Carmel no deja de parlotear mientras bajamos rápidamente por el descuidado camino de grava de la casa de Anna. Me está haciendo un millón de preguntas a las que no estoy prestando atención. Lo único en que puedo pensar es que Anna es una asesina. Sin embargo, no es mala. Anna mata, pero no quiere hacerlo. No se parece a ninguno de los fantasmas a los que me he enfrentado. Por supuesto, he oído hablar de fantasmas sensitivos, los que parecen saber que están muertos. Según Gideon, son fuertes, pero rara vez hostiles. No sé qué hacer. Carmel me agarra por el codo y me obliga a volverme.
—¿Qué? —exclamo.
—¿Quieres explicarme lo que estaba sucediendo ahí dentro?
—Realmente no —debí de dormir más tiempo del que pensé, eso o he estado hablando con Anna más de lo que imaginaba, porque hay rayos de luz mantecosa rompiendo las nubes bajas por el este. El sol es suave, pero me hace daño en los ojos. Algo surca mi mente y parpadeo al mirar a Carmel, dándome cuenta por primera vez de que realmente está aquí.
—Me seguiste —digo—. ¿Qué haces aquí?
Cambia el peso de un pie a otro con expresión incómoda.
—No podía dormir. Y quería descubrir si era cierto, así que fui a tu casa y vi que te marchabas.
—¿Qué querías descubrir si era cierto?
Me mira por debajo de las pestañas, como queriendo que lo descubra yo mismo para que ella no tenga que decirlo en alto, pero no me gusta este juego. Después de mantenerme en silencio durante unos segundos eternos, empieza a hablar.
—Estuve hablando con Thomas. Él dice que tú… —sacude la cabeza como si se sintiera estúpida por creerlo. Yo me siento estúpido principalmente por confiar en Thomas—. Asegura que te ganas la vida matando fantasmas. Que eres un cazafantasmas o algo así.
—No soy un cazafantasmas.
—Entonces, ¿qué hacías en esa casa?
—Estaba hablando con Anna.
—¿Hablando con ella? ¡Mató a Mike! ¡Podría haber hecho lo mismo contigo!
—No, no lo habría hecho —miro hacia atrás. Me siento extraño hablando de ella tan cerca de su casa. No parece correcto.
—¿De qué hablabas con ella? —pregunta Carmel.
—¿Eres siempre tan entrometida?
—¿Qué pasa, es que era algo personal? —resopla.
—Tal vez sí —respondo. Quiero marcharme de aquí. Quiero dejar el coche de mi madre en casa y pedirle a Carmel que me lleve a despertar a Thomas. Creo que le voy a arrancar el colchón de debajo del cuerpo. Será divertido verlo rebotar como grogui sobre el somier—. Escucha, larguémonos de aquí, ¿vale? Sígueme hasta mi casa y luego nos vamos en tu coche a la de Thomas. Te lo explicaré todo, te lo prometo —añado cuando me mira con expresión escéptica.
—De acuerdo —dice.
—Y… Carmel…
—¿Sí?
—Nunca más me vuelvas a llamar cazafantasmas, ¿de acuerdo? —ella sonríe y yo le devuelvo la sonrisa—. Solo para que quede claro.
Pasa junto a mí para ir a su coche, pero yo la agarro del brazo.
—No le has mencionado el pequeño desliz de Thomas a nadie más, ¿verdad?
Ella niega con la cabeza.
—¿Ni siquiera a Natalie o a Katie?
—Le dije a Nat que había quedado contigo para que me cubriera si mis padres la llamaban. Les conté que iba a quedarme en su casa.
—¿Para qué le dijiste que habíamos quedado? —pregunto, y ella me mira con expresión resentida. Supongo que Carmel Jones solo queda con chicos en secreto por la noche por razones románticas. Me revuelvo el pelo con la mano.
—Entonces, ¿qué?, ¿se supone que tengo que inventar algo en el instituto?, ¿como que nos enrollamos? —creo que estoy parpadeando demasiado y tengo los hombros encorvados, así que me siento quince centímetros más bajo que ella. Carmel me mira desconcertada.
—No eres muy bueno en esto, ¿verdad?
—No es que tenga mucha experiencia precisamente, Carmel.
Se ríe. Maldición, es realmente preciosa. No me extraña que Thomas le descubriera todos mis secretos. Probablemente bastó una caída de sus pestañas para dejarlo fuera de combate.
—No te preocupes —dice—. Me inventaré algo. Le diré a todo el mundo que besas fenomenal.
—No hace falta que me hagas ningún favor. Escucha, simplemente sígueme hasta mi casa, ¿de acuerdo?
Ella asiente con la cabeza y se mete en su coche. Cuando entro en el mío, quiero apretar la cabeza contra el volante hasta hacer estallar el claxon. Así, el ruido silenciaría mis gritos. ¿Por qué este trabajo se ha vuelto tan complicado? ¿Es por Anna? ¿O por algo más? ¿Por qué no puedo mantener a todo el mundo alejado de mis asuntos? Nunca había sido tan difícil. Me servía cualquier estúpida coartada que inventaba, porque en lo más profundo de su ser la gente no quería saber la verdad. Como Chase y Will. Ellos se tragaron el cuento de hadas de Thomas con bastante facilidad.
Pero ya es demasiado tarde. Thomas y Carmel están implicados en el juego. Y el juego es mucho más peligroso esta vez.
***
—¿Thomas vive con sus padres?
—Creo que no —responde Carmel—. Sus padres murieron en un accidente de coche. Un conductor borracho invadió su carril. O al menos es lo que la gente cuenta en el instituto —se encoge de hombros—. Creo que vive con su abuelo. Ese viejo tan raro.
—Bien —aporreo la puerta. No me importa despertar a Morfran. A ese viejo cascarrabias tal vez le venga bien la emoción. Pero después de unos trece golpazos, la puerta se abre y aparece delante de nosotros Thomas, vestido con un albornoz verde muy poco favorecedor.
—¿Cas? —murmura con voz ronca. No puedo evitar sonreír. Resulta difícil enfadarse con él cuando parece un chavalín de cuatro años demasiado crecido, con el pelo encrespado y las gafas caídas. Cuando se da cuenta de que Carmel está detrás de mí, comprueba rápidamente si tiene babas en la cara y trata de alisarse el pelo. Pero sin éxito.
—¿Qué hacéis aquí?
—Carmel me siguió hasta la casa de Anna —digo con una sonrisa—. ¿Quieres que te explique por qué? —está empezando a ruborizarse, aunque no sé si es porque se siente culpable o porque Carmel lo está viendo en pijama. De cualquier manera, se aparta para dejarnos pasar y nos conduce por la casa, tenuemente iluminada, hasta la cocina.
Todo huele a la pipa de Morfran. Luego lo veo, una descomunal figura encorvada sirviendo café. Me alarga una taza antes de que yo se la pida y abandona la cocina, refunfuñando.
Mientras tanto, Thomas ha dejado de deambular de un lado a otro y está mirando a Carmel.
—Anna ha intentado matarte —le suelta de golpe con los ojos muy abiertos—. Y no puedes dejar de pensar en cómo lanzó sus dedos ganchudos hacia tu estómago.
Carmel parpadea.
—¿Cómo sabes eso?
—No deberías hacerlo —advierto a Thomas—. Hace que la gente se sienta incómoda. Invasión de la intimidad, ya sabes.
—Entiendo —responde—. No puedo hacerlo muy a menudo —añade dirigiéndose a Carmel—. Normalmente solo cuando la gente está teniendo pensamientos intensos o violentos, o no deja de pensar en lo mismo una y otra vez —sonríe—. En tu caso, las tres cosas a la vez.
—¿Puedes leer la mente? —pregunta ella con incredulidad.
—Siéntate, Carmel —digo yo.
—No me apetece —responde—. Estoy descubriendo muchas cosas interesantes de Thunder Bay estos días —cruza los brazos sobre el pecho—. Tú puedes leer la mente, hay algo en esa casa que ha asesinado a mi ex novio y tú…
—Mato fantasmas —añado para terminar su frase—. Con esto —saco mi áthame y lo coloco sobre la mesa—. ¿Qué más te ha contado Thomas?
—Solo que tu padre también lo hacía —dice—. Y me imagino que uno lo mató a él.
Miro a Thomas con mirada crítica.
—Lo siento —dice él con expresión de impotencia.
—Está bien. Lo tenías muy difícil. Lo sé —sonrío y él me mira desesperado. Como si Carmel no se hubiera dado cuenta ya. Tendría que estar ciega.
Suspiro.
—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Hay alguna posibilidad de que te marches a casa y te olvides de esto? ¿Existe algún modo de evitar que formemos un divertido grupo de…? —antes de terminar la frase, me inclino hacia delante y dejo escapar un gruñido entre las manos. Carmel lo entiende a la primera y se ríe.
—¿Un divertido grupo de cazafantasmas? —pregunta.
—Me pido Peter Venkman —dice Thomas.
—Nadie se pide a nadie —exclamo—. Nosotros no somos cazafantasmas. Yo tengo el cuchillo y yo mato a los fantasmas y no puedo estar tropezándome en todo momento con vosotros. Además, es obvio que yo sería Peter Venkman —miro a Thomas con insistencia—. Tú te quedas con Egon.
—Espera un minuto —dice Carmel—. Tú no tienes por qué ser el que lleve la voz cantante. Mike era mi amigo, o algo así.
—Eso no quiere decir que tengas que ayudar. Esto no va de buscar venganza.
—Entonces, ¿de qué va?
—De… detener a Anna.
—Pues no has hecho lo que se dice un buen trabajo. Y por lo que vi, ni siquiera parecías estar intentándolo —Carmel me mira con una ceja levantada. Su mirada me está provocando una especie de calor en las mejillas. Maldita sea, me estoy ruborizando.
—Esto es de locos —exclamo—. Es dura de pelar, ¿vale?, pero tengo un plan.
—Es verdad —dice Thomas, saliendo en mi defensa—. Cas lo tiene todo organizado. Yo ya he recogido las piedras del lago. Se estarán recargando bajo la luna hasta que mengüe. Y las patas de pollo ya están encargadas.
Por alguna razón, hablar del conjuro me inquieta, como si hubiera algo que no estoy teniendo en cuenta. Algo que he pasado por alto.
Alguien franquea la puerta sin llamar. Apenas me fijo, porque eso intensifica la sensación de haber pasado algo por alto. Después de unos segundos estrujándome el cerebro, levanto los ojos y veo a Will Rosenberg.
Por su aspecto, parece que lleva días sin dormir. Respira de forma pesada y tiene la barbilla hundida contra el pecho. Me pregunto si habrá estado bebiendo. Lleva tierra y manchas de aceite en los vaqueros. El pobre chaval lo está pasando mal. Está mirando el cuchillo, que descansa sobre la mesa, así que lo guardo en el bolsillo trasero del pantalón.
—Sabía que había algo raro en ti —dice. Su aliento es un sesenta por ciento cerveza—. Todo esto es culpa tuya, de alguna manera, ¿verdad? Desde que llegaste aquí, todo ha ido mal. Mike lo sabía. Por eso no quería que estuvieras rondando alrededor de Carmel.
—Mike no sabía nada —digo yo con tranquilidad—. Lo que le sucedió fue un accidente.
—Un asesinato no es un accidente —murmura Will—. Deja de mentirme. Quiero participar en lo que sea que esté sucediendo.
Suelto un gemido. Nada sale bien. Morfran regresa a la cocina y nos ignora a todos, mirando su café como si fuera algo extremadamente interesante.
—El círculo se va agrandando —es lo único que dice y el asunto que se me estaba pasando por alto se me revela de golpe.
—Mierda —digo, dejando caer la cabeza hacia atrás y mirando al techo.
—¿Qué pasa? —pregunta Thomas—. ¿Qué va mal?
—El conjuro —replico—. El círculo. Tenemos que estar dentro de la casa para trazarlo.
—Sí, ¿y qué? —dice Thomas. Carmel se da cuenta al instante del problema; tiene el rostro abatido.
—Pues que Carmel entró en la casa esta mañana y Anna casi la devora. La única persona que puede permanecer en la casa sin peligro soy yo, pero no sé lo suficiente de brujería como para trazar el círculo.
—¿No podrías mantenerla a raya el tiempo suficiente para que nosotros lo hagamos? Una vez que estuviera trazado, estaríamos protegidos.
—No —dice Carmel—. Imposible. Deberíais haberla visto esta mañana; ella lo apartó de un golpe, como si fuera una mosca.
—Gracias —resoplo.
—Es verdad. Thomas nunca lo conseguiría. Y, además, ¿no tiene que concentrarse o algo así?
Will se lanza hacia Carmel y la agarra del brazo.
—¿De qué estáis hablando? ¿Has entrado en la casa? ¿Estás loca? ¡Mike me mataría si te ocurriera algo!
Y entonces recuerda que Mike está muerto.
—Tenemos que buscar la manera de trazar el círculo y hacer el conjuro —digo, pensando en alto—. Nunca me dirá lo que le sucedió por iniciativa propia.
Por fin Morfran habla.
—Todo sucede por alguna razón, Teseo Casio. Tienes menos de una semana para descubrirlo.
***
Menos de una semana. Menos de una semana. No hay modo de que me convierta en un brujo competente en menos de una semana, y desde luego tampoco me voy a volver más fuerte ni voy a ser capaz de controlar a Anna. Necesito apoyo. Necesito llamar a Gideon.
Estamos todos en el camino de acceso, después de haber salido en desbandada de la cocina. Es domingo, un domingo perezoso y tranquilo, y es demasiado temprano incluso para los fieles que van a la iglesia. Carmel se dirige hacia los coches junto a Will. Ha dicho que lo seguiría hasta su casa y que se quedaría con él un rato. Después de todo, es la más cercana de los tres a él y no cree que Chase le resulte de mucho consuelo. Me imagino que tiene razón. Antes de marcharse, Carmel se aparta a un lado con Thomas y le habla en susurros unos instantes. Cuando la vemos marcharse, le pregunto qué le ha dicho.
Él se encoge de hombros.
—Solo quería agradecerme que se lo contara. Y espera que no te hayas enfadado demasiado conmigo por arruinar tu secreto, porque lo guardará. Solo quiere ayudar.
Y luego sigue hablando y hablando, tratando de evocar la manera en que ella le ha tocado el brazo. Ojalá no le hubiera preguntado, porque ahora no dejará de hacer comentarios sobre ello.
—Escucha —digo—. Me alegro de que Carmel se esté fijando en ti. Si juegas bien tus cartas, tal vez tengas una oportunidad. Simplemente, no invadas demasiado su mente. Le resulta bastante desagradable todo eso.
—Carmel Jones y yo —se burla, aunque mira esperanzado hacia el coche de ella—. En un millón de años tal vez. Es más probable que acabe reconfortando a Will. Es inteligente y pertenece al grupo, como ella. No es un mal tipo —Thomas se coloca las gafas. Él tampoco es un mal tipo, y tal vez algún día se dé cuenta de ello. Por ahora, le digo que vaya a ponerse algo de ropa.
Cuando se vuelve para subir por el camino, veo algo. Hay un sendero circular cerca de la casa que comunica con el final del camino de acceso y, en la bifurcación, un pequeño árbol de corteza blanca, un abedul. De la rama más baja cuelga una delgada cruz negra.
—Oye —lo llamo y señalo el objeto—. ¿Qué es eso?
No es Thomas quien responde. Morfran camina con aire arrogante hacia el porche, ataviado con unas zapatillas, un pantalón de pijama azul y una bata a cuadros escoceses ajustada alrededor de su prominente barriga. Su indumentaria parece ridícula en comparación con la rocanrolera barba trenzada, pero en este momento no estoy pensando en eso.
—La cruz de Papa Legba —dice simplemente.
—Practicas vudú —digo yo, y él murmura lo que parece una afirmación—. Yo también.
Morfran resopla sobre su taza de café.
—No, tú no lo practicas. Y tampoco deberías hacerlo.
Bueno, era un farol. No practico vudú. Investigo sobre él. Y aquí tengo una oportunidad de oro.
—¿Por qué no debería? —pregunto.
—Hijo, el vudú utiliza la energía. La que tienes en tu interior y la que canalizas. La que robas y la que obtienes de cada puñetero pollo que te cenas. Y tú llevas unos diez mil voltios de energía al costado en una funda de cuero.
Instintivamente toco el áthame que tengo en el bolsillo trasero del pantalón.
—Si estuvieras practicando vudú y canalizando eso, bueno, mirarte sería como ver una polilla entrando en un mata insectos eléctrico —me mira con los ojos entrecerrados—. Tal vez algún día te enseñe.
—Me encantaría —respondo al tiempo que Thomas aparece de nuevo en el porche con ropa de calle, pero que sigue sin combinar. Baja corriendo los escalones.
—¿Dónde vamos? —pregunta.
—De vuelta a la casa de Anna —respondo. Su piel adquiere un tono verdoso—. Necesito organizar este ritual o de aquí a una semana estaré contemplando tu cabeza cortada y las tripas colgantes de Carmel —Thomas se pone más verde aún y yo le palmeo la espalda. Vuelvo la vista hacia Morfran. Nos está mirando de arriba abajo por encima de su taza de café. Así que los hechiceros vudú canalizan la energía. Es un tipo interesante. Y me está descubriendo demasiadas cosas para considerar la opción de dormir.
***
Durante el viaje en coche, el subidón de los acontecimientos de la noche pasada empieza a diluirse. Noto los ojos como lija y estoy dando cabezazos, incluso después de beberme de un trago esa taza del aguarrás al que Morfran llama café. Thomas permanece callado todo el trayecto hasta la casa de Anna. Probablemente siga pensando en el tacto de la mano de Carmel sobre su brazo. Si la vida fuera justa, Carmel lo miraría a los ojos, descubriría que Thomas es su fiel esclavo, y se sentiría agradecida. Luego lo levantaría del suelo y él dejaría de ser un esclavo para convertirse simplemente en Thomas, y se alegrarían de tenerse el uno al otro. Pero la vida no es justa y probablemente Carmel acabe con Will o con otro deportista y Thomas sufrirá en silencio.
—No quiero verte cerca de la casa —le digo para sacarlo de sus pensamientos y asegurarme de que no se pasa el desvío—. Puedes esperar en el coche o acompañarme hasta el camino de acceso. Aunque probablemente ella se encuentre algo alterada después de lo de esta mañana, así que deberías quedarte fuera, en el porche.
—No hace falta que me lo digas dos veces —dice con un resoplido.
Cuando aparcamos junto al camino de acceso, opta por permanecer en el coche. Me acerco a la casa solo. Tras abrir la puerta principal, miro hacia el suelo para asegurarme de que estoy caminando en dirección al vestíbulo y no a punto de caer de morros entre un montón de cadáveres.
—¿Anna? —la llamo—. ¿Anna? ¿Estás bien?
—Eso es una pregunta estúpida.
Acaba de salir de una habitación en la parte alta de la escalera. Está apoyada sobre el pasamanos, no la diosa oscura, sino la muchacha.
—Estoy muerta. No puedo estar ni bien ni mal.
Tiene los ojos alicaídos. Está sola, atrapada, y se siente culpable. Tiene lástima de sí misma, y no puedo decir que no tenga razones para ello.
—No pretendía que sucediera algo así —le digo con sinceridad, y doy un paso hacia la escalera—. Yo no quería exponerte a esa situación. Ella me siguió.
—¿Está bien? —pregunta Anna con una voz curiosamente aguda.
—Está bien.
—Me alegro. Pensé que tal vez la había herido. Y tiene una cara muy bonita.
Anna me está mirando. Toquetea la madera de la barandilla como si quisiera que dijera algo, pero no sé el qué.
—Necesito que me digas lo que te sucedió. Que me cuentes cómo fue tu muerte.
—¿Por qué quieres obligarme a que lo recuerde? —pregunta en voz baja.
—Porque necesito comprenderte. Tengo que descubrir por qué eres tan fuerte —empiezo a pensar en voz alta—. Por lo que sé, tu asesinato no fue tan extraño ni horrible. Ni siquiera fue brutal. Entonces, no puedo imaginar por qué te has convertido en lo que te has convertido. Tiene que haber algo… —cuando me callo, Anna me está mirando con los ojos disgustados y abiertos de par en par—. ¿Qué pasa?
—Estoy empezando a arrepentirme de no haberte matado —dice. Mi cerebro dormido tarda un minuto en comprender, pero luego me siento como un verdadero burro. He estado rodeado de demasiada muerte. He visto tanta mierda que se me escapa de la boca como si fueran canciones de cuna.
—¿Cuánto sabes —pregunta— de lo que me sucedió?
Su voz es más suave, aunque apagada. Hablar de asesinatos, relatar hechos, es algo con lo que he crecido. Solo que ahora no sé cómo hacerlo. Con Anna justo delante de mí, son más que unas simples palabras o fotografías en un libro. Cuando finalmente lo suelto, lo hago rápidamente y de golpe, como cuando arrancas una tirita.
—Sé que te asesinaron en 1958, cuando tenías dieciséis años. Alguien te cortó el cuello. Ibas de camino a un baile del instituto.
Una leve sonrisa se dibuja en sus labios, pero desaparece.
—Tenía muchas ganas de ir —dice con suavidad—. Iba a ser el último. El primero y el último —se mira y extiende su falda—. Este era mi vestido.
No me parece nada especial, un vestido suelto de color blanco con encaje y lazos, pero ¿qué sé yo de eso? En primer lugar, no soy una chica, y en segundo, no sé mucho sobre 1958. En esa época puede que fuera la mar de elegante, como diría mi madre.
—No es nada del otro mundo —dice, leyéndome el pensamiento—. Una de las inquilinas que teníamos en aquel momento era costurera. María. Era española y a mí me parecía muy exótica. Cuando se vino aquí, tuvo que dejar en su país a una hija algo más joven que yo, por eso le gustaba hablar conmigo. Me tomó las medidas y me ayudó a coserlo. Yo quería algo más elegante, pero nunca se me dio muy bien coser. Tengo los dedos torpes —se excusa y los levanta, como si yo pudiera deducir el desastre del que son capaces.
—Estás preciosa —le digo, porque es lo primero que cruza mi estúpida y vacía cabeza. Considero la opción de usar el áthame para cortarme la lengua. Probablemente no era lo que ella deseaba escuchar, y además mi voz ha sonado extraña. Tengo suerte de no haber soltado un gallo quebrado—. ¿Por qué iba a ser tu último baile? —pregunto rápidamente.
—Iba a escaparme —me cuenta. La rebeldía brilla en sus ojos igual que debió de hacerlo entonces, y hay un fuego en su voz que me entristece. Luego se extingue, y parece confundida—. No sé si lo habría hecho, pero quería.
—¿Por qué?
—Quería empezar una nueva vida —explica—. Sabía que nunca haría nada si me quedaba aquí. Habría tenido que gestionar la casa de huéspedes. Y estaba cansada de luchar.
—¿De luchar? —me acerco un paso. Un mechón de pelo negro le cae sobre los hombros, que se encorvan cuando se rodea con los brazos. Está tan pálida y es tan pequeña que apenas puedo imaginarla luchando con nadie. Al menos, no con los puños.
—No era exactamente una lucha —dice—. Y sí lo era. Con ella. Y con él. Tenía que fingir, hacerles creer que era débil porque era lo que ellos deseaban. Eso fue lo que ella me dijo que mi padre habría querido que fuera. Una chica buena y obediente. No una ramera. Una puta.
Respiro hondo. Le pregunto quién la llamó eso, quién podría haberle dicho eso, pero ya no me escucha.
—Él era un mentiroso. Un vago. Le hacía creer a mi madre que la quería, pero no era cierto. Dijo que se casaría con ella y que luego conseguiría todo lo demás.
No sé de quién está hablando, pero puedo imaginar a lo que se refiere con «todo lo demás».
—Eras tú —digo en voz baja—. En realidad, andaba detrás de ti.
—Él… me arrinconaba en la cocina, o fuera, junto al pozo. Me quedaba paralizada. Lo odiaba.
—¿Por qué no se lo contaste a tu madre?
—No podía… —se calla y empieza de nuevo—. Pero no iba a dejarle que lo hiciera. Iba a escaparme. Lo habría hecho —su rostro se vuelve inexpresivo. Ni siquiera sus ojos tienen vida. Es simplemente una voz y unos labios que se mueven. El resto de su ser se ha ocultado en su interior.
Alargo la mano y toco su mejilla, fría como el hielo.
—¿Fue él? ¿Fue él quien te mató? ¿Te siguió aquella noche y…?
Anna sacude la cabeza con fuerza y se aleja.
—Ya es suficiente —dice con un tono que pretende ser duro.
—Anna, tengo que saberlo.
—¿Por qué insistes en que te lo cuente? ¿Qué estás intentando conseguir? —se coloca la mano en la frente—. Apenas puedo recordarlo. Todo aparece embarrado y sangriento —sacude la cabeza con frustración—. ¡No hay nada que pueda decirte! Me asesinaron y todo se volvió negro y luego aparecí aquí. Me convertí en lo que soy ahora y empecé a matar y matar sin poder detenerme —empieza a jadear—. Ellos me hicieron algo, pero no sé qué. No sé cómo.
—Ellos —repito con curiosidad, pero no parece que esto vaya a avanzar. Puedo ver cómo se cierra literalmente sobre sí misma y, en un par de minutos, tal vez esté tratando de mantener a raya a una muchacha con las venas negras y un vestido que gotea sangre.
—Hay un conjuro —le digo—. Un conjuro que puede ayudarme a comprender.
Se calma un poco y me mira como si estuviera loco.
—¿Conjuros mágicos? —se le escapa una sonrisa incrédula—. ¿Me saldrán alas de hada y podré atravesar el fuego sin quemarme?
—¿De qué estás hablando?
—La magia no es real. Es fantasía, superstición, viejas maldiciones en la boca de mis abuelas finlandesas.
No puedo creer que se esté cuestionando la existencia de la magia cuando ella está aquí, muerta y hablando conmigo. Pero no tengo oportunidad de convencerla, porque empieza a suceder algo, algo se retuerce en su cerebro y la obliga a encogerse. Cuando parpadea, sus ojos están muy lejanos.
—¿Anna?
Alarga el brazo para mantenerme alejado.
—No es nada.
La miro más de cerca.
—No me digas que no es nada. Has recordado algo, ¿verdad? ¿Qué era? ¡Dímelo!
—No. Yo… no ha sido nada. No sé —se toca la sien—. No sé lo que ha sucedido.
Esto va a resultar muy difícil. O casi imposible si no consigo su colaboración. Una sensación pesada y desesperanzada está invadiendo mi cuerpo exhausto. Noto como si mis músculos empezaran a atrofiarse, y no tengo demasiados, precisamente.
—Por favor, Anna —digo—. Necesito tu ayuda. Es imprescindible que nos dejes hacer el conjuro, que permitas que otras personas entren aquí conmigo.
—No —responde—. ¡Ni conjuros ni otra gente! Ya sabes lo que sucedería. No puedo controlarlo.
—Puedes controlarlo conmigo, así que podrías intentarlo también con ellos.
—Ignoro por qué soy capaz de respetar tu vida. Y, por cierto, ¿acaso no es eso suficiente? ¿Por qué me estás pidiendo más favores?
—Anna, por favor. Necesito al menos a Thomas, y probablemente a Carmel, la chica que conociste esta mañana.
Se mira los pies. Está triste, sé que está triste, pero el estúpido aviso de Morfran de «menos de una semana» resuena en mis oídos y quiero acabar con todo esto. No puedo permitir que Anna siga aquí otro mes, probablemente coleccionando más cuerpos en el sótano. No importa que me sienta bien hablando con ella. No importa que ella me guste. No importa que lo que le sucedió fuera injusto.
—Preferiría que te marcharas —dice en voz baja y, cuando alza los ojos, veo que está a punto de llorar y que mira por encima de mi hombro hacia la puerta o tal vez hacia la ventana.
—Sabes que no puedo —digo, repitiendo sus palabras de hace unos instantes.
—Haces que desee cosas que no puedo conseguir.
Antes de que pueda descubrir a qué se refiere, se desvanece a través de los escalones, hacia las profundidades del sótano, donde sabe que no la seguiré.
***
Gideon llama justo después de que Thomas me deje en casa.
—Buenos días, Teseo. Siento levantarte tan temprano un domingo.
—Llevo horas en pie, Gideon. He estado liado con el trabajo —al otro lado del Atlántico, se ríe de mí. Al entrar en casa, hago un gesto de buenos días con la cabeza a mi madre, que está persiguiendo a Tybalt escaleras abajo y susurrándole que las ratas no son buenas para él.
—Qué lástima —dice Gideon riendo entre dientes—. Llevo horas esperando para llamarte, con el fin de dejarte descansar. Una verdadera lástima. Aquí son casi las cuatro de la tarde, ¿sabes? Pero bueno, creo que tengo la esencia de tu conjuro.
—No sé si eso importa ya. Te iba a llamar más tarde. Hay un problema.
—¿De qué tipo?
—Del tipo de que nadie puede entrar en la casa excepto yo, y yo no soy brujo —le explico un poco más de lo sucedido, omitiendo por alguna razón el hecho de que he estado teniendo largas conversaciones con Anna por la noche. Al otro lado del teléfono, escucho cómo chasquea la lengua. Estoy seguro de que está frotándose la barbilla y limpiándose las gafas.
—¿Has sido totalmente incapaz de someterla? —pregunta finalmente.
—Totalmente. Es Bruce Lee, Hulk y Neo de Matrix todo en uno.
—Ya veo. Gracias por las referencias totalmente incomprensibles de cultura pop.
Sonrío. Al menos Bruce Lee, sí sabe perfectamente quién es.
—Pero la cuestión sigue siendo que debes hacer ese conjuro. Algo en la manera en que esa muchacha murió la está dotando de un terrible poder. Es solo una cuestión de descubrir secretos. Recuerdo un fantasma que le dio algunos problemas a tu padre en 1979. Por alguna razón, era capaz de matar sin volverse corpóreo. Nos costó tres sesiones de espiritismo y una visita a una secta satánica en Italia descubrir que lo único que le permitía continuar en el plano terrenal era un hechizo grabado en un cáliz de piedra bastante ordinario. Tu padre lo rompió y, sin más, el fantasma desapareció. Ocurrirá lo mismo en tu caso.
Mi padre me contó esa historia una vez, y recuerdo que era mucho más complicado. Pero lo dejo pasar. De todas maneras, tiene razón. Cada fantasma tiene sus propios métodos, sus propios trucos. Siguen diferentes caminos y tienen distintos deseos. Y, cuando los mato, cada uno parte en su propia dirección.
—¿Cómo funciona exactamente ese conjuro? —pregunto.
—Las piedras consagradas forman un círculo protector. Una vez que el círculo esté trazado, ella no tendrá ningún poder sobre los que se encuentren en su interior. El brujo que esté realizando el ritual podrá someter las energías que posea la casa y reflejarlas en el cuenco de visión. El cuenco te mostrará lo que estás buscando. Por supuesto, no es así de simple; también hay que utilizar patas de pollo, una mezcla de hierbas que tu madre puede preparar y una salmodia. Te mandaré el texto por correo electrónico.
Hace que parezca sencillo. ¿Pensará que estoy exagerando? ¿Es que no se da cuenta de lo duro que me resulta admitir que Anna puede acabar conmigo cuando ella quiera? ¿Que puede zarandearme como un muñeco de trapo, darme un montón de mamporros y luego señalarme con el dedo y reírse?
—No va a funcionar. Yo no puedo trazar el círculo. Nunca he tenido habilidad para la brujería. Mi madre debe de habértelo contado. Hasta que cumplí siete años, estropeaba sus galletas de Beltane todos los años.
Sé cómo va a reaccionar. Suspirará y me aconsejará que regrese a la biblioteca y empiece a hablar con la gente que pueda saber lo que sucedió. Que intente aclarar un asesinato que lleva frío más de cincuenta años. Y eso es lo que tendré que hacer. Porque no voy a poner en peligro a Thomas o a Carmel.
—Ya veo.
—Ya ves, ¿qué?
—Bueno, estoy pensando en todos los rituales que he llevado a cabo durante mis años de parapsicología y misticismo…
Puedo escuchar cómo se retuerce su cerebro. Tiene algo, y empiezo a recuperar la esperanza. Sabía que valía más que un simple plato de salchichas con puré de patatas.
—¿Has dicho que dispones de varios expertos?
—¿Varios qué?
—Varios brujos.
—En realidad, tengo un brujo. Mi amigo Thomas.
En el extremo opuesto de la línea, escucho cómo Gideon toma aire y luego hace una pausa complacido. Sé lo que este viejo pájaro está pensando, que nunca antes me había oído utilizar la expresión «mi amigo». Será mejor que no se ponga sensiblero.
—No es que tenga mucha experiencia.
—Si tú confías en él, es lo único que importa. Pero necesitarás más colaboradores. Tú mismo y otras dos personas. Cada uno debe representar un punto cardinal. Trazaréis el círculo fuera, ¿de acuerdo?, y luego entraréis en la casa preparados para trabajar —hace una pausa para pensar algo más. Está muy complacido consigo mismo—. Cuando atrapéis a vuestro fantasma en el centro, estaréis completamente a salvo. Interceptar su energía permitirá también que el conjuro sea más potente y revelador. Podría incluso debilitarla lo suficiente para que tú puedas acabar el trabajo.
Trago saliva y siento el peso del cuchillo en el bolsillo trasero del pantalón.
—Claro —digo.
Escucho otros diez minutos mientras me explica los pormenores, pensando en todo momento en Anna y en lo que me revelará. Al final, creo recordar la mayor parte de lo que se supone debo hacer, pero aun así le pido que me envíe por correo electrónico una copia de las instrucciones.
—Ahora, ¿a quién implicarás para completar el círculo? Las personas más idóneas son las que tengan alguna conexión con el fantasma.
—Se lo diré a un tío que se llama Will y a mi amiga Carmel —respondo—. Y no me digas nada. Sé que estoy teniendo algunos problemas para mantener a la gente apartada de mis asuntos.
Gideon suspira.
—Ah, Teseo. La intención de esto nunca ha sido que estés solo. Tu padre tenía muchos amigos, y contaba con tu madre y contigo. A medida que pase el tiempo, tu círculo se ampliará. No hay nada de lo que avergonzarse.
El círculo se está agrandando. ¿Por qué todo el mundo se empeña en decir eso? Los círculos grandes significan más personas con las que tropezar y caer. Tengo que irme de Thunder Bay. Alejarme de este lío y regresar a mi rutina de mudarme, cazar y matar.
Mudarme, cazar y matar. Como con el champú: enjabonar, enjuagar y repetir lavado. Mi vida, desplegada como una simple rutina. Parece vacía y pesada al mismo tiempo. Pienso en lo que dijo Anna sobre desear lo que no se puede tener. Tal vez ahora comprendo lo que quiso decir.
Gideon sigue hablando.
—Si necesitas cualquier cosa, házmelo saber —añade—. Aunque solo pueda proporcionarte libros polvorientos y viejas historias desde el otro lado del océano. Al mundo real tendrás que enfrentarte tú.
—Sí. Yo y mis amigos.
—Sí. Fantástico. Seréis como esos cuatro tipos de la película. Ya sabes, en la que sale un hombre de malvavisco gigante.
Otra vez Los cazafantasmas. Tiene que estar tomándome el pelo.