Mi madre y yo estamos dentro del coche, junto al aparcamiento del instituto, viendo cómo los autobuses llegan y descargan, desparramando por la acera estudiantes que se apresuran a franquear las puertas. El proceso completo parece la línea de producción de una fábrica —una planta de embotellado al revés.
Le he contado lo que me dijo Gideon y le he pedido ayuda para elaborar la mezcla de hierbas. Ha aceptado hacerla. Me doy cuenta de que se le empiezan a notar un poco los años. Tiene oscuros círculos rosados bajo los ojos y el pelo sin lustre. Normalmente le brilla como un recipiente de cobre.
—¿Estás bien, mamá?
Ella sonríe y me mira.
—Claro que sí, cariño. Solo preocupada por ti, como siempre. Y por Tybalt. Me despertó anoche cuando saltaba hacia la trampilla del ático.
—Mierda, lo siento —digo yo—. Olvidé subir y colocar las trampas.
—No te preocupes. Escuché algo que se movía allí arriba la semana pasada, y parecía mucho más grande que una rata. ¿Los mapaches pueden meterse en los áticos?
—Tal vez sea solo un grupo de ratas —sugiero, y ella se estremece—. Sería mejor que llamaras a alguien para que lo compruebe.
Suspira y tamborilea con los dedos sobre el volante.
—Ya lo he hecho. Y ha colocado unas cuantas trampas —se encoge de hombros.
—¿Cuándo?
—Hace unos días.
Ni me había enterado. No la he ayudado mucho en esta mudanza —ni con la casa, ni con nada—. Apenas la he visto tampoco. Miro hacia el asiento trasero y veo una caja de cartón llena de velas encantadas de varios colores, listas para venderlas en una librería local. Normalmente, habría sido yo quien las habría cargado, además de haber atado los carteles adecuados con kilómetros de cintas de colores.
—Gideon dice que has hecho algunos amigos —comenta, mirando hacia la multitud de estudiantes como si pudiera distinguirlos. Debería haber sabido que Gideon se iría de la lengua. Es como un padre suplente. No exactamente un padrastro, sino más bien un padrino o un caballito de mar que quisiera protegerme dentro de su bolsa.
—Solo Thomas y Carmel —digo—. Ya los has conocido.
—Carmel es una chica preciosa —dice esperanzada.
—Thomas parece pensar lo mismo.
Ella suspira y luego sonríe.
—Bueno. Aunque no le vendría mal un toque femenino.
—Mamá —gruño—. Qué dices.
—No ese tipo de toque —se ríe—. Me refiero a que necesita que alguien le dé un buen lavado y lo obligue a andar derecho. Ese muchacho es una arruga con patas. Y huele como la pipa de un viejo —rebusca algo en el asiento trasero durante un segundo y su mano reaparece llena de sobres.
—Me estaba preguntado qué sucedía con mi correo —digo, repasándolos. Ya están abiertos. No me importa. Son solo pistas de fantasmas, nada personal. En medio del montón hay una carta grande de Daisy Bristol—. Ha escrito Daisy —comento—. ¿La has leído?
—Solo quiere saber cómo te van las cosas. Y contarte todo lo que le ha sucedido en el último mes. Quiere que vayas a Nueva Orleans para acabar con el espíritu de una bruja que anda merodeando alrededor de un árbol. Supuestamente, solía hacer sacrificios allí. No me ha gustado el modo en que habla de ella.
Sonrío.
—No todas las brujas son buenas, mamá.
—Lo sé. Siento haber leído tu correspondencia. De todas maneras, estabas demasiado concentrado para prestarle atención; la mayoría de las cartas llevaban bastante tiempo en la mesita del correo. Quería ocuparme de ello por ti. Asegurarme de que no estabas pasando por alto nada importante.
—¿Y había algo importante?
—Un profesor de Montana te pide que acudas para acabar con un wendigo.
—¿Pero quién se cree que soy? ¿Van Helsing?
—Dice que conoce al doctor Barrows, de Holyoke.
Doy un resoplido.
—El doctor Barrows sabe que los monstruos no existen en realidad.
Mi madre suspira.
—¿Cómo sabemos lo que es real? Para muchos, la mayoría de las cosas que has hecho desaparecer serían monstruos.
—Es cierto —pongo la mano en la puerta—. ¿Estás segura de que puedes conseguir las hierbas que necesito?
Ella asiente con la cabeza.
—¿Y tú estás seguro de que pueden ayudarte?
Miro hacia la muchedumbre.
—Ya veremos.
***
Hoy, los pasillos parecen salidos de una película. Ya sabes, esas escenas en las que los personajes importantes caminan a cámara lenta mientras el resto de la gente pasa a toda velocidad como borrones coloreados de carne y ropa. He visto de refilón a Carmel y a Will entre la multitud, pero Will se estaba alejando de mí y no he podido llamar la atención de Carmel. Todavía no me he encontrado con Thomas, a pesar de que he pasado dos veces por su taquilla. Así que trato de mantenerme despierto durante la clase de Geometría. No hago muy buen papel. Debería estar prohibido enseñar Matemáticas a estas horas de la mañana.
En medio de la explicación de un teorema, llega a mi pupitre un rectángulo de papel doblado. Cuando lo abro veo que es una nota de Heidi, una preciosa rubia que se sienta tres filas por detrás de mí. Quiere saber si necesito ayuda con los estudios y si me gustaría ir a ver la nueva película de Clive Owen. Guardo la nota en el libro de Matemáticas como si fuera a contestarla más tarde. Por supuesto, no lo haré, y si me pregunta, le contestaré que me las apaño bien con los estudios y que tal vez en otra ocasión. Puede que insista de nuevo, quizá en dos o tres ocasiones más, pero después pillará la indirecta. Probablemente parezca mezquino, pero no lo es. ¿Qué objetivo tiene ver una película, empezar algo que no puedo terminar? No quiero echar de menos a nadie, y tampoco que nadie me eche de menos a mí.
Después de la clase, me escabullo rápidamente por la puerta y me pierdo entre la multitud. Creo escuchar a Heidi llamándome, pero no me vuelvo. Hay trabajo que hacer.
La taquilla de Will es la más cercana. Ya está allí con Chase —como es habitual— pegado a su espalda. Cuando me ve, sus ojos hacen un barrido de izquierda a derecha, como si pensara que no nos deberían ver hablando.
—¿Qué pasa, Will? —pregunto. Le hago un gesto con la cabeza a Chase, que me devuelve la típica expresión de mejor que tengas cuidado o te voy a machacar en cualquier momento. Will no dice nada. Solo dirige los ojos hacia mí y sigue con lo que estaba haciendo, sacar los libros de la taquilla para la siguiente clase. Me sobresalto al darme cuenta de que Will me odia. Nunca le he gustado, por lealtad a Mike, y ahora me odia por lo que sucedió. No sé por qué no lo había notado antes. Me imagino que nunca pienso demasiado en los vivos. En cualquier caso, me alegra poder decirle que formará parte del conjuro. Lo ayudará a pasar página.
—Ayer dijiste que querías participar. Pues aquí está tu oportunidad.
—¿Qué oportunidad es esa? —pregunta. Tiene los ojos fríos y grises. Duros e inteligentes.
—¿No puedes deshacerte primero de tu mono volador? —hago un gesto hacia Chase, pero ninguno de los dos se mueve—. Vamos a hacer un conjuro para atrapar al fantasma. Reúnete conmigo en la tienda de Morfran después de clase.
—Eres un jodido friqui, tío —me escupe Chase—. Has traído toda esta mierda aquí. Nos has obligado a hablar con la policía.
No sé de qué se queja. Si los polis estuvieron tan tranquis con ellos como con Carmel y conmigo, ¿dónde está el problema? Y me imagino que fue así, porque no me equivoqué respecto a ellos. La desaparición de Mike generó solo una pequeña partida de búsqueda que peinó las colinas durante aproximadamente una semana y algunos artículos que abandonaron rápidamente la primera página de los periódicos.
Todo el mundo se está tragando la historia de que se largó sin más. Era lo esperable. Cuando la gente atisba algo sobrenatural, lo racionaliza. Los policías de Baton Rouge hicieron eso con la muerte de mi padre. Lo calificaron como un acto aislado de extrema violencia, probablemente perpetrado por alguien que estaba de paso por el Estado. Qué importa que se lo comieran. Qué importa que no fuera factible que un ser humano pudiera haberle dado esos mordiscos tan descomunales.
—Al menos la policía no sospecha que estéis implicados —me oigo decir con voz ausente. Will cierra la taquilla de golpe.
—Eso no es lo que importa —dice en voz baja. Me mira con dureza—. Espero que esto no sea otra tomadura de pelo. Y que aparezcas.
Mientras se alejan, Carmel se acerca a mí.
—¿Qué les sucede a esos? —pregunta.
—Siguen pensando en Mike —respondo—. ¿Te parece raro?
Carmel suspira.
—Es que da la impresión de que nosotros fuéramos los únicos que aún pensamos en él. Después de que ocurriera, pensé que me vería rodeada por una multitud de gente haciéndome un millón de preguntas. Pero ni siquiera Nat y Katie preguntan ya. Están más interesadas en cómo van las cosas contigo, en si somos tema de conversación y en cuándo pienso llevarte a las fiestas.
Mira a la multitud que pasa. Un montón de chicas la sonríen y algunas la llaman y la saludan con la mano, pero ninguna se acerca. Es como si yo me hubiera echado repelente de personas.
—Creo que están algo cabreados —continúa—. Porque no he querido salir mucho últimamente. Me imagino que para ellos será una putada. Son mis amigos. Pero… de lo que más me apetece hablar es de lo que no puedo compartir con ellos. Me siento tan aislada, como si hubiera tocado algo que me hubiera borrado el color. O tal vez soy yo la que tiene ahora color y ellos los que siguen en blanco y negro —se vuelve hacia mí—. Nosotros conocemos el secreto, ¿verdad, Cas? Y nos está alejando del mundo.
—Así es como suele ser —digo en voz baja.
***
En la tienda, después de clase, Thomas se mueve de un lado a otro detrás del mostrador —no en el que Morfran registra las ventas de lámparas a prueba de viento y lavabos de porcelana, sino el de la parte trasera, abarrotado de botes con cosas flotando en agua turbia, cristales cubiertos con trapos, velas y ramilletes de hierbas—. Al fijarme un poco más, me doy cuenta de que algunas de las velas están hechas por mi madre. Qué pillina. Ni siquiera me dijo que se habían conocido.
—Mira —dice Thomas, y me acerca a la cara lo que parece un puñado de ramitas. Luego me doy cuenta de que son patas de pollo desecadas—. Han llegado esta misma tarde —se las enseña a Carmel, que intenta mostrar una expresión más impresionada que asqueada. Luego regresa al mostrador y desaparece tras él para buscar algo frenéticamente.
Carmel se ríe entre dientes.
—¿Cuánto tiempo te quedarás en Thunder Bay después de que todo esto haya acabado, Cas?
La observo. Espero que no se haya creído la mentira que ella misma inventó para Nat y Katie —que no haya quedado atrapada en una fantasía de damisela donde yo soy el cazador de malvados fantasmas y ella necesita ser constantemente rescatada.
Pero no. He sido un estúpido al pensar eso. Ni siquiera me está mirando a mí. Está pendiente de Thomas.
—No estoy seguro. Tal vez algún tiempo.
—Bien —sonríe—. Por si no te habías dado cuenta, Thomas va a echarte de menos cuando te vayas.
—Tal vez encuentre a otra persona que le haga compañía —digo, y nos miramos el uno al otro. Durante un segundo, atraviesa el aire una corriente, un cierto entendimiento, y entonces la puerta tintinea detrás de nosotros y sé que Will ha llegado. Espero que esté solo.
Me vuelvo y mi deseo se convierte en realidad. Viene solo. Y aparentemente, bastante cabreado. Se acerca con las manos en los bolsillos, mirando las antigüedades.
—Entonces, ¿qué pasa con ese conjuro? —pregunta, y me doy cuenta de que se siente extraño al utilizar la palabra «conjuro». Es un término que no suelen utilizar las personas como él, aferradas a la lógica y en total sintonía con el mundo terrenal.
—Necesitamos cuatro personas para trazar un círculo de amarre —le explico. Thomas y Carmel se unen a nosotros—. En un principio, iba a ser únicamente Thomas el que trazara un círculo de protección en la casa, pero como nos arriesgábamos a que Anna le triturara la cara, hemos optado por el plan B.
Will asiente con la cabeza.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Ahora vamos a ensayar.
—¿Ensayar?
—¿Quieres equivocarte dentro de esa casa? —pregunto, y Will se calla.
Thomas me mira sin comprender, hasta que yo le doy paso con los ojos. Ha llegado el momento de representar su papel. Le di una copia del conjuro para que lo revisara y sabe lo que hay que hacer.
Sacude el cuerpo para desperezarse y saca del mostrador la copia escrita del conjuro. Luego se acerca a cada uno de nosotros y nos agarra por los hombros para colocarnos en la posición que nos corresponde.
—Cas va al oeste, donde las cosas terminan. También porque así será el primero que entre en la casa por si esto no funciona —me coloca al oeste—. Carmel, tú al norte —dice, y la dirige suavemente por los hombros—. Yo voy al este, donde las cosas comienzan. Will, tú te colocas al sur —Thomas ocupa su lugar y lee el papel probablemente por centésima vez—. Trazaremos el círculo en el camino de acceso, distribuiremos las trece piedras y ocuparemos nuestros lugares. Llevaremos la mezcla de hierbas de la madre de Cas en bolsas alrededor del cuello. Es una mezcla sencilla de hierbas protectoras. Las velas se encienden desde el este, en sentido contrario a las agujas del reloj. Y cantaremos esto —le pasa el papel a Carmel, que lo lee, pone cara rara y se lo da a Will.
—¿Estáis hablando en serio?
No digo nada porque la salmodia suena estúpida. Conozco algunas palabras mágicas y sé que funcionan, pero ignoro por qué algunas veces son tan ñoñas.
—Lo tenemos que cantar continuamente al tiempo que entramos en la casa. El círculo consagrado debería acompañarnos, incluso aunque dejemos las piedras atrás. Yo llevaré el cuenco de visión. Cuando estemos dentro, lo llenaré y empezaremos.
Carmel baja los ojos hacia el cuenco, que es un plato brillante y plateado.
—¿Con qué lo vas a llenar? —pregunta—. ¿Con agua bendita o algo así?
—Probablemente con agua mineral —responde Thomas.
—Te has olvidado de la parte chunga —digo yo, y todos me miran—. Ya sabes, cuando tenemos que meter a Anna dentro del círculo y tirarle patas de pollo.
—¿Lo dices en serio? —gruñe Will de nuevo.
—No le tiramos las patas de pollo —Thomas pasea sus ojos por todos nosotros—. Las colocamos cerca de ella. Las patas de pollo tienen un efecto calmante sobre los espíritus.
—Bueno, eso no será lo más complicado —dice Will—. Lo peor será meterla dentro de nuestro círculo humano.
—Una vez que haya entrado, estaremos seguros. Entonces, podré alargar la mano y colocar el cuenco de visión sin ningún miedo. Pero no podemos romper el círculo, no hasta que el conjuro haya terminado y ella esté débil. E incluso así, probablemente tengamos que salir pitando de allí.
—Estupendo —dice Will—. Podemos ensayar todo menos lo que podría matarnos.
—Es lo único que podemos hacer —digo yo—. Así que a cantar —intento no pensar en lo novatos que somos y en lo estúpido que parece todo esto.
Morfran atraviesa la tienda silbando y nos ignora por completo. Lo único que indica que sabe lo que estamos haciendo es que gira el cartel de la puerta de «Abierto» a «Cerrado».
—Espera un segundo —dice Will. Thomas estaba a punto de empezar a cantar y la interrupción le roba todo el impulso—. ¿Por qué vamos a marcharnos después del conjuro? Ella estará débil, ¿no? Entonces, ¿por qué no la matamos?
—Ese es el plan —replica Carmel—. ¿No es así, Cas?
—Sí —respondo—. Depende de cómo vayan las cosas. No sabemos siquiera si esto funcionará —no estoy resultando muy convincente. Creo que casi todo lo he dicho mirándome los zapatos y la suerte ha querido que sea Will el que se dé cuenta. Retrocede un paso y se aleja del círculo.
—¡Oye! No puedes hacer eso durante el conjuro —grita Thomas.
—Cierra el pico, friqui —responde Will con tono desdeñoso, y se me ponen los pelos de punta. Me mira—. ¿Por qué tienes que ser tú? ¿Por qué no puede hacerlo otra persona? Mike era mi mejor amigo.
—Tengo que hacerlo yo —respondo con rotundidad.
—¿Por qué?
—Porque soy el único que puede usar el cuchillo.
—¿Qué tiene de complicado? Cortar y apuñalar, ¿no es así? Cualquier idiota podría hacerlo.
—Contigo no funcionaría —digo—. En tus manos sería un simple cuchillo. Y un simple cuchillo no va a matar a Anna.
—No te creo —exclama, plantándose delante de mí.
Esto apesta. Necesito que Will participe, no solo para completar el círculo, sino porque parte de mí siente que se lo debo, que debería estar involucrado. De todas las personas que conozco, es el que más ha perdido con este asunto de Anna. Entonces, ¿qué voy a hacer?
—Iremos en tu coche —digo—. Vamos todos. Ahora mismo.
***
Will conduce con recelo, conmigo de copiloto. Carmel y Thomas van en el asiento trasero. No tengo tiempo de considerar lo sudorosas que se le deben de estar poniendo las palmas de las manos a Thomas. Necesito demostrarles —a todos— que soy realmente lo que afirmo ser. Que esta es mi vocación, mi misión. Y tal vez, después de ser vapuleado por Anna (tanto si se lo estoy permitiendo inconscientemente, como si no), necesito demostrármelo a mí mismo una vez más.
—¿Dónde vamos? —pregunta Will.
—Dímelo tú. Yo no soy un experto en Thunder Bay. Llévame donde estén los fantasmas.
Will digiere la información. Se pasa la lengua por los labios con expresión tensa y mira a Carmel por el espejo retrovisor. Aunque parece nervioso, podría asegurar que tiene ya una idea aproximada de dónde ir. Hace un inesperado giro de ciento ochenta grados y tenemos que agarrarnos todos a algo.
—El policía —dice.
—¿El policía? —pregunta Carmel—. No hablarás en serio. Eso no es real.
—Hasta hace unas semanas, nada de esto era real —replica Will.
Atravesamos la ciudad y el distrito comercial y entramos en la zona industrial. El paisaje cambia cada pocas manzanas de árboles con hojas doradas y rojizas a farolas y luminosos carteles de plástico y, por último, a vías de tren y sombríos e impersonales edificios de cemento. Will tiene el rostro lúgubre y no muestra curiosidad alguna. Está deseoso de enseñarme lo que sea que tenga guardado en la manga. Le encantaría que yo no pasara la prueba, lo que demostraría que soy un fantasioso y que todo esto es una mierda.
Por el contrario, Thomas parece un sabueso entusiasmado que no sabe que lo llevan al veterinario. Debo admitir que yo también estoy algo emocionado. He tenido pocas oportunidades de mostrar mi trabajo. Aunque no sé qué deseo más, si impresionar a Thomas o conseguir que Will se trague esa expresión petulante. Por supuesto, Will tiene primero que salir ileso.
El coche va deteniéndose hasta que avanza a paso de tortuga. Will está mirando los edificios de la izquierda. Algunos parecen almacenes y otros complejos de apartamentos baratos que no se han utilizado durante bastante tiempo. Todos son de color arenisca lavada.
—Allí —dice Will y luego masculla—, creo —en voz baja. Aparcamos en un callejón y salimos todos al mismo tiempo. Ahora que hemos llegado, Will parece algo menos impaciente.
Saco el áthame de la mochila y me lo coloco al hombro, luego le paso la mochila a Thomas y le indico a Will con la cabeza que abra la marcha. Rodeamos la fachada del edificio y pasamos junto a otros dos antes de llegar a uno que parece un antiguo apartamento. En la parte alta, hay ventanas de estilo residencial con paneles de cristal y jardineras vacías. Recorro con la mirada el muro lateral y veo una salida de incendios con una escalera colgando. Trato de abrir la puerta principal. No sé por qué no está cerrada con llave, pero así es, lo que resulta estupendo. De haber tenido que subir trepando por el lateral, habríamos llamado demasiado la atención.
Cuando entramos en el edificio, Will avanza hacia las escaleras. El lugar tiene el típico olor a cerrado, agrio y pesado, como si aquí hubieran vivido muchas personas diferentes y cada uno hubiera dejado un aroma que no combinara bien con el de los demás.
—Bueno —digo yo—, ¿es que nadie va a contarme lo que nos vamos a encontrar?
Will no responde. Solo mira a Carmel, que me lo explica diligentemente.
—Hace unos ocho años, hubo un caso de toma de rehenes en el apartamento del último piso. Un ferroviario se volvió loco, encerró a su mujer y a su hija en el baño y empezó a pasearse con un arma en la mano. Llamaron a la policía y enviaron a un negociador, pero no acabó lo que se dice bien.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Quiere decir —interrumpe Will— que el negociador recibió un disparo en la espina dorsal, justo antes de que el autor de los hechos se volara la cabeza con la pistola.
Intento asimilar la información y no burlarme al escuchar a Will utilizar la expresión «autor de los hechos».
—La mujer y la hija no sufrieron ningún daño —añade Carmel. Parece nerviosa, pero entusiasmada.
—¿Y cuál es la historia del fantasma? —pregunto—. ¿Me habéis traído a un apartamento con un ferroviario de gatillo ligero?
—No se trata del ferroviario —responde Carmel—, sino del poli. Ha habido rumores de que lo han visto en el edificio después de muerto. La gente lo ha distinguido a través de las ventanas y le ha escuchado hablar con alguien, tratando de convencerlo de que no hiciera algo. Se cuenta que una vez habló incluso con un niño en la calle. Sacó la cabeza por la ventana y le dijo a gritos que se fuera de allí. Le dio un susto de muerte.
—Podría ser otra leyenda urbana más —dice Thomas.
Por mi experiencia, no suele ser así. No sé lo que voy a encontrar cuando subamos al apartamento. Ignoro si habrá algo y, de ser así, no sé si debería matarlo. Después de todo, no han mencionado que el policía haya hecho daño a nadie, y nuestra costumbre ha sido siempre dejar en paz a los inofensivos, sin importar lo que giman o muevan las cadenas.
Nuestra costumbre. El áthame ejerce un gran peso sobre mi hombro. Este cuchillo ha estado presente a lo largo de toda mi vida. He visto cómo su filo atravesaba luz y aire, primero en manos de mi padre y luego en las mías. El poder que alberga me embelesa —recorre mi brazo y atraviesa mi pecho—. Durante diecisiete años, me ha mantenido a salvo y me ha fortalecido.
El lazo de sangre, como siempre me ha dicho Gideon.
—La sangre de tus ancestros forjó este áthame. Hombres poderosos con sangre de guerrero para enviar a los espíritus bajo tierra. El áthame es de tu padre y es tuyo, y ambos le pertenecéis a él.
Eso es lo que me contó. En ocasiones con divertidos gestos y algo de mímica. El cuchillo me pertenece, y yo lo quiero como se quiere a un perro fiel. Hace desaparecer a los espíritus, pero no sé dónde los envía. Gideon y mi padre me enseñaron a no preguntarlo nunca.
Estoy tan concentrado en estos pensamientos que no me doy cuenta de que los estoy conduciendo al interior del apartamento. Hemos dejado la puerta entreabierta y entrado directamente a un salón vacío. Avanzamos sobre el suelo desnudo —lo que sea que quedara después de que arrancaran toda la moqueta—; parece aglomerado. Me paro tan repentinamente que Thomas se choca con mi espalda. Por un instante, pienso que el lugar está vacío.
Pero, entonces, veo una figura negra acurrucada en una esquina, cerca de la ventana. Tiene las manos sobre la cabeza y se balancea hacia delante y hacia atrás, hablando entre dientes consigo mismo.
—Guau —susurra Will—. No pensé que hubiera nadie aquí.
—Aquí no hay nadie —corrijo, y noto que se ponen tensos al entender lo que estoy insinuando. No importa si esto es o no lo que ellos pretendían mostrarme. Verlo de verdad es algo completamente diferente. Les indico con la mano que permanezcan alejados y avanzo dibujando un arco amplio alrededor del policía para conseguir una perspectiva mejor. Tiene los ojos muy abiertos; parece aterrorizado. Masculla y parlotea como una ardilla, todo tonterías. Resulta inquietante pensar en lo cuerdo que debió de estar en vida. Saco el áthame, no para asustarlo, sino para tenerlo a mano, por si acaso. Carmel lanza un pequeño grito ahogado y, por alguna razón, eso llama su atención.
Fija sus ojos brillantes en ella.
—No lo hagas —murmura.
Carmel retrocede un paso.
—Oye —digo en voz baja, pero no obtengo ninguna respuesta. El policía tiene la mirada clavada en Carmel. Debe de haber encontrado algo en ella. Tal vez le recuerde a las rehenes; la mujer y la hija.
Carmel no sabe qué hacer. Tiene la boca abierta, con una palabra atrapada en la garganta, y nos mira alternativamente al policía y a mí.
Siento una sensación familiar de intensidad. Así es como yo lo llamo: intensidad. No es que empiece a respirar más rápidamente o que el corazón me aporree el pecho. Es más sutil que eso. Respiro más profundamente y mi corazón bombea con más fuerza. Todo a mi alrededor se lentifica y las líneas se vuelven definidas y claras. Tiene que ver con la confianza, y también con mi lado salvaje. Tiene que ver con sentir los dedos vibrar al apretarlos en torno a la empuñadura del áthame.
Nunca he notado esta sensación al enfrentarme con Anna. Es lo que había echado en falta, y creo que al final Will ha sido un mal beneficioso. Esto es lo que estaba buscando: esta sensación, este hormigueo en los dedos de los pies. En un instante, hago una composición del lugar: Thomas está tratando de proteger a Carmel y Will intenta reunir valor suficiente para hacer algo por sí mismo, para demostrar que yo no soy el único que puede hacer esto. Tal vez debería dejarle. Y que el policía le dé un susto que lo devuelva a su sitio.
—Por favor —dice Carmel—, tranquilízate. En primer lugar, yo no quería venir y además no soy quien tú crees. ¡No quiero hacer daño a nadie!
Y, entonces, sucede algo interesante. Algo que no había visto antes. Los rasgos de la cara del policía cambian. Es casi imposible percibirlo, como atrapar la corriente de un río que se desplaza bajo su superficie. La nariz se ensancha, los pómulos se desplazan hacia abajo, los labios se vuelven más finos y los dientes se mueven dentro de la boca. Todo esto ha sucedido en dos o tres parpadeos. Estoy contemplando una cara diferente.
—Interesante —murmuro entre dientes, y mi visión periférica registra a Thomas poniendo expresión de ¿es eso lo único que se te ocurre?—. Este fantasma no es solo el policía —explico—. Es los dos. El policía y el ferroviario atrapados en un mismo cuerpo —este es el ferroviario, creo yo, y bajo la mirada hacia sus manos justo cuando él levanta una de ellas para apuntar a Carmel con un arma.
Carmel chilla y Thomas la agarra y la empuja hacia el suelo. Will no reacciona de ninguna manera. Simplemente grita una y otra vez: «Solo es un fantasma, solo es un fantasma», lo que resulta bastante estúpido. Yo, por mi parte, no vacilo.
Siento el áthame ligero en la palma de la mano y le doy la vuelta de manera que la hoja no esté dirigida hacia delante, sino hacia atrás, como el tío de Psicosis cuando acuchilla a la chica en la escena de la ducha. Pero no lo voy a usar para apuñalarlo. El lado afilado de la hoja está colocado hacia arriba y, cuando el fantasma alza la pistola hacia mis amigos, levanto el brazo de un golpe hacia el techo. El áthame colisiona y le corta gran parte de la muñeca.
Él lanza un alarido y retrocede; yo también. El arma golpea el suelo sin hacer ningún ruido. Es extraño ver caer algo que debería producir un gran estruendo y no escuchar ni un susurro. Mira su mano con desconcierto. Está colgando de un jirón de piel, pero no sale sangre. Cuando se la arranca, se convierte en humo: volutas aceitosas y tóxicas. Creo que no es necesario avisar a nadie de que no respiren eso.
—¿Y eso es todo? —pregunta Will con pánico en la voz—. ¡Pensé que el cuchillo mataría a esa cosa!
—No es una cosa —digo sin alterarme—. Es un hombre. Dos hombres. Y ya están muertos. El cuchillo los envía donde deberían estar.
El fantasma se dirige ahora hacia mí. He captado su atención y me agacho y retrocedo con tanta facilidad, tan rápidamente, que ninguno de sus golpes consigue siquiera rozarme. Le corto otro trozo de brazo y me escabullo, y el humo ondula y desaparece en las turbulencias formadas por mi cuerpo.
—Cada fantasma desaparece de un modo distinto —les explico—. Algunos mueren de nuevo como si pensaran que siguen vivos —esquivo otro de sus ataques y lo golpeo con el codo en la nuca—. Otros se deshacen en charcos de sangre. Otros explotan —miro a mis amigos y los veo absortos, con los ojos muy abiertos—. Algunos dejan restos, como cenizas o manchas, y los hay que no dejan nada.
—Cas —dice Thomas y señala detrás de mí, pero yo ya sé que el fantasma ha vuelto a la carga. Me aparto a un lado y lo apuñalo en el pecho. Se desploma sobre una rodilla.
—Cada vez es diferente —continúo—, excepto en esto —miro directamente a Will, dispuesto a terminar el trabajo. Es entonces cuando noto las dos manos del fantasma agarrándome los tobillos y tirando de mí.
¿Has leído bien? Ambas manos. Aunque recuerdo perfectamente que le corté una. Lo encuentro realmente interesante hasta que mi cabeza golpea contra el suelo de aglomerado.
El fantasma se abalanza hacia mi garganta y yo apenas puedo agarrarle las muñecas. Al mirarle las manos, veo que una es diferente. Está ligeramente más bronceada y tiene una forma completamente distinta: dedos más largos y uñas desiguales. Oigo que Carmel le grita a Thomas y a Will que deberían ayudarme, pero eso es lo último que quiero. Le quitaría la gracia al asunto.
Aun así, mientras estoy luchando con los dientes apretados, tratando de dirigir el cuchillo hacia la garganta del tipo, me entran ganas de tener una constitución más parecida a la de Will, de jugador de fútbol americano. Mi delgadez (soy bastante enjuto) me proporciona agilidad y rapidez, pero cuando se trata de estas situaciones de contacto, agradecería poder lanzar a alguien al extremo opuesto de la habitación.
—Estoy bien —le digo a Carmel—. Simplemente estoy viendo de qué va —pronuncio estas palabras con un gruñido forzado y poco convincente. Siguen mirándome con los ojos muy abiertos y Will da un paso inseguro hacia delante.
—¡Quédate ahí! —grito mientras consigo golpear el estómago del tipo con el pie—. Solo voy a tardar un poco más —les explico—. Hay dos tíos ahí dentro, ¿lo pilláis? —tengo la respiración agitada y por mi pelo caen algunas gotas de sudor—. Nada del otro mundo… solo significa que tengo que hacerlo todo dos veces.
Al menos, eso espero. Es lo único que se me ocurre, lo que reduce la cuestión a un desesperado cortar y trocear. Esto no era lo que yo tenía en mente cuando sugerí que fuéramos de caza. ¿Dónde están los fantasmas sencillos y agradables cuando los necesitas?
Reúno todas mis fuerzas y le doy una fuerte patada, alejando al policía/ferroviario de mí. Me pongo de pie rápidamente, agarro mejor el áthame y me concentro. Está dispuesto a cargar y, cuando lo hace, empiezo a cortar y despedazar como un cocinero de seres humanos. Espero que el aspecto resulte más atractivo que la sensación. Mi pelo y mi ropa se mueven con una brisa que no siento. Debajo de mí surge un humo negro.
Antes de que yo acabe —antes de que él esté acabado— puedo escuchar dos voces bien diferenciadas, superpuestas una sobre la otra, como una sombría armonía. En medio de mi trabajo de corte, me encuentro mirando dos caras que ocupan el mismo espacio: dos dentaduras rechinando, y un ojo azul y otro marrón. Me alegro de haber sido capaz de hacer esto. La sensación de inquietud y ambigüedad que tenía al entrar ha desaparecido. Tanto si este fantasma había causado daño a alguien como si no, lo que sí tengo seguro es que se estaba dañando a sí mismo, y dondequiera que lo esté enviando tiene que ser mejor que estar atrapado en el mismo cuerpo con la persona que odias, volviéndose más y más locos mutuamente cada día, cada semana, cada año que pasa.
Al final, me quedo solo en el centro de la habitación, rodeado de volutas de humo que se desvanecen y se dispersan por el techo. Thomas, Carmel y Will han formado un corrillo, y me miran. El policía y el ferroviario han desaparecido. El arma también.
—Ha sido… —es lo único que Thomas puede mascullar.
—Ha sido una demostración de lo que hago —digo sencillamente, y me gustaría no jadear tanto—. Así que se acabaron las discusiones.
***
Cuatro días después, estoy sentado en la encimera de la cocina, viendo cómo mi madre lava unas raíces de aspecto extraño, que luego pela y trocea para añadirlas a las hierbas que llevaremos alrededor del cuello esta noche.
Esta noche. Por fin ha llegado el día. Parece que ha transcurrido una eternidad y, aun así, desearía disponer de un día más. He acudido cada noche al camino de acceso de la casa de Anna y he permanecido allí de pie, incapaz de pensar algo que decirle. Y cada noche se ha asomado a la ventana y me ha mirado. No he dormido mucho últimamente, aunque debido en parte a las pesadillas.
Los sueños han empeorado desde que llegamos a Thunder Bay. No ha podido ocurrir de forma más inoportuna. Estoy agotado cuando no debería estarlo —cuando menos me puedo permitir estarlo.
No puedo recordar si mi padre tenía sueños o no, pero incluso si hubiera sido así, no me lo habría contado. Gideon tampoco lo ha mencionado nunca y yo no se lo he comentado, porque ¿y si me pasara solo a mí? Significaría que soy más débil que mis antepasados. Que no soy tan fuerte como todos esperan que sea.
Siempre es el mismo sueño. Una figura inclinándose sobre mi cara. Estoy asustado, pero también sé que esa figura está unida a mí. No me gusta. Creo que es mi padre.
Sin embargo, no puede ser él. Mi padre se marchó. Mi madre y Gideon se aseguraron de ello; estuvieron deambulando por la casa de Baton Rouge donde lo asesinaron durante noches enteras, colocando runas y encendiendo velas. Pero él ya no estaba allí. No podría decir si mi madre se sintió contenta o decepcionada.
La observo ahora mientras corta y muele rápidamente diferentes hierbas, pesándolas, traspasándolas desde el mortero. Sus manos se mueven de forma rápida y precisa. Ha tenido que esperar hasta el último momento porque le ha resultado difícil encontrar una planta denominada tormentilla, y ha tenido que recurrir a un proveedor que no conocía.
—Por cierto, ¿para qué es esto? —pregunto mientras sostengo un trozo de raíz. Está deshidratada y tiene color marrón verdoso. Parece un montón de heno.
—Os protegerá de cualquier ser de cinco dedos —dice de forma distraída, luego alza los ojos—. Anna tiene cinco dedos, ¿verdad?
—En cada mano —respondo suavemente, y le devuelvo la tormentilla.
—He limpiado el áthame otra vez —dice mientras espolvorea briznas de aletris, que me explica que es útil para mantener a los enemigos a raya—. Lo necesitarás. Por lo que he leído del conjuro, la dejará sin fuerzas. Podrás acabar el trabajo. Haz lo que viniste a hacer.
Me doy cuenta de que no sonríe. Aunque no he pasado mucho tiempo en casa, mi madre me conoce. Sabe cuándo algo va mal, y normalmente se hace una idea bastante acertada de lo que sucede. Dice que es intuición de madre.
—¿Qué ocurre, Casio? —pregunta—. ¿Qué hay diferente en este caso?
—Nada. Nada debería ser diferente. Anna es más peligrosa que cualquier otro fantasma que haya visto. Tal vez más que cualquiera de los que vio papá. Ha matado a más personas; es más fuerte —bajo los ojos hacia el montón de tormentilla—. Pero está también más viva. No se muestra confusa. No es un ser cambiante que existe a medias y que asesina por miedo o rabia. Algo le hizo esto y ella lo sabe.
—¿Cuánto sabe?
—Creo que todo, solo que tiene miedo de decírmelo.
Mi madre se retira un mechón de pelo de los ojos.
—Después de esta noche, seguramente lo sabrás.
Bajo de un salto de la encimera.
—Creo que ya lo sé —comento enfadado—. Creo que sé quién la mató.
No he podido dejar de darle vueltas. Sigo pensando en el hombre que aterrorizaba a la muchacha, y me apetece destrozarle la cara. Con voz robótica, le relato a mi madre lo que Anna me contó. Cuando alzo los ojos, encuentro una mirada bovina en su cara.
—Es terrible —dice.
—Sí.
—Pero tú no puedes reescribir la historia.
Ojalá pudiera. Me encantaría que este cuchillo pudiera hacer algo más que matar, que pudiera cortar el tiempo y así entrar en aquella casa, en aquella cocina donde la mantuvo atrapada, para sacarla de allí. Me aseguraría de que disfrutara del futuro que debió haber tenido.
—Ella no quiere matar a nadie, Cas.
—Lo sé. Entonces, cómo puedo…
—Puedes porque debes —dice sencillamente—. Puedes porque ella necesita que lo hagas.
Miro el cuchillo colocado en su jarra de sal. Algo que huele a gominolas de anís impregna el ambiente. Mi madre está cortando otra hierba.
—¿Qué es eso?
—Anís estrellado.
—¿Para qué sirve?
Sonríe ligeramente.
—Huele bien.
Respiro hondo. En menos de una hora todo estará listo y Thomas me recogerá. Yo llevaré las pequeñas bolsas de terciopelo cerradas con largas cuerdas y las cuatro velas blancas impregnadas con aceites esenciales y él, el cuenco de visión y su bolsa de piedras.
Y trataremos de matar a Anna Korlov.