17

¿Es esto lo que quería? La he liberado. Acabo de sacar de su prisión al fantasma que me encargaron matar. Camina lentamente por el porche, tocando los escalones con los dedos, mirando hacia la oscuridad. Se comporta como cualquier animal encerrado al que se saca de su jaula: con precaución e ilusión. Sus dedos recorren la madera de la barandilla combada como si fuera lo más maravilloso que hubieran tocado jamás. Y parte de mí se alegra. Parte de mí sabe que no merecía nada de lo que le sucedió, y me gustaría ofrecerle más que este porche roto. Me gustaría regalarle una vida entera —toda su vida, a partir de esta noche—. Otra parte de mí sabe que hay cuerpos en el sótano, almas que ella robó y que tampoco tuvieron culpa de nada. No puedo devolverle a Anna su vida, porque su vida ya ha desaparecido. Quizá haya cometido un terrible error.

—Tal vez deberíamos largarnos de aquí —dice Thomas en voz baja.

Miro a Carmel y ella asiente con la cabeza, así que franqueo la puerta, tratando de mantenerme entre ellos y Anna, aunque sin mi cuchillo no sé de qué les serviría. Cuando nos oye pasar por la puerta, se vuelve y me mira con una ceja arqueada.

—No pasa nada —dice—. Ya no los haré daño.

—¿Estás segura? —pregunto.

Dirige los ojos hacia Carmel y asiente con la cabeza.

—Estoy segura.

Detrás de mí, Carmel y Thomas suspiran y abandonan torpemente mi sombra.

—¿Estás bien? —le pregunto.

Ella piensa un instante, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Me siento… en mi sano juicio. ¿Es eso posible?

—Probablemente no por completo —suelta Thomas y yo lo golpeo con el codo en las costillas. Pero Anna se ríe.

—Tú lo salvaste la primera vez —dice Anna mirando a Thomas con atención—. Me acuerdo de ti. Lo arrastraste fuera.

—De todas maneras, no creo que lo hubieras matado —replica Thomas, pero sus mejillas se colorean ligeramente. Le gusta la idea de haber actuado como un héroe, y le gusta que se haya mencionado delante de Carmel.

—¿Por qué no lo hiciste? —pregunta Carmel—. ¿Por qué no mataste a Cas? ¿Qué te empujó a elegir a Mike?

—Mike —dice Anna en voz baja—. No lo sé. Tal vez porque eran malvados. Sabía que le habían tendido una trampa, que habían sido crueles. Tal vez sentí… pena por él.

Yo resoplo.

—¿Pena por mí? Podría habérmelas arreglado con esos tíos.

—Ellos te golpearon la cabeza con un trozo de madera de mi casa —Anna me está mirando de nuevo con las cejas alzadas.

—Dices que «tal vez» —interrumpe Thomas—. ¿No lo sabes con seguridad?

—No —responde Anna—. No con seguridad. Pero me alegro —añade, y sonríe. Parece que quisiera decir algo más, pero retira la mirada, con vergüenza o confusión, no sabría especificar.

—Deberíamos irnos —digo yo—. Ese conjuro nos ha quitado mucha energía. A todos nos vendría bien dormir un poco.

—Pero ¿volverás? —pregunta Anna, como si pensara que no fuera a verme más.

Asiento con la cabeza. Regresaré. Para qué, lo ignoro. Sé que no puedo permitir que Will siga con mi cuchillo, y no estoy seguro de que Anna se encuentre a salvo mientras él lo tenga. Aunque esto suena idiota porque, ¿quién dice que estará a salvo si el cuchillo lo tengo yo? Debo dormir. Necesito recuperarme, y reorganizarme y repensar todo.

—Si no estoy en la casa —dice Anna—, llámame. No iré muy lejos.

La idea de que ande correteando por Thunder Bay no me emociona. No sé de lo que sería capaz y mi lado suspicaz me susurra que me acaban de engañar. Pero ahora mismo no puedo hacer nada.

—¿Hemos ganado? —pregunta Thomas mientras descendemos por el camino de acceso.

—No lo sé —respondo, aunque esto no se parece en nada a una victoria. Mi áthame ha desaparecido. Anna está libre. Y lo único que mi cabeza y mi corazón sienten como una certeza es que esto no ha terminado aún. De momento hay un vacío, no solo en el bolsillo trasero de mi pantalón o en mi hombro, sino a mi alrededor. Me siento más débil, como si estuviera sangrando por mil heridas. Ese gilipollas se ha llevado mi cuchillo.

—No sabía que hablaras finlandés, Thomas —dice Carmel.

Él sonríe de lado.

—Y no lo hablo. Ese conjuro era endemoniadamente potente, Cas. Me encantaría conocer a tu proveedor.

—Algún día te lo presentaré —me escucho decir. Pero no ahora. Gideon es la última persona con la que quiero hablar después de perder mi cuchillo. Mis tímpanos estallarían con sus gritos. El áthame. El legado de mi padre. Tengo que recuperarlo, y pronto.

***

El áthame ha desaparecido. Lo has perdido. ¿Dónde está?

Me tiene agarrado por el cuello, estrangula mis respuestas y me lanza contra la almohada.

—¡Estúpido, estúpido, ESTÚPIDO!

Me despierto de golpe, incorporándome en la cama como un autómata. La habitación está vacía. Por supuesto que lo está; no seas estúpido. Al decirme esas palabras a mí mismo, recuerdo el sueño. Solo estoy medio despierto. La sensación de sus manos en mi garganta es persistente. Aún no puedo hablar. Noto demasiada tirantez, ahí y en el pecho. Respiro hondo y, cuando suelto el aire, sale entrecortado, casi como un sollozo. Noto espacios vacíos en el cuerpo, donde debería estar el peso del cuchillo. El corazón me palpita con fuerza.

¿Era mi padre? La idea me hace retroceder diez años, y la culpabilidad de un niño hincha de pronto mi corazón. Pero no. No podía ser él. La cosa de mi sueño tenía acento criollo o cajún, y mi padre creció en Chicago, Illinois, una ciudad con acento neutro. Ha sido simplemente otro sueño, como los demás, aunque al menos este sé qué lo produjo. No necesito una interpretación freudiana para darme cuenta de que me siento culpable por haber perdido el áthame.

Tybalt se sube de un salto a mi regazo. Con la escasa luz de la luna que entra por la ventana solo puedo distinguir el óvalo verde de su iris. Pone una pata sobre mi pecho.

—Sí —digo. El sonido de mi voz en la oscuridad resulta agudo y demasiado alto, pero consigue alejar aún más el sueño. Ha sido tan intenso. Aún recuerdo el olor acre, amargo de algo parecido a humo.

—Miau —dice Tybalt.

—Se acabó el dormir para Teseo Casio —afirmo, levantándolo en brazos y dirigiéndome hacia la escalera.

Cuando llego abajo, me sirvo un poco de café y aparco el culo en la mesa de la cocina. Mi madre ha dejado fuera la jarra de sal para el áthame, además de paños limpios y aceites para frotarlo, lavarlo y dejarlo como nuevo. El cuchillo está ahí fuera, en algún lugar. Puedo sentirlo. Lo noto en las manos de alguien que no debería haberlo tocado jamás. Empiezo a tener pensamientos asesinos contra Will Rosenberg.

Mi madre baja unas tres horas después. Yo sigo sentado en la mesa, contemplando la jarra mientras la luz se intensifica en la cocina. Mi cabeza ha golpeado una o dos veces la madera y luego ha rebotado de nuevo hacia atrás, pero después de beberme casi media cafetera, me siento mejor. Mi madre lleva puesto un albornoz azul y su pelo parece confortablemente enmarañado. Su imagen me calma al instante, incluso cuando mira la jarra de sal vacía y le coloca de nuevo la tapa. ¿Qué tiene mi madre que lo llena todo de calor hogareño y teleñecos bailando?

—Me has robado mi gato —dice mientras se sirve una taza de café. Tybalt debe de sentir mi inquietud; no ha dejado de dar vueltas alrededor de mis pies, algo que normalmente reserva para mi madre.

—Toma, te lo devuelvo —digo cuando ella se acerca a la mesa. Levanto a Tybalt, que no deja de bufar hasta que mi madre lo coloca en su regazo.

—¿No hubo suerte anoche? —pregunta y señala la jarra con la cabeza.

—No exactamente —respondo—. Tuvimos algo de suerte. Suerte de los dos tipos.

Se sienta conmigo y escucha mientras yo me vacío. Le cuento todo lo que vimos, todo lo que descubrimos de Anna, cómo rompí la maldición y la liberé. Termino con mi mayor pesar: que he perdido el áthame de mi padre. Apenas puedo mirarla cuando le digo esta última parte. Ella trata de controlar su expresión. No sé si eso significa que está disgustada por la desaparición o que sabe lo que la pérdida debe de haber supuesto para mí.

—No creo que cometieras un error, Cas —dice con cariño.

—Pero el cuchillo.

—Recuperaremos el cuchillo. Llamaré a la madre de ese muchacho, si es necesario.

Yo refunfuño. Acaba de traspasar la frontera de madre encantadora y reconfortante a reina de los lisiados.

—Pero lo que hiciste con Anna —continúa—, no creo que fuera un error.

—Mi trabajo era matarla.

—¿De verdad? ¿O tal vez fuera detenerla? —se retira de la mesa, sujetando la taza de café entre las manos—. Lo que tú haces, lo que tu padre hacía, nunca ha estado relacionado con la venganza. Tampoco con el desquite, ni con equilibrar balanzas. Esa no es tu misión.

Me froto la cara con una mano. Tengo los ojos demasiado cansados para ver con claridad y el cerebro demasiado cansado para pensar con claridad.

—Pero la has detenido, ¿no es así, Cas?

—Sí —respondo, pero no estoy seguro. Pasó tan deprisa… ¿Realmente me deshice del lado oscuro de Anna, o simplemente le he permitido ocultarlo? Cierro los ojos—. No lo sé. Creo que sí.

Mi madre suspira.

—Deja de beber café —me retira la taza—. Vuelve a la cama y luego regresa a casa de Anna para descubrir en qué se ha convertido.

***

He visto mudar un montón de estaciones. Cuando no estás distraído con el instituto, los amigos y la película que van a estrenar la semana que viene, tienes tiempo para observar los árboles.

El otoño de Thunder Bay es más hermoso que la mayoría. Hay un montón de colores y de susurros. Pero también es más inestable. Llegan días fríos y húmedos, con una capa de nubes grises, y luego otros como hoy, donde el sol resulta tan cálido como en julio y la brisa es tan ligera que las hojas simplemente brillan mientras las mueve.

Mi madre me ha prestado su coche. He conducido hasta la casa de Anna después de dejar a mi madre haciendo algunas compras en el centro de la ciudad. Me dijo que le pediría a un amigo que la llevara a casa. Me alegró saber que ha hecho algunas amistades. Al ser tan abierta y agradable al trato, lo consigue con gran facilidad. No como yo. Creo que a mi padre también le costaba, pero realmente no lo recuerdo y eso me molesta, así que no fuerzo demasiado el cerebro. Preferiría creer que los recuerdos están ahí, bajo la superficie, tanto si realmente es así como si no.

Mientras camino hacia la casa, me parece ver una sombra que se mueve en el lado oeste. Desecho la idea como si fuera una mala pasada de mis ojos cansados… hasta que la sombra se vuelve blanca y me muestra su pálida piel.

—No me he alejado mucho —dice Anna cuando me acerco.

—Te escondías de mí.

—No estaba completamente segura de quién eras. Tengo que ser precavida. No quiero que nadie más me vea. Que pueda salir de la casa no significa que ya no esté muerta —se encoge de hombros. Es increíblemente franca. Debería sentirse herida por todo esto, herida más allá de la cordura—. Me alegro de que hayas vuelto.

—Necesito saber —digo—, si sigues siendo peligrosa.

—Deberíamos entrar —dice ella, y yo estoy de acuerdo. Resulta extraño verla aquí fuera, a la luz del sol, contemplando el mundo como una muchacha que recoge flores en una tarde luminosa. Excepto que cualquiera que se fijara se daría cuenta de que tendría que estar helada vestida solo con ese vestido blanco.

Me conduce al interior de la casa y cierra la puerta como una buena anfitriona. Algo en la casa ha cambiado también. La luz grisácea ha desaparecido. Una clara luz blanca entra por las ventanas, a pesar de la gruesa capa de suciedad de los cristales.

—¿Qué es lo que quieres saber realmente, Cas? —pregunta Anna—. ¿Si voy a matar a más gente? ¿O si todavía puedo hacerlo? —levanta una mano delante de su cara y unas venas negras empiezan a serpentear hacia los dedos. Sus ojos se vuelven negros y el vestido de sangre surge sobre el blanco, más violentamente que antes, salpicando gotitas por todas partes.

Retrocedo de un salto.

—¡Madre mía, Anna!

Se queda suspendida en el aire y da un pequeño revoloteo, como si estuvieran tocando su canción favorita.

—No es agradable, ¿verdad? —arruga la nariz—. No quedan espejos en la casa, pero he podido verme en el cristal de la ventana cuando la luna brilla lo suficiente.

—Aún eres así —digo horrorizado—. Nada ha cambiado.

Cuando exclamo que nada ha cambiando, entrecierra los ojos, pero luego suelta el aire de los pulmones y trata de sonreírme. No lo consigue realmente con ese aspecto parecido al de la tía gótica de Pinhead.

—Casio. ¿Es que no lo ves? ¡Todo ha cambiado! —Anna vuelve al suelo, aunque mantiene los ojos negros y el pelo en movimiento—. No mataré a nadie más. Nunca quise hacerlo. Pero lo que quiera que sea esto, forma parte de mí. Pensé que era la maldición, y tal vez lo fuera, pero… —me mira fijamente a los ojos. La impenetrable oscuridad desaparece y revela a la otra Anna debajo—. La lucha ha terminado. He ganado. Tú me has ayudado a ganar. Ya no estoy dividida en dos. Sé que debes pensar que es monstruoso. Pero yo me siento… fuerte. Me siento segura. Tal vez no me esté explicando bien.

De hecho, es bastante fácil de comprender. Para alguien que fue asesinado del modo en que ella lo fue, sentirse segura es probablemente la mayor prioridad.

—Lo entiendo —digo en voz baja—. La fuerza es a lo que te agarras. Más o menos como yo. Cuando voy por un lugar encantado con mi áthame en la mano, me siento fuerte. Intocable. Es embriagador. No sé si la mayoría de la gente sentirá jamás algo así —arrastro los pies—. Y entonces te conocí y todo se fue por el retrete.

Anna se ríe.

—Llego aquí todo malote y orgulloso y tú me utilizas para jugar una partida de frontón —sonrío—. Eso hace que un tío se sienta realmente viril.

Anna sonríe también.

—A mí me hizo sentir muy viril —su sonrisa titubea—. Hoy no lo has traído contigo. El cuchillo. Puedo sentirlo cuando está cerca.

—No. Will se lo llevó. Pero lo recuperaré. Era de mi padre; no voy a dejar que desaparezca —entonces me asalta una pregunta—. ¿Cómo lo sientes? ¿Qué sientes?

—La primera vez que te vi, no sabía de qué se trataba. Noté algo en los oídos, en el estómago, como un murmullo que no llegaba a ser música. Tiene mucho poder. Y aunque sabía que su fin era matarme, me atraía de algún modo. Entonces, cuando tu amigo me cortó…

—Él no es mi amigo —digo entre dientes—. No exactamente.

—Pude sentir cómo fluía hacia él. Cómo empezaba a marcharme hacia dondequiera que nos envíe. Pero era desagradable. Tiene voluntad propia. Quería estar en tu mano.

—Así que no te habría matado —digo aliviado. No quiero que Will pueda utilizar mi cuchillo. No me importa lo infantil que suene. Es mi cuchillo.

Anna se vuelve, pensativa.

—No, sí que me habría matado —dice con seriedad—. Porque no está ligado únicamente a ti. Está unido a algo más. Algo oscuro. Cuando estaba sangrando, pude oler algo. Me recordó un poco a la pipa de Elias.

Desconozco de dónde procede el poder del áthame y Gideon nunca me lo ha explicado, si es que él lo sabe, pero si ese poder viene de algo oscuro, entonces que así sea. Yo lo utilizo para algo bueno. Y respecto al olor de la pipa de Elias…

—Probablemente fuera solo algo de lo que estabas asustada después de ver cómo te asesinaban —le digo con cautela—. Ya sabes, como soñar con zombis después de ver Tierra de los Muertos.

—¿Tierra de los Muertos? ¿Es eso con lo que sueñas? —pregunta—. ¿Tú que te ganas la vida matando fantasmas?

—No. Yo sueño con pingüinos construyendo puentes. No me preguntes por qué.

Anna sonríe y se coloca el pelo detrás de la oreja. Cuando hace eso, siento como un tirón en lo más profundo del pecho. ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué he venido aquí? Apenas lo recuerdo.

En algún lugar de la casa, una puerta se cierra de golpe. Anna da un respingo. Creo que jamás la había visto sobresaltarse. Su pelo se levanta y empieza a ondear. Es como un gato arqueando la espalda y levantando la cola.

—¿Qué ha sido eso? —pregunto.

Ella sacude la cabeza. No podría decir si está avergonzada o asustada. Parece que ambas cosas.

—¿Recuerdas lo que te enseñé en el sótano? —pregunta.

—¿El montón de cadáveres? No, se me ha borrado de la mente. ¿Te estás quedando conmigo?

Ella ríe, nerviosa.

—Siguen aquí —susurra.

Mi estómago aprovecha la oportunidad para retorcerse y mis pies se arrastran sin mi permiso. La imagen de todos esos cuerpos permanece fresca en mi memoria. De hecho, aún recuerdo el olor del agua verdosa y la podredumbre. La idea de que ahora estén deambulando por la casa con voluntad propia —que es lo que Anna está insinuando— no me agrada.

—Supongo que ahora me rondan ellos a mí —dice en voz baja—. Por eso salí fuera. No es que me asusten —añade rápidamente—, pero no puedo soportar verlos —se detiene y cruza los brazos sobre su estómago, como si se estuviera abrazando a sí misma—. Sé lo que estás pensando.

¿De verdad?, porque yo no.

—Que debería encerrarme aquí dentro con ellos. Después de todo, es culpa mía —su voz no suena malhumorada. No me está pidiendo que muestre mi desacuerdo. Sus ojos, dirigidos hacia los tablones del suelo, son sinceros—. Ojalá pudiera decirles que me gustaría volver atrás.

—¿Qué más da eso? —pregunto en voz baja—. ¿Cambiaría algo si Malvina te dijera que lo siente?

Anna niega con la cabeza.

—Por supuesto que no. Estoy siendo una estúpida.

Desvía los ojos hacia la derecha, solo un instante, pero sé que está mirando el tablón roto del que sacamos el vestido anoche. Parece casi asustada. Tal vez debería venir con Thomas para sellarlo o algo así.

Muevo la mano con nerviosismo. Reúno todo mi coraje y la deslizo hasta su hombro.

—No estás siendo estúpida. Ya pensaremos algo, Anna. Los exorcizaremos. Morfran sabrá cómo conseguir que desaparezcan.

Todo el mundo necesita un poco de descanso, ¿no es verdad? Ahora parece convencida; lo que está hecho, hecho está, y ella merece encontrar algún tipo de paz. Pero incluso así, por sus ojos se deslizan oscuros y perturbadores recuerdos de lo que hizo. ¿Cómo se supone que va a olvidarlo?

Decirle que no se torture lo empeoraría todo. No puedo absolverla, pero quiero intentar que olvide, al menos por un instante. Una vez fue inocente, y me tortura que no pueda recuperar esa inocencia.

—Ahora tienes que encontrar tu camino de regreso al mundo —le digo suavemente.

Anna abre la boca para hablar, pero nunca sabré lo que pretendía decir. La casa se sacude literalmente, como si la estuvieran levantando con un gato enorme. Cuando se asienta, se produce una sacudida y con la vibración aparece una figura frente a nosotros. Lentamente se aleja de las sombras hasta que resulta visible, un pálido cadáver a plena luz del día.

—Yo solo quería pasar la noche —dice. Suena como si tuviera la boca llena de grava, pero al fijarme mejor me doy cuenta de que tiene todos los dientes sueltos.

—Anna —digo agarrándole el brazo, pero ella no me permite que la arrastre. Aguanta sin rechistar mientras él extiende los brazos a ambos lados. La postura de Cristo lo empeora todo cuando empieza a brotar sangre a través de su ropa harapienta, oscureciendo la tela por todas partes, por todo el cuerpo. Su cabeza queda colgando, se mueve atrás y adelante de forma violenta y, de repente, sale despedida hacia arriba. Él grita.

El sonido que escucho de algo rasgado no es solo la camisa. Sus intestinos salen despedidos en forma de grotesca cuerda y golpean el suelo. Empieza a verterse hacia delante, hacia Anna, y yo tiro de ella con fuerza suficiente para arrastrarla hacia mi pecho. Cuando me coloco entre Anna y él, otro cuerpo atraviesa la pared, esparciendo polvo y astillas por todas partes. Sus trozos ruedan por el suelo, con los brazos y las piernas desgarrados. La cabeza nos mira mientras se desliza, sacando los dientes.

No tengo ganas de contemplar una lengua ennegrecida descomponiéndose, así que envuelvo a Anna con el brazo y la obligo a moverse. Gime con suavidad, pero se deja llevar, así que nos apresuramos a franquear la puerta hacia la seguridad que ofrece la luz del sol. Por supuesto, cuando miramos atrás no hay nada. La casa sigue como antes, sin sangre en el suelo, ni agujeros en la pared.

Mientras mira hacia la puerta, Anna parece abatida —culpable y aterrorizada—. Yo ni siquiera pienso, solo la acerco a mí y la abrazo con fuerza. Mi respiración se agita en su pelo. Sus puños tiemblan aferrados a mi camisa.

—No puedes quedarte aquí —digo.

—No hay ningún sitio al que pueda marcharme —contesta—. No es tan horrible. No tienen demasiada fuerza. Solo pueden hacer demostraciones como esta cada varios días. Probablemente.

—No puedes hablar en serio. ¿Y si se vuelven más fuertes?

—¿Qué esperabas? —exclama y retrocede, fuera de mi alcance—, ¿que todo esto llegaría sin coste alguno?

Quiero replicar, pero nada me suena convincente, ni siquiera en mi cabeza. No puede continuar así. Se volverá loca. No me importa lo que diga.

—Iré a ver a Thomas y a Morfran —aseguro—. Ellos sabrán qué hacer. Mírame —digo, levantándole la barbilla—. No dejaré que esto siga así. Te lo prometo.

Si hubiera respondido con algún gesto, se habría encogido de hombros. Para ella, es un castigo merecido. Pero está muy impresionada, y eso evita que discuta. Cuando me dirijo al coche, vacilo.

—¿Estarás bien?

Anna me regala una sonrisa irónica.

—Estoy muerta. ¿Qué me podría pasar?

Aun así, tengo la sensación de que, mientras yo no esté, pasará la mayor parte del tiempo fuera de la casa. Bajo por el camino.

—¿Cas?

—¿Sí?

—Me alegro de que regresaras. No estaba segura de que lo hicieras.

Asiento con la cabeza y meto las manos en los bolsillos.

—No me marcharé a ninguna parte.

Dentro del coche, pongo la radio a todo volumen. Es agradable cuando estás hasta las narices del escalofriante silencio. Lo hago mucho. Me estoy tranquilizando con algo de los Stones cuando una noticia interrumpe la melodía de Black.

«El cuerpo fue hallado junto a las puertas del cementerio de Park View y puede haber sido víctima de un rito satánico. La policía aún desconoce la identidad de la víctima, sin embargo Canal 6 ha sabido que el crimen fue especialmente brutal. Aparentemente, la víctima, un hombre de unos cincuenta años, ha sido desmembrada».