19

No he podido dormir en toda la noche. Me han asaltado interminables pesadillas y misteriosas figuras que se cernían sobre mi cama. El olor del humo, dulzón y persistente. El maullido del condenado gato a la puerta de mi habitación. Tengo que hacer algo. No tengo miedo a la oscuridad; siempre he dormido como un lirón y he estado en más lugares oscuros y peligrosos de los que me correspondían. Además, he visto la mayoría de las cosas que dan miedo en este mundo y, para ser sincero, las peores son las que te aterrorizan a plena luz del día. Las cosas que tus ojos ven claramente y no pueden olvidar son peor que las oscuras figuras acurrucadas fruto de la imaginación. La imaginación tiene poca memoria; se escabulle y se vuelve borrosa. Los ojos recuerdan mucho más tiempo.

Entonces, ¿por qué me ha asustado tanto un sueño? Porque parecía real. Y porque ha durado demasiado. Abro los ojos y no veo nada, pero estoy seguro de que si alargara la mano debajo de la cama, un brazo en descomposición aparecería ahí abajo y me arrastraría hacia el infierno.

He tratado de culpar a Anna de estas pesadillas, y luego he tratado de no pensar en ella en absoluto. Para olvidar cómo terminó nuestra última conversación. Para olvidar que me encomendó la tarea de recuperar mi áthame y, después de hacerlo, matarla con él. Mientras pienso estas palabras, el aire sale de mi nariz con un fuerte resoplido. Porque, ¿cómo podría hacerlo?

Así que no lo haré. No pensaré en ello y dejar las cosas para más tarde se convertirá en mi nuevo pasatiempo nacional.

Me estoy quedando dormido en medio de la clase de Historia Universal. Por suerte, el señor Banoff no se daría cuenta ni en un millón de años, porque me siento en la última fila y él está junto a la pizarra soltando una perorata sobre las Guerras Púnicas. Probablemente sería un tema que me interesaría si fuera capaz de permanecer consciente el tiempo necesario para seguir el hilo. Pero lo único que recibo es bla, bla, cabezazo, dedo entumecido en mi oreja, despertar repentino. Y vuelta a empezar. Cuando el timbre señala el final de la clase, me despierto sobresaltado y parpadeo una última vez, luego me levanto del pupitre y me dirijo hacia la taquilla de Thomas.

Me apoyo sobre la puerta de la taquilla contigua a la suya mientras él guarda los libros. Está evitando mirarme a los ojos. Algo le preocupa. Su ropa parece mucho menos arrugada de lo habitual. Y también más limpia. Y las distintas prendas combinan entre sí. Se ha arreglado para Carmel.

—¿Es gomina eso que llevas en el pelo? —me burlo.

—¿Cómo puedes estar tan contento? —pregunta—. ¿Es que no has visto las noticias?

—¿De qué estás hablando? —pregunto, decidido a fingir inocencia. O ignorancia. O ambas cosas.

—Las noticias —sisea, y añade bajando la voz—. El tío del parque. El desmembrado —mira a su alrededor, pero nadie le está prestando atención, como de costumbre.

—Piensas que fue Anna —digo.

—¿Y tú no? —pregunta una voz en mi oreja.

Me vuelvo. Carmel está junto a mí. Se coloca al lado de Thomas y, por el modo en que me miran, podría asegurar que ya han discutido esto a fondo. Me siento atacado, y un poco dolido. Me han dejado al margen. Parezco un niño petulante, y eso me enfada.

Carmel continúa.

—No puedes negar que es una increíble coincidencia.

—No lo niego. Pero es una coincidencia. Ella no lo hizo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntan los dos al mismo tiempo. ¡Qué monos!

—Hola, Carmel.

La conversación se corta de forma abrupta cuando Katie se acerca con un grupo de chicas. A algunas no las conozco, pero dos o tres están en clase conmigo. Una de ellas, una morenita con pelo ondulado y pecas, me sonríe. A Thomas lo ignoran por completo.

—Hola, Katie —responde Carmel con frialdad—. ¿Qué pasa?

—¿Aún sigues pensando en echarnos una mano con el baile de invierno? ¿O tendremos que arreglárnoslas Sarah, Nat, Casey y yo?

—¿A qué te refieres con «echar una mano»? Yo soy la presidenta de este pequeño comité —Carmel mira perpleja al resto de las chicas.

—Bueno —dice Katie mirándome directamente—, eso era antes de que estuvieras tan «ocupada».

Creo que a Thomas, igual que a mí, le encantaría salir pitando. Esto resulta más incómodo que hablar de Anna. Pero Carmel es una fuerza a tener en cuenta.

—Oye, Katie, ¿estás tratando de dar un golpe de Estado?

Katie parpadea.

—Pero ¿de qué estás hablando? Yo solo preguntaba.

—Bueno, pues entonces relájate. El baile no es hasta dentro de tres meses. Nos reuniremos el sábado —se gira ligeramente con un gesto despectivo que resulta convincente.

Katie muestra una sonrisa avergonzada. Farfulla algo y alaba el jersey que Carmel lleva puesto antes de alejarse.

—¡Y no os olvidéis de pensar cada una dos ideas para recaudar fondos! —grita Carmel. Nos mira y se encoge de hombros, como disculpándose.

—Guau —suelta Thomas—. Las tías sois unas arpías.

Carmel abre los ojos y luego sonríe.

—Por supuesto que lo somos. Pero no dejéis que eso os distraiga —me mira—. Dinos qué está sucediendo. ¿Cómo sabes que lo de ese corredor no fue obra de Anna?

Ojalá Katie se hubiera quedado un rato más.

—Lo sé —respondo—. He ido a verla.

Intercambian entre ellos miradas maliciosas. Piensan que estoy siendo crédulo. Tal vez, porque es una coincidencia increíble. Aun así, llevo toda mi vida enfrentándome a fantasmas. Merezco el beneficio de la duda.

—¿Cómo puedes estar seguro? —pregunta Thomas—. ¿Y podemos correr ese riesgo? Sé que lo que le sucedió fue terrible, pero ha hecho cosas espeluznantes y tal vez deberíamos enviarla… a donde quiera que tú los envíes. Tal vez sería mejor para todos.

Se podría decir que estoy impresionado por escuchar a Thomas hablar de este modo, aunque no esté de acuerdo con él. Sin embargo, ese tipo de discurso le resulta incómodo. Empieza a balancear el peso del cuerpo de un pie a otro y se empuja las gafas de montura negra hacia arriba.

—No —replico rotundamente.

—Cas —empieza Carmel—. No estás seguro de que no vaya a hacer daño a nadie. Ha estado asesinando gente durante cincuenta años. No fue culpa suya, pero tal vez no resulte tan sencillo dejarlo.

Sus palabras hacen que Anna parezca un lobo que ha probado la sangre de pollo.

—No —digo de nuevo.

—Cas.

—No. Decidme cuáles son vuestras razones, vuestras sospechas. Pero Anna no se merece estar muerta. Y si le clavo mi cuchillo en el estómago… —casi siento náuseas al decirlo—, no sé dónde la estaré mandando.

—Si te conseguimos pruebas…

Ahora me pongo a la defensiva.

—Manteneos lejos de ella. Esto es asunto mío.

—¿Asunto tuyo? —suelta Carmel—. No era asunto tuyo cuando necesitabas ayuda. No fuiste el único que corrió peligro aquella noche en la casa. No tienes ningún derecho a dejarnos fuera ahora.

—Lo sé —respondo, y suspiro. No sé cómo explicarlo. Me gustaría que nuestra relación fuera más cercana, que lleváramos más tiempo siendo amigos, de manera que pudieran saber lo que estoy tratando de decirles sin tener que expresarlo con palabras. O me gustaría que Thomas pudiera leer mejor las mentes. Tal vez pueda, porque coloca su mano sobre el brazo de Carmel y le susurra que a lo mejor deberían darme algo de tiempo. Ella lo mira como si se hubiera vuelto loco, pero retrocede un paso.

—¿Te comportas siempre de este modo con tus fantasmas? —pregunta él.

Miro hacia la taquilla que hay detrás de él.

—¿A qué te refieres?

Sus inquisitivos ojos me miran como buscando mis secretos.

—No sé —dice después de un instante—. ¿Eres siempre tan… protector?

Finalmente me enfrento a su mirada. Tengo una confesión a punto de salir de mi garganta incluso ante las docenas de estudiantes que abarrotan los pasillos de camino a la tercera clase. Escucho retazos de sus conversaciones mientras pasan. Suenan tan normales, y me da por pensar que nunca he tenido una de esas conversaciones. Quejarse de los profesores y pensar el plan para el viernes por la noche. ¿Quién tiene tiempo para eso? Me gustaría hablar con Thomas y Carmel así. Me gustaría estar planeando una fiesta, o decidiendo qué película alquilar y en qué casa verla.

—Tal vez puedas decírnoslo a todos más tarde —dice Thomas, y su voz me transmite que lo sabe. Me alegro—. Deberíamos concentrarnos únicamente en recuperar tu áthame —sugiere. Yo asiento débilmente con la cabeza. ¿Qué es lo que mi padre solía decir? Salir de la sartén y caer en el fuego. Solía hablar, riéndose entre dientes, sobre llevar una vida llena de bombas trampa.

—¿Ha visto alguien a Will? —pregunto.

—Lo he llamado varias veces, pero no ha contestado —dice Carmel.

—Voy a tener que machacarle la cara —digo con pesar—. Will me cae bien y sé lo cabreado que debe de estar, pero no puede quedarse con el cuchillo de mi padre. De ninguna manera.

El timbre suena para indicar el inicio de la tercera clase. Los pasillos se han vaciado, sin que nos hayamos dado cuenta y, de repente, nuestras voces suenan muy altas. No podemos quedarnos aquí en grupo; tarde o temprano algún vigilante de pasillos demasiado entusiasta estará persiguiéndonos. Thomas y yo tenemos hora de estudio, y yo no me encuentro con ganas de ir.

—¿Nos escaqueamos? —pregunta, leyendo mi mente o simplemente actuando como el típico adolescente bienintencionado.

—Claro que sí. ¿Tú qué haces, Carmel?

Se encoge de hombros y se ajusta la chaqueta color crema.

—Tengo Álgebra, pero ¿quién la necesita? Además, no he faltado a ninguna clase todavía.

—Bien. Vamos a pillar algo de comer.

—¿Al Sushi Bowl? —sugiere Thomas.

—Pizza —contestamos Carmel y yo al mismo tiempo, y él sonríe. Mientras avanzamos por el pasillo, me siento aliviado. En menos de un minuto, habremos salido del instituto para internarnos en el aire helado de noviembre, y mandaremos al carajo a cualquiera que intente detenernos.

Y, entonces, alguien me da unos golpecitos en el hombro.

—Hola.

Cuando me vuelvo, lo único que veo es un puño en mi cara —hasta que siento el dolor sordo y multicolor que se produce cuando alguien te golpea directamente en la nariz—. Doblo el cuerpo y cierro los ojos. Noto una humedad caliente y pegajosa en los labios. Me está sangrando la nariz.

—Will, ¿qué haces? —escucho que grita Carmel, luego Thomas se une y Chase comienza a gruñir. Hay ruido de enfrentamiento.

—No lo defiendas —dice Will—. ¿No has visto las noticias? Por su culpa alguien ha muerto.

Abro los ojos. Will me observa por encima del hombro de Thomas. Chase, con el pelo rubio de punta y los músculos marcados bajo la camiseta, está dispuesto a saltar sobre mí y deseoso de darle un empujón a Thomas tan pronto como su cabecilla se lo indique.

—No fue ella —aspiro la sangre, que desciende por mi garganta. Sabe salada, como los peniques antiguos. Al limpiarme la nariz con el dorso de la mano, me queda un rastro rojo brillante.

—«No fue ella» —se burla—. ¿No has escuchado a los testigos? Dicen que escucharon gemidos y gruñidos de una garganta humana y una voz que hablaba pero que no parecía en absoluto de una persona. Dicen que el cuerpo estaba cortado en seis pedazos. ¿Te recuerda a alguien que conozcas?

—Me recuerda a muchos —gruño—. Me suena a cualquier psicópata de tienda barata —excepto que no lo es; lo de la voz hablando en inglés sin parecer humana me eriza el vello de la nuca.

—Estás ciego —dice él—. Es culpa tuya. Todo lo que ha sucedido desde que llegaste aquí. Primero, Mike, y, ahora, ese pobre tío del parque —se detiene, mete la mano en su chaqueta y saca mi cuchillo. Me señala con él de manera acusatoria—. ¡Haz tu trabajo!

¿Es idiota? Debe de estar desquiciado para sacarlo así en medio del instituto. Se lo van a confiscar y a él lo van a expulsar o a obligarlo a visitar al orientador todas las semanas, y luego tendré que entrar Dios sabe en dónde para recuperar el cuchillo.

—Dámelo —le digo. Mi voz suena extraña; la nariz me ha dejado de sangrar, pero noto el coágulo en su interior. Si intento respirar normalmente, me lo tragaré y todo empezará de nuevo.

—¿Por qué? —pregunta Will—. Tú no lo utilizas. Así que tal vez lo haga yo —apunta el cuchillo hacia Thomas—. ¿Qué piensas que pasaría si cortara a alguien vivo? ¿Lo enviaría al mismo lugar que a los muertos?

—Aléjate de él —dice Carmel entre dientes, y se interpone entre Thomas y el cuchillo.

—¡Carmel! —Thomas la obliga a retroceder un paso.

—Ahora le eres fiel a él, ¿eh? —pregunta Will y retrae los labios como si nunca hubiera visto nada más desagradable—, cuando nunca se lo fuiste a Mike.

No me gusta en lo que está desembocando esto. La verdad es que ignoro lo que sucedería si el áthame se utilizara contra una persona viva. Hasta donde yo sé, nunca ha sucedido. No quiero ni pensar en la herida que abriría, en que podría despegarle la piel de la cara a Thomas y dejar un hueco negro a su paso. Tengo que hacer algo, y en ocasiones eso significa comportarse como un cabrón.

—Mike era un gilipollas —digo en voz alta. La sorpresa paraliza a Will, que es lo que pretendía—. No merecía fidelidad. Ni la de Carmel, ni la tuya.

Ahora tiene toda su atención fija en mí. La hoja del cuchillo brilla con intensidad bajo los fluorescentes del instituto. No quiero que mi piel se despegue de mi cara tampoco, pero tengo curiosidad. Me pregunto si mi conexión con el cuchillo, mi derecho de sangre a blandirlo, me protegería de algún modo. Sopeso las probabilidades en mi cabeza. ¿Debería atacarlo? ¿Debería forcejear con él?

Pero en vez de mostrarse cabreado, Will sonríe.

—Voy a matarla, ¿sabes? —dice—. A tu pequeña y dulce Anna.

Mi pequeña y dulce Anna. ¿Es que soy tan transparente? ¿Ha sido obvio para todo el mundo, menos para mí?

—Ya no está débil, idiota —exclamo—. No conseguirás acercarte ni a dos metros, con cuchillo mágico o sin él.

—Ya veremos —responde, y siento un sobresalto en el corazón al ver que mi áthame, el áthame de mi padre, desaparece en la oscuridad de su chaqueta. Lo que más deseo es atacarlo, pero no puedo arriesgarme a que alguien resulte herido. Para reafirmar esa idea, Thomas y Carmel se colocan junto a mí, uno a cada lado, dispuestos a sujetarme.

—Aquí no —dice Thomas—. Lo recuperaremos, no te preocupes. Ya pensaremos cómo.

—Será mejor que lo hagamos deprisa —digo, porque no sé si estaba diciendo la verdad hace un instante. A Anna se le ha metido en la cabeza que debe morir y es capaz de dejar entrar a Will en la casa para evitarme el dolor de tener que matarla yo mismo.

***

Pasamos de la pizza. De hecho, pasamos del resto de las clases y nos marchamos a mi casa. He convertido a Thomas y a Carmel en un buen par de delincuentes. Yo voy con Thomas en su Tempo de dos o tres tonos y Carmel nos sigue en su coche.

—Bueno —dice Thomas, pero se calla y se muerde el labio. Espero a que termine la frase, pero empieza a juguetear con las mangas de su sudadera gris, que son demasiado largas y se están empezando a deshilachar por los bordes.

—Sabes lo de Anna —digo para ayudarlo—. Sabes lo que siento por ella.

Thomas asiente con la cabeza.

Me paso los dedos por el pelo, pero vuelve a caer sobre mis ojos.

—¿Es porque no puedo dejar de pensar en ella? —pregunto—, ¿o realmente puedes escuchar lo que tengo en la cabeza?

Thomas frunce los labios.

—Ninguna de las dos cosas. He intentado mantenerme fuera de tu cabeza desde que me lo pediste. Porque somos… —se calla y adquiere el aspecto de un cordero degollado, con los labios y las pestañas caídos.

—Porque somos amigos —añado y le golpeo el brazo—. Puedes decirlo, tío. Somos amigos. Vosotros sois probablemente mis mejores amigos. Carmel y tú.

—Sí —dice Thomas. Los dos debemos de tener la misma expresión: algo avergonzada, pero alegre. Se aclara la garganta—. Bueno, de todas formas, supe lo tuyo con Anna por la energía. Por el aura.

—¿El aura?

—No se trata solo de algo místico. Probablemente la mayoría de la gente no la perciba, pero yo puedo verla con total claridad. Al principio, pensé que era simplemente la forma en que te comportabas con todos los fantasmas. Te rodeaba una especie de resplandor cada vez que hablabas de ella, sobre todo cuando estabas cerca de la casa. Pero ahora lo tienes todo el tiempo.

Sonrío en silencio. Ella está conmigo todo el tiempo. Ahora me siento un estúpido por no haberlo comprendido antes. Pero bueno, al menos tendré para contar esta extraña historia sobre amor, muerte, sangre y los asuntos de mi padre. Y también sobre estupideces sagradas, soy el sueño húmedo de cualquier psiquiatra.

Thomas mete el coche en el camino de acceso de mi casa. Unos segundos después, Carmel aparca junto a la puerta principal.

—Dejad las cosas en cualquier sitio —les digo cuando entramos. Desparramamos las chaquetas y tiramos las mochilas sobre el sofá. El suave golpeteo de unas pequeñas patas anuncia la llegada de Tybalt, que se encarama al muslo de Carmel para que lo levante en brazos y lo acaricie. Thomas lanza una mirada al gato, pero Carmel sucumbe al pequeño ligón de cuatro patas.

Los llevo a la cocina y se sientan alrededor de la mesa redonda de roble. Rebusco en el frigorífico.

—Hay pizzas congeladas y un montón de embutido y queso. Podría hacer unos bocadillos al horno.

—Bocadillos al horno —contestan Thomas y Carmel al tiempo, y hay un instante de sonrisas y rubor. Murmuro en voz baja algo sobre auras que brillan y Thomas alcanza el paño de secar los cacharros de la encimera y me lo tira. Unos veinte minutos después, estamos masticando unos deliciosos bocadillos al horno, y el vapor del mío parece estar ablandando la sangre que tengo todavía pegada a la nariz.

—¿Me está saliendo un cardenal? —pregunto.

Thomas me mira.

—Nooo —asegura—. Will no sabe dar buenos mamporros, imagino.

—Mejor —contesto—. Mi madre se está hartando de curarme. Creo que ha preparado más hechizos de sanación en este viaje que en los otros doce juntos.

—Este ha sido diferente, ¿verdad? —pregunta Carmel entre mordiscos de pollo y queso—. Anna te ha dejado realmente desconcertado.

Asiento con la cabeza.

—Anna y tú y Thomas. Nunca me había enfrentado a nada como ella. Y nunca había tenido que pedir a otras personas que me ayudaran en una caza.

—Es una señal —dice Thomas con la boca llena—. Creo que significa que deberías quedarte y dar un respiro a los fantasmas por algún tiempo.

Respiro hondo. Este es probablemente el único momento de mi vida en el que podría sentir la tentación de hacerlo. Recuerdo que, cuando era más pequeño, antes de que mi padre muriera, pensaba que sería agradable si lo dejara una temporada. Que sería agradable quedarse en un sitio, hacer amigos y que él jugara conmigo al béisbol los sábados por la tarde, en vez de estar colgado al teléfono con algún ocultista o con la nariz enterrada en un viejo libro mohoso. Pero todos los niños sienten lo mismo con sus padres y sus trabajos, no solo los hijos de los mata fantasmas.

Ahora noto esa sensación de nuevo. Sería agradable quedarse en esta casa. Es acogedora y tiene una cocina agradable. Y sería estupendo poder salir por ahí con Carmel y Thomas, y con Anna. Nos podríamos graduar juntos, tal vez ir a universidades próximas entre sí. Sería casi como una vida normal. Solo yo, mis amigos y mi chica muerta.

La idea es tan ridícula que resoplo.

—¿Qué pasa? —pregunta Thomas.

—No hay nadie más que haga esto —replico—. Incluso si Anna ha dejado de matar, otros fantasmas siguen haciéndolo. Necesito recuperar mi cuchillo. Y, finalmente, tendré que regresar al trabajo.

Thomas parece alicaído. Carmel se aclara la garganta.

—Entonces, ¿cómo recuperamos el cuchillo? —pregunta.

—Obviamente Will no parece dispuesto a dárnoslo sin más —dice Thomas, malhumorado.

—Oye, mis padres son amigos de los suyos —sugiere Carmel—. Podría pedirles que los presionen, ya sabéis, que les digan que Will ha robado un legado familiar muy valioso. No sería mentira.

—No quiero tener que responder demasiadas preguntas sobre por qué mi gran legado familiar es un cuchillo de aspecto terrorífico —digo—. Además, no creo que los padres sean presión suficiente esta vez. Vamos a tener que robarlo.

—¿Entrar en su casa y robarlo? —pregunta Thomas—. Estás loco.

—No tan loco —Carmel se encoge de hombros—. Yo tengo la llave de su casa. Mis padres son amigos de los suyos, ya os lo he dicho. Nos hemos intercambiado las llaves por si alguien se queda encerrado, o una llave se pierde, o es necesario entrar en la casa del otro mientras está fuera de la ciudad.

—Qué curioso —digo, y ella sonríe.

—Mis padres tienen las llaves de medio vecindario. Todo el mundo se muere por intercambiar sus llaves con ellos. Pero la familia de Will es la única con una copia de las nuestras —se encoge de hombros otra vez—. A veces es útil tener a toda una ciudad detrás de ti. Aunque la mayor parte del tiempo es fastidioso.

Por supuesto, ni Thomas ni yo sabemos a lo que se refiere. Hemos crecido con unos padres sonrientes, extraños y brujos. La gente no intercambiaría sus llaves con nosotros ni en un millón de años.

—Entonces, ¿cuándo lo hacemos? —pregunta Thomas.

—Tan pronto como sea posible —respondo—. En algún momento en el que no haya nadie dentro. Por el día. Pronto, justo después de que Will se haya marchado al instituto.

—Pero probablemente lleve el cuchillo encima —dice Thomas.

Carmel saca su teléfono móvil.

—Lanzaré el rumor de que ha estado llevando un cuchillo al instituto y que alguien debería denunciarlo. Él lo escuchará antes de mañana y lo esconderá.

—A menos que decida quedarse en casa sin más —añade Thomas.

Lo miro.

—¿Has oído alguna vez la expresión ser como santo Tomás, que si no lo ve no lo cree?

—No pega en este contexto —replica con petulancia—. Se refiere a una persona que es escéptica. Y yo no estoy siendo escéptico, sino pesimista.

—Thomas —dice Carmel con voz melosa—. No sabía que fueras un cerebrito —sus dedos se mueven frenéticamente por el teclado del teléfono. Ya ha enviado tres mensajes y recibido dos contestaciones.

—Vosotros dos, basta ya —digo—. Iremos mañana por la mañana. Supongo que nos saltaremos la primera y la segunda clase.

—Perfecto —responde Carmel—. Esas son las clases a las que hemos ido hoy.

***

La mañana nos sorprende a Thomas y a mí acurrucados en su Tempo de tres tonos, aparcados a la vuelta de la esquina de la casa de Will. Tenemos la cabeza tapada con la capucha de nuestras sudaderas y la mirada furtiva. Nuestro aspecto es exactamente el que se esperaría de alguien que está a punto de cometer un delito grave.

Will vive en una de las zonas más ricas y mejor conservadas de la ciudad. No podría ser de otra manera. Sus padres son amigos de los de Carmel. Por eso he conseguido tener una copia de las llaves de su casa tintineando en mi bolsillo delantero. Pero, por desgracia, eso significa que puede haber montones de esposas o amas de llaves entrometidas vigilando por las ventanas para ver qué hacemos.

—¿Lo hacemos ya? —pregunta Thomas—. ¿Qué hora es?

—Todavía no —digo, tratando de parecer calmado, como si hubiera hecho esto un millón de veces. Lo que no es cierto—. Carmel no ha llamado aún.

Se tranquiliza un segundo y respira hondo. Luego se pone tenso y se esconde detrás del volante.

—¡Creo que he visto a un jardinero! —susurra.

Lo levanto tirando de su capucha.

—No es posible. En esta época, los jardines están mudando. Tal vez fuera alguien recogiendo hojas. De todas maneras, no estamos aquí sentados con máscaras de esquí y guantes. No estamos haciendo nada malo.

—Aún no.

—Está bien, pero no actúes de forma sospechosa.

Estamos los dos solos. Entre el momento de urdir el plan y el momento de ejecutarlo, decidimos que Carmel sería nuestra infiltrada. Iría al instituto y se aseguraría de que Will estuviera allí. Según nos dijo, sus padres se marchan al trabajo mucho antes de que él salga hacia el instituto. Me imagino que su padre trabajará para un fondo de inversión inmobiliaria o algo así y que su madre será contable o agente de seguros. Sea lo que sea, suena aburrido de verdad.

Carmel puso objeciones, diciendo que estábamos siendo sexistas y que debería estar con nosotros por si algo iba mal, ya que al menos ella tendría una excusa razonable para estar en la casa. Thomas no quiso ni oír hablar de ello. Estaba tratando de ser protector, pero al verle morderse el labio inferior y saltar a cada momento, creo que hubiera sido mejor haber venido con Carmel. Cuando mi teléfono empieza a vibrar, se sobresalta como un gato asustado.

—Es Carmel —digo mientras descuelgo.

—No está aquí —susurra ella con pánico en la voz.

—¿Cómo?

—Ninguno de los dos. Chase tampoco ha venido.

—¿Cómo? —pregunto de nuevo, aunque he oído lo que ha dicho. Thomas me está tirando de la manga como un niño de Primaria impaciente—. No han ido al instituto —exclamo.

Thunder Bay debe de estar maldita. Nada sale bien en esta estúpida ciudad. Y ahora tengo en una oreja a Carmel, que se está preocupando, y en la otra a Thomas, que no deja de conjeturar, y hay demasiada gente en este condenado coche para que yo pueda pensar con calma.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntan los dos al mismo tiempo.

Anna. ¿Qué pasa con Anna? Will tiene el áthame y si le ha llegado el mensaje de texto que Carmel lanzó como señuelo, quién sabe lo que puede haber decidido hacer. Es suficientemente inteligente para urdir una traición; sé que lo es. Y, durante las últimas semanas al menos, he sido lo suficientemente estúpido para caer en una. Se podría estar riendo de nosotros justo en este momento, imaginando cómo registramos su habitación mientras sube por el camino de acceso a la casa de Anna con mi cuchillo y su lacayo rubio detrás.

—Vámonos —gruño mientras cuelgo a Carmel. Tenemos que llegar a casa de Anna y, rápido. Por lo que sé, podría ser demasiado tarde ya.

—¿A dónde? —pregunta Thomas, pero arranca el coche y rodea el edificio hacia la fachada de la casa de Will.

—A casa de Anna.

—No pensarás que… —empieza a decir—. Tal vez se hayan quedado en casa. Tal vez estén de camino al instituto y simplemente se hayan retrasado.

Él sigue hablando, pero mis ojos perciben algo mientras pasamos junto a la casa de Will. Hay algo extraño en las cortinas de una habitación del segundo piso. No es solo que estén echadas, cuando en todas las demás ventanas están descorridas. Es el modo en que están puestas. Parecen… como descolocadas. Como si las hubieran corrido de golpe.

—Para —digo—, y aparca el coche.

—¿Qué pasa? —pregunta Thomas, mientras yo mantengo los ojos fijos en la ventana del segundo piso. Está ahí dentro, sé que está ahí, y de repente enloquezco. Ya he soportado bastante esta mierda. Voy a entrar en esa casa y a recuperar mi cuchillo, y será mejor que Will Rosenberg no se interponga en mi camino.

Salgo del coche antes incluso de que esté parado. Thomas se apresura a seguirme, desabrochándose torpemente el cinturón de seguridad. Suena como si se hubiera medio caído al salir por la puerta del conductor, pero sus familiares pisadas torpes me alcanzan y empieza a hacerme un millón de preguntas.

—¿Qué estamos haciendo? ¿Qué vamos a hacer?

—Voy a recuperar mi cuchillo —replico. Corremos por el camino de acceso y subimos de un salto los escalones del porche. Aparto la mano de Thomas cuando va a llamar con los nudillos y, en vez de eso, utilizo la llave. Estoy alterado y no quiero dar a Will más advertencias de las necesarias. Que intente esconder el cuchillo. Que se atreva a intentarlo. Pero Thomas me agarra las manos.

—¿Qué? —exclamo.

—Usa esto al menos —dice, alargándome un par de guantes. Quiero decirle que ya no somos ladrones, pero es más sencillo ponérselos sin más que discutir. Él se coloca los suyos y yo giro la llave y abro la puerta.

Lo único bueno de entrar en la casa es que la necesidad de mantenerse en silencio evita que Thomas me asalte con sus preguntas. El corazón me golpea las costillas, silencioso pero constante, y noto los músculos tensos y agitados. No es en absoluto como acechar a un fantasma. No me siento seguro, ni fuerte. Tengo la sensación de ser un niño de cinco años en un laberinto de setos después del anochecer.

El interior de la casa es bonito. Suelos de maderas nobles y gruesas alfombras. La barandilla que conduce escaleras arriba parece que hubiera sido tratada con cera para muebles todos los días desde que fue tallada. Hay obras de arte originales en las paredes; no de las modernas y raras —de esas por las que un delgaducho bastardo de Nueva York califica a otro bastardo delgaducho de genio porque pinta «cuadros rojos realmente intensos»—. Esto es arte clásico, marinas de inspiración francesa y pequeños retratos de mujeres con delicados vestidos de encaje. En otras circunstancias, mis ojos se habrían detenido más en ellos. Gideon me enseñó a apreciar el arte en el Victoria and Albert Museum de Londres.

En vez de eso, susurro a Thomas:

—Recuperemos mi cuchillo y larguémonos.

Abro la marcha escaleras arriba y giro a la izquierda en la parte alta, hacia la habitación de las cortinas corridas. Se me ocurre pensar que podría estar completamente equivocado. Tal vez no sea un dormitorio. Podría ser un almacén o una sala de juegos o cualquier otra habitación que pudiera tener las cortinas echadas. Pero ahora no hay tiempo para eso. Estoy delante de la puerta cerrada.

El pomo gira con facilidad cuando lo agarro y la puerta se abre parcialmente. Dentro hay demasiada oscuridad para ver bien, pero adivino la silueta de una cama y lo que parece una cómoda. No hay nadie en la habitación. Thomas y yo nos deslizamos dentro como verdaderos profesionales. De momento, todo va bien. Avanzo hacia el centro de la estancia y parpadeo para que mis ojos se acostumbren a la oscuridad.

—Tal vez deberíamos encender una lámpara o algo —susurra Thomas.

—Tal vez —respondo distraído. Realmente no le estoy prestando atención. Ahora puedo ver un poco mejor, y lo que estoy distinguiendo no me gusta.

Los cajones de la cómoda están abiertos y hay ropa asomando por los bordes, como si los hubieran revuelto con prisa. Incluso la situación de la cama parece extraña. Está colocada en ángulo con la pared. La han movido.

Giro en círculo y veo que la puerta del armario está abierta y hay un póster rasgado por la mitad cerca de él.

—Alguien ha estado aquí ya —dice Thomas, dejando de susurrar.

Me doy cuenta de que estoy sudando y me limpio la frente con el dorso del guante. No tiene sentido. ¿Quién puede haber estado aquí antes? Tal vez Will tuviera otros enemigos. Es una maldita coincidencia, pero parece que últimamente se están produciendo muchas coincidencias.

En la oscuridad, creo distinguir algo cerca del póster, en la pared. Parecen palabras escritas. Me acerco y mi pie golpea algo en el suelo que produce un sonido familiar. Sé lo que es antes incluso de pedirle a Thomas que encienda la luz. Cuando la claridad inunda la habitación, ya he empezado a retroceder y descubrimos en medio de lo que estábamos.

Están los dos muertos. La cosa contra la que mi pie golpeó era el muslo de Chase —o lo que queda de él— y lo que pensé que era escritura en la pared son en realidad rastros de sangre, largos y anchos. Oscura sangre arterial dibujando arcos. Thomas se ha aferrado a mi camisa por detrás y jadea, atenazado por el pánico. Me libero de él con suavidad. Mi cabeza reacciona de manera fría y clínica. El instinto de investigar es más fuerte que la necesidad de correr.

El cuerpo de Will está detrás de la cama. Está tumbado de espaldas, con los ojos abiertos. Tiene un ojo rojo y al principio pienso que se le han reventado todos los capilares, pero es solo una salpicadura de sangre. A su alrededor, la habitación se encuentra destrozada. Las sábanas y mantas están hechas jirones y descansan en un montón junto al brazo de Will. Aún lleva puesto lo que, supongo, es el pijama, unos pantalones de franela y una camiseta. Chase va vestido de calle. Estoy analizando estos datos como lo haría un agente del CSI, ordenándolos y tomando nota de ellos, para evitar pensar en lo que he visto cuando las luces se han encendido.

Las heridas que ambos tienen: brillantes, rojas y aún sangrantes. Grandes trozos de músculo y hueso desgarrados en forma de media luna. Reconocería esas heridas en cualquier parte, aunque solo las haya visto en mi imaginación. Son marcas de mordiscos.

Algo se los ha comido.

Igual que se comió a mi padre.

—¡Cas! —grita Thomas, y por el tono de su voz me doy cuenta de que ha dicho varias veces mi nombre sin obtener respuesta—. ¡Tenemos que largarnos de aquí!

Tengo las piernas paralizadas. Parece que no puedo reaccionar pero, entonces, Thomas me rodea por el pecho, sujetándome los brazos, y me arrastra fuera. Hasta que no apaga la luz y la escena de la habitación se vuelve negra, no me libero de él y echo a correr.