11

Usted miente —dijo Gabe—. Tiene que estar mintiendo.

—Si vuelve a llamarla mentirosa, no…

Un codazo de Hen impidió que Monty terminara la frase.

—Mi padre y el general Grant fueron compañeros en West Point. Más tarde combatieron juntos en la guerra contra Méjico —le explicó Rose. No se atrevía a mirar a ninguno de los chicos—. El general Grant es mi padrino.

—¡Es una yanqui! —exclamó Jeff, con su rostro reflejando el odio y la furia que Rose había visto tantas veces querer salir a la superficie.

—Nací aquí en Tejas —informó Rose con orgullo—. Pero eso ahora no importa —indicó, decidida a no desviarse del tema hasta que hubiera convencido a Gabe y Cato de que atacar a los Randolph implicaría un grave riesgo para ellos—. Quiero que me den sus nombres y una copia de la autorización —le exigió a Gabe—. Pienso enviársela al general Grant, junto con su promesa de que no tomarán ninguna medida contra esta familia hasta que lleguen los indultos.

Ellos le dieron los papeles sin protestar.

—Haz una copia —le ordenó George a Jeff.

—Sigo pensando que deberíamos matarlos —insistió Monty.

—Estos caballeros van a regresar a Austin para informar a la oficina del catastro que no hay necesidad de proseguir con la investigación —comunicó Rose—. Además notificaran que su información era errónea, y se ocuparan de redactar los baremos correctos en los documentos pertinentes. ¿Me dejo algo?

—Creo que eso lo abarca todo —confirmó George, incapaz de apartar su mirada de Rose.

—¿Desearían ver la carta? —preguntó ella, al tiempo que sacaba un sobre de su bolsillo y se lo entregaba a Gabe—. No quiero que quede ninguna duda acerca de la veracidad de mis palabras.

Luego de echarle un vistazo a la primera línea y a la firma, Gabe se puso completamente blanco.

—¿Su padre era el oficial Thornton?

—Sí —respondió Rose.

—¡Santo cielo! Griffin nos despellejará vivos si se entera de que hemos molestado a esta mujer —exclamó Gabe entre dientes a Cato, quien asintió luego de echarle una ojeada a la carta.

—Devuélvamela, por favor.

—Por supuesto, señora Randolph. Y puede estar segura de que aclararemos el asunto de los impuestos Lo más seguro es que no haya que pagar más de treinta dólares por esta hacienda. La gente no acostumbra a soltar un céntimo por los predios en los que tienen sus vacas.

—Recuerde que pienso escribir la carta esta misma noche.

—No hay ningún problema, señora. Nadie quiere irritar al general Grant ni al general Sheridan. Todo el mundo sabe que éste tiene muy mal carácter.

—¿Y los impuestos?

—No tienen que pagarlos hasta el año entrante.

—Ese hombre debe tener un muy buen trabajo que proteger —comentó George cuando los funcionarios del catastro se marcharon.

—Desde luego, uno que le permite que el dinero de otras personas llegue a sus bolsillos —añadió Sal.

—Sigo creyendo que debimos haberlos enterrado en el primer bajío del riachuelo —reiteró Monty.

—Rose los ha despachado de manera más eficaz —comentó George.

Todas las miradas se volvieron hacia ella.

¿Por qué se sentía como si debiera escabullirse avergonzada? Miró fijamente a George. En su rostro no había el odio ni la furia que se reflejaba en el de Jeff. Sólo asombro y estupefacción.

Y muchas preguntas.

—Le escribí después de que me contrataras y envié la carta esa misma noche —explicó, segura de lo que él quería saber—. Nunca pensé que me respondería. Se marchó de Tejas al finalizar la guerra. Cuando le obligaron a renunciar a su cargo, mi padre creyó que no volvería a tener noticias suyas. Probablemente eso es lo que habría sucedido, si no hubiera necesitado una recomendación de papá para que lo reintegraran a sus funciones.

Tomó aire y dejó que parte de la tensión saliera de su cuerpo. Ahora que ya lo sabían todo, que hicieran lo que tuvieran a bien.

—Lo de escribir una nueva carta ha sido un farol. Dudo mucho que me contestara de nuevo.

—¿Y lo de los indultos? —preguntó George.

—He oído hablar del juramento acorazado. Como me dijiste que dos de vosotros eráis ex combatientes, solicité dos indultos pensando algún día podríais necesitarlos.

—¿Pero por qué el general se tomaría tantas molestias por dos ex soldados confederados?

No había ninguna razón para ocultarle la verdad. No en aquel momento.

—Le dije que iba a casarme contigo. Pensé que de otra manera no los enviaría.

Rose estuvo a punto de atragantarse con sus palabras. No le cabía la menor duda de que él se enfadaría. Ya estaba mal que los hubiera hecho quedar en deuda con Grant, ¡pero mentir tan descaradamente!

—Eso es lo que yo llamo pensar con inteligencia —apuntó Sal.

Rose apreció su intento de ayudarla a disipar la tensión, aunque sabía que no serviría de nada. Jeff nunca la perdonaría. No sabía qué pensaban los gemelos, pero George era el único que le importaba. Sospechaba que tendría que marcharse, pero le partiría el corazón tener que irse dejándolo disgustado con ella.

George aún estaba algo aturdido, pero recobró la compostura. El nudo que ella tenía en el estómago se aflojó un poco cuando vio un destello de afecto parpadear en sus ojos.

—No sé cómo agradecerte lo que has hecho por nosotros —respondió él, con tono evasivo y sonrisa forzada—. Tienes nuestra eterna gratitud.

«Igual que si estuviera pronunciando un discurso», pensó Rose. Puede que lo sucedido les sirviera de pretexto para deshacerse de ella, pero al menos trataría de disuadirles usando todas sus armas. Había un jabalí que preparar y una cena que degustar. Los Randolph no eran hombres que pudieran hacer nada con el estómago vacío.

—No tengo tiempo de preparar la cena antes de que empecéis a curar ese puerco —dijo Rose—, pero calentaré un poco de estofado para que matéis el hambre. Podéis pasar a la mesa cuando os hayáis lavado.

Luego desapareció dentro de la casa.

—¿Sabías que su padre era un oficial yanqui? —le preguntó Jeff a George, en cuanto Rose se dio la vuelta.

—Sí —contestó George, con su mente más ocupada en Rose que en su respuesta.

—¿Y aun así la contrataste?

—Sí.

George comprendió que una amenaza se cernía sobre Rose, pero se tranquilizó en el momento en que su mente se preparó para defenderla.

—Entonces serás tú quien se deshaga de esa mujer, y ahora mismo —bramó Jeff.

—Eso habrá que discutirlo —intervino Hen.

—No hay nada de qué hablar —contestó Jeff.

—Yo creo que sí —añadió Monty.

—Esperemos hasta después de la cena —sugirió George—. Pensaremos mejor con el estómago lleno.

—¿Cómo puedes comer sabiendo que una yanqui está preparando nuestra cena?

—Jeff, perdiste el brazo, no el cerebro. Si piensas que te va a envenenar, no comas. Pero no veo cómo el que su padre fuera amigo de Grant pueda afectar a su cocina.

—Aun así, esperaré aquí fuera.

—Si alguno más siente lo mismo que Jeff, sólo tiene que decirlo.

—Me tienen sin cuidado los yanquis. Rose es buena —afirmó Zac—. No vas a despedirla, ¿verdad?

—Por lo visto tendremos que hablar sobre ese tema.

—Todo esto es culpa tuya —recriminó Zac, volviéndose hacia Jeff—. Te odio.

Golpeó a su hermano con los puños. Luego, cuando no pudo controlar los sollozos, corrió a la casa.

—A mí no me importa lo que hagan con ella —afirmó Tyler antes de seguir a su hermano menor.

—¿Por qué la contrataste? —preguntó Hen—. Sabes lo que Jeff siente al respecto.

—Era la única persona apta para el trabajo.

—Pero…

—Y no se me ocurrió que descubriríais lo de su padre.

—Pero…

—Eso no importa. Ella nació en Tejas. Es más sureña que nosotros.

—No tienes que gritarme —repuso Hen—. No es mi intención echarla.

George era consciente de haber alzado la voz, pero no pudo evitarlo. La sangre le hervía de sólo pensar en lo injusto de aquella situación.

—Ya la habéis juzgado. Su padre combatió por la Unión y, por consiguiente, es una yanqui. ¿Qué sucede con aquellas familias en las que hay conflicto de lealtades? No se puede decir que todos sean culpables por mera asociación.

—¿Por qué te enfadas tanto? —preguntó Monty—. ¿Estás seguro de que no te está empezando a gustar?

—Monty, se pueden decir muchas cosas en tu favor, pero hay ocasiones en las que eres tan insensible como ese puerco. Ella sabía quiénes eran esos hombres desde que los vio acercarse, y también que odiáis a los yanquis, porque yo se lo dije. Sin embargo, decidió usar su relación con Grant para protegernos, a sabiendas de que podíamos obligarla a marcharse. A mi modo de ver, ese es un acto de valentía, la acción de una persona de carácter y profundas convicciones. Admiro estas cualidades en cualquier persona, y el hecho de que ella sea yanqui no cambia en nada mi opinión. Podéis quedaros sin comer si queréis, pero creo que a la luz de lo que ha hecho por nosotros, Rose se merece todo nuestro respeto y amabilidad, Si no sois capaces de ofrecerle esto, será mejor que os quedéis aquí.

George se dio media vuelta y entró en la casa sin esperar la decisión de sus hermanos.

—Nos ha puesto entre la espada y la pared —señaló Monty.

—Así es —asintió Hen.

—Ceder si queréis, pero yo no pienso hacerlo —anunció Jeff.

—No esperaba que lo hicieras —comentó Monty, recobrando su antagonismo con Jeff—. Siempre has sido demasiado terco para hacer lo que es mejor para ti, aun cuando no estabas tan ciego para verlo. ¿Vienes, Sal?

—En un minuto. La elocuencia de los hermanos Randolph me ha impresionado tanto que he olvidado lavarme.

Monty se rio con ganas.

—Lo dirás por George. Hen no habla apenas, y Jeff te dirá que yo no hablo mucho mejor que un granjero ignorante.

—No tienes que quedarte aquí para hacerme compañía —le dijo Jeff a Sal cuando Hen y Monty se dirigieron a la casa.

—No —puntualizó Sal—, me quedo aquí para cerciorarme de que vas a cenar.

—No lo haré mientras ella esté allí dentro.

—Haz lo que quieras. Sólo espero que sepas que ahora no es a Rose a la que rechazas, sino a tus hermanos.

—No, es a esa maldita mujer yanqui.

—Tus hermanos conocen tus sentimientos y los respetan. Aceptaron discutir el tema esta noche. Pero han dejado claro que les parece mal tratar a Rose de esta manera. Todos están de acuerdo en eso. Si te quedas aquí, les darás una bofetada en la cara tanto como a Rose.

—No, no es así.

—Si desprecias lo que ellos opinan, ¿cómo esperas que luego respeten lo que les propongas respecto a ella? No puedes salirte con la tuya en todo.

—¿Qué piensas de Rose? —preguntó Jeff.

—Mi opinión no importa.

—Quiero escucharla de todas formas.

—De acuerdo. Pienso que es una magnífica mujer. Si pensara que hay alguna posibilidad de que me aceptara, le propondría matrimonio ahora mismo.

—¡Pero su padre combatió por la Unión! —recordó Jeff, sin poder creer que nadie estuviera de acuerdo con él.

—Como si fuera el mismo Grant. Es una mujer extraordinaria y Tejas debería estar orgullosa de ella.

—Hablas como George.

—Tu hermano es un hombre inteligente. Debes decidirte. Si esperas más tiempo, ya no importará lo que hagas.

George estaba tan furioso que no podía parar de temblar. Sabía que el aprecio que sentía por Rose aumentaba cada día que pasaba, pero no tenía idea de que sus sentimientos hubieran alcanzado tales proporciones. Lo que sentía por ella había rebasado el simple aprecio.

Le gustaba mucho. Tal vez más de lo que era capaz de reconocer. De lo contrario, ¿cómo podía explicar su reacción ante el ataque de Jeff?

Se requería mucho valor para pedir a Grant indultos para dos oficiales confederados. El pensar en las angustiosas horas que la aguardaban antes de conocer su decisión, horas que ella emplearía en prepararles el jabalí, le exasperaba.

Ella no se merecía eso. Después de lo que había hecho, merecía el agradecimiento de todos ellos, su aprobación absoluta, su sincera gratitud.

Entró en el dormitorio. Zac y Tyler estaban allí.

—No vas a despedir a Rose, ¿verdad? —pregunto Zac. Ya se había cambiado de ropa, y estaba esperando a George.

—Hablaremos de eso más tarde.

—Tyler quiere que se vaya.

—Nunca la quise aquí —empezó Tyler, pero al ver la expresión en el rostro de George, decidió marcharse sin decir nada más.

—Pues yo sí quiero que se quede —le gritó Zac—. Ella me cae mucho mejor que tú. ¿A ti también te cae bien, verdad? —le preguntó a George.

—Sí, me cae bien.

—No dejes que Jeff haga que se marche.

—Vamos a votarlo entre todos. Incluido tú. Ahora vete. Sabes que Rose cuenta contigo para servir la leche.

—Ella preferiría que tú lo hicieras.

—Voy algo atrasado. Tendrá que aceptar tu ayuda.

Zac estuvo a punto de tropezar con Hen.

—Afloja el paso, pequeño ciclón.

Pero no lo hizo.

—Tengo que ayudar a Rose —gritó por encima de su hombro.

—¿Qué le sucede? Nunca en la vida lo había visto tan ansioso de hacer un trabajo.

—Teme que despidamos a Rose.

—No sabía que la quisiera tanto.

—Tendemos a olvidar que aún es un niño. Por mucho que le guste pensar que es un adulto, necesita la clase de atención y afecto que Rose le da.

—No me había dado cuenta.

—Me avergüenza reconocer que yo tampoco.

—No lo entiendo, si hace hasta lo imposible por hacernos creer que es un hombre grande.

—Probablemente por eso es tan importante lo que Rose le da.

Monty entró estrepitosamente.

—Ya sé que Jeff no se parece en nada a papá, pero cada día me recuerda más a él —estalló.

—No es fácil convivir con Jeff —asintió George—, pero trato de no olvidar que somos más afortunados que él.

—No hace más que recordárnoslo —gruñó Monty.

—Date prisa —le azuzó George—. No creo que las próximas horas vayan a ser muy agradables para Rose. Y lo serán aún menos si tiene que pasar la primera hora preguntándose si vamos a aparecer a comer.

—Ella sabe que iré —aseguró Monty—. Para mí la comida es más importante que todo lo demás. Y eso incluye a Jeff.

Rose se alegró de tener a Zac en la cocina. Cualquier cosa era mejor que quedarse sola con sus pensamientos.

—George dijo que va a tardar un poco y que yo debía encargarme de servir la leche.

—¿Tendré que esperar mucho?

—Nooo. Estarán aquí en un instante. Es sólo que George estaba riñendo a Jeff.

Rose nunca pensó que el corazón le brincaría de aquella manera al recibir esa noticia. Comprendía que su suerte no dependía sólo de George, pero también sabía que esta era la única que contaba para ella.

—Vamos a tener una reunión, y yo tendré que votar —anunció Zac.

—No debes hablar de eso —dijo Tyler, quien ya se había sentado a la mesa.

—Me lo esperaba —confesó Rose a ambos chicos.

—¿Ves? Ella ya lo sabe, así que puedo hablar de eso. Yo votaré por que te quedes —afirmó Zac descaradamente—. No me importa lo que diga Jeff.

—Eres un soplón —gritó Tyler, y luego se abalanzó sobre Zac. El pequeño se refugió bajo las faldas de Rose. Espera a que te ponga las manos encima.

—Sentaros de una vez —les ordenó Rose—. Si queréis pelear, tendréis que hacerlo fuera.

—Voy a terminar de servir la leche —declaró Zac sonriendo a Tyler con aires de superioridad.

—Date prisa. Creo que oigo llegar a tus hermanos.

George, Hen y Monty entraron juntos.

—Sal se está lavando —informó Monty—. No sé qué está haciendo Jeff, pero no pienso esperarlo.

—Tardaré un par de minutos más —indicó Rose—. Tal vez lleguen antes de que haya terminado.

Un silencio absoluto reinó en la cocina. Rose creía oír Las costuras de su vestido estirarse cada vez que respiraba. Intentó no estar tan tensa, pero era imposible. Sólo tenía que mirar el rostro de George para darse cuenta de lo disgustado que estaba. Hen rara vez decía algo, pero ella no podía recordar una sola cena en la que Monty se hubiera mantenido en silencio. Tyler tampoco era muy parlanchín, pero podía adivinar que Zac se moría de ganas de hablar.

Y sin embargo no lo hizo.

Zac usaba a George como un barómetro donde observar cómo comportarse, en aquel momento se anunciaban tormentas, por lo que decidió sabiamente no desplegar sus velas.

Rose siempre había sabido que aquel día llegaría, pero no lo esperaba tan pronto. Apenas llevaba un mes en el rancho, muy poco tiempo para que ellos pudieran conocerla. Sería como decidir la suerte de una extraña.

Además le preocupaba George. Sabía lo importante que era para él fortalecer los lazos que unían a su familia. La negativa de Jeff a sentarse a la mesa constituía un obstáculo difícil de salvar. No ignoraba, por su experiencia con los Robinson, que una familia que trabajaba unida, en pos de un beneficio común, podía superar todo desacuerdo.

No obstante, Rose no estaba segura de que el afecto que los hermanos Randolph sentían unos por otros fuera lo suficientemente fuerte para superar unidos siquiera una confrontación menor. De hecho, había momentos en los que se preguntaba si los Randolph eran capaces de amar. Hasta la lealtad familiar parecía fuera de su alcance.

La puerta se abrió para dejar entrar a Sal. Rose suspiró aliviada cuando vio a Jeff detrás.

Era casi medianoche cuando Rose se levantó de la mesa.

—Estaréis más cómodos si hacéis la reunión aquí. Es una noche agradable. Creo que iré a sentarme en el jardín. Tal vez se puedan ver las estrellas.

No terminaron de preparar el jabalí hasta pasadas las once de la noche, y ella aún tendría que limpiar la cocina después de que ellos tomaran una decisión. Sin embargo, era reconfortante pensar en los jamones y salchichas que guardarían en la despensa. Indiscutiblemente necesitaban construir un ahumadero. Curar el puerco sólo con sal no parecía lo más adecuado. Hablaría con George acerca de eso al día siguiente. Si se quedaba.

—Si no le importa, señorita, le haré compañía —se ofreció Sal, levantándose al mismo tiempo que ella—. Conozco un poco las constelaciones.

George sintió celos. Él nunca se había sentado con Rose a la luz de la luna contemplando las estrellas. Parecía que no podía pasar un día sin que encontrara algo nuevo que compartir con ella. Quizá no tuviera ocasión de hacerlo después de aquella noche.

Se obligó a concentrarse de nuevo en la que prometía ser una desagradable confrontación.

—Cada uno de nosotros tendrá su turno para decir lo que piensa —propuso George—. Ahora es el momento. Después de que se tome la decisión no quiero oír ni una queja. No se puede interrumpir ni hacer preguntas hasta que quien esté hablando haya terminado. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Monty.

Jeff asintió con la cabeza.

—Yo quiero hablar primero —pidió Zac, dando brincos de emoción en su silla.

—Eres demasiado pequeño —objetó Jeff.

—La presencia de Rose le concierne tanto como a cualquiera de nosotros —afirmó George—. De modo que tiene derecho a dar su opinión y emitir su voto.

Zac se puso de pie sobre su silla y escrutó la habitación como alguien que se dispone a hacer un trascendental anuncio.

—Pienso que ella debe quedarse porque me cae bien —dijo, y volvió a sentarse.

—¡Cabeza de chorlito! —se burló Tyler—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir?

—Aclaremos algo de una vez por todas —interrumpió George, mirando a Tyler con tal severidad que el chico se hundió en su silla—. No pueden hacerse comentarios despectivos acerca de la opinión de los otros. Penséis lo que penséis, es su opinión, y tiene tanto derecho a expresarla como cualquiera.

—Pero… —objetó Tyler.

—Si alguien no puede acatar esta regla, pierde su derecho a hablar. ¿De acuerdo?

Todos asintieron con la cabeza, excepto Tyler y Jeff.

—¿Quién sigue?

—Hablaré yo —se adelantó Tyler, poniéndose de pie. Era tan flaco que parecía mucho más alto de lo que realmente era—. Nunca quise a ninguna mujer aquí. Yo puedo hacer todo lo que ella hace.

George tuvo que mirar a Monty con el ceño fruncido para impedir que estallara.

—Lógicamente no quiero que ninguna mujer yanqui prepare mi comida. Tampoco me gusta que me mangoneen. Ella no ha hecho otra cosa que darnos órdenes desde que llegó aquí, y eso no está bien.

Tyler hizo una pausa.

—¿Te desagrada Rose? —preguntó George.

—Eso no viene al caso —objetó Jeff.

—Pero podría influir en mi voto —indicó George.

—No me desagrada —admitió Tyler de mala gana—. No ha estado tan mal últimamente.

—No se trata de eso —interrumpió Jeff.

—¿Ya has terminado, Tyler? —preguntó George.

—Supongo que sí.

—Muy bien, Jeff, puedes hablar ahora.

Las palabras brotaron tumultuosas aun antes de que se pusiera de pie.

—No se trata de si ella nos agrada o de si nos mangonea. Es una cuestión de principios. No podemos olvidar lo que los yanquis nos hicieron durante la guerra, lo que aún están tratando de hacernos con la Reconstrucción. No puedo ver a esos muchachos confederados yaciendo en el campo de batalla, con sus cuerpos despedazados por los cañonazos y la sangre derramada alrededor. ¿Cómo pueden ver a esa mujer en la cocina sin pensar en las familias cuyos padres e hijos no volverán a casa? ¿Y qué me decís de Madison? ¿Acaso regresará él a casa?

George le interrumpió.

—No puedes hacer a Rose responsable de lo de Madison.

—Entonces, hablemos de papá. Sabemos que los yanquis lo mataron, que le dispararon hasta hacerlo jirones.

Jeff hizo una pausa para mirar a sus hermanos, pero ninguno dijo una palabra.

—No entiendo cómo podéis pensar siquiera un segundo en dejar que esa mujer se quede aquí. Jamás lo hubiera creído de ti, George, ni en toda una vida.

George comprendió que las objeciones de Jeff no tenían nada que ver con Rose ni con su padre. Condenaba la guerra y lo que ésta le había hecho a él y a sus semejantes. No aceptaría a Rose hasta que no aprendiera a aceptar su pérdida. Se preguntó si alguna vez podría hacerlo.

—¿Tienes algo más que decir? —preguntó George.

—Sí. No creo que pueda vivir en esta casa si Rose se queda aquí.

Jeff se sentó.

—Creo que sería mejor que nos abstuviéramos de hacer amenazas —aconsejó George—. No es justo para los otros. Además, es posible que alguno quiera cambiar de opinión. Si nos arrojan el guante de esa manera, será mucho más difícil hacerlo.

—Yo no cambiaré de opinión.

—¿Quién quiere hablar ahora? —preguntó George a los gemelos.

—Yo lo haré —declaró Monty sin levantarse—. No me hizo ninguna gracia que Rose viniera a esta casa. Como recordareis, yo fui el que más insistió en que nos deshiciéramos de ella. Pues bien, he cambiado de opinión. Dejando de lado que es una mujer preciosa y casi la mejor cocinera del mundo, debo decir que es buena persona. Aprecio profundamente lo que hizo por nosotros esta tarde. Yo hubiera derribado a tiros a esos malditos bribones, y a estas horas tendríamos a todo el ejército tras nosotros. Ella sabía que intentaban estafarnos y se la ha jugado para impedirlo. Sin embargo no puedo olvidar que es una yanqui. Ya sé que ella no combatió, pero su padre sí. No tengo pesadillas con soldados muertos como Jeff, pero sí pienso en los bandidos y cuatreros que nos envían aquí solo para mantenernos tan pobres que no podamos defendernos. No quiero que peleemos por ella cuando por fin hemos empezado a sentirnos como una familia. Odiaría que dejara de ser así.

Monty se sentó, sintiendo algo de vergüenza por haber mostrado tan abiertamente sus emociones.

George apenas podía creer lo que oía. Nunca hubiera imaginado que Monty valorara la familia.

Todas las miradas se volvieron hacia Hen, quien permaneció sentado.

—A mí tampoco me agradaba al principio. Me sacó de quicio que volcara la mesa aquella primera noche. Siempre pensé que mamá era el modelo de comportamiento a imitar, y Rose no estaba a su altura. Luego recordé una ocasión en que fui al cuarto de mamá. Lloraba por algo que papá había hecho.

—Siempre hacía eso —intervino Monty. La rabia que le provocaba recordar esas escenas, le ponía un nudo en la garganta.

—Hablaba ante su espejo: «Si sólo pudiera hacerle frente». Pero lo cierto es que nunca pudo hacerle frente a papá. Si lo hubiera hecho, apuesto a que hubiera actuado exactamente como Rose.

—No somos… —empezó a decir Jeff.

—No he acabado aún —dijo Hen. La fría expresión de su mirada hizo que Jeff se callara—. No culpo a nadie por odiar a los yanquis. Si no hubiera sido por mamá, yo hubiera ido a combatir con vosotros. Pero no creo que ningún hijo sea responsable de los pecados de sus padres. Pienso que papa era el maldito hijo de puta más cruel y despreciable que ha habido jamás sobre la faz de la tierra, pero no os detesto por ser sus hijos. A su manera, el padre de Rose era un hombre honorable. Eso es mucho más de lo que podemos decir del nuestro. No puedo castigarla porque él haya servido en el Ejército de la Unión. Y estoy de acuerdo con Monty en que es agradable ser de nuevo una familia. Sólo me pregunto si lo hubiéramos logrado sin Rose. No lo estábamos haciendo muy bien que digamos, antes de que ella llegara.

George sintió que una ola de afecto por su estoico hermano invadía su corazón. Sabía cuánto adoraba Hen a su madre. Comparar a Rose con ella era el mayor halago que pudiera hacerle.

Todos se volvieron hacia George.

—Todas estas dudas me las planteé cuando contraté a Rose —empezó a decir—. Ella me contó lo de su padre y yo sabía lo que sentiríais al respecto. Pero la contraté porque creí que era quien mejor podría hacer este trabajo.

—Cualquiera puede cocinar y limpiar —objetó Jeff.

—También la escogí por otras razones. Pensé que era la única de las cuatro mujeres que se presentaron que no rompería los frágiles lazos que mantienen unida a esta familia.

—En eso te equivocaste —alegó Jeff.

—No, no me equivoqué. Lo que Hen y Monty acaban de decir lo demuestra. Además —continuó George cuando Jeff intentó interrumpir—, la escogí porque pensé que era una persona honesta y valiente. Pero ahora no estamos hablando de Rose, sino de su padre. La verdad es que él me trae sin cuidado. No le contraté a él.

—¿Te trae sin cuidado su padre? —repitió Jeff aterrado—. ¿No te importan todos los sureños honestos y valientes que mató?

—Yo maté a yanquis honestos y valientes lo mismo que tú, Jeff. Pero la guerra terminó. Me gustaría pensar que de haber tenido una hermana en sus circunstancias, no habría tenido que morir de hambre en las calles o sobrevivir a expensas de su dignidad.

—No es lo mismo.

—Creo que sí.

—¡Ya estoy harto de esto! —bramó Monty—. Votemos.