22

La sensación es parecida a la de permanecer demasiado tiempo bajo el agua. Como un tonto, he gastado todo mi oxígeno y, aunque sé que la superficie se encuentra a solo unas patadas de distancia, apenas puedo llegar, atenazado por el asfixiante pánico. Pero mis ojos se abren hacia un mundo borroso, y tomo una primera bocanada de aire. No sé si estoy jadeando, pero siento que es así.

La cara que veo al despertar es la de Morfran, y está demasiado cerca. Instintivamente, trato de hundirme aún más en donde sea que esté tumbado para mantener su barba musgosa a una distancia más segura. Mueve la boca, pero no emite ningún sonido. El silencio es absoluto, y no escucho ni siquiera un zumbido o un murmullo. Mis oídos aún están desconectados de mi cuerpo.

Morfran se ha alejado, gracias a Dios, y está hablando con mi madre. Luego, de repente, veo a Anna, que aparece flotando en mi campo de visión y se coloca junto a mí, en el suelo. Trato de girar la cabeza para seguirla. Roza con sus dedos mi frente, pero no dice nada. Hay alivio tirando de los extremos de sus labios.

Mi capacidad auditiva regresa de manera extraña. Al principio, oigo ruidos amortiguados y, luego, cuando finalmente se definen, no tienen ningún sentido. Creo que mi cerebro piensa que lo han partido en dos y ahora está sacando poco a poco sus antenas, enlazando terminaciones nerviosas y gritando a través de las hendiduras sinápticas, aliviado de descubrir que todo sigue ahí.

—¿Qué está pasando? —pregunto cuando el tentáculo de mi cerebro localiza por fin la lengua.

—Madre mía, tío, creía que estabas acabado —exclama Thomas, apareciendo en el lateral de lo que, ahora veo, es el mismo sofá antiguo sobre el que me tumbaron cuando me desmayé aquella primera noche en casa de Anna. Estoy en la tienda de Morfran.

—Cuando te trajeron… —dice Thomas. No termina la frase, pero sé lo que quiere decir. Pongo mi mano sobre su hombro y le doy un apretón.

—Estoy bien —aseguro, y me incorporo ligeramente con un poco de esfuerzo—. He estado en líos peores.

Desde el extremo opuesto de la habitación, dándonos la espalda a todos y actuando como si tuviera cosas mucho más interesantes que hacer, Morfran da un resoplido.

—No lo creo —se vuelve. Sus gafas de alambre se han resbalado casi hasta la punta de su nariz—. Y aún no has salido de este «lío». Te han lanzado un hechizo obeah.

Thomas, Carmel y yo hacemos eso que se hace cuando alguien está hablando en otro idioma: nos miramos unos a otros y luego decimos:

—¿Qué?

Obeah, muchacho —exclama Morfran—. Magia vudú de las Indias Occidentales. Tienes suerte de que pasara seis años en Anguila con Julian Baptiste. Él sí que era un verdadero hechicero obeah.

Estiro el cuerpo y me siento más erguido. Aparte de un ligero dolor en la espalda y el costado y de la sensación de vértigo, me encuentro bien.

—¿Un hechicero obeah me ha lanzado un hechizo obeah? ¿Es como cuando los pitufos dicen todo el tiempo que pitufean?

—No bromees, Casio.

Es mi madre. Tiene un aspecto horrible. Ha estado llorando. Odio que sufra.

—Aún no entiendo cómo logró entrar en la casa —dice—. Siempre hemos sido muy cuidadosos. Y el hechizo de barrera funcionaba. Funcionó con Anna.

—Era un hechizo magnífico, señora Lowood —responde Anna amablemente—. Jamás habría podido franquear esa puerta, por mucho que hubiera querido —cuando dice esta última parte, sus iris se oscurecen tres tonos.

—¿Qué pasó? Cuando perdí el conocimiento, o lo que fuera —ahora estoy interesado. El alivio de no estar muerto se ha desvanecido.

—Le dije que saliera fuera a enfrentarse conmigo, pero no aceptó. Simplemente sonrió con esa expresión terrible. Luego desapareció. No quedó nada, excepto humo —Anna se vuelve hacia Morfran—. ¿Qué es?

—Era un hechicero obeah. Lo que es ahora, lo ignoro. Cualquier limitación que tuviera desapareció con su cuerpo. Ahora es solo fuerza.

—¿Qué es exactamente el obeah? —pregunta Carmel—. ¿Soy yo la única que no lo sabe?

—Es solo otra palabra para designar el vudú —digo yo, y Morfran golpea con el puño el borde de madera del mostrador.

—Si piensas eso, entonces puedes darte por muerto.

—¿De qué estás hablando? —pregunto. Me pongo en pie con dificultad, vacilante, y Anna toma mi mano. Esta conversación no es para tenerla tumbado.

—El obeah es vudú —explica Morfran—, pero el vudú no es obeah. El vudú no es más que brujería afrocaribeña. Sigue las mismas reglas que la magia que todos nosotros practicamos. El obeah no tiene reglas. El vudú canaliza la energía. El obeah es la propia energía. Un hechicero obeah no canaliza nada, él absorbe, se convierte en la fuente de energía.

—Pero la cruz… Encontré una cruz negra, como la tuya de Papa Legba.

Morfran agita una mano.

—Probablemente empezó practicando vudú. Pero ahora es algo más, mucho más. Nos has implicado en una historia jodida.

—¿A qué te refieres con que os he implicado? —pregunto—. Yo no le he dicho: «¡Oye, tú, el que mató a mi padre, ven a meternos un poco de miedo a mí y a mis amigos!».

—Tú lo trajiste aquí —gruñe Morfran—. Ha estado contigo todo el tiempo —mira el áthame en mi mano—. Montado en ese maldito cuchillo.

No. No. Eso no puede ser lo que ha sucedido. Sé lo que está insinuando, y no puede ser cierto. El áthame parece pesado —más que antes— y el brillo de su hoja surge traicionero y acechante por el rabillo del ojo. Morfran está diciendo que ese hechicero obeah y mi áthame están relacionados.

Mi cerebro lucha contra esa idea, aunque sé que es cierta. ¿Por qué, si no, me habría devuelto el cuchillo? ¿Por qué, si no, Anna habría olido a humo cuando la cortó? Ella dijo que estaba unido a algo más. Algo oscuro. Pensé que se trataba simplemente del poder inherente del cuchillo.

—Él mató a mi padre —me oigo decir.

—Por supuesto que lo hizo —exclama Morfran—. ¿Cómo crees que logró conectarse con el cuchillo?

No digo nada. Morfran me lanza una mirada de relaciónalo todo, genio. Todos la hemos sufrido en un momento u otro, pero acaban de desembrujarme hace cinco minutos, así que dame un respiro.

—Es por tu padre —susurra mi madre. Luego añade—: porque se comió a tu padre.

—La carne —dice Thomas y sus ojos se iluminan. Mira a Morfran en busca de aprobación y continúa—. Es un devorador de carne. La carne es fuerza. Esencia. Cuando se comió a tu padre, absorbió su energía dentro de él —baja los ojos hacia mi áthame como si nunca lo hubiera visto antes—. Lo que tú llamaste lazo de sangre, Cas. Ahora él está unido al cuchillo. Lo ha estado alimentando.

—No —contesto débilmente. Thomas me lanza una impotente expresión de disculpa, tratando de decirme que no lo estaba haciendo a propósito.

—Espera —interrumpe Carmel—. ¿Estás diciéndome que esa cosa tiene trozos de Will y Chase? ¿Que lleva por ahí parte de ellos? —parece aterrorizada.

Bajo los ojos al áthame. Lo he utilizado para hacer desaparecer a docenas de fantasmas. Sé que Morfran y Thomas tienen razón. Entonces, ¿dónde demonios los he estado mandando? No quiero pensar en ello. Las caras de los fantasmas que he matado aparecen tras mis párpados cerrados. Veo sus expresiones, confusas y enfadadas, llenas de miedo. Veo los ojos asustados del autoestopista, tratando de llegar a casa para ver a su chica. No puedo decir que pensara que les estaba ofreciendo el descanso. Lo esperaba, pero no lo sabía con certeza. Pero con toda seguridad no quería hacer esto.

—Es imposible —digo por fin—. El cuchillo no puede estar unido a los muertos. Se supone que los mata, no que los alimenta.

—Lo que tienes en la mano no es el Santo Grial, muchacho —dice Morfran—. Ese cuchillo fue forjado hace mucho tiempo con poderes que es mejor haber olvidado. Que tú lo utilices ahora para hacer el bien no significa que fuera eso para lo que estaba destinado. No significa que sea lo único de lo que es capaz. Lo que quiera que fuera cuando tu padre lo blandía, ahora ya no lo es. Cada fantasma que has matado ha hecho a ese fantasma más fuerte. Es un devorador de carne. Un hechicero obeah. Es un coleccionista de energía.

Estas acusaciones me hacen desear ser un niño de nuevo. ¿Por qué mi mami no los está llamando tontos mentirosos? ¿Por qué no les dice que les va a crecer la nariz como a Pinocho? Pero mi madre permanece en silencio, escuchándolo todo y sin discrepar.

—Estás diciendo que ha estado conmigo todo el tiempo —me siento mareado.

—Estoy diciendo que el áthame es como las cosas que traemos a esta tienda. Ha estado con el cuchillo —Morfran mira a Anna con expresión sombría—. Y ahora la quiere a ella.

—¿Por qué no lo hace él mismo? —pregunto cansado—. Es un devorador de carne, ¿no? ¿Por qué necesita mi ayuda?

—Porque yo no soy de carne —dice Anna—. Si lo fuera, estaría podrida.

—Una explicación sin rodeos —comenta Carmel—, pero tiene razón. Si los fantasmas fueran de carne, serían más como zombis, ¿verdad?

Empiezo a tambalearme al lado de Anna. La habitación comienza a girar ligeramente y noto su brazo en torno a mi cintura.

—¿Qué importa todo esto ahora? —pregunta Anna—. Hay algo que hacer. ¿No podemos dejar esta discusión para más adelante?

Lo dice por mi bien. Hay un ligero tono protector en su voz. La miro con gratitud, mientras permanece a mi lado con su prometedor vestido blanco. Está pálida y delgada, pero nadie podría confundirla con alguien débil. A ese hechicero obeah le debe de parecer el festín del siglo. La quiere para convertirla en su premio de jubilación.

—Voy a matarlo —digo yo.

—Vas a tener que hacerlo —añade Morfran—, si quieres seguir vivo.

Eso no suena bien.

—¿De qué estás hablando?

—No soy un especialista en obeah, para eso serían necesarios más de seis años, hayas conocido o no a Julian Baptiste. Pero incluso si fuera un entendido, no podría deshacer el maleficio. Solo puedo contrarrestarlo y conseguirte tiempo. Pero no mucho. Estarás muerto al amanecer, a menos que hagas lo que él quiere. O que lo mates.

A mi lado, Anna se pone tensa, y mi madre se tapa la boca con la mano y empieza a llorar.

Muerto al amanecer. Está bien. No siento nada, aún, excepto un leve y cansino zumbido por todo el cuerpo.

—¿Qué es lo que me sucederá exactamente? —pregunto.

—No lo sé —replica Morfran—. Podría parecer una muerte natural, o tomar el aspecto de un envenenamiento. De cualquier modo, lo más probable es que algunos de tus órganos empiecen a fallar en las próximas horas. A menos que lo matemos, o la mates a ella —señala con la cabeza a Anna y ella aprieta mi mano.

—Ni se te pase por la cabeza —le digo a Anna—. No voy a hacer lo que él quiere. Y ya está bien del numerito de fantasma suicida.

Anna levanta la barbilla.

—No iba a sugerir eso —dice—. Si me mataras, solo lo harías más fuerte, y luego regresaría para acabar contigo de todos modos.

—Entonces, ¿qué hacemos? —pregunta Thomas.

No me gusta especialmente actuar de cabecilla. No tengo mucha experiencia en ello y me siento mucho más cómodo arriesgando solo mi propio pellejo. Pero esto es así. No hay tiempo para excusas ni anticipaciones. Entre los mil finales que hubiera imaginado para esta historia, nunca habría pensado en este. Aun así, resulta agradable no estar peleando solo.

Miro a Anna.

—Lucharemos en nuestro propio terreno —digo—. Y esperaremos a nuestro oponente recostados sobre las cuerdas.