15

La casa se mantiene a la espera. Todos los que me rodean en el camino de acceso están muertos de miedo por lo que hay en su interior, pero a mí me produce más escalofríos la casa en sí. Sé que parece tonto, pero no puedo evitar sentir que nos está mirando, y que tal vez se ríe y se burla de nuestros infantiles intentos por detenerla, carcajeándose hasta los cimientos mientras agitamos patas de pollo en dirección a ella.

El aire es frío. El aliento de Carmel forma pequeñas nubes de vapor. Lleva puesta una chaqueta de pana gris oscuro y una bufanda roja de tejido suelto; oculta bajo la bufanda, está la bolsa de hierbas de mi madre. Will apareció con una cazadora del instituto, por supuesto, y Thomas ofrece un aspecto tan desaliñado como siempre con su desgastada chaqueta del ejército. Él y Will jadean mientras colocan las piedras del lago Superior alrededor de nuestros pies en un círculo de metro y medio.

Carmel se acerca y se sitúa junto a mí mientras yo contemplo la casa. El áthame cuelga de mi hombro por su correa. Lo guardaré en el bolsillo después. Carmel olfatea su bolsa de hierbas.

—Huele a caramelos de regaliz —dice, y huele la mía para asegurarse de que son lo mismo.

—Tu madre es lista —dice Thomas detrás de nosotros—. No estaba en el conjuro, pero nunca viene mal añadir un poco de suerte.

Carmel le sonríe en la oscuridad.

—¿Dónde has aprendido todas esas cosas?

—De mi abuelo —responde con orgullo y le entrega una vela. Le da otra a Will y luego una a mí—. ¿Listos? —pregunta.

Miro la luna. Está brillante, fría, y me da la sensación de que sigue llena. Sin embargo, el calendario indica que está menguando, y hay gente a la que le pagan por hacer calendarios, así que supongo que tendrán razón.

El círculo de piedras se encuentra a solo seis metros de la casa. Ocupo mi lugar al oeste y los demás se mueven hacia sus puestos. Thomas está tratando de mantener en equilibrio el cuenco de visión en una mano mientras sujeta la vela con la otra, y veo una botella de agua mineral que sobresale de su bolsillo.

—¿Por qué no le das las patas de pollo a Carmel? —sugiero cuando intenta colocárselas entre los dedos anular y meñique. Ella alarga la mano con cautela, pero no con demasiada cautela. No es tan remilgada como pensé cuando la conocí.

—¿Lo sentís? —pregunta Thomas con los ojos brillantes.

—¿Si sentimos el qué?

—Las energías se están moviendo.

Will mira a su alrededor con expresión escéptica.

—Lo único que siento es frío —dice en tono brusco—. Y que estoy acojonado.

—Encended las velas, en sentido contrario a las agujas del reloj desde el este.

Se prenden cuatro pequeñas llamas que nos iluminan el rostro y el pecho, revelando unas expresiones que combinan asombro, miedo y una ligera sensación de idiotez. Solo Thomas permanece imperturbable. Apenas está ya con nosotros. Tiene los ojos cerrados y cuando habla, su voz suena aproximadamente una octava más grave de lo habitual. Noto que Carmel está asustada, pero no dice nada.

—Empezad a salmodiar —ordena Thomas, y nosotros obedecemos. No puedo creerlo, pero ninguno se equivoca. La salmodia es en latín, cuatro palabras repetidas una y otra vez. Suenan estúpidas en nuestras bocas, pero cuanto más las decimos menos estúpido parece todo. Incluso Will está cantando con toda su alma.

—No paréis —dice Thomas, abriendo los ojos—. Moveos hacia la casa. No rompáis el círculo.

Cuando nos movemos todos juntos, siento el poder del conjuro. Noto que caminamos a la par, todas las piernas, todos los pies, unidos por un hilo invisible. Las llamas de las velas permanecen rígidas, sin titilar, como un fuego sólido. No puedo creer que sea Thomas el que esté haciendo esto —el pequeño y rarito de Thomas, ocultando todo este poder tras una chaqueta del ejército—. Subimos juntos los escalones y, antes de darme cuenta, llegamos a la puerta.

La puerta se abre. Anna nos mira.

—Has venido a hacerlo —dice con tristeza—. Es lo correcto —mira a los demás—. Ya sabes lo que sucede cuando ellos entran —me advierte—. No puedo controlarlo.

Quiero decirle que no pasará nada. Quiero pedirle que lo intente. Pero no puedo dejar de salmodiar.

—Dice Cas que todo saldrá bien —comenta Thomas detrás de mí, y mi voz está a punto de fallar—. Quiere que lo intentes. Necesitamos que entres dentro del círculo. No te preocupes por nosotros. Estamos protegidos.

Por una vez me alegro de que Thomas haya entrado dentro de mi cabeza. Anna lo mira, luego a mí y de nuevo a él, y entonces se retira en silencio de la puerta. Yo franqueo el umbral el primero.

Sé cuándo los demás están dentro no solo porque nuestras piernas se mueven al mismo tiempo, sino porque Anna empieza a transformarse. Las venas serpentean por sus brazos y su cuello y rodean su rostro. Su pelo se convierte en una maraña negra y brillante. Sus ojos se oscurecen. Y el vestido blanco se empapa de una sangre tan brillante que parece de plástico cuando la luz de la luna rebota sobre ella; resbala por sus piernas y gotea en el suelo.

Detrás de mí, el círculo no vacila. Estoy orgulloso de ellos; tal vez, después de todo, sean cazafantasmas.

Anna tiene los puños tan apretados que empieza a filtrarse sangre negra a través de sus dedos. Está haciendo lo que Thomas le pidió. Está tratando de controlarse, de dominar el impulso de desgarrar la piel de sus gargantas y arrancarles los brazos de los hombros. Yo dirijo el círculo hacia el interior y ella cierra los ojos, apretando los párpados. Nuestras piernas se mueven más deprisa. Carmel y yo giramos de modo que nos colocamos el uno frente al otro. El círculo se está ampliando, permitiendo que Anna se dirija hacia el centro. Por un instante, Carmel desaparece completamente de mi vista y lo único que veo es el cuerpo sangrante de Anna. Entonces entra y el círculo se cierra.

Lo conseguimos justo a tiempo. Era todo lo que podía hacer para contenerse, y entonces sus ojos y su boca se abren en un grito ensordecedor. Corta el aire con los dedos como garfios y siento cómo Will retrocede un pie, pero Carmel reacciona con rapidez y coloca las patas de pollo debajo de donde Anna está suspendida. El fantasma se calma, ya no se mueve, pero nos mira con odio mientras gira lentamente.

—El círculo está trazado —dice Thomas—. Está contenida.

Se arrodilla y nosotros lo imitamos. Es extraña la sensación de que todas nuestras piernas reaccionen como una. Coloca el cuenco de visión plateado en el suelo y abre la botella de agua mineral.

—Funciona tan bien como cualquier otra —nos asegura—. Es limpia, cristalina y conductiva. Lo del agua bendita o de un manantial subterráneo… es puro esnobismo —el líquido cae en el recipiente con un sonido puro y musical y esperamos hasta que la superficie está quieta.

—Cas —dice Thomas, y yo lo miro. Me sobresalto al darme cuenta de que no ha hablado en voz alta—. El círculo nos mantiene unidos. Estamos los unos dentro de la mente de los otros. Dime lo que quieres saber, lo que necesitas ver.

Esto es realmente raro. El conjuro es fuerte —tengo la sensación de estar conectado a la tierra y al mismo tiempo volando como una cometa, pero me siento con los pies firmes, seguro.

Muéstrame lo que le ocurrió a Anna, pienso con cuidado. Enséñame cómo la asesinaron, qué le da esta fuerza.

Thomas cierra los ojos de nuevo y Anna comienza a estremecerse suspendida en el aire, como si tuviera fiebre. A Thomas se le desploma la cabeza. Por un instante, pienso que se ha desmayado y que estamos en problemas, pero luego me doy cuenta de que está simplemente mirando dentro del cuenco de visión.

—Madre mía —escucho que susurra Carmel.

El aire que hay a nuestro alrededor está cambiando. La casa que nos rodea está cambiando. La extraña luz grisácea se vuelve poco a poco más cálida y la capa de polvo que cubre los muebles desaparece. Parpadeo. Estoy viendo la casa de Anna como debió de ser cuando ella estaba viva.

Hay una alfombra tejida en telar que cubre el suelo del salón, iluminado con lámparas que desprenden una luz amarillenta. Escuchamos que la puerta se abre y se cierra detrás de nosotros, pero yo estoy todavía demasiado ocupado observando los cambios, las fotografías que cuelgan de las paredes y el bordado rojo óxido del sofá. Al fijarme bien, veo que no todo es tan bonito; la lámpara de araña está deslustrada y le faltan cristales y hay un desgarrón en la tela de la mecedora.

Una figura atraviesa la habitación, una chica con una falda marrón oscuro y una blusa gris. En las manos, sujeta varios libros escolares. Lleva el pelo recogido en una larga coleta castaña, amarrada con un lazo azul. Se vuelve al escuchar un sonido en la escalera, y entonces veo su rostro. Es Anna.

Verla viva resulta indescriptible. Una vez pensé que no podría quedar mucho de la chica viva dentro de lo que Anna es ahora, pero me equivoqué. Cuando se vuelve hacia el hombre de la escalera, sus ojos me resultan familiares. Son duros e inteligentes. Muestran enfado. Sin mirarlo, sé que ese es el hombre del que me habló —el que iba a casarse con su madre.

—¿Qué has aprendido hoy en la escuela, querida Anna? —su acento es tan fuerte que apenas puedo distinguir sus palabras. Desciende por las escaleras y sus pasos resultan exasperantes perezosos, confiados y demasiado ruidosos. Camina con una ligera cojera, pero no utiliza el bastón de madera que lleva en la mano. Cuando se mueve alrededor de ella, me recuerda a un tiburón nadando en círculos. Anna aprieta los dientes.

El hombre alarga la mano por encima del hombro de Anna y recorre con el dedo la tapa del libro.

—Más cosas que no necesitas.

—Mamá quiere que saque buenas notas —replica Anna. Es la misma voz que conozco, solo que con un acento finlandés más marcado. Se vuelve y, aunque no lo veo, sé que lo está mirando.

—Y así lo harás —él sonríe. Tiene el rostro anguloso y una buena dentadura. Luce una sombra de barba y una incipiente calva. Lo que conserva de su cabellera rubia rojiza lo lleva peinado hacia atrás—. Chica lista —susurra, levantando un dedo hacia la cara de Anna. Ella se retira de golpe y corre escaleras arriba, pero no parece que esté huyendo. Es más bien una pose.

Esa es mi chica, pienso yo, y entonces recuerdo que estoy en el círculo. Me pregunto cuántos de mis pensamientos y sensaciones estarán recorriendo la mente de Thomas. Detrás de mí, escucho cómo gotea el vestido de Anna y percibo sus estremecimientos a medida que la escena avanza.

Mantengo los ojos fijos en el hombre: el futuro padrastro de Anna. Sonríe para sí y, cuando la puerta de Anna se cierra en el segundo piso, se lleva la mano a la camisa y saca un lío de tela blanca. No sé de qué se trata hasta que se lo acerca a la nariz. Es el vestido que ella cosió para el baile. El vestido con el que murió.

—Jodido pervertido —piensa Thomas dentro de nuestras cabezas. Yo aprieto los puños. El impulso de correr hacia el hombre es irresistible, incluso aunque sé que estoy contemplando algo que sucedió hace sesenta años. Lo estoy viendo como si fuera una proyección. No puedo cambiar nada.

El tiempo avanza; la luz cambia. Las lámparas parecen brillar con mayor intensidad y vislumbro figuras en grupos oscuros y borrosos. Escucho palabras, conversaciones y discusiones apagadas. Mis sentidos luchan por mantenerse atentos.

Hay una mujer a los pies de la escalera. Lleva puesto un vestido totalmente negro que parece áspero como el demonio, y el pelo recogido en un apretado moño. Está mirando hacia el segundo piso, así que no veo su rostro. Sin embargo, distingo que tiene el vestido de Anna en una mano y lo mueve de arriba abajo. En la otra, lleva un rosario.

Siento más que escucho que Thomas olfatea el aire. Sus mejillas se contorsionan —ha percibido algo.

Poder, piensa. Poder del negro.

No sé a qué se refiere. No tengo tiempo de preguntármelo.

—¡Anna! —grita la mujer. Anna aparece en el pasillo de la segunda planta.

—¿Qué quieres, mamá?

Su madre alza el vestido en un puño.

—¿Qué es esto?

Anna parece sorprendida. Su mano agarra con rapidez el pasamanos.

—¿De dónde has sacado eso? ¿Cómo lo has encontrado?

—Estaba en su habitación —es él de nuevo, saliendo de la cocina—. La escuché decir que lo estaba cosiendo. Lo busqué por su propio bien.

—¿Es eso cierto? —pregunta su madre—. ¿Qué significa esto?

—Es para un baile, mamá —responde Anna enfadada—. Un baile del instituto.

—¿Esto? —su madre levanta el vestido y lo extiende con ambas manos—. ¿Esto es para bailar? —lo sacude en el aire—. ¡Puta! ¡No irás a bailar! Vaya una niña consentida. ¡No saldrás de esta casa!

En lo alto de la escalera, escucho una voz más suave y dulce. Una mujer con piel aceitunada y una larga trenza de pelo negro agarra a Anna por los hombros. Esta debe de ser María, la amiga costurera que dejó a su hija en España.

—No se enfade, señora Korlov —dice María rápidamente—. Yo la ayudé. Fue idea mía. Algo bonito.

—Tú —escupe la señora Korlov—. Tú lo has empeorado todo, susurrando tu porquería española a los oídos de mi hija. Desde que llegaste se ha vuelto obstinada, orgullosa. No quiero que sigas cuchicheando con ella. ¡Quiero que te marches de esta casa!

—¡No! —grita Anna.

El hombre da un paso hacia su prometida.

—Malvina —dice—. No podemos perder inquilinos.

—Cállate, Elias —responde Malvina con tono brusco. Empiezo a comprender por qué Anna no podía contarle a su madre detrás de lo que andaba Elias.

La escena se acelera. Siento más que veo lo que sucede. Malvina arroja el vestido a Anna y le ordena que lo queme. Cuando su hija intenta convencerla de que permita que María se quede, le da una bofetada en la cara. Anna está llorando, pero solo la Anna de los recuerdos. La real bufa mientras lo contempla todo, con su negra sangre hirviendo. Me encantaría hacer una combinación de ambas.

El tiempo avanza y mis ojos y oídos se esfuerzan para seguir a María mientras se marcha con una única maleta. Anna le pregunta qué va a hacer y le suplica que se quede cerca. Y entonces se apagan todas las lámparas excepto una y las ventanas se oscurecen.

Malvina y Elias están en el salón. Ella está tejiendo algo de color azul oscuro y él lee el periódico y fuma en pipa. Parecen abatidos, incluso durante sus rutinas nocturnas de ocio. Sus rostros se muestran relajados y aburridos y en sus bocas se dibuja una ligera mueca. No tengo ni idea de cómo se desarrolló este noviazgo, pero tuvo que ser tan interesante como ver bolos en la televisión. Mi mente regresa a Anna —todas nuestras mentes regresan a Anna— y como si la hubiéramos convocado, desciende por la escalera.

Tengo la extraña sensación de querer cerrar los ojos con fuerza y de ser incapaz de alejarlos de la escena. Anna lleva puesto el vestido blanco. Es el vestido con el que morirá, pero no parece el mismo ahora que entonces.

Esa muchacha que está de pie al final de la escalera, que sujeta una bolsa de tela y observa las sorprendidas y cada vez más furiosas caras de Malvina y Elias, está increíblemente viva. Tiene los hombros rectos y firmes y el pelo oscuro le cae en ondas por la espalda. Alza la barbilla. Ojalá pudiera ver sus ojos, porque sé que los tiene tristes y triunfantes.

—¿Qué crees que estás haciendo? —pregunta Malvina. Mira a su hija horrorizada, como si no la conociera. El aire que la rodea parece ondularse y me llega un tufillo del poder del que Thomas estaba hablando.

—Me voy al baile —responde Anna con tranquilidad—. Y no voy a regresar a casa.

—Tú no irás a ningún baile —dice Malvina con acritud, levantándose de la silla como si estuviera acechando a una presa—. No irás a ninguna parte con ese horrible vestido —avanza hacia su hija, entrecerrando los ojos y tragando saliva, como si fuera a vomitar—. Te vistes de blanco como una novia, pero ¡qué hombre querrá casarse contigo después de que hayas dejado a los chicos del instituto que te levanten la falda! —inclina la cabeza hacia atrás como una víbora y le espeta a Anna en la cara—: Tu padre se avergonzaría de ti.

Anna no se mueve. Lo único que traiciona sus emociones es que el pecho le sube y baja con rapidez.

—Papá me quería —dice en voz baja—. No sé por qué tú no.

—Las chicas malas son tan inútiles como estúpidas —dice Malvina con un movimiento de la mano. No sé a qué se refiere. Creo que su inglés no es muy preciso. O tal vez sea simplemente tonta. Tal vez es eso.

Mientras miro y escucho, noto sabor a bilis en la garganta. Nunca había oído a nadie hablar a sus hijos de ese modo. Me gustaría alargar la mano y zarandearla hasta que recupere algo de sentido común. O al menos hasta que escuche que le cruje algo.

—Sube a tu cuarto y quítatelo —le ordena Malvina—. Y bájalo para quemarlo.

Veo cómo la mano de Anna se aferra a su bolsa. Todo lo que posee está guardado en un pequeño trapo marrón atado con una cuerda.

—No —replica ella con calma—. Me voy de aquí.

Malvina se ríe. Emite un sonido crispado y nervioso y una luz oscura invade sus ojos.

—Elias —dice—. Lleva a mi hija a su habitación y quítale ese vestido.

Dios mío, piensa Thomas. Por el rabillo del ojo, veo que Carmel se lleva la mano a la boca. No quiero ver, ni saber nada más. Si ese hombre la toca, romperé el círculo. No me importa que sea solo un recuerdo. No me importa si es necesario saber esto. Le romperé el cuello.

—No, mamá —dice Anna sin miedo, pero cuando Elias se dirige hacia ella, se pone en guardia—. No dejaré que se acerque a mí.

—Pronto seré tu padre, Anna —dice Elias. Sus palabras me revuelven el estómago—. Debes obedecerme —se relame los labios con ansiedad. Detrás de mí, escucho que mi Anna, Anna vestida de sangre, empieza a gruñir.

Cuando Elias avanza, Anna se vuelve y corre hacia la puerta, pero él la agarra por el brazo y la arrastra. El pelo de Anna le golpea la cara y él está tan cerca que ella debe de estar sintiendo el calor de su aliento. Las manos de Elias empiezan a buscar, a arañar el vestido, y al mirar a Malvina veo una terrible expresión de odio placentero. Anna se defiende y grita entre dientes; inclina la cabeza hacia atrás y golpea la nariz de Elias, no lo suficientemente fuerte para hacerle sangrar, pero sí para provocarle un intenso dolor. Anna logra zafarse y se lanza hacia la cocina y la puerta trasera.

—¡No saldrás de aquí! —chilla Malvina mientras la sigue. Logra agarrar un puñado del pelo de Anna y tira de ella—. ¡Nunca, nunca abandonarás esta casa!

—¡Lo haré! —grita Anna, empujando a su madre. Malvina cae contra un gran aparador de madera y se tambalea. Anna la rodea, pero no ve a Elias, que se recupera cerca de los pies de la escalera. Quiero gritarle que mire a su espalda, que corra. Pero no importa lo que yo quiera. Todo esto ya sucedió.

—Puta —dice Elias en voz alta. Anna da un salto. Él se toca la nariz y mira sus dedos en busca de sangre, observándola—. Te alimentamos. Te vestimos. ¡Y así es como nos lo agradeces! —alarga la palma de la mano aunque la tiene vacía. Luego le da una fuerte bofetada y la agarra por los hombros, zarandeándola y gritándole palabras en finlandés que no entiendo. Anna ha empezado a llorar y su pelo se agita en el aire. Todo esto parece excitar a Malvina, cuyos ojos brillan al contemplar la escena.

Anna no se rinde. Trata de escapar y se abalanza contra Elias, empujándolo hacia la pared de la escalera. Hay un jarrón de cerámica en el aparador colocado junto a ellos. Anna se lo estampa contra el lateral de la cabeza; él aúlla y la deja escapar. Malvina grita mientras su hija corre hacia la puerta, y hay tantos alaridos que apenas puedo adivinar qué están diciendo. Elias se lanza contra Anna y le agarra las piernas por detrás. Ella cae sobre el suelo del vestíbulo.

Sé que ha llegado el momento antes incluso de que Malvina salga de la cocina con un cuchillo en la mano. Todos lo sabemos. Puedo sentir cómo Thomas, Carmel y Will son incapaces de respirar, cómo desean con todas sus fuerzas cerrar los ojos o gritar y ser escuchados. Es la primera vez que ven algo así, y probablemente nunca habían pensado realmente en ello.

Bajo los ojos hacia Anna, bocabajo en el suelo, aterrorizada pero sin sentir pánico. Veo a esa muchacha luchando por escapar, no solo de las manos de Elias, sino de todo, de esta casa asfixiante, de esta vida que parece una losa sobre sus hombros, que tira de ella y la aferra al suelo. Veo a esa muchacha mientras su madre se inclina con un cuchillo de cocina y los ojos invadidos de ira. Estúpida ira, infundada ira, y entonces la hoja toca la garganta de Anna, se desliza sobre su piel y abre una profunda línea roja. Demasiado profunda, pienso, demasiado profunda. Escucho cómo Anna grita hasta que no puede más.