6

Thomas me lleva a casa en coche. Cuando he dejado de estar tan a la defensiva, ha dejado de ponerme nervioso. Mientras subo los escalones del porche, escucho que baja la ventanilla y me pregunta torpemente si voy a ir a la Fiesta del Fin del Mundo. No respondo. Ver todos esos muertos lo ha impresionado bastante. Cada vez parece más un muchachito solitario y no quiero volver a decirle que se aleje de mí. Además, si tan telépata es, no tendría que preguntármelo.

Cuando entro en casa, pongo la mochila en la mesa de la cocina. Mi madre está picando hierbas para lo que podría ser la cena o uno de sus numerosos hechizos mágicos. Hay hojas de fresa y canela. Es un hechizo de amor o el principio de una tarta. Me ruge el estómago, así que me acerco a la nevera para prepararme un bocadillo.

—Oye. La cena estará lista en una hora.

—Lo sé, pero tengo hambre. Estoy creciendo —saco mahonesa, queso y mortadela. Mientras alcanzo el pan, pienso en todo lo que necesito preparar para esta noche. El áthame está limpio, aunque eso realmente no importa. No espero ver nada muerto, a pesar de los rumores del instituto. Nunca he oído de ningún fantasma que ataque a un grupo de más de diez personas. Eso solo ocurre en las películas de degolladores.

Esta noche se trata de meterse en materia. Quiero escuchar la historia de Anna, y quiero conocer a las personas que me van a conducir hasta ella. Porque, por mucho que Daisy me contara —su apellido, su edad—, él no sabe por dónde ronda. Su única información es que está en la casa familiar. Por supuesto, podría ir a la biblioteca municipal y buscar la residencia de los Korlov. Algo como el asesinato de Anna tuvo que generar noticias. Pero ¿qué diversión habría en eso? Esta es mi parte favorita de la caza. Conocer a los fantasmas. Escuchar sus leyendas. Me gusta que crezcan en mi mente lo máximo posible y que, cuando los vea, no me decepcionen.

—¿Qué tal el día, mamá?

—Bien —responde, inclinada sobre la tabla de picar—. Tengo que llamar a un exterminador. Estaba guardando una caja con tarteras en el ático y he visto el rabo de una rata desaparecer tras uno de los tablones de la pared —se estremece y hace gestos de asco con la lengua.

—¿Por qué no dejas que Tybalt suba ahí arriba? Para eso sirven los gatos, ¿no? Para cazar ratones y ratas.

Su rostro adquiere una expresión horrorizada.

—Ni hablar. No quiero que le salgan lombrices de comerse una asquerosa rata. Llamaré a un exterminador. O puedes subir tú y colocar trampas.

—Claro —respondo—. Pero esta noche no. Tengo una cita.

—¿Una cita? ¿Con quién?

—Carmel Jones —sonrío y sacudo la cabeza—. Es para el trabajo. Esta noche hay una fiesta en una especie de parque con una cascada y tal vez consiga algo de información decente.

Mi madre suspira y continúa picando hierbas.

—¿Es simpática? —como siempre, mi madre se está fijando en la parte negativa del asunto—. No me gusta que utilices a esas chicas todo el tiempo.

Me río y me siento de un salto sobre la encimera, a su lado. Le robo una fresa.

—Haces que suene fatal.

—Utilizar para un propósito noble no deja de ser utilizar.

—Nunca he roto ningún corazón, mamá.

Ella chasquea la lengua.

—Tampoco te has enamorado, Cas.

Una conversación sobre amor con mi madre es peor que una charla sobre sexo, así que mascullo algo sobre mi bocadillo y me escabullo de la cocina. No me agrada la insinuación de que vaya a herir a alguien. ¿Es que piensa que no tengo cuidado? ¿Acaso sabe lo que me cuesta mantener a la gente a distancia?

Mastico con fuerza y trato de no alterarme. Después de todo, solo está haciendo su papel de madre. Aun así, todos estos años sin llevar amigos a casa deberían haberle dado alguna pista.

Pero no es momento de pensar en el asunto del amor. Son complicaciones que no necesito. Sucederá, en algún momento, estoy seguro. O tal vez no. Porque nadie debería verse envuelto en esto, y no me puedo imaginar dejándolo. Siempre habrá muertos, y los muertos seguirán matando.

***

Carmel me pasa a buscar pasadas las nueve. Está preciosa vestida con una camiseta rosa de tirantes, una minifalda caqui y la melena rubia suelta sobre los hombros. Debería sonreír y decirle algo agradable, pero me contengo. Las palabras de mi madre están interfiriendo en mi trabajo.

Carmel conduce un Audi plateado con un par de años de antigüedad y apura las curvas mientras dejamos atrás unas extrañas señales de carretera que me recuerdan a la camiseta de Charlie Brown y otras que avisan de la aparente posibilidad de que un alce ataque el coche. Está a punto de anochecer y la luz se torna anaranjada poco a poco; la humedad del aire aumenta y el viento es fuerte; parece una mano contra mi cara. Tengo ganas de sacar la cabeza por la ventanilla, como un perro. A medida que dejamos atrás la ciudad, mis oídos se agudizan, buscando sus sonidos —los de Anna—, preguntándome si sentirá que me estoy alejando.

Yo la siento, entremezclada en el barro de otros cien fantasmas, algunos inofensivos, arrastrando los pies, otros llenos de rabia. No puedo imaginar lo que es estar muerto; es una idea extraña hasta para mí, que he conocido a tantos fantasmas. Me sigue resultando un misterio. Todavía no comprendo por qué algunas personas se quedan aquí y otras no. Me pregunto dónde van aquellos que se han marchado. Me pregunto si los que yo mato acaban en el mismo lugar.

Carmel me hace preguntas sobre las clases y mi antiguo instituto. Le doy algunas respuestas vagas. El paisaje se vuelve rural de repente y atravesamos un pueblo donde la mitad de los edificios están enmohecidos y derrumbándose. Hay vehículos aparcados en los jardines, recubiertos de años de óxido. Me recuerda a lugares en los que he estado antes y se me ocurre que he pasado por tal cantidad de sitios que tal vez ya nunca encuentre nada nuevo.

—Bebes, ¿verdad? —me pregunta Carmel.

—Sí, claro —pero no es así, no exactamente. Nunca he tenido la oportunidad de desarrollar ese hábito.

—Bien. Siempre hay botellas y alguien suele arreglárselas para meter un barril en la parte trasera del coche —acciona el intermitente y abandona la carretera para dirigirse hacia un parque. Escucho el siniestro estruendo de la cascada desde algún lugar detrás de los árboles. El trayecto ha sido rápido, aunque no he prestado atención durante gran parte de él. Estaba demasiado ocupado pensando en los muertos; en una chica muerta en particular, una con un bonito vestido empapado con su propia sangre.

***

La fiesta se desarrolla como todas las fiestas. Me presentan a un montón de gente cuyos rostros trataré de relacionar más tarde con nombres, sin acertar. Las chicas son todo risitas y están deseosas de impresionar. Los chicos han formado un grupo y han dejado gran parte de sus cerebros en el coche. Me he tomado dos cervezas; esta tercera la llevo paseando casi una hora. Es bastante aburrido.

El Fin del Mundo no parece el final de nada, a menos que lo tomes literalmente. Estamos todos reunidos a ambos lados de la cascada, hileras de personas de pie contemplando cómo cae el agua marrón sobre las piedras negras. Aunque no hay realmente mucha agua de la que hablar. He oído a alguien decir que ha sido un verano seco. Aun así, la garganta que el río ha abierto con el paso del tiempo resulta impresionante, con una gran caída a ambos lados y una elevada formación rocosa en el centro de la cascada a la que me encantaría subir, si llevara unos zapatos más adecuados.

Quiero quedarme a solas con Carmel, pero desde que llegamos, Mike Andover no ha dejado de interrumpirla a cada momento y de mirarme tan fijamente que parecía que me estuviera hipnotizando. Y, cuando conseguimos que se aleje, aparecen Natalie y Katie, las amigas de Carmel, mirándome expectantes. Ni siquiera estoy seguro de quién es quién —ambas son morenas y tienen unos rasgos increíblemente similares, hasta el punto de llevar horquillas a juego—. Noto que sonrío un montón, y tengo esa extraña urgencia de parecer ingenioso e inteligente. La tensión me palpita en las sienes. Cada vez que digo algo, ellas responden con risitas, se miran la una a la otra pidiéndose permiso para reír y luego dirigen de nuevo los ojos hacia mí, esperando el siguiente comentario jocoso. Dios, los vivos son irritantes.

Finalmente, una chica que se llama Wendy empieza a vomitar por la barandilla y la distracción me permite tomar a Carmel del brazo y llevarla hacia la pasarela de madera. Quería llegar al otro extremo, pero cuando estamos en el centro, mirando la caída de agua, ella se detiene.

—¿Te estás divirtiendo? —pregunta, y yo asiento con la cabeza—. Le has caído bien a todo el mundo.

No sé por qué, ya que no he hecho ningún comentario interesante. De hecho, no creo que haya nada interesante en mí, excepto lo que no le cuento a nadie.

—Tal vez le he caído bien a todos porque tú le caes bien a todos —respondo sin rodeos, esperando que ella se burle o añada algún comentario sobre el halago, pero no lo hace. En vez de eso, asiente con la cabeza en silencio, como asumiendo que probablemente yo tenga razón. Es inteligente y sabe perfectamente quién es. Me pregunto qué hacía saliendo con alguien como Mike, miembro del ejército troyano.

Pensar en el ejército me recuerda a Thomas Sabin. Creí que estaría aquí, escondido entre los árboles, siguiendo cada uno de mis movimientos como un enfermo de amor… bueno, como un escolar enfermo de amor, pero no lo he visto. Después de soportar algunas de las conversaciones vacías que he tenido esta noche, casi lo lamento.

—Ibas a contarme algo sobre fantasmas —digo. Carmel parpadea y luego empieza a sonreír.

—Es verdad —se aclara la garganta y se esmera en el comienzo, dándome todos los detalles de la fiesta del año pasado: quién asistió, qué hicieron, por qué fueron con esta o aquella persona. Me imagino que quiere ofrecerme un escenario completo y realista. Supongo que hay gente que lo necesita. Personalmente, soy el tipo de persona a quien le gusta rellenar los huecos por sí mismo. De esa manera, probablemente la fiesta parezca mejor de lo que fue en realidad.

Por fin llega a la parte espeluznante, repleta de chavales borrachos y descontrolados, y escucho un relato de tercera mano de las historias de fantasmas que se contaron aquella noche. Relatos sobre bañistas y senderistas que murieron en la cascada Trowbridge, donde se celebró la fiesta el año pasado, sobre cómo intentaban que tuvieras el mismo accidente que ellos, y sobre cómo más de una persona había sido víctima de un empujón invisible al borde del acantilado o una mano oculta la había arrastrado al fondo del río. Esa parte me hace aguzar el oído. Por lo que sé de los fantasmas, suena creíble. En general, les gusta compartir sus terribles vivencias. Tomemos al autoestopista como ejemplo.

—Entonces, Tony Gibney y Susanna Norman bajaron dando voces por uno de los senderos, gritando que algo los había atacado mientras se estaban morreando —Carmel sacude la cabeza—. Se estaba haciendo muy tarde y muchos estábamos ya algo pasados, así que nos metimos en los coches y nos marchamos. Yo iba con Mike y Chase, Will conducía y, cuando dejamos el parque atrás, algo saltó delante de nosotros. Todavía no sé de dónde salió, ni si bajó corriendo por la colina o si estaba colgado de un árbol. Parecía una especie de conejo grande y peludo, o algo así. Bueno, Will pisó a fondo el freno y aquella cosa se quedó allí durante un segundo. Pensé que iba a lanzarse sobre el capó y, si lo hubiera hecho, juro que habría gritado. En cambio, enseñó los dientes y bufó, y luego…

—¿Y luego? —la animo a seguir, porque sé que es lo que se supone que debo hacer.

—Y luego se apartó de la luz de los faros, se levantó sobre dos piernas y se internó en el bosque.

Me echo a reír y ella me golpea el brazo.

—No soy buena contando esta historia —dice, tratando de no reírse también—. Mike lo hace mejor.

—Sí, probablemente él incluye palabrotas y gestos absurdos con las manos.

—Carmel.

Me vuelvo y allí está Mike de nuevo, flanqueado por Chase y Will, escupiendo el nombre de Carmel como un disparo de telaraña pegajosa. Es extraño cómo el simple sonido del nombre de alguien puede convertirse en un hierro de marcar.

—¿Qué es tan divertido? —pregunta Chase. Coloca un cigarrillo sobre la barandilla y guarda la colilla del anterior dentro del paquete. Me siento algo contrariado, pero también impresionado por su conciencia ecológica.

—Nada —respondo—. Carmel se ha pasado los últimos veinte minutos contándome que el año pasado conocisteis a un sasquatch.

Mike sonríe. Algo ha cambiado en él. Noto que falta algo, y no creo que se trate únicamente de que hayan estado bebiendo.

—Esa historia es jodidamente cierta —dice, y me doy cuenta de que la diferencia está en que trata de ser amable conmigo. Me mira a mí, en vez de a Carmel, aunque ni por un segundo considero que su actitud sea sincera. Simplemente está probando una nueva estrategia. Quiere algo o, peor, está intentando jugármela.

Escucho a Mike contarme la misma historia que Carmel acaba de terminar, solo que aderezada con muchas más palabrotas y gestos de manos. Las versiones son sorprendentemente similares, pero no sé si eso significa que probablemente sean fieles a la realidad o que estos dos han contado la historia un montón de veces. Cuando termina, parece que se tambalea un poco en el sitio, con aspecto de perdido.

—¿Así que te gustan las historias de fantasmas? —pregunta Will Rosenberg, llenando el silencio.

—Me encantan —respondo, irguiéndome un poco. La brisa húmeda de la cascada se extiende en todas direcciones y noto que la camiseta negra se me empieza a pegar al cuerpo y me produce escalofríos—. Al menos las que no acaban con un Yeti con aspecto de conejo cruzando la carretera sin molestarse en atacar a nadie.

Will se ríe.

—Lo sé. Es el tipo de historia que debería acabar con una frase contundente del tipo «un conejito no le viene mal a nadie». Les he dicho que la añadan, pero nadie me hace caso.

Yo también me río, aunque escucho a Carmel susurrar junto a mi hombro una queja sobre el desagradable comentario. Vaya, me gusta Will Rosenberg. Al menos, tiene cerebro. Por supuesto, eso lo convierte en el más peligroso de los tres. Por la postura de Mike, sé que está esperando que Will haga algo, que ponga algo en marcha. La curiosidad me empuja a ponérselo fácil.

—¿Conoces alguna mejor? —pregunto.

—Unas cuantas —responde.

—Escuché decir a Natalie que tu madre es una especie de bruja —interrumpe Chase—. ¿Es cierto?

—Es cierto —me encojo de hombros—. Lee el futuro —le digo a Carmel—, y vende velas y cosas así por Internet. No os creeríais la cantidad de dinero que se mueve en ese mundo.

—Guau —Carmel sonríe—. Tal vez me pueda leer el futuro algún día.

—Por favor —dice Mike—. Justo lo que esta ciudad necesitaba: otro puñetero rarito. Si tu madre es una bruja, ¿tú quién eres? ¿Harry Potter?

—Mike —dice Carmel—. No seas imbécil.

—Creo que eso es mucho preguntar —respondo en voz baja, pero Mike me ignora y pregunta a Carmel por qué se molesta en salir con un tipo tan extraño. Es muy halagador. Carmel empieza a ponerse nerviosa, como si pensara que Mike pudiera perder el control e intentara lanzarme por encima de la barandilla de madera hacia las poco profundas aguas de la catarata. Echo un vistazo al borde de la garganta. En la oscuridad, no puedo calcular con exactitud la profundidad del río, pero no creo que sea suficiente para amortiguar una caída y, probablemente, me rompería el cuello con una roca o algo así. Intento mantenerme sereno y la sangre fría, sin sacar las manos de los bolsillos. No obstante, espero que mi actitud indiferente lo esté cabreando, porque los comentarios que ha hecho sobre mi madre y sobre que soy una especie de brujo debilucho me han fastidiado. Si ahora mismo me lanzara por el borde de la cascada, seguramente, una vez muerto, treparía por las rocas húmedas para buscarlo, incapaz de descansar en paz hasta que no me hubiera comido su corazón.

—Mike, relájate —dice Will—. Si quiere escuchar una historia de fantasmas, vamos a contarle la buena. La que tiene a los chavales despiertos por la noche.

—¿Cuál es esa? —pregunto, notando cómo se me eriza el pelo de la nuca.

—Anna Korlov. Anna vestida de sangre.

Su nombre se mueve en la oscuridad como una bailarina. Escucharlo en la voz de otra persona, fuera de mi propia cabeza, me hace temblar.

—¿Anna vestida de sangre? ¿Como la muñeca vestida de azul? —me burlo, porque eso los frustrará. Así intentarán presentármela terrible, espeluznante, que es exactamente lo que estoy buscando. Pero Will me mira con expresión divertida, como preguntándose por qué conozco esa canción infantil.

—Anna Korlov murió cuando tenía dieciséis años —dice después de un instante—. Le cortaron el cuello de oreja a oreja. Iba de camino a un baile del instituto cuando sucedió. Encontraron su cuerpo al día siguiente, cubierto de moscas, y con el vestido blanco manchado de sangre.

—Dijeron que fue su novio, ¿verdad? —añade Chase en calidad de público perfecto.

—Tal vez —Will se encoge de hombros—, porque se marchó de la ciudad unos meses después de que ocurriera. Pero todo el mundo lo vio en el baile aquella noche, preguntando por Anna e imaginaron que simplemente lo había dejado plantado.

—Pero lo importante no es cómo murió o quién la mató, sino que, más o menos un año después de morir, se apareció en su antigua casa. La vendieron a los seis meses de que la madre de Anna la palmara de un ataque al corazón. Un pescador la compró y se mudó a ella con su familia. Anna los asesinó a todos. Los hizo pedazos y dejó las cabezas y los brazos apilados a los pies de la escalera y los cuerpos colgados en el sótano.

Miro alrededor y contemplo los rostros pálidos del pequeño grupo que se ha arremolinado en torno a nosotros. Algunos parecen incómodos, incluida Carmel. La mayoría simplemente muestra curiosidad y espera mi reacción.

Mi respiración se ha acelerado, pero me aseguro de parecer escéptico cuando pregunto:

—¿Cómo sabéis que no fue un vagabundo? ¿O un psicópata que entró en la casa mientras el pescador estaba fuera?

—Por cómo lo encubrieron los polis. No arrestaron a nadie y apenas investigaron. Simplemente sellaron la casa y pretendieron que no había ocurrido nada. Y fue más sencillo de lo que imaginaron, porque la gente está bastante dispuesta a olvidar algo así.

Asiento con la cabeza. Eso es verdad.

—Eso y que encontraron palabras escritas con sangre por todas las paredes. Anna Taloni. La casa de Anna.

Mike sonríe.

—Además, no había forma de que alguien pudiera haber destrozado un cuerpo de aquel modo. El pescador pesaba ciento diez kilos, y ella le arrancó los brazos y la cabeza. Tendrías que tener la constitución de La Roca, el luchador de Pressing Catch, ir hasta las orejas de metanfetamina y ponerte un chute de adrenalina en el corazón para ser capaz de arrancarle de cuajo la cabeza a un tío de ciento diez kilos.

Resoplo y el ejército troyano se ríe.

—No nos cree —refunfuña Chase.

—Solo está asustado —comenta Mike.

—Callaos ya —exclama Carmel, y me agarra del brazo—. No les hagas caso. Han querido meterse contigo desde el momento en que vieron que podíamos ser amigos. Es ridículo. Son chorradas de la escuela infantil, como decir tres veces Bloody Mary delante de un espejo en las fiestas de pijamas.

Me gustaría comentarle que no es exactamente lo mismo, pero me callo. En cambio, le aprieto la mano para tranquilizarla y me vuelvo hacia ellos.

—Entonces, ¿dónde decís que está esa casa?

Por supuesto, se miran entre ellos como si esas palabras fueran exactamente lo que estaban deseando escuchar.