13

Pensé que el sur de Georgia era una región dejada de la mano de Dios, pero no cabe duda de que este lugar le supera.

Habían viajado durante horas por estrechos caminos que se insertaban en lo más profundo del monte, atravesando llanuras y cruzado docenas de arroyos, sin ver una casa ni señal alguna de asentamiento humano. George conducía el carromato, y Rose estaba sentada a su lado. Sal cabalgaba junto a ellos. Entreteniéndolos constantemente en el torrente de su cháchara ingeniosa.

—En mi región hay increíbles montes de zarzas, pero nada comparado con esto —contaba Sal, señalando la impotente espesura que se extendía a lo largo de kilómetros—. No puedo entender cómo las vacas entran y salen de ahí con los cuernos que tienen. Mi madre tuvo hace tiempo una vieja vaca lechera con los cuernos del tamaño del rabo de un cerdo. Se enredó en una mata de glicinia y se rompió el cuello. Fue una pena. Nunca volvimos a tener una vaca que diera una leche tan cremosa.

George apenas escuchaba las historias de Sal. Sólo era consciente de la cercanía de Rose y la reciente revelación de que su decisión de permanecer soltero no era tan firme como había pensado.

Nunca había visto a Rose más encantadora ni deseable. No sabía si achacarlo a que iba a perderla o a que su vestido se ceñía a su cuerpo con una reveladora intimidad. Una hilera de botones que subía hasta el escote preservaba su pudor, pero su busto se delineaba como nunca. Su postura erguida no hacía más que aumentar la presión de sus pechos contra el vestido.

La tentación de cubrir sus senos con las palmas de sus manos era casi irresistible. Odiaba sentirse dominado por su lascivia, pero si bien Rose se encontraba sentada a escasos, y provocadores centímetros, no había nada que hacer.

Aunque les separaran miles de kilómetros de distancia, él seguiría sintiendo la tensión que había entre ellos. Ella mantenía un obstinado mutismo, por lo que no se atrevió a romper su silencio. Había dejado muy claras sus ideas la noche anterior. Él, por el contrario, sentía que no había dicho lo suficiente.

Le había hablado de su admiración, de que ella le gustaba, pero no del dolor que le causaría su partida.

No podía habérselo dicho, porque no lo supo hasta aquella mañana. Hasta que ella salió de la casa cargando sus bultos, no sospechó la verdadera magnitud de su decisión. No esperaba alegrarse de su partida, pero tampoco sentir el deseo de arrodillarse y rogarle que se quedara.

Quizás ella estaba en lo cierto, y él nunca sería feliz, si no se casaba, pero no tenía otra alternativa. De modo que a ninguno de los dos le serviría de nada saber que querían la misma cosa pero no podían tenerla. Lo mejor era separarse lo más pronto posible. El dolor sería más llevadero de aquella manera.

Y había dolor. Y rabia también, a raudales. A estas alturas ya debería estar acostumbrado, pues toda su vida había sido una sucesión de promesas sin cumplir.

Pero lo que más le dolía era saber que ella se marchaba creyendo que él sólo sentía un deseo carnal por ella. Eso no le hacía mejor que Luke Kearney a sus ojos. No podría soportar que le odiara a él también.

Tal vez debió explicarle por qué no podía casarse, por qué no quería una familia. La noche anterior le pareció fuera de lugar hacerlo. Y ahora, puesto que había decidido regresar a Austin, sería injusto quebrantar su determinación.

Y sabía que ella debía marcharse.

Había permanecido despierto toda la noche buscando otra solución, pero no la había. Contratarían otra criada, alguien que no tuviera conexión alguna con el Ejército de la Unión.

El ejército. Curioso. Cuando regresaba a casa desde Virginia, había pasado semanas repasando mentalmente los fuertes de la región, intentando dilucidar cuáles le ofrecían las mejores oportunidades de ascender. Cuando pidió información sobre Tejas, no se le ocurrió preguntar por el ganado ni por los ranchos, sino que se interesó por las guerras con los indios, por los fuertes y por los hombres que estaban al mando de éstos. Una vez que llegó a casa y comprendió que pasaría algún tiempo antes de poder partir, lo que más le inquietó fue saber que cuanto más tiempo esperara, más difícil sería forjarse una carrera.

En aquel momento se dio cuenta de que hacía semanas que no pensaba en el ejército. Sólo pensaba en el ganado y en el éxito de su idea de criarlo. Planeaba incluso construir nuevos corrales, un cobertizo, un establo para el toro, y quizás agrandar la casa.

Había pensado en Rose.

Y había estado contento.

Más contento de lo que jamás pudiera recordar. ¿Acaso Rose tenía razón, y él simplemente estaba evitando enfrentarse a sus fantasmas?

No. Las pruebas estaban fuera de duda. Nunca, por mucho que lo deseara, podría casarse.

Austin era la capital de Tejas desde 1839. Situada en la orilla norte del río Colorado, Edwin Waller diseñó la ciudad en forma de cuadrícula, con todas sus vías formando ángulos rectos. Las calles que atravesaban de este a oeste recibieron los nombres de árboles téjanos, como Roble Perenne, Ciprés, Pacana, Morera, Mezquite y Bois d’Arc. Las que la recorrían de norte a sur nombres de ríos. La Avenida del Congreso, que cruzaba la ciudad por el centro, fue la única excepción. Se había diseñado una plaza mayor, pero finalmente los edificios públicos fueron levantados en la parte sur de la mencionada avenida. El arsenal, los cuarteles, los graneros y los corrales se construyeron en Waller Creek, en la parte suroriental de la ciudad.

El calor del verano había dejado semidesérticas las calles de Austin, azotadas por grandes vendavales de polvo, obligando a sus habitantes a permanecer en sus casas.

George detuvo el carromato frente al hotel Bullock en la esquina de la calle Pacana y la Avenida del Congreso, Era el mejor hotel de la ciudad, y también el más grandes.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó George a Rose. No podía simplemente marcharse y olvidarse de ella. Tenía que cerciorase de que no corriera peligro.

—Pensaba acercarme a ver si Dottie me devuelve mi antiguo trabajo. Tal vez las cosas se hayan calmado.

—¿Dónde te vas a alojar?

—Bueno, está mi antigua habitación…

Justo lo que había pensado. No tenía trabajo ni un lugar donde hospedarse.

—Te quedarás en el hotel hasta que encuentres un empleo y un lugar para vivir.

—Eso puede llevarme días.

—Estaré por aquí el tiempo necesario para encontrar una cuadrilla —mintió sabiendo que reunirla sólo le llevaría unas horas.

Rose vaciló.

—Te pagaré la habitación, ya que has tenido que regresar por nuestra culpa —se ofreció George.

—No puedo permitir que hagas eso.

—Deje que la ayude —le aconsejó Sal—. Siempre he dicho que no tiene sentido gastar el dinero propio cuando se cuenta con el ajeno.

—Preferiría pagar yo —insistió Rose.

—Y yo tener una granja antes que trabajar para George —respondió Sal—, pero las cosas son como son.

George sacó unas monedas de oro de su bolsillo para dárselas a Rose.

—Tres meses. Eso es lo mínimo que acordamos.

Rose miró las monedas de oro titilando en sus manos. Luego miró a George.

—Éste es todo tu oro.

—No. Tengo mucho más —contestó, a sabiendas de que ella no lo creería.

—Tan pronto como encuentre un trabajo, te devolveré el dinero del hotel.

—No te lo permitiré.

—Entonces no me hospedaré aquí.

Había tomado una decisión, y George presentía que no la cambiaría.

—Ojalá mi madre hubiera tenido un poco de tu terquedad. Habría sido una mujer mucho más feliz.

—No creo que a tu padre le hubiera agradado mucho.

—Por mí él puede irse al infierno. Es más, estoy seguro de que ya está allí.

George trató de dominar una rabia que nada tenía que ver con su padre. Tenía que ver con él, con Jeff y con las circunstancias; y con tener que despedirse de Rose.

—¿Me harás saber si necesitas algo?

—Sí.

—¿Me lo prometes?

Ella asintió con la cabeza.

Él le estrechó la mano. Sólo su férrea voluntad le impidió tomarla entre sus brazos y besarla allí mismo.

Luego, sin decir una palabra, dio media vuelta y se fue.

Sin embargo, no podía volver la espalda y olvidarse de Rose. Era injusto pedirle que lo intentara. Cada fibra de su ser protestaba a gritos. Parecía siniestramente cruel que, después de haber jurado no casarse nunca, estuviera predestinado a conocer a la única mujer que podría hacerle desear romper esa promesa.

Decidió regresar al hotel. Pero tan pronto como quiso dar el primer paso para seguir a Rose, abrir su boca para llamarla, le vinieron a la mente horripilantes imágenes de su pasado. Si la seguía, si la llamaba, ¿estaría destinado a representar de nuevo esas mismas escenas, pero haciendo de protagonista?

No podía dar ese paso.

Ella merecía encontrar un hombre que pudiera amarla y darle la familia que tanto quería. Merecía un esposo que llegara a ella libre de trabas, no un hombre incapacitado y burlado por semejantes antecedentes.

George creyó que jamás volvería a sentirse tan apesadumbrado como el día en que Lee se entregó a Grant.

En este momento se sentía aún peor.

George estaba en la caballeriza cuando Sal lo encontró.

—¿Has visto a Rose? —le preguntó Sal.

—No. ¿Sucede algo?

—Esto no te va a gustar.

—¡Desembucha! Los problemas no se solucionan quedándose callado.

—Dottie no quiere volver a darle trabajo.

—Temía que no lo hiciera.

—Y nadie quiere alquilarle una habitación.

—¿Por qué?

—Esta es la parte que no te va a gustar. Parece que una mujer llamada Peaches anda diciendo que Rose no habría regresado tan pronto si no se hubiera comportado de forma indecorosa. Insinúa que no pudo hacer nada bueno para que le pagaran con monedas de oro.

George sintió que una rabia incontenible le desbordaba. Se dirigió al hotel apresuradamente. No sabía lo qué haría, pero no permitiría que maltrataran a Rose. Y menos alguien de aquella ciudad.

Lo que más le enfurecía era pensar que por culpa del odio de Jeff y su propio egoísmo la había puesto en una situación peor que cuando la conoció. Recordó la amabilidad de Rose, su dulzura, el afecto que prodigaba a los que la trataban con gentileza. Había luchado para salvar el distanciamiento y la incomprensión de aquella ciudad y siempre había sido rechazada. Se ponía furioso sólo de pensarlo. Cuando llegó frente al hotel, tenía un humor de perros.

Vio a Peaches McCloud al otro lado de la calle, frente a la tienda de Confecciones Taylor. Sin mirar a derecha ni izquierda, sin oír los gritos de los conductores y jinetes que tuvieron que detener sus caballos de un tirón para no atropellado, se arrojó a la calle y se dirigió resueltamente hacia ella.

—Señora —dijo, interrumpiendo la conversación de Peaches con una matrona de una estatura tan imponente como la de ella—. Nunca en mi vida he golpeado a una mujer, pero si vuelve a decir una palabra en contra de la señorita Thornton, la azotaré con mi correa aquí mismo, en plena calle.

Peaches y su amiga le miraron boquiabiertas, como si hubiera perdido el juicio.

—No es asunto suyo lo que ella haga o deje de hacer, pero si esto ayuda a tranquilizar la conciencia de este pueblo, puede acudir al vestíbulo del hotel a las nueve en punto do la noche. Verá a Rose casarse conmigo.

George dio media vuelta, dejando boquiabiertas a las personas que lo escuchaban, incluyendo a Sal.

«Lo hiciste de nuevo. Has permitido que la actitud de esta maldita ciudad te empuje a hacer algo que no tenías ninguna intención de hacer».

George se dirigió al Bon Ton. Acababa de echar por tierra todos sus planes de futuro. Docenas de preguntas sin contestar le daban vueltas en la cabeza. No tenía la más mínima idea de qué le iba a decir a sus hermanos. Sin embargo, aunque maldecía este impulso insensato, aunque la locura que había hecho le había dejado temblando, estaba totalmente feliz.

Era como si le hubieran quitado un peso de encima. Había en él un regocijo que nunca antes había experimentado, una sensación de liberación indescriptible. Aunque había actuado sin pensar siquiera por un instante, se sentía más contento de lo que había estado en mucho tiempo.

Tenía que encontrar a Rose pronto.

—Si otra persona le cuenta esto, nunca creerá que lo he dicho en serio —le explicó a Sal, quien prácticamente tenía que correr para poder seguirlo.

—Esa tal Peaches parecía estar muy convencida.

George hizo una revelación que esperaba llegara a oídos de la aludida.

—Claro que si Dottie le hubiera dado el trabajo…

Entró en el Bon Ton sin terminar la frase.

Varios hombres se encontraban cenando, pero Dottie no aparecía por ninguna parte.

George fue a la cocina y se quedó horrorizado. No lograba imaginar cómo Rose había podido trabajar allí tanto tiempo. La grasa ennegrecía las paredes y todas las demás superficies de aquel recinto, incluyendo a Dottie.

—No le voy a dar trabajo, así que no intente obligarme a hacerlo —declaró Dottie, mientras iba y venía entre pilas de platos sucios.

—No la dejaría trabajar en este mugriento agujero ni una hora —dijo George—. ¿Dónde está ella?

—Fue a buscar una habitación.

—¿Dónde?

—En casa de la viuda Jenkins. Al salir de aquí, vaya a la izquierda. Luego coja la calle del Nogal hasta llegar al final de la ciudad. Es la casa de troncos que está en la pradera.

George no tuvo que preguntar la dirección de nuevo. Al doblar la esquina, estuvo a punto de tropezarse con Rose.

—Ven conmigo —le pidió, sin darle explicación alguna.

—¿Qué pasa? —preguntó Rose.

George se limitó a decir:

—Te lo explicaré cuando lleguemos al hotel.

Aunque estaba alterada porque le habían negado un trabajo y un lugar donde hospedarse, no estaba tan aturdida como para no notar las miradas de los transeúntes. La expresión severa del rostro de George hacía que algunos sonrieran con suficiencia y que otros miraran con ostensible curiosidad. Rehusando darles la satisfacción de pensar que había caído en desgracia, Rose caminaba con toda la calma y seguridad que podía.

Estaba contenta de verlo. Irónicamente, pensaba que él podría solucionarlo todo.

Nadie se atrevió a dirigirse a George. Su expresión era tan feroz que hasta el recepcionista del hotel se tragó su habitual saludo.

Rose se quedó desconcertada cuando George entró en su habitación, pero todavía más cuando vio a Sal detrás pisándole los talones.

—Sé que dicho así puede sonar extraño —empezó a decir George en el momento en que cerraron la puerta—, pero quiero que te cases conmigo esta noche a las nueve.

Rose palideció. Cogió una silla y se dejó caer en ella.

—¿Sabes lo que estás diciendo? —su voz sonaba tranquila, pero se sentía como si estuviera a punto de explotar.

—Claro que lo sé. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.

¿Qué le estaba pasando? George acababa de pronunciar las palabras más preciosas del mundo para ella, y todo lo que podía hacer era desplomarse en una silla con la boca abierta. Algo no andaba bien. Ahora que se le había pasado un poco la rabia, podía notar que George estaba completamente tenso. Hablaba como si estuviera recitando palabras aprendidas de memoria. Incluso Sal parecía petrificado, como si un palo de bambú oculto en sus pantalones lo es tuviera sosteniendo.

Tenía que pensar. Inspiró profundamente tratando de aplacar los vertiginosos latidos de su corazón.

—Siéntate, George. Tú también, Sal. Ahora cuéntame de qué va todo esto. No puedes haber cambiado de opinión tan rápido.

—Pues así es. Llevo pensándolo todo el viaje.

El díscolo corazón de Rose latía alocadamente en su pecho. Respiraba con dificultad, se le nublaba la vista, pero luchaba por contener su exaltación.

George nunca cambiaba de opinión.

—George, me encantaría pensar que mi fascinante sonrisa o mi exquisito sentido del humor, o incluso mi comida o la manera como lavo tus camisas, han hecho que vengas a rogarme que me case contigo, pero te conozco. No haces nada sin una razón.

—Ya te lo he dicho. Me di cuenta de que quería casarme contigo.

Rose sentía que la esperanza empezaba a crecer en su corazón. No sabía cuánto tiempo podría contenerla.

—¿Por qué está Sal aquí?

—No entiendo.

—Si sólo querías decirme que te habías dado cuenta de que querías casarte conmigo, no me habrías obligado a caminar por las calles como si me llevaras a la fuerza. Y Sal no habría venido contigo.

—Se me ocurrió de repente. Supongo que el hecho de no perderte, de saber que a lo mejor no te volvería a ver, me hizo comprender muchas cosas —George cogió una silla, se sentó frente a Rose y tomó sus manos entre las suyas—. Ya te estaba echando de menos. No sé por qué no lo había comprendido antes, pero es así. Quiero que te cases conmigo. Todo está arreglado.

Otra nota discordante. George nunca habría organizado un matrimonio. Los hombres no hacían ese tipo de cosas. Rose sintió que sus ilusiones empezaban a desvanecerse. Cualquiera que fuera la explicación, Rose estaba segura de que no tenía nada que ver con el amor. Se soltó de las manos de George.

—¿Ha sucedido algo?, ¿no es así? Será mejor que me lo digas, porque no pienso acceder a nada hasta que lo hagas.

—Es mejor que se lo digas —aconsejó Sal.

George lo miró. Se le notaba a la legua que estaba molesto porque le hubiera delatado.

—Recuérdame estar presente cuando le propongas matrimonio a alguien.

Sal se sintió reprendido.

—No quería decírtelo porque en realidad no tiene nada que ver con mi decisión, salvo porque me indigné tanto que decidí casarme contigo. Fue en ese instante cuando comprendí que de verdad quería casarme contigo, que lo había querido todo el tiempo sin darme cuenta.

—Dime qué sucedió.

Rose sintió que empezaba a perder el control de nuevo. Necesitaba oír la verdad sin más tardanza.

—Sal se enteró de que Dottie no te dio trabajo y que nadie quería alquilarte una habitación.

—Es cierto —convino Rose.

—Pues bien, me enfureció que la gente estuviera diciendo cosas deshonrosas de ti.

—¿Qué cosas?

—No sé —mintió George—, pero no era nada bueno o de lo contrario estarían contentos de que regresara. Fue entonces cuando perdí los estribos y decidí darles una lección a todos casándome contigo. Casi inmediatamente comprendí que no estaba interesado en darle una lección a nadie. Quería casarme contigo.

—¿Dice la verdad? —preguntó Rose, volviéndose hacia Sal.

—Dios es testigo —juró Sal. Parecía dispuesto a jurar cualquier cosa que Rose quisiera.

—¿Estás seguro? —preguntó Rose, volviéndose de nuevo hacia George—. ¿Estás completa y definitivamente seguro?

—Si no supiera lo que sé, juraría que no quieres casarte conmigo.

—Sí quiero —exclamó Rose, sintiendo las llamas de la felicidad crecer en su corazón—, pero nunca pensé que me lo pedirías. Durante semanas me he estado preparando para el día en que tendrías que marcharte y nunca te volviera a ver.

—Entonces alegrémonos de que haya despertado a tiempo.

George la besó. Pero el beso no tenía el ardor de los anteriores. Se imaginó por qué.

—Supongo que querrás hacer algunas compras. No sé mucho de estas cosas, pero entiendo que las mujeres deben tener un traje de novia.

—Sí —contestó Rose, pensando más en el fingido entusiasmo de George que en las horas que pasaría haciendo compras.

—Toma éste dinero…

—Tengo de sobra.

—¿Estás segura?

—Me diste más que suficiente cuando me pagaste.

—De acuerdo. Tengo algunas cosas que hacer, como pedir la licencia. No tardes demasiado.

—No lo haré —le aseguró Rose.

Después de que la puerta se cerrara tras ellos, Rose se dejó caer de nuevo en la silla. No se engañaba. Quería creer que el sueño se había vuelto realidad, que su caballero finalmente había acudido en su auxilio, que vivirían felices por siempre jamás, pero estaba claro que no sería así. George no la amaba. En ningún momento pronunció esa palabra.

No podía entender por qué no estaba angustiada, si su mundo acababa de derrumbársele encima.

Para ser sinceros, ella no tenía un mundo que pudiera derrumbarse. George no la amaba, ni fingía hacerlo. Su interés por ella era una mezcla de gratitud, afecto, lujuria y protección. Cada uno de estos sentimientos era bueno en sí mismo, pero todos estaban lejos de llegar a ser amor.

No había perdido nada al aceptar casarse con él.

Sí, sí había perdido algo. Había perdido la fantasía de cuento de hadas, el sueño que la transportaría a un reino mágico donde todo sería maravilloso. La ilusión de que ese mundo pudiera existir.

Ahora sabía que no.

De modo que tenía dos opciones. Podía casarse con un hombre que no la amaba, o arriesgarse a quedarse en Austin. Pensó en el dinero que tenía en el bolsillo. Podría ir a San Antonio o a Brownsville. Era una mujer guapa. Seguramente lograría atraer la atención de algún hombre honesto, un hombre de principios al que pudiera aprender a querer y respetar.

¡Querer y respetar! ¿Se había alejado tanto de sus sueños? ¿No había ninguna oportunidad de que encontrara alguien a quien amar?

Aun si encontraba a ese hombre, ¿qué pensaría cuando se enterara de que su padre había combatido por la Unión? Porque se enteraría. Alguien se lo diría.

Sintió que se le oprimía el corazón. Sabía que nunca podría quitarse la etiqueta de yanqui. Si se iba al norte, sería una rebelde. Si se quedaba en Tejas, era una yanqui. Si encontraba a un hombre que se casara con ella, él y su familia siempre la menospreciarían. Tal vez incluso sus propios hijos llegarían a repudiarla y eso no lo soportaría.

¿No sería mejor casarse con George? Él la respetaba. Ella lo amaba. ¿No era eso mejor que casarse con alguien por quien no sentía nada?

Quizás lo mejor sería no casarse en absoluto.

Pero quería casarse con George. Sentía que el corazón le latía más rápido cuando pensaba en ello.

Rose quiso gritar de rabia. ¿Por qué debía verse obligada a escoger entre dos clases de infierno? ¿Por qué no podía tener la oportunidad de vivir su sueño?

Se instó a calmarse. Gritar no solucionaría nada. Tampoco quejarse de la suerte que le había tocado vivir. Tenía que tomar una decisión.

George le había propuesto matrimonio. Jamás sabría qué le había inducido a ello, pero sin duda lo hacía para protegerla. Si tenía la intención de rechazarlo, al menos debut tener la gentileza de comunicárselo enseguida, antes de que quedara en ridículo a los ojos de la gente.

Sólo de pensarlo le dieron ganas de llorar. Él siempre estaba metiéndose en líos por su culpa. La había contratado para protegerla. Y ahora le había propuesto matrimonio por la misma razón. ¿Qué podría hacer por él a cambio?

Podía protegerlo.

No sólo de los funcionarios de la Reconstrucción, también de sus hermanos. Inconscientemente, se aprovecharían de él toda la vida si alguien no los detenía. Especialmente Jeff.

Y también podía protegerlo de sí mismo.

Éste sería un intercambio justo. Pragmático, lógico, frío y racional.

Contuvo un sollozo de dolor. Quiso echarse al suelo, gritar que quería que la amaran y la valoraran, ser el centro del universo; pero sería una pérdida de tiempo.

Él la admiraba. La quería. Ella le gustaba. Eso debía ser suficiente.

Tendría que serlo. Era todo lo que tenía. Pero cuando se dispuso a salir, cuando miró su rostro en el espejo para cerciorarse de que sus ojos no mostraran ninguna señal de llanto, se dio cuenta de que no había abandonado la esperanza de que George llegara a amarla.

Su esperanza nunca moriría. A pesar de los obstáculos, a pesar de cuan imposible pareciera aquel amor, mientras estuviera viva, seguiría esperando.

Mientras pudiera estar cerca de George, había una posibilidad de que sus sueños se hicieran realidad.

En el momento en que la puerta se cerró tras de sí, la expresión de felicidad de George se transformó en indignación.

Lo que acababa de hacer le exasperaba.

Durante años había tenido claro por qué debía permanecer soltero. No era una decisión tomada a la ligera. Nada había cambiado; sin embargo, le había pedido a Rose que se casara con él, a sabiendas del peligro a la que le exponía. Y ahora estaba a punto de fallarle a Rose, la única mujer a la que no quería hacer daño.

¿Cómo pudo pedirle que se casara con él, aunque su intención fuera protegerla? Si realmente la quisiera, movería cielo y tierra para impedir que desperdiciara su vida con alguien como él.

Por mucho que la necesitara y disfrutara de su compañía, por mucho que le gustara y admirara, por más deslumbrante que le pareciera su belleza y que deseara su cuerpo, no la amaba. No había ninguna excusa para lo que acababa de hacer. Si hubiera sido más inteligente, habría encontrado otra manera de afrontar la situación.

Debía regresar a la habitación en aquel mismo instante y confesarle todo, pero sabía que no podría. Lo que era aún peor, no quería. La maldad que albergaba en su corazón no se lo permitía. Por su propio placer, se aprovecharía de su debilidad y del amor que ella sentía por él para deshonrarla.

La quería para él. La necesitaba. No importaba si era debilidad o perversidad. Ella tenía que ser suya.

Se odió a sí mismo.

Todavía le dolían las miradas llenas de odio, los insultos cargados de ira, los desprecios. Un desdén que parecía haber empeorado desde que corrió la noticia de que iba a casarse.

Rose intentaba por todos los medios no recordar las ofensas y tristeza del pasado. Pero no era fácil, pues las mujeres de Austin se empeñaban en demostrarle que, aunque estuviera a punto de casarse, nunca sería acogida entre ellas.

Los hombres no parecían ser tan inflexibles. Algunos le guiñaban el ojo, pero la mayoría respetaban a George y no querían ofenderlo insultando a la mujer con la que estaba a punto de casarse. Y menos el día de su boda.

Era poco gratificante saber que, aunque finalmente había ganado la estima de los hombres, el mérito era más de George que suyo.

Indignada ante aquella situación, decidió ofrecer a la gente de Austin una boda inolvidable. O al menos una novia inolvidable. Gastaría hasta el último céntimo que tenía en el bolsillo si era necesario, gastaría el dinero que había ahorrado para marcharse de la ciudad y el dinero con que George le pagó, pero sería la novia más espectacular que ellos jamás hubieran visto.

Rose se dirigió resueltamente al Emporio de Dobie, el almacén de ropa de mujer más grande y caro de Austin. Hasta entonces sólo se había limitado a mirar los artículos que lucían sus escaparates. Aquel día tendría el placer de ver todo el surtido de ropa de la tienda. Y tenía intención de examinar cada prenda antes de decidir cómo gastar su dinero. Esta podía ser la inversión más importante de su vida. No quería cometer ningún error.

Una vez allí, Rose tuvo dificultades para concentrarse. Las hileras de mercancía parecían extenderse hasta el infinito. Había de todo: desde zapatos, abrigos, vestidos y ropa interior fina, hasta artículos de decoración. Podían encontrarse artículos frívolos como piedras brillantes, plumas y flores de plástico. Y también cosas estrafalarias, como una rama artificial con un pajarito asomando del nido que, al parecer, servía como adorno de sombrero. Rose concluyó que se necesitaba tener una estatura más imponente que la suya para poder lucir semejante arreglo.

Estuvo paseando de un lado a otro de los pasillos durante casi una hora, examinando cada prenda, tocando las telas para evaluar el peso y la resistencia de los tejidos, volviéndolas del revés para revisar el acabado, sopesando los méritos de los diferentes productos que le interesaban, revisando una y otra vez en su cabeza el número y el precio de los artículos que necesitaba para lo que se proponía hacer.

Disfrutó de la agradable sensación de saber que tenía cincuenta y cuatro dólares para gastar en cualquier cosa que quisiera. Apenas era consciente de las miradas y los cuchicheos de las demás mujeres que se encontraban en la tienda. Poder comprar exactamente lo que quería era un placer demasiado grande para dejar que las miradas curiosas o reprobadoras lo arruinaran.

Estaba en su propio mundo.

Cómo le hubiera gustado comentar sus compras con otra mujer, con alguien como la señora Dobie, la dueña del establecimiento; pero podía adivinar, por su boca fruncida y su frente arrugada, que esa dama no compartía su entusiasmo. Probablemente pensaba, al igual que la mayoría de matronas de la ciudad, que a las mujeres como Rose debía impedírseles mezclarse con gente de más clase.

Después de todo, sólo había una manera de que una mujer como ella atrapara a un hombre tan respetable como George Randolph. ¿Pero qué podía esperarse? Cualquier tonto hubiera podido adivinar que Rose haría todo lo que estuviera a su alcance para atraparlo en sus garras cuando estuvieran a solas. ¿Por qué no? El hombre tenía su propio rancho y oro, el cual, al parecer, estaba dispuesto a gastar en esa desvergonzada.

Al menos esto es lo que Rose percibió en la expresión de la señora Dobie. Su boca fruncida no pronunció una sola palabra.

Rose cogió una suave blusa de algodón adornada con una cinta rosa, otras dos con ribetes azules y verdes, un par de botines con tacones de cinco centímetros, un vestido de domingo, un sombrero de ala ancha forrado de gasa y dos camisones, los más bonitos de toda la tienda. También escogió unas primorosas zapatillas blancas, un metro de cinta amarilla y dos ramos de flores artificiales.

Llevó sus compras a la parte delantera de la tienda.

La señora Dobie frunció aún más el ceño cuando Rose puso los artículos que había escogido sobre el mostrador. Arrugó tanto su boca que parecía que acabara de chupar un limón.

—Veo que estás gastando el dinero del señor Randolph aun antes de que se haya casado contigo —opinó—. ¿Qué pasará si se echa atrás?

—Este es mi dinero —aclaró Rose con serena dignidad—. Si se echa para atrás, no habré hecho más que comprar cosas que necesito.

—No necesitarás todos estos camisones —señaló la señora Dobie, con un brillo de maldad en los ojos—. Las chicas virtuosas no andan desfilando por ahí vestidas con prendas como éstas, ni siquiera después de casadas.

—No pienso andar desfilando por ahí.

—¿Crees que así conseguirás que te sea fiel?

Rose había tratado de ser respetuosa, obligándose a recordar que había sido educada para ser una dama, y que su padre siempre le advertía que no dejara que la gente la rebajara a su nivel. Sin embargo había llegado el momento de poner las cosas en su sitio. De hacerles ver lo que le habían hecho durante aquellos años.

—Las damas de Austin me han demostrado que no es necesario hacer que un esposo sea fiel para conservarlo —respondió Rose.

La señora Dobie se sonrojó tanto que Rose apenas pudo contener la risa. Se sintió culpable por devolverle el desprecio, pero no tanto como para no disfrutarlo.

—Si las mujeres como tú no sedujeran a los hombres decentes…

—No he seducido a un hombre en toda mi vida, casado o no —declaró Rose, demasiado enfadada para que le importara si la gente la oía—. Lo único que he pretendido es que me dejaran vivir en paz. Son ustedes las que no me han dado otra salida que marcharme. Pues bien, me marché. Dijeron que debía casarme y es lo que voy a hacer. Deberían alegrarse.

—Sin duda todas las mujeres decentes de Austin dormirán mejor sabiendo que te casas y te vas de aquí —intervino Hetty LeBlanc, acercándose a Rose.

—Duerman como duerman, el hecho es que usted se irá a la cama sola —replicó bruscamente Rose—. Horace se buscará unas nuevas faldas que perseguir.

Haciendo caso omiso del rubor en la cara de Hetty o de la feroz desaprobación de la señora Dobie, Rose siguió haciendo sus compras.

—Quiero un poco de agua de rosas… no, la botella grande… y tres pastillas de ese jabón con perfume de violetas. Y quiero el vestido que lleva el maniquí.

Las mujeres ya estaban escandalizadas por sus pródigas y lujosas compras, pero cuando mencionó el vestido se quedaron atónitas.

—¿Te refieres al vestido blanco? —preguntó la señora Dobie.

—¡Cuesta quince dólares! —exclamó Hetty LeBlanc.

—Ya lo sé.

—¿Para qué quieres un vestido como ese en un rancho de vacas? —preguntó Hetty—. Lo echarás a perder la primera vez que lo uses.

Rose tiró el dinero en el mostrador como si todos los días gastara cincuenta y cuatro dólares.

—Me tiene sin cuidado. George prometió comprarme ropa nueva todos los años y darme dinero para que lo gaste como me plazca.

Ni la señora Dobie ni Hetty supieron qué contestar No era costumbre en Tejas que los hombres dieran dinero a sus esposas para gastárselo en sus cosas. En cuanto a comprar ropa, bueno, lo más probable era que les dijeran que la hicieran ellas mismas.

Rose no se molestó en decirles que era lo que correspondía a su trabajo. George no le había hecho ninguna promesa como su futura esposa.

—Envuelva todo muy bien —le ordenó Rose a la señora Dobie—. Tendrá que resistir un viaje muy largo.

—¿Y el vestido blanco?

Aún no se lo habían quitado al maniquí.

—Lo llevaré conmigo. Envuélvalo en papel.

Mientras la señora Dobie se ocupaba de envolver sus compras, Rose seguía mirando los artículos de la tienda, actuando como si quisiera comprar algo más. Con el rabillo del ojo vio a la señora Dobie quitarle el vestido al maniquí.

—Dóblelo con mucho cuidado. No quiero que se arrugue.

La señora Dobie puso cara de asco, pero fue muy cuidadosa con el vestido.

—Haga llegar el paquete al Hotel Bullock —ordenó Rose cuando recibió el cambio—. Estoy alojada en la habitación número siete.

—¡Desvergonzada! —exclamó Hetty aun antes de que la puerta se cerrara tras Rose.

Rose no pudo contener una sonrisa de satisfacción mientras caminaba de regreso al hotel. Y no tenía nada que ver con el momentáneo placer de poder devolver una mínima parte de la crueldad que le habían prodigado durante tanto tiempo. Había decidido que el vestido blanco sería la primera arremetida en su campaña para lograr conquistar a su esposo. George Washington Randolph probablemente no se daría cuenta, pero Rose tenía la intención de invadir cada rincón de su corazón y de su cabeza. Incluyendo los oscuros secretos que él aún mantenía ocultos en lo más profundo de su ser.

George no se había detenido a pensar en quién podría asistir a la boda, pero si lo hubiera hecho, jamás habría esperado ver tanta gente apiñada en el vestíbulo del hotel. Ni siquiera en el Bullock había espacio para todos los que se acercaban. Era como si toda la ciudad intentara meterse allí dentro. Incluso algunas mujeres forcejeaban sin disimulo para poder situarse en los primeros sitios, a pesar de que llegaron cuando todos los rincones del salón estaban llenos.

Dottie se sentó en primera fila.

—He venido a asegurarme de que se casa como Dios manda —le anunció Dottie a todos los presentes—. Él pidió su mano, y he venido a cerciorarme de que sea suya.

Las demás mujeres mostraban la misma determinación, pero George no pudo saber con qué fin. Como un ángel vengador, Peaches McCloud se encontraba en el centro de aquel grupo. George desconocía qué oscuro motivo la había impelido a asistir —la viuda Hanks y Berthilda Huber también estaban allí—, a menos que quisieran estar presentes en el caso improbable de que George cambiara de opinión en el último minuto.

La atmósfera del recinto estaba tan cargada que George se empezó a preguntar si la distancia que separaba Austin de su rancho sería suficiente para recobrarse.

—¡Ya llega! —gritó alguien.

Los asistentes se quitaron de en medio a empellones para abrirle paso a Rose. George no había vuelto a verla desde que fue a hacer sus compras.

La transformación le dejó sin habla.

No quedaba nada de la mujer abatida y agotada del día anterior. El vestido blanco se había convertido en su traje de novia, las primorosas zapatillas en sus zapatos de boda La cinta amarilla había sido trenzada para formar una redecilla que sujetaba su larga cabellera, haciéndola caer en cascada sobre su espalda. Llevaba los ramos de flores artificiales en su pelo. Pero lo más impactante era la sonrisa que se dibujaba en su cara y en sus enormes ojos castaños.

Era la viva imagen de una novia.

Una novia que él veía por primera vez.

Creyó que se casaría con la mujer que había hecho que tuviera un hogar agradable, amable y atenta con su familia, que trabajaba sin quejarse, alguien fuerte y digno de confianza: la clase de mujer que un hombre necesitaba, pero que rara vez encontraba.

La Rose que bajaba las escaleras era la clase de mujer con la que todo hombre soñaba casarse.

Estaba tan radiante que no podía describirla con palabras. Su resplandor tenía la gracia innata que siempre había asociado a la belleza sureña. La elegancia que había percibido en ella se veía acrecentada por la sencillez de su ropa y la austeridad del color blanco. Su sonrisa era la de una mujer que sabe más de lo que expresa.

Ver a Rose bajar las escaleras con gracia angelical hizo que George se sintiera como un verdadero novio. Temió no ser digno de aquella extraordinaria criatura, hacer algo que arruinara la ceremonia, y estaba ansioso por que todo aquello acabara.

Rose causó entre los espectadores la misma sensación. Un murmullo de comentarios, de susurros en voz alta, persistió aun después de que el pastor pronunciara las primeras palabras de la ceremonia. Pero George ya no oía nada. Sólo escuchaba el sermón del párroco.

¿Por qué nunca había leído los votos matrimoniales? ¿Por qué había pensado que podría casarse sin que nada cambiara? Acababa de prometer que amaría, respetaría y protegería a esa mujer; que la honraría con su cuerpo, así como con su mente y su alma.

George apartó de su mente esos pensamientos. El pastor le estaba hablando.

—¿Tiene usted un anillo? —repitió.

No se le había ocurrido que necesitara un anillo, ni para él ni para Rose. Tampoco pensó en comprar un traje para la boda. Tenía puesta la misma ropa que había llevado todo el día. Se sintió profundamente avergonzado.

Se arrancó del dedo un anillo que había heredado de su familia.

—Use éste —le dijo al pastor, entregándoselo.

De algún modo, el acto de darle su anillo al pastor, más que sus palabras, le hizo entender el carácter definitivo del matrimonio.

Se había casado con Rose.

Acababa de pronunciar un voto que no podría cumplir.