23

Nunca había visto una operación tan desorganizada. Vamos avanzando en una pequeña y nerviosa caravana, apretados en coches destartalados que lanzan rastros de humo por el tubo de escape, preguntándonos si estaremos preparados para hacer lo que quiera que vayamos a hacer. Todavía no les he explicado qué significa esperar al oponente recostado sobre las cuerdas, pero creo que Morfran y Thomas al menos sospechan de qué se trata.

La luz está empezando a dorarse, desciende por nuestros flancos y parece dispuesta a colorear el atardecer. Tardamos una eternidad en cargar todo lo necesario en los coches —tenemos la mitad de la mercancía ocultista de la tienda empaquetada en el Tempo de Thomas y la furgoneta Chevy de Morfran—. No dejo de pensar en las tribus nativas nómadas y en cómo podían empaquetar una civilización entera en una hora para seguir a unos búfalos. ¿Cuándo empezaron los seres humanos a acumular tantos trastos?

Cuando llegamos a la casa de Anna, empezamos a descargar, llevando a rastras todo lo que podemos. Este es el lugar al que me refería cuando dije «nuestro propio terreno». Mi casa parece contaminada y la tienda se encuentra demasiado próxima al resto de la población. Le comenté a Morfran la presencia de los espíritus inquietos, pero parece pensar que se escabullirán a un rincón oscuro ante la presencia de tantos brujos. Le haré caso.

Carmel entra en su Audi, que ya estaba aquí de antes, y saca la mochila del instituto para vaciarla y guardar en ella ramilletes de hierbas y botellas de aceites. De momento, me siento bien. Aún recuerdo lo que dijo Morfran sobre que el hechizo obeah irá empeorando. Me está apareciendo un dolor en la cabeza, justo entre los ojos, pero podría ser de haberme golpeado contra la pared. Si tenemos suerte, aceleraremos la secuencia temporal lo suficiente para que la batalla haya terminado antes de que la maldición se convierta siquiera en un factor a tener en cuenta. No sé hasta qué punto sería de utilidad si estuviera contorsionándome de dolor.

Intento mantenerme positivo, lo cual resulta extraño, porque suelo ser de los que rumian todo. Tal vez sea por lo de intentar liderar el grupo y todo ese rollo. Tengo que aparentar que me encuentro bien. Tengo que mostrar confianza. Porque mi madre está preocupada hasta el punto de que le van a salir canas prematuramente, y Carmel y Thomas tienen un aspecto algo pálido incluso para unos chavales canadienses.

—¿Piensas que nos encontrará aquí? —pregunta Thomas mientras sacamos un saco de velas de su Tempo.

—Creo que siempre sabe exactamente dónde estoy —respondo—. O al menos, dónde está el cuchillo.

Mira por encima del hombro hacia Carmel, que sigue empaquetando cuidadosamente botellas de aceites y cosas flotando en jarras.

—Tal vez no las deberíamos haber traído —dice—. Me refiero a Carmel y a tu madre. Tal vez las deberíamos mandar a un lugar seguro.

—No creo que exista un sitio así —respondo—. Pero puedes llevártelas, Thomas. Morfran y tú podéis iros con ellas y refugiaros en alguna parte. Entre los dos, podríais luchar de algún modo.

—¿Y qué pasa contigo? ¿Y con Anna?

—Bueno, parece que somos a los que quiere —me encojo de hombros.

Thomas arruga la nariz para empujar sus gafas hacia arriba y sacude la cabeza.

—No me iré a ninguna parte. Además, probablemente estén más seguras aquí que en ningún otro lugar. Existe el riesgo de que les alcance el fuego cruzado, pero al menos no estarán solas, como víctimas.

Lo miro con cariño. La expresión que muestra su rostro es de absoluta determinación. Thomas no es en absoluto de naturaleza valiente, lo que convierte su coraje en algo aún más impresionante.

—Eres un buen amigo, Thomas.

Se ríe entre dientes.

—Sí, gracias. Y ahora ¿quieres ponerme al corriente de ese plan que se supone va a evitar que acabemos devorados?

Sonrío nervioso y miro hacia los coches, donde Anna está ayudando a mi madre con una mano y cargando un paquete con seis botellas de agua mineral en la otra.

—Lo único que necesito de Morfran y de ti es un hechizo de amarre para cuando él llegue aquí —le digo mientras continúo observándola—. Y si hay algo que podáis hacer para cebar la trampa, también ayudaría.

—Debería de ser bastante fácil —replica—. Hay millones de conjuros de invocación utilizados para atraer energías, o a un amante. Tu madre tiene que saber docenas. Simplemente habrá que adaptarlos. Y podemos hacer una especie de cordón de amarre. Para eso, podríamos modificar también la barrera de aceites de tu madre —tiene el ceño fruncido mientras divaga sobre las necesidades y los métodos.

—Debería funcionar —digo, aunque en su mayor parte no tengo ni idea de a qué se está refiriendo.

—Sí —responde con escepticismo—. Y ahora si me puedes conseguir 1,21 giga vatios y un condensador de flujo, estaremos listos.

Me río.

—Ya está aquí de nuevo santo Tomás. No seas tan negativo. Esto va a funcionar.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta.

—Porque tiene que funcionar —trato de mantener los ojos abiertos cuando mi cabeza empieza realmente a retumbar.

***

Se han creado dos frentes en la casa, en la que no había habido tanto movimiento desde… posiblemente jamás. En el piso de arriba, Thomas y Morfran están espolvoreando una línea de incienso a lo largo de la parte alta de las escaleras. Morfran ha sacado su propio áthame y está dibujando con él el símbolo del pentagrama en el aire. No es ni por asomo tan guay como el mío, que descansa en su funda de cuero colgado de mi hombro, con la correa cruzándome el pecho. He tratado de no pensar demasiado en lo que Morfran y Thomas me dijeron sobre él. Es solo un objeto; no se trata de un artefacto inherentemente bueno o malo. No tiene voluntad propia. Además, tampoco he estado todos estos años saltando por ahí y llamándolo «mi amorcito». Y en cuanto al vínculo entre el cuchillo y el hechicero obeah, juro que quedará roto esta noche.

En el piso de arriba, Morfran susurra y gira lentamente en el sentido contrario a las agujas del reloj. Thomas sostiene algo que parece una mano de madera con los dedos extendidos, barre los escalones superiores y luego lo suelta. Morfran ha terminado su cántico; hace un gesto con la cabeza a Thomas y este enciende una cerilla y la deja caer. Aparece una línea de llamas azules a lo largo del segundo piso y luego empieza a humear.

—Aquí huele como en un concierto de Bob Marley —digo yo mientras Thomas desciende las escaleras.

—Es el pachuli —responde.

—¿Y qué pasa con la escoba de dedos de madera?

—Raíz de consuelda. Para una casa segura —Thomas mira a su alrededor. Puedo ver en sus ojos que está haciendo una lista mental de todo lo que vamos a necesitar.

—Por cierto, ¿qué estabais haciendo ahí arriba?

—Es desde donde haremos el hechizo de amarre —dice señalando con la cabeza hacia la segunda planta—. Y es nuestra línea defensiva. Vamos a sellar toda la planta superior. Si las cosas se ponen feas, nos reagruparemos allí. No será capaz de acercarse a nosotros —suspira—. Así que será mejor que empiece a marcar pentagramas en las ventanas.

El segundo frente está haciendo ruido en la cocina. Deben de ser mi madre, Carmel y Anna. Anna está ayudando a mi madre a aprender a usar la cocina de leña mientras trata de hervir pociones de protección. También me llega el olor de las aguas curativas de romero y lavanda. Mi madre es el tipo de persona que se prepara para lo peor y espera lo mejor. En sus manos está fabricar algo que lo atraiga hasta aquí —aparte de mi táctica de recostarnos sobre las cuerdas, claro está.

No sé por qué pienso en clave. Todo esto de recostarnos sobre las cuerdas, hasta yo estoy empezando a preguntarme a qué me refiero. Se trata de una táctica de engaño, una estrategia de boxeo que hizo famosa Mohamed Alí. Hacer pensar a tu oponente que estás perdiendo; llevarlo a donde tú quieres que esté; y acabar con él.

Entonces, ¿cuál es mi estrategia? Matar a Anna.

Supongo que debería decírselo.

En la cocina, mi madre está picando una especie de hierba frondosa. En la encimera, hay una jarra abierta con un líquido verde que huele a encurtidos mezclados con corteza de árbol. Anna está removiendo el contenido de una cazuela al fuego, mientras Carmel husmea cerca de la puerta del sótano.

—¿Qué hay aquí abajo? —pregunta y la levanta.

Anna se pone tensa y me mira. ¿Qué encontraría Carmel ahí abajo, si descendiera? ¿Cadáveres desconcertados arrastrando los pies?

Probablemente no. La aparición de los fantasmas parece ser una manifestación de la culpa de Anna. Si Carmel tropezara con algo, serían probablemente débiles puntos fríos y algún portazo misterioso y ocasional.

—Nada de lo que tengamos que preocuparnos —digo yo, acercándome para cerrarla—. Las cosas marchan a la perfección en el piso de arriba. ¿Cómo van por aquí?

Carmel se encoge de hombros.

—No soy de mucha utilidad. Se parece mucho a cocinar y yo no sé cocinar. Pero ellas parece que lo tienen controlado —arruga la nariz—. Aunque todo va un poco lento.

—Una buena poción nunca debe hacerse deprisa —mi madre sonríe—. Saldría todo mal. Y has sido de gran ayuda, Carmel. Ha limpiado los cristales.

Carmel le devuelve la sonrisa, pero me lanza una mirada crítica.

—Creo que iré a ayudar a Thomas y a Morfran.

Después de que se haya ido, siento ganas de que no lo hubiera hecho. Con Anna, mi madre y yo, la habitación parece extrañamente abarrotada. Hay cosas que es necesario decir, pero no delante de mi madre.

Anna se aclara la garganta.

—Creo que esto está ligando, señora Lowood —dice—. ¿Necesita que haga algo más?

Mi madre la mira.

—En este momento no, querida. Gracias.

Mientras atravesamos el salón en dirección al vestíbulo, Anna alza la cabeza para ver lo que está sucediendo en la planta de arriba.

—No tienes ni idea de lo extraño que es —dice—. Que haya gente en casa y no querer despedazarlos en trocitos diminutos.

—Pero eso es una mejoría, ¿no?

Arruga la nariz.

—Eres un… ¿qué fue lo que Carmel dijo antes? —baja los ojos y luego los dirige hacia mí—. Un imbécil.

Me río.

—Te están poniendo al día.

Salimos al porche y me ajusto la chaqueta. No me la he quitado en ningún momento; la casa llevaba medio siglo sin calentarse.

—Me gusta Carmel —dice Anna—. Al principio no era así.

—¿Por qué no?

Se encoge de hombros.

—Pensé que era tu novia —sonríe—. Aunque es una razón estúpida para que alguien no te guste.

—Sí, bueno. Creo que Carmel y Thomas llevan rumbo de colisión —nos apoyamos contra la casa y siento la podredumbre en los tablones detrás de mí. No parecen firmes; en el momento en que me reclino da la sensación de que soy yo el que está sujetando la casa y no al revés.

El dolor de cabeza se está volviendo más intenso y estoy empezando a sentir un principio de flato. Debería preguntar si alguien tiene un ibuprofeno. Aunque es una estupidez porque, si esto es místico, ¿qué diablos me va a hacer el ibuprofeno?

—Te empieza a doler, ¿verdad?

Anna me está mirando con preocupación. Me imagino que estaba frotándome los ojos sin darme cuenta.

—Estoy bien.

—Tenemos que conseguir que venga, y pronto —se acerca a la barandilla y vuelve—. ¿Cómo vas a lograr atraerlo hasta aquí? Dímelo.

—Voy a hacer lo que siempre has querido que hiciera —respondo.

Tarda un instante en comprender mis palabras. Si es posible que el rostro de una persona exprese al mismo tiempo dolor y agradecimiento, eso es lo que refleja el suyo.

—No te entusiasmes demasiado. Solo voy a matarte un poquito. Será más como un derramamiento de sangre ritual.

Frunce el ceño.

—¿Funcionará?

—Con todos los conjuros de llamada adicionales que se están preparando en esa cocina, creo que sí. Debería comportarse como un perro de cómic flotando tras el rastro del olor de un perrito caliente.

—Eso me debilitará.

—¿Cuánto?

—No lo sé.

Maldita sea. La verdad es que yo tampoco lo sé. No quiero hacerle daño, pero su sangre es la clave. El flujo de energía moviéndose por la hoja de mi cuchillo hacia donde demonios esté el brujo debería atraerlo como el aullido del macho alfa a la manada. Cierro los ojos. Hay un millón de cosas que podrían salir mal, pero es demasiado tarde para pensar en otra opción.

El dolor entre los ojos me obliga a parpadear en exceso. Está socavando mi capacidad de enfoque. Como los preparativos duren mucho más, no sé si estaré suficientemente bien para realizar los cortes.

—Casio. Tengo miedo por ti.

Sonrío de forma sarcástica.

—Probablemente sea sensato tener miedo.

Cierro los ojos con fuerza. Ni siquiera es un dolor punzante. Eso sería mejor, algo con idas y venidas, de modo que pudiera recuperarme entre medias. Esto es constante y enloquecedor. No me da ni un respiro.

Algo fresco toca mi mejilla. Unos dedos suaves se deslizan entre mi pelo por las sienes, retirándomelo hacia atrás. Luego noto su roce en los labios, con mucha delicadeza y, cuando abro los ojos, estoy mirando directamente a Anna. Los cierro de nuevo y la beso.

Cuando nos separamos —y tardamos un rato en separarnos—, nos apoyamos contra la casa con las frentes unidas. Mis manos están en la parte baja de su espalda. Ella sigue acariciándome los laterales de la cabeza.

—Nunca pensé que haría esto —susurra.

—Yo tampoco. Creí que iba a matarte.

Anna sonríe. Ella piensa que no ha cambiado nada, pero se equivoca. Todo es diferente. Todo, desde que llegué a esta ciudad. Ahora sé que debía venir, que desde el momento en el que escuché su historia —esa conexión que sentí, ese interés— existía un propósito.

No estoy asustado. A pesar del dolor agudo entre los ojos y de saber que algo viene a por mí, algo que podría arrancarme el bazo sin problemas para reventarlo como un globo de agua, no tengo miedo. Ella está conmigo. Ella es mi propósito y vamos a salvarnos el uno al otro. Vamos a salvar a todos los demás. Y luego voy a convencerla de que tiene que permanecer aquí. Conmigo.

Dentro de la casa se produce un pequeño ruido. Creo que a mi madre se le debe de haber caído algo en la cocina. Nada grave, pero provoca que Anna dé un respingo y retroceda. Me doblo sobre el costado y me estremezco. Creo que el hechicero obeah ha debido de empezar su trabajo ablandándome el bazo del que hablaba antes. Por cierto, ¿dónde está el bazo?

—¡Cas! —exclama Anna.

Regresa para permitir que me apoye en ella.

—No te vayas —le digo.

—No me voy a ninguna parte.

—No te vayas, jamás —bromeo y, por la cara que pone, creo que está pensando en estrangularme. Me besa de nuevo y yo no dejo que su boca se aleje; ella se retuerce, empieza a reír y trata de mantenerse seria.

—Vamos a concentrarnos en esta noche —dice.

Concentrarse en esta noche. Sin embargo, que me haya besado de nuevo me parece mucho más importante.

***

Los preparativos han terminado. Estoy tumbado de espaldas en el polvoriento sofá, apretando una botella de agua mineral tibia sobre mi frente. Tengo los ojos cerrados. El mundo parece mucho más agradable en la oscuridad.

Morfran ha tratado de hacer otra limpieza o contrarresto o lo que sea, pero no ha funcionado tan bien como la primera. Ha mascullado unos cánticos y golpeado un pedernal, provocando una bonita pirotecnia, y luego me ha frotado la cara y el pecho con algo negro, una especie de ceniza que olía a azufre. El dolor del costado se ha atenuado y ha dejado de intentar subir hacia la caja torácica. El de la cabeza se ha reducido hasta una punzada moderada, pero todavía molesta. Morfran parecía preocupado y decepcionado con los resultados. Dijo que habría resultado más efectivo si hubiera utilizado sangre de pollo fresca. Aunque me duela todo, me alegro de que no tuviera a mano un pollo vivo. Vaya espectáculo que habría preparado.

Estoy recordando las palabras del hechicero obeah: que el cerebro me escurriría por las orejas o algo así. Espero que no fuera literal.

Mi madre se sienta en el sofá, cerca de mis pies. Tiene la mano sobre mi espinilla y la acaricia, distraída. Aún quiere salir corriendo. Su instinto maternal le dice que me envuelva en una manta y me saque de aquí. Pero ella no es una madre cualquiera. Es mi madre. Así que se sienta y se prepara para luchar a mi lado.

—Siento lo de tu gato —le digo.

—Era de los dos —responde—. Yo también lo siento.

—Trató de advertirnos —continúo—. Debería haber escuchado a esa pequeña bola de pelo —bajo la botella de agua—. Realmente lo siento, mamá. Voy a echarlo de menos.

Ella asiente con la cabeza.

—Quiero que subas al segundo piso antes de que empiece todo —le digo. Asiente de nuevo. Sabe que no puedo concentrarme si estoy preocupado por ella.

—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunta—. Que habías estado investigando sobre él todos estos años. Que tenías planeado ir en su busca.

—No quería preocuparte —respondo, y me siento algo estúpido—. ¿Ves lo bien que ha salido todo?

Me retira el pelo de los ojos. No le gusta que lo lleve siempre encima de la cara. Su rostro se tensa de preocupación y se aproxima para mirarme de cerca.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—Tienes los ojos amarillos —creo que se va a poner de nuevo a llorar. Desde la otra habitación, escucho maldecir a Morfran—. Es el hígado —dice mi madre en voz baja— y tal vez los riñones. Están fallando.

Bueno, eso explica la sensación que tengo en el costado, como si se me estuviera licuando.

Estamos solos en el salón. Todos los demás se han dispersado por sus respectivos rincones. Me imagino que estarán meditando, tal vez rezando. Espero que Thomas y Carmel hayan aprovechado para enrollarse en algún armario. En el exterior, un fogonazo eléctrico llama mi atención.

—¿No está muy avanzada la estación para que haya rayos? —pregunto.

Morfran responde desde donde esté a través de la puerta de la cocina.

—No son solo rayos. Creo que nuestro muchacho está acumulando algo de energía.

—Deberíamos hacer el conjuro de llamada —dice mi madre.

—Iré a buscar a Thomas —me levanto con esfuerzo del sofá y subo las escaleras lentamente. En la parte de arriba, la voz de Carmel sale del interior de una de las antiguas habitaciones de invitados.

—No sé lo que estoy haciendo aquí —dice con voz asustada, pero también algo irritada.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Thomas.

—Vamos. Soy la maldita reina del baile del instituto. Cas es como Buffy Cazavampiros, tú, tu abuelo y su madre sois todos brujos o hechiceros o lo que sea y Anna… es Anna. ¿Qué estoy haciendo yo aquí? ¿Cuál es mi cometido?

—¿No te acuerdas? —pregunta Thomas—. Tú eres la voz de la razón. Piensas en las cosas que el resto olvidamos.

—Sí. Y pienso que me van a matar. A mí y a mi bate de aluminio.

—De eso nada. No te va a pasar nada, Carmel.

Sus voces se convierten en susurros. Me siento como un pervertido escuchando su conversación. No voy a interrumpirlos. Mi madre y Morfran pueden hacer los hechizos ellos solos. Dejaré que Thomas disfrute de este momento. Así que bajo las escaleras en silencio y me dirijo hacia el exterior.

Me pregunto cómo serán las cosas cuando esto haya acabado. Asumiendo que todos salgamos ilesos, ¿qué sucederá? ¿Volverá a ser todo como antes? ¿Se olvidará Carmel finalmente de esta aventura con nosotros? ¿Dará de lado a Thomas y volverá a ser el centro del instituto? No creo que sea capaz de hacer eso, ¿verdad? Aunque acaba de compararme con Buffy Cazavampiros, así que mi opinión sobre ella en estos momentos no es demasiado buena.

Cuando salgo al porche, ajustándome la chaqueta al cuerpo, veo a Anna sentada en la barandilla con una pierna en alto. Está mirando el cielo y su rostro iluminado por los rayos refleja a partes iguales sobrecogimiento y preocupación.

—Qué clima más extraño —dice.

—Morfran asegura que no es solo el clima —comento, y ella adquiere una expresión de yo pensaba lo mismo.

—Tienes mejor aspecto.

—Gracias —no sé por qué, pero me siento tímido. Y este no es el momento más adecuado para ello. Me acerco a Anna y rodeo su cintura con mis brazos.

Su cuerpo no transmite calor y, cuando hundo la nariz entre su pelo oscuro, no tiene aroma. Pero puedo tocarla, y he venido para conocerla. Y, por alguna razón, ella puede decir lo mismo sobre mí.

Me llega una ráfaga de olor de algo especiado. Miramos hacia arriba. De uno de los dormitorios de la segunda planta salen delgadas volutas de humo aromático, un humo que no se difumina con el viento, sino que se extiende en dedos etéreos para atraer algo. Los hechizos de llamada han comenzado.

—¿Estás preparada? —pregunto.

—Nunca y siempre —dice en voz baja—. ¿No es eso lo que se dice?

—Sí —respondo en su cuello—. Eso es lo que se dice.

***

—¿Dónde debería hacerlo?

—En un punto donde al menos parezca una herida mortal.

—¿Por qué no en el interior de la muñeca? Por algo es un clásico.

Anna se sienta en el centro del suelo. La parte interior de su pálido brazo aparece borrosa ante mis ojos cansados. Ambos estamos nerviosos y las sugerencias que llegan desde el piso superior no resultan de ayuda.

—No quiero hacerte daño —susurro.

—No lo harás. No exactamente.

Está completamente oscuro y la tormenta eléctrica se va acercando cada vez más a nuestra casa de la colina. Mi cuchillo, normalmente tan seguro y firme, tiembla y se balancea mientras lo deslizo sobre el brazo de Anna. La sangre negra fluye en una gruesa línea que mancha su piel y gotea sobre el suelo polvoriento en pesadas salpicaduras.

La cabeza me está matando. Necesito mantenerme despejado. Mientras miramos el charco de sangre, podemos sentirlo, una especie de movimiento en el aire, una fuerza intangible que nos eriza el vello de los brazos y el cuello.

—Se está acercando —digo suficientemente alto para que me puedan escuchar desde el segundo piso, donde están todos mirando por encima de la barandilla—. Mamá, vete a una de las habitaciones traseras. Tu trabajo ya ha terminado —no quiere marcharse, pero lo hace sin decir una palabra, aunque tiene en la punta de la lengua las típicas preocupaciones y el aliento de quien hace esto por primera vez.

—Me estoy mareando —murmura Anna—. Y está tirando de mí, como la otra vez. ¿Has hecho el corte demasiado profundo?

Le agarro el brazo.

—Creo que no. No lo sé.

La sangre está goteando, que era lo que pretendíamos, pero hay mucha. ¿Cuánta sangre tiene una muchacha muerta?

—Cas —dice Carmel con voz alarmada. En vez de mirarla a ella, dirijo los ojos hacia la puerta.

Desde el porche entra una niebla que se filtra por las grietas y se desliza por el suelo como una serpiente al acecho. No sé lo que esperaba, pero esto no. Pensé que haría saltar la puerta por los aires y aparecería recortado por la luz de la luna, un espectro sin ojos y con total confianza en sí mismo.

La niebla gira a nuestro alrededor. En todo el esplendor de nuestra táctica de engaño, nos arrodillamos, exhaustos, con aspecto derrotado. Solo que Anna parece más muerta de lo habitual. El plan podría fracasar.

Entonces, la niebla se concentra y me encuentro una vez más frente al hechicero obeah, que me devuelve la mirada con sus ojos cosidos.

Odio cuando no tienen ojos. Cavidades vacías, globos oculares turbios, ojos que simplemente están donde no deberían —odio todo eso—. Pierdo el control, y eso me cabrea.

Sobre nuestras cabezas, escucho que empiezan las salmodias y el hechicero obeah se ríe.

—Amarradme todo lo que queráis —dice—. Conseguiré lo que he venido a buscar.

—Sellad la casa —grito a la segunda planta. Me pongo en pie de un salto—. Espero que hayas venido a que te clave mi cuchillo en las tripas.

—Te estás convirtiendo en una molestia —dice él, pero yo ya no pienso en nada. Lucho, ataco y trato de mantener el equilibrio a pesar de las palpitaciones de la cabeza. Lanzo cuchilladas y hago cabriolas, enfrentándome a la rigidez del costado y el pecho.

Es rápido y ridículamente ágil para algo que no tiene ojos, pero finalmente lo alcanzo. Todo mi cuerpo se tensa como un arco cuando noto que la hoja del cuchillo le atraviesa el costado.

Hace un amago de retroceder y coloca una mano muerta sobre su herida. Mi triunfo es efímero. Antes de que pueda percatarme de lo que sucede, carga hacia mí y me lanza contra la pared. No me doy cuenta de que la he golpeado hasta que me deslizo hacia abajo.

—¡Amarradlo! ¡Debilitadlo! —grito, pero mientras lo hago, se desliza como una asquerosa araña, levanta el sofá como si fuera hinchable, y lo arroja contra mi equipo de hacedores de magia, hacia el segundo piso. Gritan al recibir el impacto, pero no hay tiempo de preguntar si están bien. Me agarra por los hombros, me levanta y me tira contra la pared. Cuando oigo algo que suena a ramitas partiéndose, sé que son unas cuantas de mis costillas. Tal vez toda la jodida caja torácica.

—Este áthame es nuestro —me escupe en la cara, despidiendo humo dulzón entre sus encías rancias—. Es como el obeah, es un propósito, ahora tuyo y mío y, ¿cuál de los dos crees que es más fuerte?

Un propósito. Por encima de su hombro veo a Anna, con los ojos negros y el cuerpo retorcido y cubierto por su vestido de sangre. La herida de su brazo ha crecido y está tumbada en un charco oleaginoso de un metro de diámetro. Mira el suelo con expresión perpleja. En la segunda planta diviso el sofá tirado y un par de piernas atrapadas debajo. Noto el sabor de mi propia sangre en la boca. Me resulta difícil respirar.

Y, entonces, de alguna parte, aparece una amazona. Carmel ha saltado desde las escaleras, lanzándose pared abajo. Está gritando. El hechicero obeah se vuelve justo a tiempo de recibir un bate de aluminio en la cara, y esta vez le hace más daño que a Anna, tal vez porque Carmel está más cabreada. Lo golpea en las rodillas, una y otra vez. Esta es la maldita reina del baile del instituto que pensó que no pintaba nada en esto.

Yo no desperdicio la oportunidad. Clavo mi áthame en su pierna y él aúlla, pero logra alargar el brazo y aferrar la pierna de Carmel. Escucho un estallido húmedo y por fin descubro cómo logra dar tales mordiscos a la gente: ha desencajado gran parte de su mandíbula. Y hunde los dientes en el muslo de Carmel.

—¡Carmel! —es Thomas, gritando mientras baja cojeando las escaleras. No logrará llegar a tiempo hasta ella, al menos no para que conserve la pierna de una pieza, así que me lanzo hacia el hechicero obeah y le clavo el cuchillo en la mejilla. Le destrozaré la mandíbula, lo juro.

Carmel chilla y se aferra a Thomas, que trata de alejarla del cocodrilo. Giro el cuchillo en su boca, pidiendo a Dios que no esté cortando a Carmel en el proceso, y él abre la mandíbula con un ruido húmedo. La casa entera se estremece con su ira.

Solo que no se trata de su ira. Esta no es su casa. Y, además, se está debilitando. Veo que le he cortado bastante la mejilla ahora que estamos luchando sobre un revoltijo baboso. Logra inmovilizarme mientras Thomas arrastra a Carmel lejos, así que no ve lo que yo veo, algo que se está elevando en el aire y que lleva un vestido que gotea sangre.

Me gustaría que tuviera ojos, así podría ver en ellos su sorpresa cuando ella lo agarra por detrás y lo lanza contra la barandilla. Mi Anna se ha levantado del charco de sangre, vestida para la batalla, con el pelo ondeando y las venas negras. La herida de su antebrazo sigue sangrando. No está bien del todo.

En la escalera, el hechicero obeah se pone en pie lentamente. Se sacude el polvo y enseña los dientes. No lo entiendo. Los cortes del costado y la cara, la herida de la pierna, ya no sangran.

—¿Crees que puedes matarme con mi propio cuchillo? —pregunta.

Miro a Thomas, que se ha quitado la chaqueta para anudarla en torno a la pierna de Carmel. Si no puedo matarlo con el áthame, no sé qué hacer. Hay otras formas de deshacerse de un fantasma, pero ninguno de los presentes las conoce. Apenas me puedo mover. Siento la caja torácica como un montón de ramas sueltas.

—No es tu cuchillo —replica Anna—. No después de esta noche —me mira por encima del hombro y sonríe, solo un poco—. Se lo voy a devolver a él.

—Anna —empiezo a decir, pero no sé cómo continuar. Mientras la observo, mientras todos la observamos, levanta un puño y lo hunde en los tablones del suelo, lanzando astillas y trozos de madera rota casi hasta el techo. No sé qué pretende.

Y entonces percibo un suave brillo rojo, como de ascuas.

El rostro de Anna transmite primero sorpresa, y luego felicidad y alivio. La idea era una apuesta arriesgada. Ella no sabía si pasaría algo cuando abriera el agujero en el suelo. Pero ahora que lo ha hecho, enseña los dientes y dobla los dedos como garfios.

El hechicero obeah sisea mientras ella se acerca. Incluso estando débil, Anna no tiene igual. Intercambian golpes. Ella le gira la cabeza y luego la deja volver a su lugar de golpe.

Tengo que ayudarla. No me importa que mis propios huesos me arañen los pulmones. Me impulso sobre el estómago y, utilizando el cuchillo como un piolet de escalador, tiro de mi cuerpo y me arrastro por el suelo.

Mientras la casa se agita, mil tablones y clavos oxidados gruñen desafinadamente. Y luego están los sonidos que ellos hacen al chocar entre sí, un ruido suficientemente denso para provocarme un estremecimiento. Me sorprende que no salten en sangrientos pedazos.

—¡Anna! —mi voz es apremiante, pero débil. No consigo tomar mucho aire. Forcejean, haciendo muecas de esfuerzo. Ella lo retuerce a derecha e izquierda; él gruñe y sacude la cabeza bruscamente hacia delante. Ella se tambalea hacia atrás y me ve acercarme.

—¡Cas! —grita con los dientes apretados—. ¡Tienes que salir de aquí! ¡Tenéis que salir todos de aquí!

—No voy a abandonarte —le contesto a gritos, o al menos eso creo. Mi adrenalina está al mínimo. Noto como si las luces parpadearan. Pero no voy a abandonarla—. ¡Anna!

Ella suelta un alarido. Mientras tenía su atención puesta en mí, el bastardo ha desencajado la mandíbula y ahora está aferrado a su brazo, hundido en su boca como una serpiente. Ver la sangre de Anna en sus labios me hace gritar. Me doy impulso con las piernas y salto.

Lo agarro por el pelo y trato de alejarlo de ella. El corte que le hice en la cara se sacude de manera grotesca a cada movimiento. Corto de nuevo, utilizo el cuchillo para forzar su boca, y juntos empleamos todas nuestras fuerzas para lanzarlo por los aires. Golpea la escalera rota y cae al suelo, despatarrado y aturdido.

—Casio, tienes que irte ahora —dice Anna—. Por favor.

A nuestro alrededor cae polvo. Le ha hecho algo a la casa al abrir ese agujero ardiente en el suelo. Lo sé, y sé que no puede detenerlo.

—Tú te vienes conmigo —la agarro del brazo, pero tirar de ella es como intentar mover una columna griega. Thomas y Carmel me llaman desde la puerta, pero parece que se encontraran a miles de kilómetros. Lo van a lograr. Sus pisadas aporrean los escalones del porche.

En medio de todo, Anna permanece tranquila. Pone su mano en mi cara.

—No me arrepiento de esto —murmura. Sus ojos transmiten ternura.

Luego su mirada se endurece. Me empuja lejos, me devuelve al otro lado de la habitación por el mismo camino por el que vine. Ruedo y siento el doloroso movimiento de mis costillas. Cuando levanto la cabeza, Anna está avanzando hacia el hechicero obeah, que sigue tirado boca abajo donde lo lanzamos, a los pies de la escalera. Lo agarra por un brazo y una pierna. Él empieza a agitarse mientras ella lo arrastra hacia el agujero en el suelo.

Cuando dirige sus ojos cosidos hacia el hueco y lo ve, se asusta. Lanza golpes a la cara y los hombros de Anna, pero sus arremetidas ya no son violentas, sino defensivas. Anna avanza de espaldas hasta que su pie encuentra el agujero y se hunde en él; el resplandor de fuego iluminando su pantorrilla.

—¡Anna! —grito cuando la casa empieza realmente a sacudirse. Pero no puedo levantarme. No puedo hacer otra cosa que mirar cómo se hunde más y más, cómo arrastra al hechicero hacia abajo mientras él chilla y lanza zarpazos y trata de liberarse.

Me impulso hacia delante y empiezo de nuevo a gatear. Siento el sabor de la sangre y el pánico. Tengo las manos de Thomas sobre mí. Está tratando de arrastrarme fuera, igual que hizo semanas atrás, la primera vez que entré en la casa. Sin embargo, parece que aquello sucedió hace años y esta vez me enfrento a él. Deja de insistir y corre hacia las escaleras, donde mi madre está pidiendo ayuda a gritos mientras la casa se zarandea. El polvo dificulta cada vez más la visión y la respiración.

Anna, por favor, mírame otra vez. Pero su cuerpo apenas resulta ya visible. Se ha hundido a tanta profundidad que solo quedan unos mechones de su pelo ondeando por encima del suelo. Thomas ha regresado y tira de mí, me arrastra hacia el exterior de la casa. Le lanzo una cuchillada, aunque no es en absoluto mi intención. Cuando me baja por los escalones del porche y mi cuerpo rebota sobre ellos, mis costillas aúllan, y entonces sí que me gustaría apuñalarlo de verdad. Pero lo ha conseguido. Ha logrado arrastrarme hasta el borde del jardín, junto a nuestro pequeño y derrotado grupo. Mi madre está sujetando a Morfran y Carmel se apoya sobre una pierna.

—Alejaos de mí —gruño, o al menos creo que gruño. No puedo asegurarlo. No soy capaz de hablar con claridad.

Alguien dice:

—Oh.

Me enderezo para mirar hacia la casa. Está llena de luz roja. Palpita como un corazón y lanza un resplandor hacia el cielo nocturno. Luego implosiona con un horrible crujido, las paredes se derrumban sobre sí mismas y lanzan por los aires nubes de polvo, astillas y clavos.

Alguien me cubre para protegerme de la explosión. Pero yo quería verlo.

Quería verla una última vez.