12

Hace una noche agradable —comentó Sal.

Rose estaba sentada en la cerca. Sal, de pie, miraba la bóveda celeste tachonada de estrellas. Habían permanecido en silencio hasta que los ecos de la discusión que tenía lugar dentro de la casa bajaron de improviso, convirtiéndose en un murmullo apenas audible.

—Así es —asintió ella, tratando de concentrarse en conversar con Sal, en lugar de intentar darle sentido a los fragmentos de frases que se escapaban por la ventana de la cocina—. Antes de venir aquí, nunca había vivido fuera de una ciudad. Temía echar de menos la gente, las tiendas y el bullicio.

—¿Y no ha sido así?

—No era feliz en Austin. Muy mal tendrían que irme las cosas para que decidiera regresar.

—¿Es que están mal? Creí que todos se doblegaban ante sus órdenes.

Rose se rio con ganas, descubriendo tanto la gracia como la sorpresa que le producía el comentario.

—Tiene que observar mejor. Me tratan con amabilidad, especialmente cuando olvido cuál es el lugar que me corresponde y empiezo a dar órdenes, pero soy una extraña en esta familia. Siempre lo seré.

—Al menos George la tiene en alta estima.

Rose no tenía la más mínima intención de explicar cómo estaban las cosas —o cómo no estaban— entre George y ella. Pero antes de que pudiera pensar en una respuesta para desarmar la curiosidad de Sal, la puerta de la cocina se abrió de golpe. Se volvieron hacia la casa a tiempo de ver a Jeff salir a grandes zancadas para luego desaparecer en la oscuridad.

—Supongo que eso significa que seguirá preparando el desayuno por algún tiempo —vaticinó Sal, volviéndose de nuevo hacia Rose—. Imagino que George vendrá a comunicar el veredicto de un momento a otro.

George no tuvo oportunidad de hacerlo. Zac salió corriendo de la casa, prácticamente pisándole los talones a Jeff.

—¡Te quedas con nosotros! —gritó, lanzándose en brazos de Rose—. Jeff está tan furioso como un toro castrado. ¿No te alegras?

Rose abrazó a Zac con todas sus fuerzas.

—Me alegra que quieras que me quede, pero siento que Jeff esté disgustado.

—Jeff no importa —afirmó Zac—. No mientras George te quiera para que te quedes.

Incapaz de pensar en una respuesta sensata, Rose decidió ignorar el comentario de Zac y su mala gramática. Tampoco quería darle demasiada importancia al apoyo de George. Bastantes problemas le había causado ya.

—Será mejor que empiece a lavar los platos —afirmó, poniéndose de pie. Cogió a Zac de la mano y se dirigió a la casa.

—Me tengo que ir a la cama —anunció Zac cuando entraron en la casa. Remilgadamente se soltó de la mano de Rose y dio la vuelta hacia el dormitorio de los hombres—. Hen dijo que me contaría un cuento si prometía no fastidiarlo demasiado mañana.

Rose dudaba si Zac corría para que le contaran un cuento o huía de los platos. Pero la pregunta no ocupó su mente por mucho tiempo. George estaba quitando la mesa cuando ella entró en la cocina.

—No tienes por qué hacer eso —señaló, apresurándose a quitarle los platos.

—Si no te hubiéramos sacado de aquí, ya hace mucho tiempo que habrías terminado.

—No tardaré mucho.

—Te ayudaré.

—De acuerdo —asintió Rose. La emoción que le embargaba le revolvía el estómago. George no la había ayudado desde aquella primera noche en que ella arrojó la cena al suelo.

—Supongo que Zac ya te ha dado la noticia.

—¿Está Jeff enfadado? Pasó junto a mí como un viento del norte.

—Ya se le pasará.

—Tal vez no deba quedarme —insistió sin saber porqué.

—En realidad no está enfadado contigo —aclaró George mientras colocaba los platos sucios en la tina que Rose había puesto a calentar en la cocina—. Es sólo que no puede olvidar lo que los soldados de la Unión le hicieron.

Rose sintió que la desesperanza se cernía sobre ella.

—Sucederá lo mismo que en Austin. Al principio la gente dirigió su odió hacia otras cosas, pero después terminaron odiándome a mí.

—Nadie te odiará. No lo permitiré.

Rose sintió que parte de su preocupación se desvanecía. Qué incrédulo era. ¿Acaso no sabía que no se podían controlar los sentimientos de los demás? Pero no cabía duda de que la protegería.

—Tampoco debes preocuparte por Tyler. No le caes mal.

—De todos modos no me siento a gusto.

—No te lo tomes así. Los demás queremos que sigas aquí. Monty no puede elogiar más tu comida, y Hen te admira.

—Pensé que la única mujer a la que admiraba era tu madre —comentó Rose sorprendida.

La sonrisa abandonó el rostro de George.

—Perdóname si he hablado de más, pero nunca sé cuándo está bien mencionar a tu madre. A veces ni siquiera pareces darte cuenta. Otras veces te pones tan tieso como el cuero seco. Ni siquiera me dijiste que ése era su cuarto —dijo Rose, señalando con la cabeza la puerta que seguía oculta detrás de los abrigos—. Me enteré de casualidad.

—Supongo que ya es hora de que te hable de mi madre.

Pero George no parecía muy decidido. Se quedó inmóvil, como si los recuerdos le hubieran hecho retroceder en el tiempo. Rose tuvo que quitarle los platos de las manos.

—Mamá era bella y dulce. Provenía de una antigua y honorable familia, pero de poco dinero. Se enamoró de mi padre por su atractivo físico y su encanto, dejándose deslumbrar con su inagotable energía y su riqueza. Se casó con él porque lo amaba. Este fue el peor error de su vida.

Ahora que había empezado a hablar pareció relajarse un poco.

—Mi madre le tenía en un pedestal. A pesar de su indecente comportamiento, de la deshonra que trajo a la familia o de la miseria en que nos dejó por culpa del juego, nunca dejó de amarlo o de intentar que nosotros lo amáramos tanto como ella.

Hizo una pausa.

—Tras un sonado escándalo, algunos parientes cercanos y amigos más íntimos le compraron este rancho para apartarlo de sus vicios. Sin embargo, siempre supo que no tardaría en encontrar una manera de regresar. Y lo hizo. La guerra empezó poco después de llegar aquí. Le faltó tiempo para alistarse. Era la única cosa cuya violencia igualaba la suya.

Hizo otra pausa. Las líneas de expresión de su rostro se endurecieron.

—Mi madre andaba delicada de salud y Zac aún era un bebé. Los chicos eran demasiado pequeños para ocuparse de un rancho, pero nada de esto le importó. Hen cuenta que no volvieron a tener noticias suyas. Puedes imaginar lo que eso significó para mamá. Murió un año después.

Rose imaginó la lucha de George por perdonarle. Para él la responsabilidad lo era todo.

—Monty se limita a maldecir cuando se menciona a papá, pero creo que Hen lo habría matado si hubiera regresado a casa. Adoraba a mamá.

—Tu madre debió ser una mujer excepcional.

—Nunca quiso venir a Tejas, pensaba que era un país extranjero, pero no tuvo el valor de enfrentarse a papá —George hizo una nueva pausa al recordar algo que no le había dicho a Rose—. No creo que ninguno de nosotros le perdone jamás por lo que le hizo a mamá.

—Sabes que eso es exactamente lo que tienes que hacer, ¿verdad?

—¿Tú podrías?

Rose no podía engañarse. No había perdonado a la gente de Austin por mucho menos.

—No creo.

—Pienso que no me costaría tanto hacerlo si no tuviera que ver las consecuencias de lo que hizo saltándome a la cara todos los días. ¿Has notado esa cicatriz apenas visible que Monty tiene en el cuello? Es la marca de una soga. Dos bandidos lo acababan de colgar cuando Hen los encontró. Monty tenía catorce años. ¡Catorce, por el amor de Dios, y pensó que iba a morir! Hen mató a dos hombres ese día. Para entender cómo les afectó, no tienes más que mirarles a los ojos. Sólo tienen diecisiete años, pero son mucho más maduros que yo.

Rose no dijo nada. No podía.

—Jeff no quería alistarse en el ejército. Tenía miedo de no estar a la altura de las circunstancias, pero papá lo ridiculizó de tal manera que finalmente lo hizo. Perdió su brazo, y ahora se siente menos hombre por ello.

Rose estaba conmovida. Había mirado en lo más profundo del corazón de George y había visto arder su ira. También había visto las cadenas que lo sujetaban. Finalmente entendió, y se sintió más impotente que nunca.

Con un gruñido de exasperación, Rose apartó las mantas y se sentó en el borde de la cama. Estaba agotada, pero no conseguía pegar ojo. Seguía dándole vueltas a todo lo que había pasado esa noche. No pensaba en el padre de George ni en la votación, sino en George. Había cometido el error de preguntarle qué pensaba de que ella se quedara.

—Ya sabes cuánto aprecio el trabajo que estás haciendo —contestó—. Mi admiración no ha cambiado.

¿Por qué demonios tuvo qué preguntar? Le había pedido que guardara las distancias. Entonces, ¿qué quería de él?

Pero en el fondo, sabía exactamente lo que quería.

Necesitaba oírle decir que deseaba que ella se quedara más que nada en el mundo. Necesitaba que reconociera que quedaría desolado si se marchaba, que iría tras ella y la traería de vuelta, arrastrándola si fuera necesario. Quería que confesara que no podía imaginar la vida sin ella, que se había convertido en el sol o la tierra bajo sus pies. Que ella colmaba sus sueños en la noche y sus esperanzas durante el día.

Quería que dijera que la amaba.

Que ensalzará sus ojos, su pelo, sus labios, su piel, su nariz, sus orejas e incluso sus senos. Cualquier cosa, excepto su cocina, lo bien que llevaba la casa o su asombroso conocimiento de la ley de Tejas. Quería que pensara en ella como mujer. Como una mujer atractiva, que le robaba el sueño. Una mujer cuya belleza y encantos se habían convertido en una obsesión para él; cuya cercanía torturaba su cuerpo, su cabeza y su alma. Una mujer que se había colado en su vida de una manera tan absoluta, que él nunca podría sentirse completo hasta poseerla.

Total y completamente.

Quería que sintiera un deseo tan incontenible cuando estuviera cerca de ella, que se viera obligada a cerrar con llave su dormitorio para proteger su virtud. Quería que su pasión por ella venciera completamente su exasperante dominio de sí mismo, que por conquistar su amor estuviera dispuesto a cualquier cosa.

Deseaba que suspirara por ella tanto como ella suspiraba por él, que conociera el dolor del amor rechazado, no recíproco, de la entrega incondicional sin esperar nada a cambio. Que sintiera en sus carnes la frialdad de una mirada de gratitud en vez de una señal de afecto.

Quería que fuera tan miserablemente infeliz como ella.

Durante la semana que siguió, la ira de Jeff afectó el humor de toda la familia. Monty se convirtió en un salvaje, Hen se volvió más taciturno, y Tyler parecía no formar parte de la familia.

El corazón de Rose se compadecía de Zac. El niño sabía que algo andaba mal, pero no entendía qué. Buscaba a sus dos tablas de salvación, George y Rose, para que lo confortaran. Pero Rose no podía entrometerse y George no sabía cómo hacerlo.

Ante esa situación, Rose decidió regresar a Austin.

Era lo más lógico. No había futuro para ella en el rancho. George lo había dejado claro desde el principio. Su actitud durante la última semana lo corroboraba. Ella era lo bastante joven y guapa para hacer que finalmente el deseo venciera su compostura. Pero Rose quería algo más que pura pasión. Quería amor y una familia. George no le daría ninguna de las dos cosas.

Por lo demás, su presencia estaba desgarrando a los Randolph. Toda tranquilidad y bienestar habían desaparecido, dando paso a la tensión, la rabia y la amargura. Lo de menos ya era que fuera una situación injusta, que nadie la quisiera. Simplemente era así.

Le dolía ver el daño que esto le estaba haciendo a George, pese a que Jeff fuera el responsable. Él formaba parte de la familia. Ella no.

Nunca formaría parte de ella. De modo que decidió marcharse. No se lo diría a George. No se sentía con fuerzas para ello.

—Si vas a Austin en estos días, me gustaría ir contigo —le comunicó a George al día siguiente.

Pronunciar aquellas palabras le costó un mundo. Sonaban tan definitivas. Significaban la renuncia a toda esperanza de que George la amara. No se engañaba pensando que su ausencia lograría lo que su presencia no había conseguido.

En cambio ella estaba completamente enamorada. A pesar de su promesa de no casarse con un soldado, lo amaba. Por encima de toda razón su corazón había conseguido imponerse. Había elegido a George y no aceptaría a nadie más. Ni ahora ni nunca.

—¿Se nos ha acabado algo? —preguntó George.

—No.

—Todavía no han pasado tres meses.

—Necesito algunas cosas que no puedo pedirle a nadie que me compre.

—Muy bien, iremos mañana.

Él entonces comprendió. Pudo sentirlo en la penetrante mirada que le lanzó.

—Le pediré a Sal que venga con nosotros. Se ofreció a reclutar algunos vaqueros para que nos echen una mano. Creo que ya ha llegado el momento.

—¿Una mano para qué? —preguntó Jeff.

—No podemos reunir y marcar doscientos novillos sin ayuda. Nos agotaríamos incluso antes de salir camino a Missouri.

—¿Estás seguro de que debemos llevarlos a San Luis? —inquirió Jeff—. Sólo tenemos su palabra de que allí hay un mercado para los novillos.

—Ya está decidido —sostuvo George—. Nos pagarán casi diez veces más que en cualquier otro lugar.

—¿Pero cómo sabes que ella…?

—Los llevaremos a San Luis —repitió bruscamente Monty—. Si no te gusta, no vengas con nosotros. De hecho, desearía que no lo hicieras. Sería un gran alivio no tener que ver tu cara avinagrada.

—Necesito algún voluntario para cocinar mientras estamos ausentes —pidió George, intentando desviar la conversación para evitar la furia de Monty—. ¿Tyler?

—No pienso cocinar para ellos después de todo lo que han dicho.

—Que lo haga Jeff—sugirió Hen—. Él tiene la culpa de que ella se vaya.

—Sabes que no sé cocinar —replicó Jeff enfadado—. ¿Y qué quieres decir con eso de que ella se va por mi culpa?

—No creerás que piensa volver, ¿verdad? —le preguntó a Jeff. La rabia endurecía sus rasgados ojos de ágata. Sobre todo después de portarte como un verdadero cabrón con todos, como si nosotros fuéramos culpables de ese maldito muñón tuyo.

—Hen, ya basta —intervino George.

—¡Por todos los demonios, tiene razón! —estalló Monty. La explosión de cólera de su hermano gemelo destapó el rencor que lo consumía por dentro—. Ya es hora de que alguien le diga lo insoportable que es convivir con él. No hace más que atacar a todo el mundo, se cree mejor que el resto porque tiene algo de educación, y que los demás debemos arrastrarnos ante él de por vida porque perdió un maldito brazo. Es una pena que esa bala no le haya arrancado la cabeza. Entonces, sí hubiera podido ser un verdadero mártir, y no una imitación de pacotilla.

Rose empujó su silla, se levantó y salió corriendo de la cocina. No podía soportar oír una palabra más, ver otro rostro enrabietado, otra mirada colérica. Y menos sabiendo que todo aquello era por su culpa.

Los perros, arrancados de su sueño, empezaron a ladrar. Pero conocían demasiado bien a Rose para que mereciera la pena lanzar más de dos o tres apáticos aullidos. Se echaron de nuevo en el suelo, dejando caer las cabezas sobre sus patas, antes de que ella desapareciera en la penumbra.

Lloró inconsolable, sin dejar de correr sin rumbo hacia la noche. Necesitaba alejarse tanto como fuera posible, Era como si esos sentimientos le hubieran perseguido toda su vida. Independientemente de dónde fuera, le acompañaban.

Parecía como si los engendrara y cargara sus semillas en su interior.

No, no lo aceptaría. Había sido feliz hasta que la guerra arrampló con todas las cosas amables y bellas. La rabia, el odio y la amargura habían llegado con la derrota y con la Reconstrucción posterior. Y a pesar de lo injusto que esto pudiera ser, ella estaba ligada de modo inexorable a esos poderosos sentimientos, tan fuertemente imbuidos de su propia energía que nadie, persona ni gobierno, podía controlarlos. Asolaban ciudades y familias, destruyendo vidas de manera tan gratuita como las pistolas habían acabado con personas y propiedades.

Ya era hora de que dejara de luchar contra ellos. Era hora de que dejara de ser tan tonta para creer que podría vencerlos.

El dolor que sentía en el pecho la obligó a dejar de correr y apoyarse en la cerca del corral. Respiraba con dificultad. El toro, rumiando a la luz de la luna, volvió su cabeza para mirarla con expresión ausente.

Por encima de su irregular respiración, oyó pasos. Era George. Debió suponer que la seguiría. Quería desesperadamente que lo hiciera. Era el único que podía curar las heridas de su alma. Y de su corazón. Sólo sus brazos podían hacerla sentir segura y protegida.

¡Dios santo! ¿Cuándo aprendería? ¡Era una tonta!

Para George lo primero era su familia. Por esa razón había guardado silencio toda la semana. Sólo eso le había impedido reconvenir a Jeff por su comportamiento o decirle que se marchara.

Ese era el único motivo por el que no había cedido a su deseo de estrecharla entre sus brazos y besarla. Y también la razón por la que había aceptado llevarla a Austin, aun sabiendo que no planeaba regresar.

¿Por qué la había seguido ahora? Cualquier cosa que dijera le causaría más dolor.

—¿Te encuentras bien?

Ella no se volvió. No necesitaba hacerlo. Incluso sin mirarle, su voz era reconfortante.

—Estoy bien. Sólo que no quería tener que soportar más peleas.

—Monty siempre…

Rose se volvió hacia él.

—No se trata de Monty ni de Hen, y lo sabes.

—No sé qué hacer con respecto a Jeff.

—No hay nada que puedas hacer. Tiene que hacerle solo. Y no se te ocurra volver a mencionarme lo mal que lo pasó en la guerra, o lo de su brazo…

Estaba demasiado enfadada para elegir las palabras adecuadas, pensar en los sentimientos de él o recordar que no debía criticar.

—Jeff ha usado su brazo como un látigo desde que regresó. Sé que no quieres oírlo, pero así es. Lo usa para que sigas defendiéndolo, para impedirte que te acerques a los gemelos tanto como querrías. Dijiste que tu padre era un hombre egoísta. Jeff también lo es. No me interrumpas —dijo cuando él intentó hablar—. Estoy cansada de escuchar. Ser condescendiente con él no lo hará cambiar. Tienes que soltarlo, dejar que se hunda o que nade solo. Si no lo haces, te hundirá con él. Y también hundirá a toda tu familia.

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué no se lo has dicho?

—Porque es mi hermano. No puedo volverle la espalda.

—Entonces le volverás la espalda a los demás, a tu carrera, a ti mismo y a mí. Dejarás que les amargue la vida a todos.

—No piensas regresar, ¿verdad?

—¿Quieres que regrese?

—Sí.

—¿Por qué? Y no digas una sola palabra acerca de mi manera de cocinar o hacer la limpieza. Peaches McCloud haría esas cosas mejor que yo.

—Peaches no podría hacer nada ni la mitad de bien que tú.

¿Por qué no podría hablar así siempre? ¿Por qué tenía que esperar hasta que ya era demasiado tarde?

—Sería inútil regresar. Nada habrá cambiado. Yo seguiré siendo una yanqui, Jeff continuará sin un brazo, y tú no dejarás de buscar la menor oportunidad para alistarte en el ejército.

—Te necesitamos, y no sólo para cocinar. Tú has hecho que empecemos a sentirnos como una familia.

—Hasta que Jeff descubrió que era una yanqui.

—Zac te necesita. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo importante que es para un niño tener una mujer cerca, alguien que le permita ser el niño que es.

Cuando se ponía así a Rose le daban ganas de pegarle, de zarandearlo hasta que sus dientes empezaran a castañetear. ¿Nunca pensaba en ella, o en sí mismo? Empezaba a dudar que supiera hacerlo sin pensar también en sus hermanos.

—Tengo mucho cariño a Zac —admitió Rose con voz temblorosa—. Creo que es un niño adorable, pero no puedo regresar sólo para ser su madre. Uno de vosotros tendrá que casarse, si es eso lo que quieres.

—No hay ninguna posibilidad de que eso ocurra.

—Ya lo sé. Los gemelos son demasiado jóvenes, Jeff está demasiado resentido, y tú odias a las mujeres. Lo siento, George, pero yo no puedo mantener tu familia a flote. Lo he intentado, pero ya no puedo más.

—No odio a las mujeres.

—Quizá no, pero le tienes aversión al matrimonio, que es casi lo mismo.

—Te tengo mucho cariño. Si no fuera porque… Si las cosas fueran diferentes…

—Bueno, pues no lo son. Te ha tocado cargar con tu familia, además de con algún miedo terrible que hace que se te hiele la sangre en las venas cuando piensas en el matrimonio.

—¿Qué quieres decir?

—No soy tonta, George. Eres un hombre completamente normal, con impulsos y deseos como cualquier otra persona. Y no me digas que no quieres una esposa y una familia. Nunca serás feliz sin una. Te has convencido a ti mismo de que no eres apto para el matrimonio, de que odias la responsabilidad, pero todo eso es mentira. Y no me creo que no hubieras regresado a casa si no hubiera sido por Jeff. Desde que estoy aquí no le has hecho ningún caso a tu hermano.

Lo había hecho de nuevo: en lugar de quedarse callada, había expresado su opinión. Sólo que aquella vez no tenía nada que perder. Daba igual que George se enfadara tanto que quisiera despedirla. Iba a marcharse de todos modos.

—Regresaste a cuidar de tu familia porque querías hacerlo —continuó—. Te has quedado aquí porque te gusta.

Incluso a mí me has tomado bajo tu protección. Ahora tienes a Sal y estás a punto de traer a otros ex confederados. Eres un hombre que no puede vivir sin tener personas a su cargo. Eso te hace más fuerte.

—Te equivocas. No sé de dónde has sacado la idea de que…

—Cuéntate todas las mentiras que quieras, pero yo no quiero escucharlas.

—Bueno, pues esto no es una mentira. No quiero que te vayas. He venido a pedirte que recapacites.

Ella sintió como si la tierra se abriera bajo sus pies.

Una vez que había logrado avivar su ira, y que ésta corría a toda marcha, él la hacía tropezar.

—¿Por qué quieres que me quede? Y no me hables de Zac, ni de nadie más. Sólo de ti.

Rose llegó a desear no haberle hecho esa pregunta Quizá su única razón para buscarla habían sido sus hermanos. Y si era así, no podría soportarlo.

—Me gustas —admitió George con renuencia—. Creo que siempre me has gustado. Admiro tu valor y energía

—Ya estoy harta de tanta admiración. ¿No puedes tener un sentimiento más espontáneo?

—Mi admiración ha intensificado lo que siento por ti —continuó George, insistiendo en sus palabras—. He recibido demasiadas lecciones sobre la importancia del valor como para pasarlo por alto de nuevo.

—De acuerdo, te gusta mi valor y mi energía. ¿Pero no hay nada de mí que te guste?

—Eso forma parte de ti. No serías quien eres sin ellos.

—Tal vez me haya equivocado —se quejó Rose frustrada—. Tal vez sea cierto que no eres apto para el matrimonio.

—¿Quieres que diga que creo que eres bonita, que pienso en ti todo el tiempo, que me sorprendo a mí mismo extendiendo la mano para tocarte?

—¡Sí! —exclamó con un suspiro que le salía del alma, por fin se hacía realidad un deseo largamente contenido—. Eso es lo que cualquier mujer quiere oír del hombre que…

—¿Que qué? —preguntó George.

—Termina lo que estabas diciendo —dijo Rose. No podía decirle que lo amaba. No se lo diría.

—Nunca había hecho nada tan difícil como guardar las distancias contigo. No puedes imaginar cuántas veces he querido tocarte, he querido…

—Dímelo —le suplicó Rose—. Pensé que no te costaba mucho mantenerte alejado.

George dio un paso adelante.

—Eres una mujer perturbadora, Rose. No creo que pueda vivir el tiempo suficiente para decirte todo lo que se me ha pasado por la cabeza desde que estás aquí.

—Si no me has dicho nada.

—Empecé a hacerlo, pero tú me dijiste que no nos conducía a nada.

—Olvida lo que dije.

George se acercó aún más.

—No soy muy hábil expresando mis sentimientos en palabras. Nunca he conocido a una mujer como tú. No quieres que hable de la admiración que siento por ti, ¿pero cómo puedo hacértelo entender, si no me dejas decirlo? Tampoco quieres que hable de tu valor y de tu fuerza, pero éstos forman parte de ti tanto como tus ojos o tus labios.

Extendió la mano y la tocó. Apenas rozó su mejilla, pero a Rose le costó trabajo contestarle.

—Lo sé, porque cuando hablas de mis labios no me haces sentir como un objeto decorativo.

—He visto muchas mujeres guapas. Hasta hace muy poco tiempo me parecía que el mundo estaba lleno de ellas. Pero para esas chicas la belleza era un fin en sí mismo. Ellas eran las cejas, los labios, la piel, el pelo y la nariz que tanto quieres que te elogie. Pero no eran más que eso. Una colección de rasgos hermosos.

Su mano bajó para tocar su brazo. Era una sensación tan intensa que se volvía prácticamente dolorosa.

—¿No me encuentras atractiva?

—Sí. Incluso Monty piensa que eres guapa. Y si puedes hacer que ese chico deje de pensar en vacas al menos por cinco minutos, es porque eres una mujer despampanante.

Rose se rio a pesar de la hipersensibilidad de su brazo.

—Nunca pensé que me agradaría escuchar un cumplido expresado de esa manera, pero supongo que han pasado muchas cosas que no esperaba.

—No lo estoy haciendo muy bien, ¿verdad?

—No. De hecho, lo estás haciendo fatal.

George deslizó sus dedos por su brazo hasta tomar su mano en la suya.

—Lo que trato de decir es que no sólo eres guapa, sino que tu belleza significa mucho más debido a la clase de persona que eres, a lo que das de ti misma y compartes sin pedir nada a cambio.

Ella podía sentir la presión de su pulgar trazando círculos en su piel. Era difícil pensar en partir, aunque fuera por una caricia tan pequeña.

—Vas mejorando.

—Cuanto más te conocía, más atraído me sentía. Pensaba en tus labios, que me obsesionaban casi tanto como tus ojos. Pero me obsesionaban porque eran tuyos, no sólo porque son tan seductores que es imposible no pensar en ellos.

—Mucho mejor —murmuró Rose con los ojos cerrados, su hambrienta alma regocijándose con el aliento de sus palabras.

—Quería estrecharte entre mis brazos y besarte, y no sólo por lo bien que me sentí entre ellos. Quería abrazarte por cada pequeño detalle que tenías para complacerme, por las veces que dejaste de ocuparte de tus asuntos para prestarle atención a Zac, por los días en que pese a la fatiga seguías trabajando por nosotros.

—No pares.

Tirando de ella con cuidado, la acercó a él.

—Después de un tiempo me di cuenta de que no me sentía contento si tú no estabas cerca de mí. Cuando estoy en el monte me pregunto qué estarás haciendo en ese instante. Si estoy en casa te busco con la mirada para saber dónde estás. Cuando tengo que tomar una decisión, me pregunto qué harías tú. Has invadido mi mente y mis pensamientos tan completamente que no puedo imaginarte lejos de mí.

La acercó aún más. Aunque no llegaban a tocarse, Rose percibía el calor de su cuerpo.

—Sentí rabia, y luego celos, cuando Monty empezó a coquetear contigo. Me impresionó descubrir que le gustabas a alguien más, o lo que es peor, que a ti te podía atraer él. Entonces supe que no quería que te gustara nadie más que yo.

»Me dije a mí mismo que no era justo hablar contigo cuando no tenía nada que ofrecer. Pero supongo que aquel día que estábamos junto al riachuelo me olvidé de ser justo, Sólo quería besarte, saber que yo te gustaba un poco.

A través de la tela de su vestido, Rose podía sentir el roce de su cuerpo. Sus senos se volvieron más dolorosamente sensibles que su brazo.

—Siempre lo has sabido —repuso ella.

—Pero necesitaba oírlo, y no podía preguntártelo.

—Me dijiste desde el principio que no querías tener ni esposa ni hijos. ¿Por qué habría de hablar de algo que nunca podría tener?

George puso sus manos sobre sus hombros. De manera instintiva, Rose se apoyó contra él.

—Por la misma razón que yo quería estrecharte entre mis brazos y besarte. Porque no podía evitarlo. ¿Qué quisiste decir hace un minuto cuando dijiste: «Eso es lo que cualquier mujer quiere oír del hombre que…»?

Rose intentó soltarse, pero él no la dejó.

—No es justo…

—Nada es justo. Querías que te dijera la verdad. Ahora yo quiero que tú me digas la verdad.

Rose estuvo tentada de mentirle. ¿Por qué debía desnudar su alma ante un hombre que no parecía tener una? Por supuesto, había admitido que le gustaba, que se sentía atraído por ella, que le cautivaba su temperamento, pero no eran sentimientos ardientes, capaces de inflamar una pasión que durara toda una eternidad. No eran lo bastante fuertes para erigir su vida sobre ellos. No eran lo bastante inquebrantables para protegerla de los insultos de Jeff.

Eran sólo un indicio. Algo a lo que ella se había aferrado para justificarse todas esas semanas. Algo que había logrado que sus sentimientos se transformaran en amor. ¿Sabía qué era? ¿Podría decírselo si lo supiera?

Se apoyó contra él una vez más. Sería más fácil hablarle si no tenía que mirarlo a los ojos.

—No creo que pueda olvidar jamás la mañana en que entraste en el restaurante. Me hiciste sentir como una persona, no sólo como alguien que tomaba pedidos y servía comida.

Un leve aumento en la presión de sus brazos la animó a continuar.

—Sé que al llegar aquí tenía expectativas infundadas. Me di cuenta enseguida. Intenté limitarme a hacer el trabajo y guardarme los sentimientos. Pero no pude. Es imposible estar cerca de tus hermanos y no sentir nada. Es como vivir en el ojo de un huracán. Un huracán que nunca se sale de control, porque tú estás en el centro.

»Sabes llevar a Monty sin apretarle demasiado las riendas. Vigilas a Zac. Nunca olvidas que Jeff ha sufrido más que tú. Incluso entiendes a Hen y a Tyler. Y siempre recuerdas que, aunque está ausente, Madison aún forma parte de la familia. Abandonaste tu carrera por tus hermanos. En ninguna de tus palabras o actos has dejado entrever que podrías estar resentido por ello. Eres la amabilidad y la dedicación personificadas, y ni siquiera lo sabes.

Alzó la vista para mirarlo, esperando que tuviera el ceño fruncido. Su mirada tierna y compasiva estuvo a punto de paralizarla. En ella encontró el valor para decirle la única cosa que había jurado que él nunca sabría.

—Me has protegido siempre. Eras justo aun cuando te hacía enfadar. Si tenías que darme órdenes lo hacías con humor y afecto. Sencillamente, has sido el hombre más maravilloso que jamás haya conocido. Y por eso me enamoré de ti.

George reaccionó como si hubiera sido pinchado con el cuerno del toro.

—¿Te enamoraste de mí?

Le hubiera gustado salir corriendo, pero George la estrechaba en un abrazo férreo. ¿Cómo podía tener tan presentes a sus hermanos y al mismo tiempo ser tan poco consciente de lo que ella sentía por él? Si necesitaba alguna prueba de que no la amaba, ahora la tenía.

—¿Es tan difícil de imaginar? Eres guapo, amable, y tu presencia es maravillosamente tranquilizadora.

George cogió su barbilla y levantó su cabeza hasta que sus miradas se encontraron.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Rose se tranquilizó. No podía permanecer enfadada con él, ni siquiera cuando se lo merecía.

—¿Por qué debería hacerlo? He pasado semanas en esa miserable buhardilla soñando que me estrechabas entre tus brazos, que me besabas, que me decías que me amabas. Y todo lo que podías decir era que te gustaba mucho y que no veías cómo eso podía causar algún daño.

George no la escuchaba. Besaba su rostro, sembraba docenas de besos en sus párpados, su nariz y su boca.

—Dijiste que pensabas que podíamos «disfrutar el uno del otro» sin contraer ninguna clase de compromiso. No habrías podido ser más cruel ni proponiéndotelo.

Rose encontró la manera de rodear con sus brazos el cuello de George.

—Te pareces mucho a mi padre. Aunque sabía que eras todo lo que buscaba en un hombre, traté de no enamorarme de ti.

Los besos de George se hicieron más insistentes, y ella sólo pudo articular fragmentos de frases.

—Sólo cometí… un error. Aquel hombre maravilloso sólo tenía espacio en su… corazón para amar a su… familia. Había cerrado la puerta… se había aislado a sí mismo del resto del mundo. Este… hombre maravilloso tenía miedo de… algo tan nimio como… enamorarse.

George dejó de besarla.

—¿Qué pasaría si ese hombre se enamorara sin querer casarse o tener una familia? ¿Qué pasaría si quisiera más que nada hacerle saber a una mujer cuánto la ama?

Rose sintió que el fuego que le consumía por dentro se apagaba. Sus manos se separaron y sus brazos se retiraron lentamente del cuello de George. Puso sus manos en su pecho y lo empujó hasta que pudo mirarlo a los ojos.

—Ese hombre estaría confundiendo el amor con el deseo. El deseo tiene todo el ardor del amor, pero no su calidez. Tiene necesidad de consumir, pero ningún afán de construir. Considera que el momento lo es todo y que el futuro es una desagradable consecuencia. El deseo arde con fuerza y se apaga pronto. El amor busca encender una hoguera que abrigue y perdure a través de los años.

—¿No crees que ese hombre pueda amarte?

—Es posible que sí, pero no se lo permitirá a sí mismo.

—¿Entonces no te quedarás?

—No puedo.