Me despierto empapado en sudor. He estado soñando, soñando con algo que se inclinaba sobre mí. Algo con los dientes retorcidos y los dedos ganchudos. Algo con un aliento que olía como si hubiera estado devorando gente durante décadas sin cepillarse los dientes entre comidas. Tengo el corazón desbocado. Deslizo la mano bajo la almohada para agarrar el áthame de mi padre y, por un segundo, juraría que mis dedos rodean una cruz, una cruz con una tosca serpiente alrededor. Sin embargo, la empuñadura del cuchillo está ahí, a salvo en su funda de cuero. Malditas pesadillas.
Mi corazón empieza a calmarse. Miro hacia el suelo y veo a Tybalt observándome, con el rabo en alto. Me pregunto si estaría durmiendo sobre mi pecho y lo habré catapultado al despertarme. No lo recuerdo, pero ojalá haya sido así, porque habría sido para partirse de risa.
Pienso en tumbarme de nuevo, pero no lo hago. Noto una sensación tensa y desagradable en todos los músculos y, aunque estoy cansado, lo que realmente me apetece es hacer un poco de atletismo —algún lanzamiento de peso y algunas carreras de obstáculos—. Fuera, debe de estar soplando el viento, porque esta vieja casa cruje hasta los cimientos y los tablones del suelo se mueven como fichas de dominó, emitiendo un sonido parecido a pisadas rápidas.
Sin pensármelo dos veces, salgo de la cama y me enfundo unos vaqueros y una camiseta. Luego guardo el áthame en el bolsillo trasero de los pantalones y bajo las escaleras. Me detengo únicamente para ponerme los zapatos y levantar de la mesita con cuidado las llaves del coche de mi madre. A continuación, estoy conduciendo por calles oscuras bajo la luz de la luna creciente. Sé hacia dónde me dirijo, aunque no recuerdo haberlo decidido.
***
Aparco al final del camino de acceso de la casa de Anna, que está lleno de hierbajos, y bajo del coche, sintiéndome todavía como un sonámbulo. Aún noto la tensión de la pesadilla en mi cuerpo. Ni siquiera escucho el sonido de mis propias pisadas en los desvencijados escalones del porche, ni siento mis dedos rodeando el pomo de la puerta. Luego, entro y caigo al vacío.
El vestíbulo ha desaparecido, me precipito unos dos metros y medio y aterrizo de morros sobre la tierra fría y polvorienta. Unas respiraciones profundas devuelven el aire a mis pulmones y, de forma instintiva, me pongo en pie sin dejar de pensar, ¿qué demonios ha pasado? Cuando mi cerebro se conecta de nuevo, espero medio agachado y con los cuádriceps flexionados. Tengo suerte de no haberme destrozado las piernas. No tengo ni idea de dónde estoy y mi cuerpo está preparado para agotar las reservas de adrenalina. Sea lo que sea este sitio, es un lugar oscuro y apesta. Intento no respirar demasiado profundamente para no dejarme invadir por el pánico, y también para no inspirar demasiado lo que hay a mi alrededor. Huele a humedad y podrido. Aquí abajo han muerto un montón de cosas, o tal vez hayan muerto en otro sitio y las han almacenado en este lugar.
Este pensamiento me empuja a alargar la mano hacia el cuchillo, mi afilado colchón de seguridad rebanador de pescuezos, al tiempo que miro alrededor. Reconozco la etérea luz grisácea de la casa; se está filtrando a través de lo que, supongo, son los tablones del suelo. Ahora que mis ojos se han adaptado a la penumbra, veo que las paredes y el suelo son en parte de tierra y en parte de piedra en bruto. Mi mente hace un rápido repaso de cómo subí los escalones del porche y franqueé la puerta. ¿Cómo he acabado en el sótano?
—¿Anna? —la llamo en voz baja y el terreno se sacude bajo mis pies. Recupero el equilibrio apoyándome contra una pared, pero la superficie bajo mi mano no es de tierra. Es viscosa. Y está húmeda. Y noto que respira.
El cadáver de Mike Andover está medio incrustado en la pared. He apoyado la mano sobre su estómago. Mike tiene los ojos cerrados, como si estuviera dormido. Su piel parece más oscura y flácida que antes. Se está descomponiendo y, por la manera en que está colocado en las rocas, tengo la impresión de que la casa lo está engullendo poco a poco. Lo está digiriendo.
Me alejo unos pasos. Realmente preferiría que Mike no se pusiera a hablarme de ello.
Un leve ruido de algo que se arrastra llama mi atención, me vuelvo y veo una figura renqueando hacia mí como si estuviera borracha, tambaleándose y dando bandazos. La impresión de no encontrarme solo queda eclipsada momentáneamente por las náuseas. Es un hombre y apesta a meado y alcohol. Va vestido con ropa sucia, una gabardina harapienta y unos pantalones con agujeros en las rodillas. Antes de que pueda retirarme de su camino, su rostro adquiere una expresión de miedo. El cuello le gira sobre los hombros, como si fuera el tapón de una botella, escucho el largo crujido de su médula espinal y se derrumba en el suelo, a mis pies.
Estoy empezando a preguntarme si no seguiré dormido. Entonces, por alguna razón, la voz de mi padre brota en mis oídos.
—No tengas miedo de la oscuridad, Cas. Pero no dejes que te convenzan de que todo lo que hay ahí cuando está oscuro, existe también a plena luz del día. Porque no es así.
Gracias, papá. Sencillamente, una de las escalofriantes perlas de sabiduría que poseías.
Pero tenía razón. Bueno, al menos en la última parte. Noto cómo me palpita la sangre y siento la vena yugular hinchada en el cuello. Entonces, escucho hablar a Anna.
—¿Ves lo que hago? —pregunta, y antes de que yo responda, me rodea de cadáveres, más de los que puedo contar, desparramados por el suelo como desperdicios y apilados hasta el techo, brazos y piernas revueltos en un grotesco montón. El hedor es insoportable. Por el rabillo del ojo veo que uno se mueve, pero cuando me fijo mejor me doy cuenta de que es el movimiento de los bichos que están devorando la carne, retorciéndose bajo la piel y levantándola con pequeñas palpitaciones imposibles. Solo hay una cosa en los cuerpos que se mueve por sí misma: los ojos giran perezosamente de atrás adelante en las cabezas, cubiertos de mucosidad y blanquecinos, como si intentaran ver lo que les está sucediendo pero carecieran de la energía necesaria.
—Anna —digo suavemente.
—Estos no son los peores —susurra ella. Tiene que estar de broma. A algunos de estos cadáveres les han hecho cosas horribles. Les faltan miembros y todos los dientes y están cubiertos de sangre reseca procedente de cientos de cortes antiguos. Cuando miro a mi espalda y me doy cuenta de que Mike ha abierto los ojos, sé que tengo que salir de aquí. Que le den a la caza de fantasmas; al infierno con el legado familiar, no voy a quedarme ni un minuto más en una habitación repleta de cadáveres.
No tengo claustrofobia, pero en este momento siento como si me lo tuviera que recordar a gritos. De repente, distingo lo que no tuve tiempo de ver antes. Hay una escalera que sube hacia la planta principal. Ignoro cómo Anna consiguió traerme directamente al sótano, y tampoco me importa. Solo quiero regresar al vestíbulo y, una vez allí, olvidar lo que se esconde bajo mis pies.
Me lanzo hacia la escalera y es entonces cuando ella hace surgir el agua, que sale a borbotones de todas partes —grietas en las paredes, directamente del suelo— y aumenta de nivel. Es repugnante, más limosa que líquida, y en segundos me llega a la cintura. El pánico empieza a invadirme cuando el cadáver del vagabundo con el cuello roto pasa flotando a mi lado. No quiero nadar con ellos. Tampoco quiero pensar en todo lo que debe de haber bajo del agua, sin embargo, mi imaginación inventa algo realmente estúpido; cadáveres de la parte baja de los montones abriendo las mandíbulas de repente y gateando por el suelo apresuradamente como cocodrilos para agarrarme las piernas. Empujo al vagabundo mientras pasa, cabeceando como una manzana agusanada, y me sorprendo al escuchar el leve gemido que escapa de mis labios. Siento náuseas.
Alcanzo la escalera justo en el momento en que una pila de cadáveres se ladea y se derrumba con un morboso chapoteo.
—¡Anna, para! —toso, tratando de que el agua verdosa no me entre en la boca. No creo que lo consiga. Mi ropa se ha vuelto pesada, como si estuviera en un mal sueño, y subo gateando por los escalones a cámara lenta. Por fin, apoyo la mano sobre suelo seco y, con una sacudida, subo al primer piso.
El alivio me dura medio segundo. Luego grito como un histérico y me alejo apresuradamente de la puerta del sótano, esperando que por ella surjan agua y manos muertas que traten de arrastrarme de nuevo hacia allí. Pero el sótano está seco. La luz grisácea se desliza hacia abajo y puedo ver los escalones y unos metros del suelo. Está todo seco. Y no hay nada. Se parece a cualquier otro sótano en el que se almacenan latas de conservas. Para hacerme sentir más estúpido todavía, mi ropa tampoco está mojada.
Condenada Anna. Detesto este tipo de manipulaciones espacio-temporales, o alucinaciones o lo que sean. Es imposible acostumbrarse a ello.
Me levanto y me sacudo la camisa, aunque no haya nada que sacudir, al tiempo que miro alrededor. Estoy en lo que solía ser la cocina. Hay una polvorienta placa de cocinar negra y una mesa con tres sillas. Me encantaría sentarme en una, pero los armarios empiezan a abrirse y cerrarse solos, los cajones a dar golpes y las paredes a sangrar. Portazos y platos hechos añicos. Anna está actuando como un vulgar poltergeist. Qué lamentable.
Noto una sensación de seguridad. Los poltergeists están a mi alcance. Me encojo de hombros y salgo de la cocina hacia el salón, donde el sofá cubierto de polvo ofrece un aspecto confortablemente familiar. Me derrumbo sobre él con una actitud bravucona que, espero, parezca bastante creíble. No importa que mis manos sigan algo temblorosas.
—¡Sal de aquí! —grita Anna justo encima de mi hombro. Miro por encima del sofá y ahí está, mi diosa de la muerte, con el pelo serpenteando en una magnífica nube negra y rechinando los dientes con una fuerza tal que haría sangrar cualquier encía viva. Las ganas de saltar con el áthame preparado hacen que mi corazón bombee más rápido, pero respiro hondo. Anna no me mató antes y mis tripas me dicen que tampoco quiere hacerlo ahora. ¿Por qué, si no, hubiera perdido el tiempo con el espectáculo de los muertos? Le ofrezco mi mejor sonrisa de gallito.
—¿Y qué si no lo hago? —pregunto.
—Has venido a matarme —responde con un gruñido, ignorando obviamente mi pregunta—, pero no puedes.
—¿Qué parte de eso es lo que realmente te fastidia? —por sus ojos y su piel fluye sangre de color oscuro. Es terrible, desagradable, una asesina. Sin embargo, sospecho que estoy completamente a salvo con ella—. Encontraré la manera, Anna —le prometo—. Existirá alguna forma de matarte, de enviarte lejos de aquí.
—Yo no quiero irme —dice ella. Todo su cuerpo se contrae, su parte oscura se desvanece y delante de mí aparece Anna Korlov, la muchacha de la foto del periódico—. Aunque merezco que me maten.
—Hubo un tiempo en que no lo merecías —digo, aunque no estoy completamente en desacuerdo con ella. Porque no creo que esos cadáveres del sótano fueran simples creaciones de su imaginación. Me da la sensación de que, en algún lugar, Mike Andover está siendo devorado lentamente por las paredes de esta casa, aunque no pueda verlo.
Agita el brazo, cerca de la muñeca, donde todavía le quedan algunas venas negras. Lo mueve con más fuerza, cierra los ojos y desaparecen. Se me ocurre que no estoy viendo simplemente a un fantasma, sino a ese fantasma y lo que le pasó. Son dos cosas distintas.
—Tienes que luchar con eso, ¿verdad? —digo en voz baja.
Sus ojos muestran sorpresa.
—Al principio, me resultaba imposible controlarlo. No era yo. Me volvía loca, atrapada en su interior, y era horrible hacer esas cosas terroríficas mientras yo observaba, acurrucada en un rincón de nuestra mente —ladea la cabeza y el pelo le cae suavemente por encima del hombro. No puedo creer que las dos sean la misma persona. La diosa y esta muchacha. La imagino escudriñando a través de sus propios ojos como si fueran simples ventanas, asustada, con su discreto vestido blanco.
—Ahora nuestras pieles se han fundido —continúa—. Ella y yo somos la misma.
—No —digo, pero en el mismo instante sé que es cierto—. Ella es como una máscara. Puedes quitártela. Lo hiciste para salvarme —me levanto y rodeo el sofá. Parece tan frágil en comparación con lo que era antes, pero no retrocede ni aparta sus ojos de los míos. No tiene miedo. Está triste y se muestra curiosa, como la muchacha de la fotografía. Me pregunto cómo sería cuando estaba viva, si se reiría con facilidad, si sería inteligente. Resulta imposible creer que gran parte de esa chica siga aquí, sesenta años y quién sabe cuántos asesinatos después.
Entonces, recuerdo que estoy realmente cabreado. Señalo con la mano hacia la cocina y la puerta del sótano.
—¿De qué demonios iba todo eso?
—Pensé que deberías saber a lo que te estás enfrentando.
—¿A qué? ¿A una niñata con una rabieta en la cocina? —la miro con los ojos entrecerrados—. Estabas intentando asustarme para que me largara. Y se suponía que ese triste espectáculo era para que saliera corriendo despavorido.
—¿Triste espectáculo? —se burla—. Juraría que has estado a punto de mearte encima.
Abro la boca, pero la vuelvo a cerrar. Casi me ha hecho reír, y preferiría seguir enfadado. Aunque no literalmente. Oh, mierda. Me estoy riendo.
Anna parpadea y sonríe, fugazmente. Ella también trata de evitar la risa.
—Estaba… —hace una pausa—. Estaba enfadada contigo.
—¿Por qué? —pregunto.
—Por intentar matarme —responde, y rompemos a reír los dos.
—Justo después de que trataras con todas tus fuerzas de no matarme a mí —sonrío—. Me imagino que te habrá parecido de muy mala educación —estamos riendo juntos. Hemos entablado una conversación. ¿Qué es esto, una especie de síndrome de Estocolmo perverso?
—¿Por qué estás aquí? ¿Has vuelto para tratar de matarme otra vez?
—Por raro que parezca, no. Tuve… tuve una pesadilla. Necesitaba hablar con alguien —me alboroto el pelo con los dedos. Hacía años que no me sentía tan extraño, o tal vez nunca haya notado esta rara sensación—. Y me imagino que pensé, bueno, Anna debe de estar levantada. Así que aquí estoy.
Resopla un poco. Luego frunce el ceño.
—¿Qué podría decirte yo? ¿De qué podríamos hablar? Llevo demasiado tiempo alejada del mundo.
Me encojo de hombros. Las siguientes palabras escapan de mis labios antes de que sepa lo que está sucediendo.
—Bueno, en primer lugar, yo nunca he estado realmente en el mundo, así que…
Aprieto los dientes y bajo los ojos hacia el suelo. No me puedo creer que esté siendo tan sensiblero. Me estoy quejando a una chica que fue brutalmente asesinada a los dieciséis años. Ella permanece atrapada en esta casa llena de cadáveres, mientras yo voy al instituto y me convierto en un troyano, mientras me como los bocadillos de mantequilla de cacahuete y queso que me prepara mi madre, mientras…
—Tú caminas con los muertos —dice con delicadeza. Sus ojos están luminosos y, no lo puedo creer, muestran comprensión—. Has caminado con nosotros desde…
—Desde que mi padre murió —respondo—. Y antes de eso, él caminaba con vosotros y yo lo seguía. La muerte es mi mundo. Todo lo demás, el instituto y los amigos, son simplemente cosas que se interponen de camino al siguiente fantasma —nunca había dicho esto. Jamás me lo había planteado más de un segundo. Me he mantenido concentrado y, de ese modo, he logrado no pensar demasiado en la vida, en vivir, sin importar cuánto intente mi madre que me divierta, que salga, que solicite plaza en la universidad.
—¿Nunca te has sentido triste? —pregunta ella.
—No mucho. Contaba con ese poder superior, ya sabes. Tenía un propósito —alargo la mano hacia el bolsillo trasero del pantalón, agarro el áthame y lo saco de su funda de cuero. La hoja brilla bajo la luz grisácea. Algo en mi sangre, en la sangre de mi padre y en la de los que lo precedieron lo convierte en más que un cuchillo—. Soy el único en el mundo que puede hacer esto. ¿No implica eso que es lo que debo hacer? —nada más pronunciar estas palabras, me arrepiento de que hayan salido de mi boca. Me dejan sin ninguna posibilidad de elección. Anna cruza sus brazos pálidos. La inclinación de su cabeza ha deslizado el pelo sobre su hombro y resulta extraño verlo reposando ahí, como simples mechones oscuros. Estoy esperando que en cualquier momento empiece a moverse, a ondularse en el aire bajo una corriente invisible.
—No tener elección no es justo —dice ella, como si hubiera leído mi mente—, aunque disponer de todas las opciones tampoco es más sencillo. Cuando estaba viva, me sentía incapaz de decidir lo que quería hacer, en lo que quería convertirme. Me encantaba hacer fotografías, así que quería ser fotógrafa para un periódico. También me gustaba mucho cocinar y pensé en mudarme a Vancouver y abrir un restaurante. Tenía un millón de sueños diferentes, pero ninguno se imponía a los demás. Al final, probablemente me habrían paralizado. Habría terminado aquí, regentando la casa de huéspedes.
—No creo —esta muchacha razonable que mata con un simple movimiento de los dedos parece muy fuerte. Habría dejado todo esto atrás, si hubiera tenido la oportunidad.
—Para ser sincera, no me acuerdo —suspira—. No creo que fuera fuerte en vida. Ahora me parece que disfrutaba de cada momento, que cada bocanada de aire era agradable y fresca —aprieta las manos cómicamente sobre el pecho, respira profundamente por la nariz y luego suelta el aire con un resoplido—. Probablemente no fuera así. A pesar de todos los sueños y fantasías, no recuerdo ser… ¿cómo diría? Alegre.
Sonrío y ella me imita, luego se coloca el pelo detrás de la oreja con un gesto tan vivo y humano que me hace olvidar lo que iba a decir.
—¿Qué estamos haciendo? —pregunto—. Estás tratando de convencerme de que no te mate, ¿verdad?
Anna cruza los brazos.
—Teniendo en cuenta que no puedes matarme, creo que sería malgastar el tiempo.
Me río.
—Estás demasiado segura de ti misma.
—¿Tú crees? Sé que lo que me has mostrado no son tus mejores movimientos, Cas. Puedo notar la tensión en tu cuchillo. ¿Cuántas veces has hecho esto? ¿Cuántas veces has luchado y ganado?
—Veintidós en los últimos tres años —respondo con orgullo. Es más de lo que mi padre consiguió en el mismo intervalo de tiempo. Soy lo que se podría llamar un ganador. Deseaba ser mejor que él. Más rápido. Más preciso. Porque no quería terminar como él.
Sin mi cuchillo no soy nada especial, solo un chaval de diecisiete años con una constitución normal, tal vez tirando un poco a delgaducho. Pero con el áthame en mi mano, pensarías que soy cinturón negro tercer dan o algo así. Mis movimientos son seguros, fuertes y rápidos. Tiene razón al afirmar que no ha visto lo mejor de mí, pero no sé por qué es así.
—Anna, no quiero hacerte daño. Lo sabes, ¿verdad? No es nada personal.
—Igual que yo no quería matar a todas esas personas que están pudriéndose en el sótano —sonríe con arrepentimiento.
Así que eran reales.
—¿Qué te sucedió? —pregunto—. ¿Qué te empuja a hacer esto?
—No es asunto tuyo —contesta.
—Si me lo dijeras… —empiezo la frase, pero no la termino. Si me lo dijera, podría entenderla. Y una vez que la hubiera entendido, podría matarla.
Todo se está complicando. Esta muchacha inquisitiva y ese monstruo negro y mudo forman parte del mismo cuerpo. No es justo. Cuando le clave el cuchillo, ¿las separaré? ¿Irá Anna a un lugar y el monstruo a otro? ¿O Anna será arrastrada hacia el vacío al que se va el resto?
Creía que había desterrado estos pensamientos de mi mente hacía mucho tiempo. Mi padre siempre me decía que nosotros no debíamos juzgar, que éramos un mero instrumento. Nuestra misión era enviarlos lejos de los vivos. Sus ojos parecían tan confiados cuando lo decía… ¿Por qué yo no tengo ese tipo de certidumbre?
Levanto la mano lentamente para tocar su rostro helado, para rozar con mis dedos su mejilla, y me sorprendo al descubrir que es suave y no dura como el mármol. Se queda paralizada y luego, indecisa, alza su mano y la reposa sobre la mía.
El hechizo es tan fuerte que cuando la puerta se abre y Carmel la franquea, ninguno de los dos se mueve hasta que ella dice mi nombre.
—¿Cas? ¿Qué estás haciendo?
—Carmel —exclamo, y ahí está ella, enmarcada por la puerta abierta. Tiene la mano en el pomo y da la sensación de que está temblando. Da otro paso vacilante hacia el interior de la casa.
—Carmel, no te muevas —le digo, pero ella está mirando a Anna, que se aleja de mí, haciendo muecas y sujetándose la cabeza.
—¿Es ella? ¿Es la que mató a Mike?
Qué estúpida, se está adentrando aún más en la casa. Anna se está retirando tan rápido como puede con pasos inseguros, pero veo que sus ojos se han vuelto negros.
—Anna, no, ella no sabe lo que hace —digo demasiado tarde. Lo que sea que permite a Anna respetar mi vida obviamente no funciona con los demás. Se ha convertido en una loca de pelo negro y sangre roja, piel pálida y dientes. Hay un instante de silencio y luego escuchamos el plic, plic, plic de su vestido.
Y, entonces, ataca, dispuesta a clavar sus manos en las entrañas de Carmel.
Doy un salto y me enfrento a ella, pensando en el instante en que golpeo contra el muro de granito que soy un idiota. Pero consigo desviar su avance y Carmel salta a un lado, aunque en la dirección equivocada. Ahora está más lejos de la puerta. Se me ocurre que algunas personas solo tienen conocimientos teóricos. Carmel es un gato domestico y Anna se la almorzará si no hago algo. Cuando Anna se pone en cuclillas, con la sangre de su vestido fluyendo horriblemente por el suelo y con el pelo y los ojos desbocados, me precipito hacia Carmel y me coloco entre ambas.
—Cas, ¿qué haces? —pregunta Carmel, aterrorizada.
—Cállate y corre hacia la puerta —grito. Levanto el áthame frente a nosotros, aunque Anna no se asusta. Cuando salta esta vez, es hacia mí. Yo le agarro la muñeca con la mano libre, utilizando la otra para intentar mantenerla a raya con el cuchillo.
—¡Anna, para! —murmuro entre dientes y el blanco regresa a sus ojos. Está rechinando los dientes y escupe las palabras entre ellos.
—¡Sácala de aquí! —gime. La empujo con fuerza para alejarla de nuevo. Luego agarro a Carmel y nos escabullimos por la puerta. No nos volvemos hasta que hemos bajado los escalones del porche y estamos en el camino. La puerta se ha cerrado y escucho cómo Anna ruge en el interior, rompiendo y lanzando cosas.
—Dios mío, es espantosa —murmura Carmel, hundiendo la cabeza en mi hombro. La estrecho suavemente un instante antes de liberarme y volver a subir los escalones del porche.
—¡Cas! Aléjate de ahí —grita Carmel. Sé lo que piensa que ha visto, pero lo que yo vi fue a Anna tratando de detenerse. Cuando mis pies tocan el porche, el rostro de Anna aparece en la ventana, enseñando los dientes y con las venas surcando su piel blanca. Golpea el cristal con la mano y lo hace vibrar. Hay lágrimas oscuras en sus ojos.
—Anna —murmuro. Me acerco a la ventana, pero antes de que pueda levantar la mano se aleja flotando, gira, se desliza escaleras arriba y desaparece.