ayuda de Rose, no se convertiría en el hombre que éste había sido.

Rose bajó los ojos y miró la mano que George apretaba en la suya.

—En caso de que quieras acostarte en mi cama, esta noche no podrías engendrar un hijo.

—Quieres decir que…

Rose alzó la vista.

—Prometo avisarte para no arriesgarnos.

Rose retiró su mano. Luego se quitó la bata lentamente.

George tardó un momento en entender lo que ella quería decir. Se había ofrecido a ser su esposa bajo sus condiciones, sin el temor de los hijos ni del fracaso. La magnitud de su ofrenda, la generosidad de su sacrificio, casi lo hacen sucumbir.

Casi.

Su conciencia le recordó que aún no la amaba, que no debía tomar su inocencia si no tenía nada que ofrecerle a cambio, pero la acalló a garrotazos. Rose lo había invitado a su cama. Mientras ella no tuviera ningún inconveniente, él aceptaría la invitación.

El cuerpo de George respondió de inmediato. Se sintió fugazmente culpable de dejarse llevar por sus instintos en un momento tan sagrado como ése, pero se había dado cuenta de que Rose estaba sentada junto a él llevando sólo un camisón. La atracción que siempre había existido entre ellos cobró plena fuerza.

George se puso de pie tambaleando y salió de la habitación. La puerta de Sal se abrió de un empujón como una respuesta casi automática.

—Más café —gritó George—. Y agua caliente para un baño. Esta es mi noche de bodas y mi esposa está esperando.

Tuvo que apoyarse contra la puerta para mantener el equilibrio.

—¡Sshh! —exclamó Sal—. Es más de la una de la madrugada. Despertarás a todo el hotel.

—Que se despierten —gritó George.

—¿Puede hacer algo con él, señora? —le preguntó Sal a Rose.

Rose no pudo contener una sonrisa.

—Ya lo he hecho.

Sal también sonrió.

—Estará de vuelta en media hora, aunque tenga que bañarlo en el riachuelo.

—No sé por qué no puede bañarse por la mañana como todo el mundo —refunfuñó la criada cuando subía dos cubos de agua caliente a la bañera de la habitación de Sal.

—Uno sólo se casa una vez —le explicó Sal. Cargando también otros dos cubos.

—Pues no entiendo para qué quiere darse un baño —gruñó la mujer—. Será mejor que ella no espere nada bueno de él. Se le acercará todo sucio y empapado en sudor, buscará su placer con brusquedad y a los cinco minutos ya estará roncando.

—Los caballeros no se comportan así —explicó Sal.

—¡Ja! Es un hombre y está borracho, ¿o no? ¿Qué puede tener que lo haga tan diferente de los demás?

George todavía caminaba con paso vacilante cuando abrió la puerta de la alcoba nupcial. Se había dado un baño caliente y había bebido café, sin embargo la cabeza le palpitaba como el interior de un campanario tocando a rebato. Y lo peor era que se moría de sueño, se sentía como si le hubieran drogado. No estaba acostumbrado a beber whisky. Los recuerdos del violento comportamiento de su padre cuando bebía, le habían mantenido alejado del alcohol. Era un alivio saber que a él no le afectaba de la misma manera, bastante mal se sentía ya.

Rose le esperaba en la cama.

¡Dios santo! Estaba encantadora a la luz de la lámpara. Hasta entonces nunca se había planteado cómo le gustaba el cabello de una mujer. Su ideal de belleza se aproximaba al de su madre. Su pelo rubio de reflejos trigueños un poco desvaídos, largo, liso y demasiado fino le daba ese aspecto frágil que tanto la caracterizaba.

Por el contrario, los abundantes rizos castaños de Rose, caían sobre sus hombros y la almohada como una cascada, invitando a sumergirse en ese espléndido manantial. Siempre le había parecido bonita, pero en aquel momento, bajo la tenue luz y contra el fondo completamente blanco, comprendió que su mayor belleza radicaba en su sencillez. Sus pestañas no eran notoriamente espesas, ni sus labios carnosos o hechiceros. Pero todo armonizaba para dar forma al rostro más encantador, agradable, cálido y atractivo que él jamás hubiera visto.

Notó la línea de pecas diminutas que cubría su nariz y sus mejillas. Tendría que pedirla que utilizara alguna pamela para protegerse del sol, pero entonces no podría ver su cara y su cabello. Las pecas, lejos de disgustarle, la hacían parecer una niña. En más de una ocasión, viéndola jugar con Zac o tomarle el pelo a Monty, le había recordado a un golfillo.

Pero no había nada masculino en ella aquella noche.

Con maternal afecto, le estaba invitando a apoyar su cabeza contra su pecho, a descansar en sus brazos, y reponer fuerzas en el profundo pozo de su constancia. Incluso ahora dispuesta a entregarse a él y admitir su debilidad, ella se convertía en su fuerza.

George no lograba entenderlo. Tal vez, cuando su cabeza no se sintiera como un bloque de madera, lo comprendería mejor. Lo que sí entendía era que Rose había hecho una invitación que él quería aceptar, pero sus sentidos empezaron a embotarse y la pesadez invadió su cuerpo. Intentó hacer renacer el deseo que había corrido por sus venas cuando ella le invitó, pero se sintió todavía más plomizo. Incluso su mente pareció abandonar la lucha, posponiéndola para otro día.

Rose sonrió para sus adentros. Siempre había visto a George como una figura imponente, segura de sí, como alguien que impresionaba por su tamaño y seguridad. Ella, en comparación, se había sentido relativamente pequeña, débil e inútil.

Ahora los papeles se habían invertido.

—Jamás imaginé como sería mi noche de bodas —confesó George después de cerrar la puerta—. Pero si lo hubiera hecho, ten la seguridad de que ésta no habría sido la manera en que me hubiera presentado ante mi esposa.

No se acercó a la cama. Permaneció de pie a varios pasos de ella.

Rose sintió que le estaba pidiendo permiso para entrar en su lecho.

—Lo importante es que estás aquí.

Ella apartó las mantas y dio unas palmaditas en el colchón.

Él titubeó.

—Estoy avergonzado por venir a ti de esta manera.

Rose repitió las palmaditas.

—Aún no lo has hecho.

George se acercó.

—El esposo que mereces habría venido a ti lleno de orgullo y seguridad.

—El esposo que quiero ha venido a mí. Pero como muchas personas, lleva una carga de culpa que otros le impusieron. Yo quiero ayudarte a aligerar la carga.

George se dejó caer en la cama.

—No merezco tanta comprensión.

Rose cogió su mano y tiró de él con dulzura.

—No hablemos de eso. Hablemos mejor de lo que quiero darte y de lo que tú quieres darme.

George se inclinó hacia ella hasta que su mejilla des cansó en su hombro.

—No sé muy bien qué quiero darte —repuso—. Tomé la decisión de no casarme hace mucho tiempo. Este cambio ha sido tan repentino que me ha cogido desprevenido.

Rose siguió tirando de él hasta hacer que se apoyara completamente contra ella. La sensación era deliciosa. Había esperado tanto tiempo para cobijarlo en sus brazos, para tenerlo cerca, para saber que le pertenecía, que quería saborear el momento, arrancarle hasta el último pedazo de dulzura. Quería que le hiciera el amor. De otro modo no sentiría que su unión se había consumado del todo; pero comprendió que aquella sensación de cercanía, de entrega, aquella brecha del pasado que aún lo atormentaba, era más importante que tener su cuerpo.

—Ni siquiera me permití fantasear con la idea de casarme contigo —reveló George.

Hablaba en voz baja, despacio. Tenía un brazo bajo su cuerpo y el otro sobre el estómago de Rose, y estrechaba sus manos entre las suyas. Ella se movió un poco para que su cabeza se apoyara más cómodamente en la concavidad que se formaba entre su pecho y sus hombros.

—Aunque sí soñaba contigo —se rio entre dientes—. Mis hermanos siempre eran nuestros hijos.

—No creo que a Monty le guste eso.

Rose se sintió más tranquila. Si en sus sueños quería niños, no pasaría mucho tiempo antes de que también los quisiera en la vida real.

Su deleite siguió creciendo.

—Vivíamos en una casa grande, muy parecida a Ashburn. Tú tenías criados y todos los vestidos que querías.

—Nunca he querido tener esas cosas.

Él no respondió enseguida. Rose pensó que su voz sonaba un poco soñolienta.

—Estabas fabulosa. Nos sentábamos a la mesa a cenar y teníamos largas conversaciones después de que terminábamos. Le ordenaba a los criados que siempre pusieran dos velas cerca de ti para poder ver la luz jugar con los reflejos dorados de tu pelo, con el brillo de tus ojos.

Rose se estiró para poder ver su cara. Sus ojos empezaban a cerrarse. Entre el licor, el baño caliente y la emoción de la boda, George se había quedado sin energía. Se dormiría en sus brazos.

Sorprendentemente, no le importó.

—Pero había algo que quería decirte. Quería decírtelo todas las noches, pero nunca lo hice. No me explico por qué.

—¿Qué era? —preguntó Rose, hablando también en voz baja.

Hubo un silencio.

Rose miró a George. Se había quedado dormido con la cabeza apoyada en su pecho. Sentía su pelo áspero contra su suave piel, su peso dificultándole la respiración. No se habría movido ni por todo el oro del mundo. Estaba contenta donde estaba, a pesar de que nada en su matrimonio había salido como ella había soñado.

Sonrió para sus adentros. Un año antes se habría horrorizado si alguien le hubiera descrito el día de su boda Hubiera incluso jurado que no se casaría. Nunca habría imaginado que estaría así de contenta.

Pero lo estaba.

Se había casado con el hombre de sus sueños. George la quería y la necesitaba. Ella tenía su confianza y su admiración, y estaba a punto de ganarse su amistad. ¿Qué más podía querer un hombre de una mujer?

Tendría su cuerpo. Mañana, pasado mañana o un día después. George era demasiado ardiente para resistir mucho tiempo. Aquella noche se había perdido en algún punto entre el alcohol y su temor a engendrar un hijo. Mañana sería otro día.

¿Y su amor? Esa ya era otra cuestión. Dependía de su pasado casi tanto como de su futuro. Pero algún día diría esas palabras. Estaba segura de ello.

En cuanto a tener hijos, eso también llegaría con el tiempo. Simplemente lo intuía. George querría muchos niños.

Sin embargo, ella había sido sincera cuando se comprometió a renunciar a tener una familia. Quería liberarlo de sus miedos por su propio bien, no por ella ni por los niños que pudieran tener.

Si él quería seguir pensando que estaba hecho de la misma madera que su padre, ya se encargaría ella de mostrarle que lo que poseía eran las virtudes de sus padres y no sus debilidades.

Excepto quizás por su incapacidad de mirarse a sí mismo y ver lo maravilloso que era.

Rose se propuso hacer cuanto estuviera en sus manos para que los Randolph se sintieran de nuevo como una familia, puesto que era tan importante para George y, por consiguiente, también para ella. Pero lo que no tenía ninguna intención de permitir es que se aprovecharan de él. Si Jeff no cambiaba de comportamiento, ella se encargaría de que su barco zarpara a otro puerto.

Pero por el momento no tenía ninguna batalla que librar, nadie a quien defender. Sólo tenía que yacer allí sosteniendo a George, y esperar a que se despertara.